I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

jueves, 24 de julio de 2008

EL QUE ACECHA EN EL UMBRAL (Colaboración August Derleth) 13a Parte

Ambrose Bierce desapareció en México, y esto resulta aún más siniestro, pues Bierce había aludido alguna vez a Carcosa y a Hali. Se dijo que murió luchando contra las tropas de Pancho Villa, pero cuando desapareció tenía más de setenta años y estaba prácticamente inválido. Nun­ca se ha vuelto a oír nada de Bierce. Esto sucedió en 1913. En 1920, Leonard Wadham, que estaba dando un paseo por su barrio, en el sur de Londres, sufrió una brusca interrupción del curso normal de sus percepciones y de pronto se encontró en una carretera, cerca de Dunstable, a unas treinta millas de su barrio.

Pero no hay que irse tan lejos. Aquí mismo, en Arkham, Massachussetts, en septiembre de 1915, el profesor La­ban Shrewsbury, de 93 Curwen Street, desapareció total y absolutamente mientras daba un paseo por las afueras de Arkham. Parece posible que él se temiera algo, pues entre sus papeles dejó la disposición de que su casa debía mantenerse intacta y cerrada durante un período de trein­ta años por lo menos. Ningún motivo, ninguna pista. Pero es muy significativo que el Profesor Shrewsbury fuera el único en Nueva Inglaterra que sabía más que yo de estos asuntos que ahora nos ocupan, así como de disciplinas afines, terrestres y astronómicas. ¿Qué le parece todo esto? Estos ejemplos que le acabo de dar son como de uno entre un millón si se comparan con el número total de casos análogos conocidos.

Después de tomarme el tiempo necesario para asimilar esta serie de hechos curiosos tan rápidamente narrada, pregunté:

—Admitiendo que los datos contenidos en estos libros raros expliquen los sucesos que han tenido lugar en estos alrededores durante los últimos doscientos años y pico, ¿quién es esa entidad que acecha junto al umbral, dando por sentado que la entrada en cuestión es la abertura del techo de la torre?

—No lo sé.

—Pero seguramente lo sospecha.

