I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

jueves, 24 de julio de 2008

EL QUE ACECHA EN EL UMBRAL (Colaboración August Derleth) 13a Parte

Ambrose Bierce desapareció en México, y esto resulta aún más siniestro, pues Bierce había aludido alguna vez a Carcosa y a Hali. Se dijo que murió luchando contra las tropas de Pancho Villa, pero cuando desapareció tenía más de setenta años y estaba prácticamente inválido. Nun­ca se ha vuelto a oír nada de Bierce. Esto sucedió en 1913. En 1920, Leonard Wadham, que estaba dando un paseo por su barrio, en el sur de Londres, sufrió una brusca interrupción del curso normal de sus percepciones y de pronto se encontró en una carretera, cerca de Dunstable, a unas treinta millas de su barrio.

Pero no hay que irse tan lejos. Aquí mismo, en Arkham, Massachussetts, en septiembre de 1915, el profesor La­ban Shrewsbury, de 93 Curwen Street, desapareció total y absolutamente mientras daba un paseo por las afueras de Arkham. Parece posible que él se temiera algo, pues entre sus papeles dejó la disposición de que su casa debía mantenerse intacta y cerrada durante un período de trein­ta años por lo menos. Ningún motivo, ninguna pista. Pero es muy significativo que el Profesor Shrewsbury fuera el único en Nueva Inglaterra que sabía más que yo de estos asuntos que ahora nos ocupan, así como de disciplinas afines, terrestres y astronómicas. ¿Qué le parece todo esto? Estos ejemplos que le acabo de dar son como de uno entre un millón si se comparan con el número total de casos análogos conocidos.

Después de tomarme el tiempo necesario para asimilar esta serie de hechos curiosos tan rápidamente narrada, pregunté:

—Admitiendo que los datos contenidos en estos libros raros expliquen los sucesos que han tenido lugar en estos alrededores durante los últimos doscientos años y pico, ¿quién es esa entidad que acecha junto al umbral, dando por sentado que la entrada en cuestión es la abertura del techo de la torre?

—No lo sé.

—Pero seguramente lo sospecha.

—Oh, sí. Le sugiero que eche otra ojeada a ese ex­traño documento titulado De las malignas brujerías lle­vadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin For­ma Humana. Vea usted que allí se hace referencia a «cierto Richard Billington» que «construyó en los bos­ques un vasto Redondel de Piedras en cuyo interior de­cía Oraciones al Diablo (...) y cantaba ciertos Ritos de Magia que son abominados por las Sagradas Escrituras». Parece claro que se trata del círculo de piedras que ro­dea la torre del Bosque de Billington. Ahora bien, el documento sugiere que Billington temía a una «Cosa» que él mismo había «invocado de Noche» y que había terminado por devorarle, pero no nos ofrece ninguna prueba concluyente de que las cosas hayan sucedido así. El mago indio Misquamacus había «hechizado al Demo­nio», encerrándolo en un pozo excavado en el centro del círculo de piedras de Billington, «y lo habían cubierto con»... Aquí vienen unas palabras ilegibles que probable­mente son «una piedra» o «una losa» sobre la cual ha­bían (y aquí volvemos otra vez al texto) «labrado el que denominamos Signo Ancestral». A ese «Demonio» lo llamaban Ossadagowah, y explicaban que era «hijo de Sadogowah», nombre que inmediatamente le recuerda a uno el de una de las entidades menos conocidas de los mitos que hemos estado examinando: me refiero a Tsa­thoggua. a veces conocido como Zhothagguah o Sodagui, al que se describe como no antropomórfico, negro, pro­teiforme, cuyos orígenes, se remontan a la noche de los tiempos y que ha sido adorado desde la más remota an­tigüedad. Pero la descripción que de él da Misquamacus no coincide con la habitualmente aceptada. El lo descri­be «diciendo que a veces es pequeño y sólido como un enorme Sapo del Tamaño de muchos Tejones juntos y otras veces grande y nebuloso, sin Forma, pero con un Rostro lleno de Serpientes». Esta descripción del rostro podría convenir a Cthulhu, pero las manifestaciones de Cthulhu suelen ir vinculadas a parajes acuáticos, espe­cialmente al mar, por supuesto, o, por lo menos, a lugares con más agua que la que puedan ofrecer los pequeños afluentes del Miskatonic. Sin embargo, esa descripción también podría convenir a Nyarlathotep, y aquí ya pare­ce que nos acercamos algo más a nuestro objetivo. Es evidente que Misquamacus cometió un error de identificación, y también se equivocó en cuanto al destino de Richard Billington, pues yo creo que hay base para su­poner que Richard Billington salió al Exterior por la famosa abertura a cuyo umbral tan especialmente alude Alijah en las instrucciones que deja a sus herederos. Y esa base se encuentra en el libro de su antepasado de usted. Alijah lo sabía también: que Richard había regresado con otra forma, manteniendo cierto tipo de comercio con la humanidad. Además, ya lo dicen las leyendas de Dun­wich, y se supone que sus habitantes debían estar más o menos al tanto de las creencias y de los ritos que practi­caba Richard Billington, pues él mismo había iniciado e instruido a los antepasados de ellas. En el manuscrito de Bates figuran los solapados comentarios de Mrs. Bishop sobre el «Maestro». Pero, para Mrs. Bishop, el «Maestro» no era Alijah Billington. Esto resalta con toda evidencia en los documentos de que disponemos, e incluso en el propio manuscrito de Bates, antes de su conversación con Mrs. Bishop. Pero lo que ésta dice está clarísimo. Fíjese: «Alijah Lo dejó encerrado y también dejó encerrado al Maestro allí Fuera, cuando el Maestro estaba listo para volver después de tanto tiempo. No hay muchos que lo sepan, pero Misquamacus sí lo sabía. El Maestro caminó sobre esta tierra, pero nadie le reconoció al verle, pues cambiaba de cara cuando quería. ¡Ay! Y llevó una cara de Whately y llevó una cara de Doten y llevó una cara de Giles y llevó una cara de Corey, y se sentó entre los Whately y entre los Doten y entre los Giles y entre los Corey, y nadie le tomó sino por Whately o por Doten o por Giles o por Corey, y comió entre ellos y durmió entre ellos y caminó y habló con ellos, pero tan poderoso era en su Exterioridad que aquellos de quienes se apoderó, pronto se debilitaron y murieron, pues ninguno fue ca­paz de contenerle. Sólo Alijah fue más listo que el Maes­tro, ¡ ay!, y siguió siendo más listo que él cuando ya hacía más de cien años que el Maestro había muerto.» ¿No le dice esto nada a usted?

— No. Es completamente incomprensible.