—Oh, sí. Le sugiero que eche otra ojeada a ese ex­traño documento titulado De las malignas brujerías lle­vadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin For­ma Humana. Vea usted que allí se hace referencia a «cierto Richard Billington» que «construyó en los bos­ques un vasto Redondel de Piedras en cuyo interior de­cía Oraciones al Diablo (...) y cantaba ciertos Ritos de Magia que son abominados por las Sagradas Escrituras». Parece claro que se trata del círculo de piedras que ro­dea la torre del Bosque de Billington. Ahora bien, el documento sugiere que Billington temía a una «Cosa» que él mismo había «invocado de Noche» y que había terminado por devorarle, pero no nos ofrece ninguna prueba concluyente de que las cosas hayan sucedido así. El mago indio Misquamacus había «hechizado al Demo­nio», encerrándolo en un pozo excavado en el centro del círculo de piedras de Billington, «y lo habían cubierto con»... Aquí vienen unas palabras ilegibles que probable­mente son «una piedra» o «una losa» sobre la cual ha­bían (y aquí volvemos otra vez al texto) «labrado el que denominamos Signo Ancestral». A ese «Demonio» lo llamaban Ossadagowah, y explicaban que era «hijo de Sadogowah», nombre que inmediatamente le recuerda a uno el de una de las entidades menos conocidas de los mitos que hemos estado examinando: me refiero a Tsa­thoggua. a veces conocido como Zhothagguah o Sodagui, al que se describe como no antropomórfico, negro, pro­teiforme, cuyos orígenes, se remontan a la noche de los tiempos y que ha sido adorado desde la más remota an­tigüedad. Pero la descripción que de él da Misquamacus no coincide con la habitualmente aceptada. El lo descri­be «diciendo que a veces es pequeño y sólido como un enorme Sapo del Tamaño de muchos Tejones juntos y otras veces grande y nebuloso, sin Forma, pero con un Rostro lleno de Serpientes». Esta descripción del rostro podría convenir a Cthulhu, pero las manifestaciones de Cthulhu suelen ir vinculadas a parajes acuáticos, espe­cialmente al mar, por supuesto, o, por lo menos, a lugares con más agua que la que puedan ofrecer los pequeños afluentes del Miskatonic. Sin embargo, esa descripción también podría convenir a Nyarlathotep, y aquí ya pare­ce que nos acercamos algo más a nuestro objetivo. Es evidente que Misquamacus cometió un error de identificación, y también se equivocó en cuanto al destino de Richard Billington, pues yo creo que hay base para su­poner que Richard Billington salió al Exterior por la famosa abertura a cuyo umbral tan especialmente alude Alijah en las instrucciones que deja a sus herederos. Y esa base se encuentra en el libro de su antepasado de usted. Alijah lo sabía también: que Richard había regresado con otra forma, manteniendo cierto tipo de comercio con la humanidad. Además, ya lo dicen las leyendas de Dun­wich, y se supone que sus habitantes debían estar más o menos al tanto de las creencias y de los ritos que practi­caba Richard Billington, pues él mismo había iniciado e instruido a los antepasados de ellas. En el manuscrito de Bates figuran los solapados comentarios de Mrs. Bishop sobre el «Maestro». Pero, para Mrs. Bishop, el «Maestro» no era Alijah Billington. Esto resalta con toda evidencia en los documentos de que disponemos, e incluso en el propio manuscrito de Bates, antes de su conversación con Mrs. Bishop. Pero lo que ésta dice está clarísimo. Fíjese: «Alijah Lo dejó encerrado y también dejó encerrado al Maestro allí Fuera, cuando el Maestro estaba listo para volver después de tanto tiempo. No hay muchos que lo sepan, pero Misquamacus sí lo sabía. El Maestro caminó sobre esta tierra, pero nadie le reconoció al verle, pues cambiaba de cara cuando quería. ¡Ay! Y llevó una cara de Whately y llevó una cara de Doten y llevó una cara de Giles y llevó una cara de Corey, y se sentó entre los Whately y entre los Doten y entre los Giles y entre los Corey, y nadie le tomó sino por Whately o por Doten o por Giles o por Corey, y comió entre ellos y durmió entre ellos y caminó y habló con ellos, pero tan poderoso era en su Exterioridad que aquellos de quienes se apoderó, pronto se debilitaron y murieron, pues ninguno fue ca­paz de contenerle. Sólo Alijah fue más listo que el Maes­tro, ¡ ay!, y siguió siendo más listo que él cuando ya hacía más de cien años que el Maestro había muerto.» ¿No le dice esto nada a usted?

— No. Es completamente incomprensible.