— Muy bien. No debería serlo, pero todos estamos atados en mayor o menor grado por unos hábitos men­tales basados en lo que parece lógico y racional a la luz de nuestros conocimientos. Richard Billington salió por la abertura que él mismo había practicado, pero regresó por otra, abierta probablemente a consecuencia de algún experimento similar a los de Jonathan Bishop. Tomó posesión de diversas personas; es decir, penetró en ellas, pero su existencia en el Exterior le había mutado ya y uno, por lo menos, de los resultados de su estancia entre nosotros bajo esta forma secundaria ha sido recogido en el libro de su antepasado, cuando refiere lo que dio a luz la Dama Doten en la Candelaria del año 1787: una cria­tura que «no era Bestia ni Hombre, sino una especie de Murciélago con rostro humano. No emitía sonido alguno, pero lo miraba todo con ojos funestos. Había, sin embar­go, quienes aseguraban que se parecía horriblemente al Rostro de un fallecido de antiguo llamado Richard Bel­lingham o Bollinhan» (que naturalmente es Richard Bil­lington), «de quien se afirma que desapareció por com­pleto tras asociarse con Demonios en la comarca de Nue­vo Dunnich». Ya es suficiente. Es, pues, de suponer que Richard Billington, en forma física o psíquica, siguió mo­rando en la comarca de Dunwich, lo que sin duda explica su participación en los horrores engendrados en dicha zona. Me refiero a esas espantosas mutaciones que tan apresuradamente han sido catalogadas como signos de «decadencia» o «degeneración» físicas. Y allí ha perma­necido durante más de un siglo. En pocas palabras, hasta que la casa del Bosque de Billington ha vuelto a ser ocupada por un miembro de la familia. A partir de ese momento, la fuerza que había sido Richard Billington, es decir, el «Maestro» de que hablan Mrs. Bishop y las leyendas de Dunwich, empezó a actuar de nuevo sobre la primitiva abertura a fin de volver a ponerla en funcio­namiento. Es muy probable que fuera por sugerencia de esa entidad exterior al mundo que era Richard Billington, por lo que Alijah se puso a estudiar los textos antiguos, los documentos y los libros y terminó por restaurar el círculo de piedras y construir la torre. Para esto último debió utilizar algunas piedras del círculo, lo que explica­ría la mayor antigüedad de una parte de la torre. Luego, naturalmente, quitó el bloque de piedra gris donde estaba tallado el Signo Ancestral, igual que Dewart y el ayudan­te indio que se había buscado persuadieron a Bates, hace sólo unos días, de que se lo llevara de allí. Con esto quedó restaurada la abertura y comenzó un conflicto extraño y sin duda memorable si hubiera quedado de él constancia escrita. En efecto, Richard Billington, una vez cumplido su objetivo, inició la segunda fase del proyecto, que consistía en reanudar su interrumpida existencia en este mundo, en su propia casa además y en la persona de Alijah. Pero, desgraciadamente para él, Alijah no se ha­bía contentado con llevar a cabo el primer objetivo de Richard, sino que había seguido estudiando y se había procurado nuevas partes del Necronomicon, que empezó a utilizar por su cuenta. Así fue cómo invocó a algunos de los Seres del Exterior, a los que permitió asolar la comarca de Dunwich a su gusto. Hasta que por fin tuvo el incidente que conocemos con Phillips y Druven, y por si esto fuera poco, se dio cuenta además de cuáles eran las verdaderas intenciones de Richard Billington. Por con­siguiente, envió de nuevo al Exterior al Ser o Seres que había invocado, así como también, con toda probabilidad, a esa Fuerza que había sido su antepasado. Luego volvió a sellar la abertura con la piedra que lleva el Signo An­cestral y se marchó, dejando tras de sí una serie de ins­trucciones inexplicables. Pero algo quedó de Richard Billington, algo permaneció allí del Maestro; lo bastante para poder cumplir sus propósitos otro siglo después.

—¿Entonces la influencia que opera en aquellos para­jes es de Richard Billington y no la de Alijah?

—Sin ninguna duda. Además, tenemos indicios muy significativos de que es así. Para empezar, el Billington que desapareció sin que volviera a saberse de él fue Ri­chard y no Alijah, que murió en Inglaterra de muerte na­tural. También está el conflicto que Bates tomó erró­neamente por una escisión de la personalidad de su primo y que no era sino la voluntad de Richard, que se iba imponiendo a la de Dewart. Finalmente queda una pe­queña manifestación que resulta plenamente concluyente. Richard Billington habla mantenido tan estrecha relación con los del Exterior que se hallaba sometido a las mismas limitaciones que ellos en su dimensión, es decir, en pocas palabras, al Signo Ancestral. Ya recordará usted que, al día siguiente de la noche en que apareció aquel enigmático indio, Dewart requirió la ayuda de Bates para transportar y enterar la piedra marcada con el Signo Ancestral. De­wart desafió a Bates a que no era capaz de llevarla él solo y Bates la llevó. Observe que ni Dewart ni el indio movieron un dedo para ayudarle. En suma: no tocaron la piedra porque no se atrevían. Y es que Ambrose Dewart ya no es Ambrose Dewart. Es Richard Billington. Y este indio, que también se llama Quamis, es aquel mismo que ayudaba a Alijah en tiempos de éste y el que un siglo antes, en su propia época, había servido a Richard, que ahora, llamado por su Maestro, ha regresado otra vez de los terribles y blasfemos Espacios Exteriores para reanu­dar los horrores iniciados hace más de doscientos años. Y si no interpreto mal los signos, vamos a tener que actuar rápida y urgentemente para evitar y frustrar sus propósitos. Sin duda Stephen Bates tendrá cosas nuevas que contarnos dentro de tres días, cuando pase por aquí de regreso a Boston. ¡Si es que se lo permiten!

El presentimiento de mi jefe se cumplió en bastante menos de tres días.

La desaparición de Stephen Bates no se anunció públi­camente. Nos enteramos por un trozo de papel que nos trajo un cartero rural. Según nos dijo, lo había encon­trado en la carretera del Aylesbury Pike y, como parecía ir dirigido al doctor Lapham, lo había traído consigo para entregárselo a mi jefe. El doctor Lapham leyó el papel en silencio y luego me lo pasó a mí.

Parecía haber sido garrapateado a toda prisa y, en al­gunos puntos, la punta del lápiz había perforado el papel, como si, para escribir, lo hubieran apoyado en la rodilla o en un tronco de árbol.

Doctor Lapham. Univ. Misk.— Bates. LO ha enviado tras de mí. Me libré la primera vez, pero sé que me co­gerá. Primero los soles y las estrellas. Luego el olor. ¡Dios mío, qué olor! Como algo que lleva quemándose mucho tiempo. Salí corriendo al ver luces sobrenaturales. Sali a la carretera. Oí que venía detrás de mí como el viento entre los árboles. Luego el olor. Y el sol estalló y la Cosa apareció en mil fragmentos QUE SE UNIERON EN UN TODO. ¡Dios mío! No puedo...

No había más.

— Es demasiado tarde para salvar a Bates, no cabe duda — dijo el doctor Lapham— . Y espero que no nos encontremos con el que iba tras él, porque lo que es contra ése no tenemos ningún poder. Nuestra única posi­bilidad es echar mano a Billington y al indio mientras la Cosa está en el Exterior, pues no puede venir si no es invocada.

Abrió un cajón de la mesa mientras hablaba y sacó de él dos brazaletes de cuero o muñequeras que al prin­cipio me parecieron relojes de pulsera, pero que luego re­sultaron ser unas correas que llevaban sujeta una piedra gris ovalada en cuya superficie había tallado un curioso dibujo: una tosca estrella de cinco puntas, en el centro de la cual se veía como una especie de pilar de llamas en­marcado por un rombo partido. Me entregó una a mí y él se puso la otra en la muñeca.

— ¿Y ahora? — pregunté.

—Vamos a ir a esa casa y preguntar por Bates. Puede ser peligroso.

Esperaba que yo protestara, pero no dije nada. Seguí su ejemplo y me puse la correa que me había entregado. Luego abrí la puerta y le cedí el paso.