— Muy bien. No debería serlo, pero todos estamos atados en mayor o menor grado por unos hábitos men­tales basados en lo que parece lógico y racional a la luz de nuestros conocimientos. Richard Billington salió por la abertura que él mismo había practicado, pero regresó por otra, abierta probablemente a consecuencia de algún experimento similar a los de Jonathan Bishop. Tomó posesión de diversas personas; es decir, penetró en ellas, pero su existencia en el Exterior le había mutado ya y uno, por lo menos, de los resultados de su estancia entre nosotros bajo esta forma secundaria ha sido recogido en el libro de su antepasado, cuando refiere lo que dio a luz la Dama Doten en la Candelaria del año 1787: una cria­tura que «no era Bestia ni Hombre, sino una especie de Murciélago con rostro humano. No emitía sonido alguno, pero lo miraba todo con ojos funestos. Había, sin embar­go, quienes aseguraban que se parecía horriblemente al Rostro de un fallecido de antiguo llamado Richard Bel­lingham o Bollinhan» (que naturalmente es Richard Bil­lington), «de quien se afirma que desapareció por com­pleto tras asociarse con Demonios en la comarca de Nue­vo Dunnich». Ya es suficiente. Es, pues, de suponer que Richard Billington, en forma física o psíquica, siguió mo­rando en la comarca de Dunwich, lo que sin duda explica su participación en los horrores engendrados en dicha zona. Me refiero a esas espantosas mutaciones que tan apresuradamente han sido catalogadas como signos de «decadencia» o «degeneración» físicas. Y allí ha perma­necido durante más de un siglo. En pocas palabras, hasta que la casa del Bosque de Billington ha vuelto a ser ocupada por un miembro de la familia. A partir de ese momento, la fuerza que había sido Richard Billington, es decir, el «Maestro» de que hablan Mrs. Bishop y las leyendas de Dunwich, empezó a actuar de nuevo sobre la primitiva abertura a fin de volver a ponerla en funcio­namiento. Es muy probable que fuera por sugerencia de esa entidad exterior al mundo que era Richard Billington, por lo que Alijah se puso a estudiar los textos antiguos, los documentos y los libros y terminó por restaurar el círculo de piedras y construir la torre. Para esto último debió utilizar algunas piedras del círculo, lo que explica­ría la mayor antigüedad de una parte de la torre. Luego, naturalmente, quitó el bloque de piedra gris donde estaba tallado el Signo Ancestral, igual que Dewart y el ayudan­te indio que se había buscado persuadieron a Bates, hace sólo unos días, de que se lo llevara de allí. Con esto quedó restaurada la abertura y comenzó un conflicto extraño y sin duda memorable si hubiera quedado de él constancia escrita. En efecto, Richard Billington, una vez cumplido su objetivo, inició la segunda fase del proyecto, que consistía en reanudar su interrumpida existencia en este mundo, en su propia casa además y en la persona de Alijah. Pero, desgraciadamente para él, Alijah no se ha­bía contentado con llevar a cabo el primer objetivo de Richard, sino que había seguido estudiando y se había procurado nuevas partes del Necronomicon, que empezó a utilizar por su cuenta. Así fue cómo invocó a algunos de los Seres del Exterior, a los que permitió asolar la comarca de Dunwich a su gusto. Hasta que por fin tuvo el incidente que conocemos con Phillips y Druven, y por si esto fuera poco, se dio cuenta además de cuáles eran las verdaderas intenciones de Richard Billington. Por con­siguiente, envió de nuevo al Exterior al Ser o Seres que había invocado, así como también, con toda probabilidad, a esa Fuerza que había sido su antepasado. Luego volvió a sellar la abertura con la piedra que lleva el Signo An­cestral y se marchó, dejando tras de sí una serie de ins­trucciones inexplicables. Pero algo quedó de Richard Billington, algo permaneció allí del Maestro; lo bastante para poder cumplir sus propósitos otro siglo después.

—¿Entonces la influencia que opera en aquellos para­jes es de Richard Billington y no la de Alijah?

—Sin ninguna duda. Además, tenemos indicios muy significativos de que es así. Para empezar, el Billington que desapareció sin que volviera a saberse de él fue Ri­chard y no Alijah, que murió en Inglaterra de muerte na­tural. También está el conflicto que Bates tomó erró­neamente por una escisión de la personalidad de su primo y que no era sino la voluntad de Richard, que se iba imponiendo a la de Dewart. Finalmente queda una pe­queña manifestación que resulta plenamente concluyente. Richard Billington habla mantenido tan estrecha relación con los del Exterior que se hallaba sometido a las mismas limitaciones que ellos en su dimensión, es decir, en pocas palabras, al Signo Ancestral. Ya recordará usted que, al día siguiente de la noche en que apareció aquel enigmático indio, Dewart requirió la ayuda de Bates para transportar y enterar la piedra marcada con el Signo Ancestral. De­wart desafió a Bates a que no era capaz de llevarla él solo y Bates la llevó. Observe que ni Dewart ni el indio movieron un dedo para ayudarle. En suma: no tocaron la piedra porque no se atrevían. Y es que Ambrose Dewart ya no es Ambrose Dewart. Es Richard Billington. Y este indio, que también se llama Quamis, es aquel mismo que ayudaba a Alijah en tiempos de éste y el que un siglo antes, en su propia época, había servido a Richard, que ahora, llamado por su Maestro, ha regresado otra vez de los terribles y blasfemos Espacios Exteriores para reanu­dar los horrores iniciados hace más de doscientos años. Y si no interpreto mal los signos, vamos a tener que actuar rápida y urgentemente para evitar y frustrar sus propósitos. Sin duda Stephen Bates tendrá cosas nuevas que contarnos dentro de tres días, cuando pase por aquí de regreso a Boston. ¡Si es que se lo permiten!

El presentimiento de mi jefe se cumplió en bastante menos de tres días.

La desaparición de Stephen Bates no se anunció públi­camente. Nos enteramos por un trozo de papel que nos trajo un cartero rural. Según nos dijo, lo había encon­trado en la carretera del Aylesbury Pike y, como parecía ir dirigido al doctor Lapham, lo había traído consigo para entregárselo a mi jefe. El doctor Lapham leyó el papel en silencio y luego me lo pasó a mí.