En la Casa Billington no había señales de vida. Varias ventanas tenían los postigos cerrados y, a pesar del frío, no salía ningún humo de la chimenea. Dejamos el coche en el camino, delante de la puerta principal de la casa, cruzamos una especie de atrio pavimentado con grandes losas de piedra y llamamos con los nudillos en la puerta. No hubo respuesta. Volvimos a llamar más fuerte y, cuando repetíamos la llamada por tercera vez, la puerta se abrió sin previo aviso y nos vimos con un hombre de mediana estatura, nariz aquilina y una mata llameante de cabello rojo. Tenía la piel muy tostada, casi de color marrón, y unos ojos agudos y suspicaces. Mi jefe se pre­sentó inmediatamente.

—Buscamos a Mr. Stephen Bates y tenemos entendido que vive aquí.

— Lo siento, pero ya no está. El otro día se fue a Bos­ton, que es donde vive habitualmente.

— ¿Puede usted darme sus señas?

—Randle Place, número 17.

—Muchas gracias, caballero — dijo el doctor Lapham, y le dio la mano.

Un tanto sorprendido por esta cortesía innecesaria, De­wart extendió la suya para estrechársela, pero apenas sus dedos rozaron los de mi jefe, lanzó un grito ronco y re­trocedió de un salto, agarrándose con una mano al marco de la puerta. Su rostro sufrió una terrible transformación; la expresión de suspicacia se mudó en odio inexpresable y furor impotente, y en el fondo de sus ojos brilló una chispa de comprensión. Sólo permaneció así durante un instante. Luego se retiró y cerró la puerta de un portazo.

De alguna manera había captado la presencia del extraño brazalete que llevaba el doctor Lapham.

Este, con calma imperturbable, regresó al coche. Cuando me metí detrás del volante, vi que estaba consultando su reloj de pulsera.

—Ya es media tarde. No nos queda mucho tiempo. Espero que esta misma noche vaya a la torre.

—Esto ha sido como si le hubiera avisado de que va­mos por él. ¿Por qué? ¿No habría sido mejor que no supiera nada de nosotros?

—No hay razón para que no sepa nada de nosotros. Al contrario, es mejor que lo sepa. Pero no perdamos tiempo en hablar. Tenemos mucho que hacer antes de que anochezca, pues para entonces quiero que estemos aquí de vuelta. Y tenemos que ir a Arkham por unas co­sas que vamos a necesitar esta noche.

Media hora antes de que se pusiera el sol íbamos ca­minando por el Bosque de Billington, adentrándonos des­de el extremo occidental de la propiedad, por donde no podían vernos desde la casa. En la espesura del bosque ya reinaba una luz crepuscular y los matorrales dificulta­ban nuestra marcha, pues íbamos muy cargados. El doc­tor Lapham no había olvidado nada. Llevábamos palas, linternas, cemento, un bidón de agua, una pesada palanca de hierro y otros útiles parecidos. Además, el doctor Lapham se había provisto de una curiosa pistola antigua que disparaba balas de plata y llevaba el plano que nos había dibujado Bates del sitio donde había enterrado el bloque de piedra gris que llevaba grabado el Signo An­cestral.

Para evitar conversaciones innecesarias en el bosque, el doctor Lapham habla explicado que, a su juicio, Dewart —es decir, Billington— y acaso también el indio Quamis se personarían en la torre en cuanto cayera la noche para llevar a cabo sus infernales prácticas. Hasta ese momento lo teníamos todo previsto de antemano. Sin perder un segundo teníamos que recuperar la losa de piedra, mez­clar el cemento y tenerlo todo a punto. Lo que sucediera después dependía del doctor Lapham, que me había dado órdenes severísimas de obedecer al instante lo que me mandara sin hacer preguntas ni interferir en sus accio­nes. Yo se lo había prometido, pero me sentía Heno de terroríficos presentimientos.

Por fin llegamos a las cercanías de la torre y el doctor Lapham descubrió rápidamente el lugar donde Bates ha­bla enterrado la piedra que llevaba grabado el sello. La desenterró con facilidad mientras yo mezclaba el cemen­to, y no mucho después de la puesta del sol ya estábamos preparados para empezar nuestra larga vigilia y espera. El crepúsculo dio paso a la noche, y de la dirección del pantano, al este de la torre, nos vino el latido demoniaco del coro de batracios. Por encima de la zona encharcada, una constante vibración de luces vacilantes delataba la presencia de miríadas de luciérnagas, cuyos resplandores blancos y verdosos parecían a veces como una insólita aurora boreal. En todo el bosque a nuestro alrededor, y al unísono con las voces y las luces, los chotacabras em­pezaron a cantar una cadencia extraña y ultrarerrena.

Están cerca. Ellos —susurró mi jefe, ominosamente.

Las voces de aves y ranas alcanzaron una espantosa intensidad, batiendo un ritmo loco en la noche, latiendo con un clamor infernal que creí que no iba a poder so­portar. En el momento en que el coro de voces alcanzaba el paroxismo sonoro, sentí que el doctor Lapham me tocaba en el brazo y supe, sin necesidad de palabras, que Ambrose Dewart y Quamis se acercaban.

De lo que sucedió durante el resto de aquella noche apenas me siento capaz de escribir con objetividad, a pesar de los muchos años transcurridos y de que, desde entonces, la campiña de Arkham ha vuelto a disfrutar de una paz y una libertad que no había conocido durante más de dos siglos. Los acontecimientos comenzaron con la aparición de Dewart, o, mejor dicho, de Billington con la apariencia de Dewart, en la abertura de la cúpula de la torre. El doctor Lapham había escogido acertadamente nuestro escondrijo; desde él, a través del follaje, distin­guíamos perfectamente todo el marco de la abertura, y allí apareció de pronto la figura de Ambrose Dewart. Casi al instante comenzó a fluir de entre sus labios una voz extraña y terrible que profería palabras y sonidos pri­mordiales. Tenía la cabeza alzada hacia las estrellas. Su mirada y sus palabras se dirigían al espacio exterior. Las palabras nos llegaron con nitidez, a pesar del estruendo de las ranas y los chotacabras.

—Iä! Iä! N’ghaa, nn’ghai-ghai! lii! Iä! N’ghai, n-yah, n-yah, shoggog, phthaghn! Iä! Iä! Y-hah, y-nyah, y-nyah! N’ghaa, n’nghai, waf’l phthaghn. —Yog-Sothoth! Yog­Sothoth!

Comenzó a soplar un viento entre los árboles, un vien­to que venia de arriba, y el aire se tomó helado, mien­tras las voces de las ranas y los chotacabras y el revolo­teo de las luciérnagas aceleraban su ritmo. Me volví alar­mado hacia el doctor Lapham, justo a tiempo de verle apuntar cuidadosamente con su arma y hacer fuego.

Giré velozmente la cabeza. Dewart recibió el balazo y retrocedió, pero tropezó con el marco de la abertura y cayó hacia adelante, de cabeza al suelo. Al instante apareció en la abertura el indio Quamis, que continuó

furiosamente el ritual iniciado por Billington.

—Iä! Iä! Yog-Sothoth! Ossadogowah!

El segundo disparo del doctor Lapham alcanzó al in­dio, que no cayó, sino que pareció desmoronarse sobre si mismo.

— Ahora, pues — dijo mi jefe con voz fría e inflexi­ble—, pongamos de nuevo en su sitio el bloque de piedra.

Yo cogí la piedra y él me siguió con el cemento, en­vueltos en la demoníaca pulsación rítmica de las ranas y los chotacabras. Corrimos a la torre sin preocuparnos de la maleza, pues el viento aumentaba en intensidad y el aire se congelaba por momentos. Mirando hacia arri­ba desde dentro de la torre vimos las estrellas a través de la abertura: las estrellas y —horror de los horrores— algo más.