Parecía haber sido garrapateado a toda prisa y, en al­gunos puntos, la punta del lápiz había perforado el papel, como si, para escribir, lo hubieran apoyado en la rodilla o en un tronco de árbol.

Doctor Lapham. Univ. Misk.— Bates. LO ha enviado tras de mí. Me libré la primera vez, pero sé que me co­gerá. Primero los soles y las estrellas. Luego el olor. ¡Dios mío, qué olor! Como algo que lleva quemándose mucho tiempo. Salí corriendo al ver luces sobrenaturales. Sali a la carretera. Oí que venía detrás de mí como el viento entre los árboles. Luego el olor. Y el sol estalló y la Cosa apareció en mil fragmentos QUE SE UNIERON EN UN TODO. ¡Dios mío! No puedo...

No había más.

— Es demasiado tarde para salvar a Bates, no cabe duda — dijo el doctor Lapham— . Y espero que no nos encontremos con el que iba tras él, porque lo que es contra ése no tenemos ningún poder. Nuestra única posi­bilidad es echar mano a Billington y al indio mientras la Cosa está en el Exterior, pues no puede venir si no es invocada.

Abrió un cajón de la mesa mientras hablaba y sacó de él dos brazaletes de cuero o muñequeras que al prin­cipio me parecieron relojes de pulsera, pero que luego re­sultaron ser unas correas que llevaban sujeta una piedra gris ovalada en cuya superficie había tallado un curioso dibujo: una tosca estrella de cinco puntas, en el centro de la cual se veía como una especie de pilar de llamas en­marcado por un rombo partido. Me entregó una a mí y él se puso la otra en la muñeca.

— ¿Y ahora? — pregunté.

—Vamos a ir a esa casa y preguntar por Bates. Puede ser peligroso.

Esperaba que yo protestara, pero no dije nada. Seguí su ejemplo y me puse la correa que me había entregado. Luego abrí la puerta y le cedí el paso.

En la Casa Billington no había señales de vida. Varias ventanas tenían los postigos cerrados y, a pesar del frío, no salía ningún humo de la chimenea. Dejamos el coche en el camino, delante de la puerta principal de la casa, cruzamos una especie de atrio pavimentado con grandes losas de piedra y llamamos con los nudillos en la puerta. No hubo respuesta. Volvimos a llamar más fuerte y, cuando repetíamos la llamada por tercera vez, la puerta se abrió sin previo aviso y nos vimos con un hombre de mediana estatura, nariz aquilina y una mata llameante de cabello rojo. Tenía la piel muy tostada, casi de color marrón, y unos ojos agudos y suspicaces. Mi jefe se pre­sentó inmediatamente.

—Buscamos a Mr. Stephen Bates y tenemos entendido que vive aquí.

— Lo siento, pero ya no está. El otro día se fue a Bos­ton, que es donde vive habitualmente.

— ¿Puede usted darme sus señas?

—Randle Place, número 17.

—Muchas gracias, caballero — dijo el doctor Lapham, y le dio la mano.

Un tanto sorprendido por esta cortesía innecesaria, De­wart extendió la suya para estrechársela, pero apenas sus dedos rozaron los de mi jefe, lanzó un grito ronco y re­trocedió de un salto, agarrándose con una mano al marco de la puerta. Su rostro sufrió una terrible transformación; la expresión de suspicacia se mudó en odio inexpresable y furor impotente, y en el fondo de sus ojos brilló una chispa de comprensión. Sólo permaneció así durante un instante. Luego se retiró y cerró la puerta de un portazo.

De alguna manera había captado la presencia del extraño brazalete que llevaba el doctor Lapham.

Este, con calma imperturbable, regresó al coche. Cuando me metí detrás del volante, vi que estaba consultando su reloj de pulsera.

—Ya es media tarde. No nos queda mucho tiempo. Espero que esta misma noche vaya a la torre.

—Esto ha sido como si le hubiera avisado de que va­mos por él. ¿Por qué? ¿No habría sido mejor que no supiera nada de nosotros?

—No hay razón para que no sepa nada de nosotros. Al contrario, es mejor que lo sepa. Pero no perdamos tiempo en hablar. Tenemos mucho que hacer antes de que anochezca, pues para entonces quiero que estemos aquí de vuelta. Y tenemos que ir a Arkham por unas co­sas que vamos a necesitar esta noche.

Media hora antes de que se pusiera el sol íbamos ca­minando por el Bosque de Billington, adentrándonos des­de el extremo occidental de la propiedad, por donde no podían vernos desde la casa. En la espesura del bosque ya reinaba una luz crepuscular y los matorrales dificulta­ban nuestra marcha, pues íbamos muy cargados. El doc­tor Lapham no había olvidado nada. Llevábamos palas, linternas, cemento, un bidón de agua, una pesada palanca de hierro y otros útiles parecidos. Además, el doctor Lapham se había provisto de una curiosa pistola antigua que disparaba balas de plata y llevaba el plano que nos había dibujado Bates del sitio donde había enterrado el bloque de piedra gris que llevaba grabado el Signo An­cestral.

Para evitar conversaciones innecesarias en el bosque, el doctor Lapham habla explicado que, a su juicio, Dewart —es decir, Billington— y acaso también el indio Quamis se personarían en la torre en cuanto cayera la noche para llevar a cabo sus infernales prácticas. Hasta ese momento lo teníamos todo previsto de antemano. Sin perder un segundo teníamos que recuperar la losa de piedra, mez­clar el cemento y tenerlo todo a punto. Lo que sucediera después dependía del doctor Lapham, que me había dado órdenes severísimas de obedecer al instante lo que me mandara sin hacer preguntas ni interferir en sus accio­nes. Yo se lo había prometido, pero me sentía Heno de terroríficos presentimientos.

Por fin llegamos a las cercanías de la torre y el doctor Lapham descubrió rápidamente el lugar donde Bates ha­bla enterrado la piedra que llevaba grabado el sello. La desenterró con facilidad mientras yo mezclaba el cemen­to, y no mucho después de la puesta del sol ya estábamos preparados para empezar nuestra larga vigilia y espera. El crepúsculo dio paso a la noche, y de la dirección del pantano, al este de la torre, nos vino el latido demoniaco del coro de batracios. Por encima de la zona encharcada, una constante vibración de luces vacilantes delataba la presencia de miríadas de luciérnagas, cuyos resplandores blancos y verdosos parecían a veces como una insólita aurora boreal. En todo el bosque a nuestro alrededor, y al unísono con las voces y las luces, los chotacabras em­pezaron a cantar una cadencia extraña y ultrarerrena.

Están cerca. Ellos —susurró mi jefe, ominosamente.

Las voces de aves y ranas alcanzaron una espantosa intensidad, batiendo un ritmo loco en la noche, latiendo con un clamor infernal que creí que no iba a poder so­portar. En el momento en que el coro de voces alcanzaba el paroxismo sonoro, sentí que el doctor Lapham me tocaba en el brazo y supe, sin necesidad de palabras, que Ambrose Dewart y Quamis se acercaban.

De lo que sucedió durante el resto de aquella noche apenas me siento capaz de escribir con objetividad, a pesar de los muchos años transcurridos y de que, desde entonces, la campiña de Arkham ha vuelto a disfrutar de una paz y una libertad que no había conocido durante más de dos siglos. Los acontecimientos comenzaron con la aparición de Dewart, o, mejor dicho, de Billington con la apariencia de Dewart, en la abertura de la cúpula de la torre. El doctor Lapham había escogido acertadamente nuestro escondrijo; desde él, a través del follaje, distin­guíamos perfectamente todo el marco de la abertura, y allí apareció de pronto la figura de Ambrose Dewart. Casi al instante comenzó a fluir de entre sus labios una voz extraña y terrible que profería palabras y sonidos pri­mordiales. Tenía la cabeza alzada hacia las estrellas. Su mirada y sus palabras se dirigían al espacio exterior. Las palabras nos llegaron con nitidez, a pesar del estruendo de las ranas y los chotacabras.

—Iä! Iä! N’ghaa, nn’ghai-ghai! lii! Iä! N’ghai, n-yah, n-yah, shoggog, phthaghn! Iä! Iä! Y-hah, y-nyah, y-nyah! N’ghaa, n’nghai, waf’l phthaghn. —Yog-Sothoth! Yog­Sothoth!

Comenzó a soplar un viento entre los árboles, un vien­to que venia de arriba, y el aire se tomó helado, mien­tras las voces de las ranas y los chotacabras y el revolo­teo de las luciérnagas aceleraban su ritmo. Me volví alar­mado hacia el doctor Lapham, justo a tiempo de verle apuntar cuidadosamente con su arma y hacer fuego.