Ignoro cómo pudimos llegar al final de aquella noche inolvidable con el recuerdo de aquel horror grabado en el ojo de la mente. Sólo tengo vagas reminiscencias de que sellamos la abertura, de que enterramos los restos mortales de Ambrose Dewart, libre por fin en la muerte de la maligna posesión de Richard Billington, de que el doctor Lapham me aseguró que la desaparición de De­wart sería achacada a las mismas causas misteriosas que motivaron las demás, si bien en este caso esperarían en vano la reaparición de su cuerpo... Recuerdo que lo único que quedaba de Quamis era un polvo impalpable, pues, como dijo el doctor Lapham, llevaba muerto «más de dos siglos» y sólo mantenía una apariencia de vida gracias a los malignos poderes de Richard Billington. Tam­bién conservo vagas imágenes de la destrucción del círcu­lo de piedras y del hundimiento de la propia torre, que quedó sepultada en tierra desde abajo, de modo que la temida piedra gris con el Signo Ancestral permaneció en su sitio al descender a las entrañas de la tierra. Sé que en esa misma tierra descubrimos, a la luz de la linterna, extrañas osamentas que se remontaban a los tiempos de aquel antiguo mago Misquamacus, jefe de los Wampa­naug, y que la magnífica vidriera del despacho quedó completamente destruida. Nos llevamos algunos libros y documentos valiosos para depositarlos en la biblioteca de la Universidad del Miskatonic, recogimos todas nues­tras cosas, lo cargamos todo en el coche y huimos hasta el alba. De todo esto, como digo, sólo me quedan vaguí­simos recuerdos. Sólo sé que sucedió, pues algún tiempo después me obligué a visitar aquella islita que en tiem­pos pasados existiera en el centro del Misquamacus — como se llamaba aquel riachuelo en tiempos de Richard Billington y como lo había llamado, sin saberlo, la len­gua poseída de Ambrose Dewart— y vi que, no quedaban ni rastros de la torre ni del círculo de piedras. Nada que­daba del Espacio de Dagón ni de Ossadogowah ni de aquella espantosa Criatura del Exterior que acechaba en el umbral, esperando a que la invocaran.

De todo esto sólo me quedan recuerdos vagos y frag­mentarios por culpa de lo que vi enmarcado en aquella abertura por donde sólo había esperado ver estrellas. Un olor nauseabundo se derramaba desde el Exterior y lo que vi no eran estrellas, sino soles, los soles que vio Stephen Bates en sus últimos momentos: grandes esferas de luz que se aglomeraban al otro lado de la abertura, de las cuales las más próximas se apartaron para dejar paso a una especie de protoplasma negro que fluía y con­fluía para dar forma a aquel horror espantoso e inconce­bible venido del espacio exterior, a aquel engendro nacido del vacío sin forma de los tiempos primigenios, a aquel monstruo amorfo y con tentáculos que acechaba en el umbral, cuya máscara era un cúmulo de esferas iridiscen­tes: ¡el maligno Yog-Sothoth, que hierve para siempre como el limo primordial en el caos nuclear de los oríge­nes, más allá de los últimos indicios del espacio y el tiempo!

EL QUE ACECHA EN EL UMBRAL (Colaboración August Derleth) 12a Parte

Vi la torre, vi el bosque iluminado por la luna, y también vi a la luna descendiendo hacia el Oeste. Desde una de las estrellas se extendía una línea tenue y vapo­rosa, como de bruma o como una proyección de ecto­plasma, pero de la escena que hacía unos instantes se había quedado grabada en mi memoria para siempre, ¡no quedaba nada! La torre se alzaba desierta y, aunque se­guía sonando la rítmica cadencia del coro de ranas, todos los demás sonidos habían cesado; no había nada ni en la torre ni a su alrededor, y de mi primo tampoco se veía ni rastro. Permanecí durante unos momentos con la cara pegada al cristal, sin dar crédito a mis ojos, y de pronto me di cuenta de que mi primo debía estar vol­viendo a casa, quizá incluso llegando ya, pues yo había perdido por completo el sentido del tiempo. Eché una última ojeada, furtiva y temerosa, por la ventana circular y me retiré apresuradamente de ella. La escena seguía tranquila y desierta.

Me dejé caer al suelo con ligereza, salí del gabinete y subí a toda prisa las escaleras. Apenas me había ence­rrado en mi habitación, cuando oí el ruido de la puerta principal y los pasos de mi primo que se acercaban. Pero al escucharlos me sobresalté. ¿Qué pasos eran aquéllos?

¡Sin duda de más que una persona! ¡Y cuán lentos, cuán arrastrados! ¡Y cómo eran las voces cuyos susurros llegaron hasta mí desde el pie de la escalera!

—¡Cuánto tiempo hacía! — dijo una voz gutural que indudablemente pertenecía a mi primo Ambrose.

—¡Ay, Maestro!

—¿Me encuentras cambiado?

—No, salvo en vuestra faz y vestimenta.

—¿Fuiste muy lejos?

—A Mnar y a Carcosa. ¿Y vos, Maestro?

—He estado en muchos lugares y he tenido muchos rostros. Del tiempo pasado y del tiempo por venir. Pero habla en voz baja, que aquí hay peligro. Hay un forastero de mi sangre entre estas paredes.

—¿Queréis que me vaya a dormir?

—¿Lo necesitas?

—No.

—Entonces descansa y espera. Por la mañana todo será como siempre.

—Aguarda un momento. ¿Conoces tú el año tal como lo marcan los hombres?

—No, Maestro. ¿He estado mucho tiempo fuera? ¿Dos años? ¿Diez?

Fue audible la risa de Ambrose, y terrible de oír.

—¡Sólo un suspiro del tiempo! Más de veinte veces diez. Se han producido grandes cambios, tal como pre­dijeron los Primordiales que nos sería dado contemplar. ¡Ya los verás!

— Buenas noches, Maestro.

—Buenas noches, sí. ¡Cuánto tiempo ha transcurrido desde la última vez que nos las dimos aquí! Descansa, que mañana tenemos mucho que hacer para preparar su llegada y abrirles el camino.

Se hizo el silencio y oí los pasos de mi primo que subía lentamente por la escalera. Le oí avanzar con cau­tela, y la misma normalidad de este sonido me pareció espantosa después de lo que acababa de ver —si es que realmente había visto algo— por la ventana del gabine­te y de la conversación que acababa de oír — si es que realmente la había oído— al pie de la escalera. ¡Ya em­pezaba otra vez a dudar de la evidencia de mis senti­dos! Mi primo cruzó el rellano, entró en su alcoba y cerró la puerta. Poco después oí crujir su cama y todo quedó en calma.

Mi impulso inicial fue entonces el de darme a la huida inmediatamente, pero la huida despertaría las sospechas de mi primo sin satisfacer su hostilidad y sería imposi­ble. Por otra parte, ese mismo impulso me produjo, corno reacción, el sentimiento de que no debía abandonar a Ambrose. No sabía lo que el destino habría ordenado que sucediera a continuación, pero si estaba seguro de algo que tenía yo que hacer. Tenía que ver otra vez al doctor Harper y exponer ante él, en orden cronológico, todo lo que había sucedido, presentándole incluso repro­ducciones o copias de los principales documentos exis­tentes en la biblioteca de mi primo. A aquellas horas de la noche no me apetecía en absoluto ponerme a esa tarea, pero sabia que no tenía más remedio que hacerla. Antes de abandonar esta casa, tengo que preparar un informe que sirva de guía a cualquiera cuyos servicios requiera el destino para resolver el enigma del Bosque de Billington y los extraños y horribles sucesos de Dunwinch.

Aquella noche no dormí.

A la mañana siguiente esperé a que mi primo hubiera bajado al piso inferior antes de salir de mi cuarto; y lo hice con miedo por lo que me podía encontrar. Mi temor, no obstante, era infundado. Ambrose estaba ocupado en preparar el desayuno. Parecía de buen humor y su as­pecto acabó de aquietar mis temores, pues no vi nada en él que me recordara mis experiencias nocturnas. Ade­más, se mostró singularmente voluble y me deseó que el coro de ranas del pantano no me hubiera impedido dor­mirme después de mi hora habitual.

La aseguré que no había sido así.

El había estado pensando que las ranas habían croado demasiado fuerte aquella noche y quizá hubiera algún método de reducir su número.

Por alguna razón, esta sugerencia me alarmó instan­táneamente. No pude por menos de recordarle las ins­trucciones que había dejado Alijah al respecto, ante lo cual él sonrió de modo siniestro y altivo, como dando a entender que ya se había enterado de qué pretendía Alijah y que le tenía completamente sin cuidado. Esta ines­perada reacción me alarmó todavía más, pero consideré necesario ocultar mis sentimientos.

Luego me comunicó que estaría ocupado fuera de la casa durante casi todo el día. Esperaba que no me im­portara. Había descubierto que tenía ciertos trabajos que hacer en el bosque.

Oculté mi satisfacción, pues su ausencia me permitiría fácil acceso a los papeles del gabinete de estudio. Pero me di cuenta de que tenía que disimular y, por lo me­nos, me ofrecí por si le era de alguna utilidad.

—Eres muy amable, Stephen — sonrió—. Pero se me ha olvidado decirte que ya tengo quien me ayude. El otro día, cuando estabas fuera, contraté a un hombre y tengo que avisarte para que no te alarmes. Tiene una for­ma muy rara de hablar y también va vestido de un modo especial. Es un indio.

No pude ocultar mi asombro.

— Pareces sorprendido.

— Estoy atónito. ¿De dónde has sacado un indio en estas tierras?

— ¡Ah! El se presentó y yo le contraté. Te quedarías sorprendido de lo que puede uno encontrar en estas montañas. — Se puso en pie, dispuesto a fregar los platos, pues yo estaba terminando de desayunar y, volviéndose hacía mí, añadió un último dato, fatídico—: Es una cu­riosa coincidencia que sabrás apreciar. Se llama Quamis.

III. Narración de Winfield Phillips

Stephen Bates acudió al despacho del doctor Séneca Lapham, sito en el carnpus deja Universidad del Miska­tonic, poco después de las doce de la mañana del 7 de abril de 1924, por indicación del doctor Armitage Har­per, miembro del personal de la biblioteca. Era un hom­bre de unos cuarenta y siete años de edad, bien conser­vado, que comenzaba a encanecer. Aunque se notaba que hacía esfuerzos por mantenerse sereno, parecía profunda­mente alterado, incluso agitado, y yo le catalogué de neurótico, tal vez de histérico. Llevaba consigo un vo­luminoso manuscrito que constaba de un relato, escrito por él mismo, de ciertas experiencias que le habían ocu­rrido, más un conjunto de cartas y documentos relacio­dos con el asunto y cuidadosamente copiados por él. Como el doctor Harper había telefoneado para anunciar su llegada, fue hecho pasar directamente ante el doctor Lapham, quien parecía extraordinariamente interesado en su caso, lo que me hizo suponer que el citado legajo debía tener que ver con ciertos aspectos de la investiga­ción antropológica especialmente caros a mi jefe.

Mr. Bates se presentó a sí mismo y fue invitado a referir inmediatamente su caso, sin ningún preámbulo. No necesitó que se lo dijeran dos veces. Su relato resultó apasionado e incoherente y, según pude comprobar, tenía que ver con la supervivencia de cultos arcaicos, si es que entendí bien el ampuloso modo de hablar de Bates. No tardé en darme cuenta, sin embargo, de que mi opi­nión sobre el relato no contaba para nada. La grave expresión del doctor Lapham, sus labios fruncidos, su mirada escrutadora y pensativa, su ceño contraído y so­bre todo, la profunda atención con que escuchaba, olvi­dándose incluso de la hora de comer, me demostraron que él por lo menos sí concedía gran importancia a la narración de Bates, narración que, una vez iniciada, si­guió fluyendo de sus labios sin interrupción hasta que, de pronto, se acordó del manuscrito, dejó de hablar y se lo entregó al doctor Lapham rogándole que lo leyera sobre la marcha.

Para sorpresa mía, mi jefe accedió. Abrió el legajo casi con avidez y fue entregándome las páginas a medida que las iba leyendo. No solicitó de mí ningún comentario ni tampoco hizo ninguno él. Yo leí el extraordinario documento con creciente asombro, al que contribuía no poco el temblor que de vez en cuando percibía en las manos del doctor Lapham. Cuando terminó — antes que yo— la lectura, que la había llevado cosa de una hora, mi jefe miró fijamente a nuestro visitante y le apremió a que completara el relato.

Pero Bates replicó que ya no había más que contar. Lo había escrito todo. Era evidente, puesto que allí es­taban, que había logrado copiar los documentos relativos al tema o, por lo menos, los que él consideró de mayor interés.

— ¿No le interrumpieron mientras los copiaba?

— Ni una sola vez. Mi primo volvió cuando ya había terminado. Vi al indio. Iba vestido como nos han ense­ñado que iban los Narragansetts. Mi primo me dijo que necesitaba mi ayuda.

¿Ah, sí? ¿Y qué quería de usted?

—Pues parece que ni él ni el indio ni los dos juntos podían manejar aquella piedra grabada que mi primo había quitado del techo de la torre. A mí me parecía que incluso un hombre solo podría moverla y así se lo dije. Mi primo entonces me desafió a que la levantara. Explicó que deseaba transportarla a otro sitio y enterrarla lejos de la torre. No me costó ningún esfuerzo hacer lo que me pedía, sin necesidad de ayuda por su parte.

— ¿Su primo no le echó una mano?

—-No, ni el indio.

El doctor Lapham dio papel y lápiz a nuestro visi­tante.

— ¿ Querría usted hacer un plano de los alrededores de la torre y señalar el sitio aproximado donde enterró la piedra?

Bates obedeció, un tanto perplejo. El doctor Lapham tomó gravemente el papel y lo puso cuidadosamente jun­to con las últimas hojas del manuscrito que yo acababa de entregarle. Luego se repantigó en su butaca y cruzó las manos sobre la cintura:

—¿No le pareció extraño que su primo no se ofrecie­ra, a ayudarle?

— En absoluto. Habíamos hecho una apuesta. Yo la gané. No hubiera sido lógico que él me ayudara a ga­narle.

—¿Y eso fue todo lo que su primo pidió de usted?

— Sí.

— ¿Vio usted alguna señal de lo que había estado haciendo su primo?

—Sí, por cierto. Parecía como si él y el indio hu­bieran estado limpiando los alrededores de la torre. Vi que habían alisado el terreno, borrando las señales de garras y alas que yo había visto en una ocasión anterior. Le pregunté qué había sido de ellas y me contestó des­preocupadamente que sin duda me las había imaginado porque allí no había, nada.

— ¿Su primo, pues, está al corriente de que usted si­gue interesado en el misterio del Bosque de Billington?

— Sí, desde luego.

— ¿Me permite quedarme con este manuscrito duran­te algún tiempo, Mr. Bates?