Giré velozmente la cabeza. Dewart recibió el balazo y retrocedió, pero tropezó con el marco de la abertura y cayó hacia adelante, de cabeza al suelo. Al instante apareció en la abertura el indio Quamis, que continuó

furiosamente el ritual iniciado por Billington.

—Iä! Iä! Yog-Sothoth! Ossadogowah!

El segundo disparo del doctor Lapham alcanzó al in­dio, que no cayó, sino que pareció desmoronarse sobre si mismo.

— Ahora, pues — dijo mi jefe con voz fría e inflexi­ble—, pongamos de nuevo en su sitio el bloque de piedra.

Yo cogí la piedra y él me siguió con el cemento, en­vueltos en la demoníaca pulsación rítmica de las ranas y los chotacabras. Corrimos a la torre sin preocuparnos de la maleza, pues el viento aumentaba en intensidad y el aire se congelaba por momentos. Mirando hacia arri­ba desde dentro de la torre vimos las estrellas a través de la abertura: las estrellas y —horror de los horrores— algo más.

Ignoro cómo pudimos llegar al final de aquella noche inolvidable con el recuerdo de aquel horror grabado en el ojo de la mente. Sólo tengo vagas reminiscencias de que sellamos la abertura, de que enterramos los restos mortales de Ambrose Dewart, libre por fin en la muerte de la maligna posesión de Richard Billington, de que el doctor Lapham me aseguró que la desaparición de De­wart sería achacada a las mismas causas misteriosas que motivaron las demás, si bien en este caso esperarían en vano la reaparición de su cuerpo... Recuerdo que lo único que quedaba de Quamis era un polvo impalpable, pues, como dijo el doctor Lapham, llevaba muerto «más de dos siglos» y sólo mantenía una apariencia de vida gracias a los malignos poderes de Richard Billington. Tam­bién conservo vagas imágenes de la destrucción del círcu­lo de piedras y del hundimiento de la propia torre, que quedó sepultada en tierra desde abajo, de modo que la temida piedra gris con el Signo Ancestral permaneció en su sitio al descender a las entrañas de la tierra. Sé que en esa misma tierra descubrimos, a la luz de la linterna, extrañas osamentas que se remontaban a los tiempos de aquel antiguo mago Misquamacus, jefe de los Wampa­naug, y que la magnífica vidriera del despacho quedó completamente destruida. Nos llevamos algunos libros y documentos valiosos para depositarlos en la biblioteca de la Universidad del Miskatonic, recogimos todas nues­tras cosas, lo cargamos todo en el coche y huimos hasta el alba. De todo esto, como digo, sólo me quedan vaguí­simos recuerdos. Sólo sé que sucedió, pues algún tiempo después me obligué a visitar aquella islita que en tiem­pos pasados existiera en el centro del Misquamacus — como se llamaba aquel riachuelo en tiempos de Richard Billington y como lo había llamado, sin saberlo, la len­gua poseída de Ambrose Dewart— y vi que, no quedaban ni rastros de la torre ni del círculo de piedras. Nada que­daba del Espacio de Dagón ni de Ossadogowah ni de aquella espantosa Criatura del Exterior que acechaba en el umbral, esperando a que la invocaran.

De todo esto sólo me quedan recuerdos vagos y frag­mentarios por culpa de lo que vi enmarcado en aquella abertura por donde sólo había esperado ver estrellas. Un olor nauseabundo se derramaba desde el Exterior y lo que vi no eran estrellas, sino soles, los soles que vio Stephen Bates en sus últimos momentos: grandes esferas de luz que se aglomeraban al otro lado de la abertura, de las cuales las más próximas se apartaron para dejar paso a una especie de protoplasma negro que fluía y con­fluía para dar forma a aquel horror espantoso e inconce­bible venido del espacio exterior, a aquel engendro nacido del vacío sin forma de los tiempos primigenios, a aquel monstruo amorfo y con tentáculos que acechaba en el umbral, cuya máscara era un cúmulo de esferas iridiscen­tes: ¡el maligno Yog-Sothoth, que hierve para siempre como el limo primordial en el caos nuclear de los oríge­nes, más allá de los últimos indicios del espacio y el tiempo!

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