Este vaciló, pero por fin accedió a prestársela, si es que le podía ser de alguna utilidad. Mi jefe le aseguró que efectivamente le era. Aun así, no parecía agradarle la idea de separarse del legajo e hizo prometer al doctor Lapham que no se lo enseñaría a nadie.

— ¿Cree usted que debo hacer alguna cosa determi­nada, doctor Lapham? — preguntó después.

— Sí, hay una cosa muy importante que debe usted hacer.

— Estoy ansioso por llegar al fondo de este asunto y quiero poner de mi parte todo lo que esté en mi mano.

Entonces vuélvase a su casa.

— ¿A Boston?

— Inmediatamente.

Pero no está bien dejar a mi primo a merced de lo que haya allí en el bosque — protestó Bates—. Además, sospecharía algo.

— Se contradice usted, Mr. Bates. No importa en ab­soluto si sospecha algo o no. Y, por lo que me acaba usted de contar, creo que su primo se encuentra en perfectas condiciones de hacer frente a cualquier peligro que le pueda amenazar.

Bates sonrió casi como un chiquillo, metió la mano en un bolsillo interior y sacó una carta que depositó ante mi jefe.

— Léala y dígame después si sigue creyendo que es capaz de resolverse él solo sus propios problemas.

El doctor Lapham leyó lentamente la carta, la dobló y la volvió a guardar en el sobre.

— Usted mismo me acaba de decir que su conducta ha variado mucho desde que le escribió esta carta pidién­dole que fuera a verle.

Con esto estuvo de acuerdo nuestro visitante. Pero siguió sin decidirse a modificar sus planes, que consistían en regresar a casa de su primo, permanecer en ella unos días más y, luego, marcharse sin tanta precipitación.

— Yo considero que es muy aconsejable que se vaya usted a Boston ahora mismo. Pero si insiste en perma­necer allí, le aconsejo que abrevie lo más posible su es­tancia, que no pase, digamos, de tres días o así. Cuando vuelva por Boston para coger el tren, no deje de pasar por aquí, aunque sea un momento.

Nuestro visitante asintió y se levantó para marcharse.

— Espere un momento, Mr. Bates — dijo el doctor Lapham.

Mi jefe atravesó la habitación hasta donde estaba la caja fuerte, la abrió, tomó algo de su interior y regresó a su mesa de despacho, poniendo ante Bates el objeto que había tomado de la caja fuerte.

¿Ha visto algo parecido alguna vez, Mr. Bates?

Bates contempló el objeto. Era un bajorrelieve de unas siete pulgadas de alto que representaba una especie de pulpo monstruoso con la cabeza rodeada de tentáculos, un par de alas en la parte posterior y enormes garras en las extremidades inferiores. Mientras Bates lo observaba, fascinado de horror, el doctor Lapham esperaba con toda la paciencia del mundo.

— Es como..., pero no es exactamente igual que esos seres que vi... o que creí ver la otra noche por la venta­na del gabinete —dijo, por fin, Bates.

— ¿Había visto usted anteriormente algún bajorrelieve de esta índole? — insistió el doctor Lapham.

— No, nunca.

— ¿Ni en dibujo?

Bates movió negativamente la cabeza.

—Se parece a esos seres que revoloteaban alrededor de la torre, que podían ser los que hablan dejado las huellas, pero también se parece al ser con el que ha­blaba mi primo.

— ¡Ah! ¿Así interpreta usted la escena? ¿Cree usted que estaban hablando?

— La verdad es que nunca me lo he planteado seria­mente, pero ¿qué otra cosa podían estar haciendo, si no?

— Parece probable que existiera cierta comunicación.

Bates seguía con la vista fija en el bajorrelieve, que, si no recuerdo mal, procedía de la Antártida.

—Es horrible — dijo, por fin. ­

— Sí que lo es. Pero lo más horrible es pensar que el escultor lo haya copiado del natural.

Bates hizo una mueca y movió negativamente la ca­beza.

— No puedo creerlo — dijo.

— No lo sabemos, Mr. Bates. Pero a veces nos resulta más fácil creernos cualquier habladuría que aceptar la evidencia de nuestros propios sentidos, porque nos con­vencemos a nosotros mismos de que hemos sufrido una alucinación. — Se encogió de hombros, tomó el bajorre­lieve y lo contempló durante un momento antes de guar­darlo de nuevo— . Quien sabe, Mr. Bates. La técnica escultórica es primitiva y su concepción también. Pero ya se le hace tarde para regresar, ¿no es así? Sin em­bargo, yo le sigo aconsejando que se vaya a Boston.

Bates negó tercamente con la cabeza, estrechó la ma­no del doctor Lapham y se marchó.

El doctor Lapham se puso en pie y estiró los músculos un poco. Yo esperé que dijera algo de ir a comer, aun­que ya era media tarde, pero lo que hizo fue sentarse otra vez, colocar ante sí el legajo de Bates y limpiarse cuidadosamente las gafas. Luego sonrió con cierta amar­gura, lo cual me sorprendió.

— Me temo, Phillips, que no se toma usted muy en serio ni a Mr. Bates ni lo que nos ha contado.

— Bueno, la verdad es que la explicación que da a esas misteriosas desapariciones es la más disparatada que he oído.

— Pero no es más extraño que las circunstancias en que se produjeron las propias desapariciones y reapari­ciones. No estoy dispuesto a tratar este asunto con lige­reza.

—¡Pero no irá usted a creerse lo que le ha contado!

Se reclinó sobre el respaldo de la butaca, se quitó las gafas y me lanzó una mirada tranquilizadora.

— Es usted un muchacho muy joven. — Y, a continua­ción, me dio una conferencia en miniatura que escuché con respeto y creciente asombro, olvidándome en seguida de las punzadas del hambre. Empezó diciendo que yo sin duda estaba lo bastante familiarizado con su obra para no ignorar el enorme volumen existente de mitos y leyendas relacionadas con rituales y religiones antiguos, especialmente entre los pueblos primitivos, y la super­vivencia de cultos arcaicos que han llegado hasta nues­tros días tras haber sufrido ciertas mutaciones. En deter­minadas zonas de Asia, por ejemplo, habían proliferado cultos increíbles, de los cuales se habían descubierto su­pervivencias contemporáneas en los lugares más curiosos. Me recordó que hace muchos años Kimmich sugirió la posibilidad de que la cultura chimu procediera del inte­rior de China, aunque era de suponer que en la época de sus orígenes China no existía todavía. Aun a riesgo de parecerme banal, insistió en las extrañas esculturas de la isla de Pascua y del Perú. La estructura de los cultos ha persistido sin ninguna duda, a veces con sus formas tradicionales y, otras, con ropajes nuevos que, sin em­bargo, no impiden reconocerla. En la civilización aria, acaso los últimos ritos que han sobrevivido sean los de los druidas, por una parte, y los rituales diabólicos de la brujería y la nigromancia, por otra, especialmente en ciertos puntos de Francia y de los países balcánicos. ¿No se me había ocurrido nunca que todos estos cultos poseían ciertas semejanzas muy llamativas?

Contesté que básicamente todos los cultos poseían una estructura análoga.

Dijo que él se refería a determinados aspectos inde­pendientes de esas analogías básicas que nadie ponía en duda. Prosiguió luego indicando que la idea de seres que vuelven una y otra vez a este mundo no era privativa de un solo grupo cultural, pues existían señales alarmantes de que en algunos puntos remotos del globo se seguía adorando a los dioses antiguos, o a seres que resultan divinos en el sentido de que poseen una estructura tan ajena a la humana y, por supuesto, a toda la vida animal del planeta, que mueve a la adoración. Y, por su natura­leza, son malignos.

Tomó el bajorrelieve y lo mantuvo levantado.

— Usted ya sabe que esta pieza proviene de la Antár­tida. ¿Qué diría usted que puede representar?

— Si tuviera que decidirme, yo diría que es una re­presentación tosca y primitiva de lo que los indios llaman «el Wendigo».

— No está mal, salvo que en la cultura antártica no hay nada que indique la existencia de una contrafigura local del Wendigo ártico. No, esta pieza se encontró de­bajo de un glaciar. Tiene una edad incalculable. En rea­lidad, yo diría que es incluso anterior a la civilización chimu. Es, pues, única, pero sólo en este sentido; en otros, no lo es ni muchísimo menos. Acaso le sorprenda enterarse de que representaciones análogas se han encon­trado en las épocas más diversas. Algunas de ellas se remontan al hombre de Cro-Magnon, y aún antes, hasta el alba misma de lo que solemos llamar humanidad. Pero también aparecen en la Edad Media y durante la dinastía Ming, y se han encontrado en la Rusia de Pablo I, en Hawai, en las Indias occidentales, en la Java de nues­tros días y en el Massachussetts de cuando los puritanos. Esto son datos, ahora piense usted lo que quiera. A mí de momento esta figura me impresiona ahora por un mo­tivo distinto. Considero muy probable que fuera alguna representación de este tipo a la que se referían aquellos dos viejos de Dunwich que preguntaron a Ambrose De­wart si tenía «el signo».

— En pocas palabras, ¿lo que usted me quiere dar a entender es que la criatura representada en ese bajorre­lieve ha sido copiada del natural? —pregunté.

— Yo no estaba junto al escultor —contestó con exas­perante seriedad—, pero no soy lo bastante arrogante como para negar esa posibilidad.

— O sea, que usted se cree lo que nos acaba de con­tar este tal Bates.

— Mucho me temo que es verdad, aunque dentro de ciertos límites.

— ¡ Serán limites psiquiátricos! —repliqué mordaz­mente.

— La fe se presenta fácilmente cuando no hay pruebas, pero resulta difícil ante hechos que no debieran existir— movió la cabeza—. Habrá observado usted que se ha repetido con cierta frecuencia el nombre de uno de sus antepasados, el Rev. Ward Phillips.

— En efecto.

— No quisiera parecer oportunista, pero ¿podría usted recordar la historia de su familia y darme algún dato de lo que le ocurrió a ese digno clérigo después de sus inci­dentes con Alijah Billington?

—Me temo que su vida no tuvo nada de particular. Murió poco después y fue muy criticado, porque intentó recoger todos los ejemplares posibles de su libro Prodi­gios Taumatúrgicos para quemarlos.

—¿Y eso no le dice a usted nada, después de haber leído el manuscrito de Bates?

—Es una mera coincidencia.

—Yo creo que es algo más. Las acciones de su ante­pasado parecen como las de un hombre que hubiera visto al diablo y quisiera borrar toda huella de su experiencia.

El doctor Lapham era un investigador concienzudo y durante el período en que estuve trabajando con él tuve contacto con muchos sucesos y creencias extraños. El hecho de que estas manifestaciones hubieran tenido lugar principalmente en rincones remotos y casi inaccesibles del planeta no era obstáculo para que cualquier día ocurrie­ra algo parecido en nuestra inmediata vecindad. Además recordé situaciones anteriores en las que el doctor Lapham, a punto de descubrir alguna supervivencia de un mito monstruoso, había esbozado una teoría de vastas dimensiones que apuntaba hacia la existencia de algo espantoso que le dejaba a uno paralizado de horror.

—¿Quiere usted decir que Alijah Billington sostenía alguna relación con el diablo? — pregunté.

—Podría contestarle que sí y que no. Desde el punto de vista del abogado del diablo, por supuesto, lo que se sabe de Alijah Billington es que sin duda tenía ideas muy avanzadas para su tiempo, que era más inteligente que la mayoría de su generación y que era capaz de reconocer el peligro cuando se topaba con él. Practicaba rituales y ceremonias que debían remontarse a los orígenes de la humanidad, pero sabía cómo eludir sus consecuencias. Así parece al menos. Creo que es muy conveniente es­tudiar a fondo estos documentos y este manuscrito sin pérdida de tiempo.

—Yo lo que creo es que da usted demasiada impor­tancia a este galimatías.

El doctor Lapham movió la cabeza con cierta tris­teza.

—La ciencia tiene la malísima costumbre de etiquetar de «coincidencia», «alucinación» o cosas parecidas todos los hechos que no caben a la primera en sus esquemas preconcebidos. En lo que respecta a los sucesos del Bos­que de Billington y sus alrededores, especialmente de Dunwich, yo diría que a mí lo que me parece increíble es atribuir a la casualidad que, cada vez que hay ciertas actividades en el Bosque de Billington, se produzcan ex­trañas desapariciones en Dunwich y su comarca. No hace falta que tomemos en cuenta el manuscrito de Mr. Bates, excepto que menciona diversos relatos contemporáneos cuyos originales podemos consultar sin dificultad aunque decidamos hacer caso omiso de lo que ha escrito Bates. Estos fenómenos han ocurrido por lo menos tres veces en generaciones separadas entre sí por más de doscientos años. No cabe la menor duda de que la primera vez que se produjeron fueron atribuidos a la brujería y es muy probable que algún desventurado sufriera y muriera por hechos que no había cometido y que además se hallaban fuera del alcance de su entendimiento. Los días de la caza y quema de brujas no estaban todavía muy lejos, y en todas las épocas hay fanáticos y otros que hacen la vista gorda. En tiempos de Alijah, el Rev. Ward Phil­lips y el crítico John Druven debieron captar algún chis­pazo de la verdad y fueron invitados a visitar a Billington. En ese momento les ocurrió algo: Druven desapareció y su caso siguió el curso que es habitual en las desaparicio­nes de Dunwich; el Rev. Ward Phillips no pudo recordar nada de lo que había sucedido durante su visita a Bil­lington, excepto que había estado allí, y a continuación intentó destruir su libro, que, fíjese usted bien, contenía referencias a acontecimientos de análogas características ocurridos decenios antes. Ahora, en nuestros días, nos encontramos con la inexplicable hostilidad de Ambrose Dewart contra su primo después de haberle mandado una carta casi desesperada pidiéndole que fuera en su ayuda. Todos estos hechos encajan en un mismo esquema.

Esto lo acepté sin discusión.

—Hay quien sostendrá que la casa posee una malig­nidad propia, como insinúa a veces el manuscrito de Ba­tes, y propondrá alguna teoría de residuos psíquicos. Pero yo creo que se trata de mucho más que eso, de muchísi­mo más, de algo increíblemente más horrible y maligno, que se sitúa mucho más allá de los hechos que conoce­mos y la significación que le damos.

La profunda seriedad con que hablaba el doctor La­pham me impidió dudar ni por un momento de la ex­traordinaria importancia que concedía al manuscrito de Bates. Era evidente que estaba dispuesto a examinarlo a fondo y, como él mismo había dicho, sin pérdida de tiempo, pues empezó a moverse por la habitación, reco­giendo aquí y allá ciertos volúmenes de las estanterías. Se detuvo para indicarme la conveniencia de que me fuera a comer algo y me dijo que, de paso, dejara al doc­tor Armitage Harper una nota que se puso inmediatamente a escribir. Le vi lleno de entusiasmo y vitalidad. Escribió rápidamente y con su habitual fluidez, plegó el papel con mano de experto y lo metió en un sobre que cerró y me entregó, advirtiéndome que comiera bastante, pues era posible que nos quedáramos allí hasta después de la hora de cenar.

Cuando regresé de comer, al cabo de unos tres cuar­tos de hora, encontré al doctor Lapham completamente rodeado de libros y papeles. Entre ellos reconocí un vo­lumen grande y sellado que pertenecía a la biblioteca de la Universidad y que sin duda le había sido enviado a solicitud suya. Las páginas del manuscrito de Bates es­taban separadas y algunas de ellas señaladas.

—¿Puedo ayudarle?

—Sí: abandonando todo prejuicio y manteniendo su espíritu abierto al máximo; Siéntese, Phillips. — El doc­tor Lapham se puso en pie y se acercó a la ventana, desde la que se divisaba la muralla que rodea la biblioteca de la Universidad del Miskatonic y el perro que allí había encadenado, como de guardia—. A veces pienso — pro­siguió— que la mayoría de los hombres tienen la suerte de no poder correlacionar todos los conocimientos que poseen. Creo que Bates sirve perfectamente de ejemplo: ha recogido una serie de datos que parecen inconexos, constantemente bordea una terrible realidad, pero en ra­rísimas ocasiones hace un esfuerzo auténtico para enfren­tarse con ella. Se lo impiden las apariencias y todo un conjunto de opiniones y creencias que no tienen más realidad que la que les dan los convencionalismos socia­les. Si el hombre vulgar llegara a sospechar la grandeza cósmica de los universos, si tuviera un solo vislumbre de las pavorosas profundidades del espacio exterior, o se volvería loco o rechazaría tales conocimientos, prefiriendo aferrarse a cualquier superstición. Lo mismo sucede con otras cosas. Bates ha recopilado una serie de hechos ocu­rridos durante el transcurso de más de dos siglos y posee toda la información necesaria para resolver el misterio del Bosque de Billington, pero no lo hace. Describe cada hecho como si fuera una pieza de un rompecabezas in­comprensible. A lo más que llega es a establecer ciertas conclusiones preliminares, por ejemplo que su antepa­sado Alijah Billington se dedicaba a ciertos quehaceres enigmáticos y posiblemente ilegales que se acompañaban inevitablemente de ciertas desapariciones en los alre­dedores; pero de ahí no pasa. Llega incluso a ver y a oír ciertos fenómenos, pero a continuación pone en duda la evidencia de sus propios sentidos. En pocas palabras, representa bastante bien al ciudadano medio que, enfrentado ante manifestaciones que, por así decir, «no vienen en los libros», encuentra más fácil y sensato dudar de sus sentidos. El habla de «imaginación» y de «aluci­naciones», pero es lo bastante sincero como para reco­nocer que sus reacciones «normales» contradicen por completo sus argumentos intelectuales. Al final, aunque realmente parece que él no posee la clave definitiva que le permitiría comprender el rompecabezas, le falta valor para encajar entre sí las piezas de que dispone y llega a conclusiones más generales y significativas. Como con­secuencia, se da a la fuga y expone el problema al doctor Harper, quien me lo envía a mí.

Le pregunté si suponía que el manuscrito de Bates era una relación escrupulosa de hechos verídicos.

—Creo que no nos queda otra alternativa que supo­nerlo. O su relato es veraz o no lo es. Si negamos su veracidad nos encontramos con que también tenemos que negar diversos hechos conocidos que han sido presencia­dos por testigos y recogidos por la historia. Si sólo acep­tamos estos hechos conocidos, entonces tendremos que explicar los demás sucesos recogidos por Bates como efecto de coincidencias y casualidades, sin tener en cuen­ta que la posibilidad matemática de que tal serie de coincidencias se produzca por azar dista de resultar ad­misible, cualquiera que sea el procedimiento estadístico que utilicemos. Por eso me parece que no nos queda otra alternativa. El manuscrito de Bates recoge una serie de acontecimientos que correlacionan perfectamente con la historia conocida del lugar y de sus habitantes. Si, por fin, quisiera usted sugerir que algunas partes del manus­crito de Bates recogen hechos puramente imaginarios, dígame entonces de dónde se saca esas fantasías extrate­rrestres, pues sus descripciones son lúcidas, casi cientí­ficas, y los detalles que da hacen pensar que realmente ha visto lo que describe. En lo que se conoce de la his­toria del hombre o de las mutaciones del hombre no hay nada que permita explicar satisfactoriamente de dónde se ha sacado Bates algunos de tales detalles. Más aún, también podría usted defender que esas criaturas tan cuida­dosamente descritas podían ser producto de alguna pesa­dilla, en cuyo caso tendría usted que explicarme por qué y cómo aparecen en las pesadillas de ese señor unas cria­turas semejantes. En el momento en que usted postula la posibilidad de que en los sueños o pesadillas de un ser humano aparezcan seres absolutamente ajenos a su expe­riencia real de la vida y también a sus intereses intelec­tuales y psicológicos, su postulado resulta tan contrario a los hechos admitidos por la ciencia como los propios seres en cuestión. Para nuestros propósitos nos conviene aceptar el manuscrito como una relación de acontecimien­tos reales, y si estamos equivocados el tiempo lo dirá.

Volvió a su mesa de despacho y se sentó en la butaca.

—Usted recordará que durante el primer año que es­tudió aquí leyó un trabajo sobre los curiosos ritos que realizan los indígenas de Ponapé, en las islas Carolinas, como adoración de una deidad marina, a un Ser Acuático, que al principio se tomó por Dagón, el conocido dios del mar. Pero al indicárselo así a los nativos, éstos contes­taron con unanimidad que El era mayor que Dagón, que Dagón y los Profundos eran servidores Suyos. Estas su­pervivencias de cultos antiquísimos son relativamente fre­cuentes, aunque no suelen llegar a conocimiento del pú­blico. El caso de Ponapé fue ampliamente difundido a causa de ciertos hallazgos realizados al mismo tiempo: las extrañas mutaciones descubiertas en los cuerpos de algu­nos nativos muertos en un naufragio ocurrido frente a la costa, como, por ejemplo, la presencia de branquias rudi­mentarias, vestigios de tentáculos alrededor del torso o, en un solo caso, la existencia de un ojo córneo situado en el centro de una zona de piel escamosa próxima al ombligo de la víctima que, como las demás del naufragio, pertenecía a una secta de adoradores del Dios del Mar. Lo único que recuerdo en este momento que decían aquellos isleños es que su dios había venido de las es­trellas. Ahora bien, ya sabe usted que existe un notable parecido entre las creencias religiosas y los esquemas mi­tológicos de los atlantes, los mayas, los druidas y otros, y que constantemente se descubren nuevas analogías bá­sicas, especialmente los que ponen en relación el mar y el cielo, como por ejemplo el paralelismo existente entre el dios Quetzalcoatl y el griego Atlas, que se suponían emergidos en alguna parte del océano Atlántico a fin de soportar el mundo sobre sus espaldas. Estas analogías no se encuentran sólo entre religiones distintas, sino también entre leyendas pertenecientes a pueblos muy diferentes, como por ejemplo la extensión de mitos marinos a gigan­tes humanos originados en el mar. En el mar occidental para ser más exactos, pues allí suponen las leyendas que nacen los titanes griegos, los gigantes de la sumergida Lyonesse comunes en el folklore de Cornualles. Menciono todos estos ejemplos para recalcar que todos ellos pro­ceden de una tradición única que se remonta a los tiem­pos primordiales, cuando se creía que en las profundida­des del mar moraban seres gigantescos, creencia que más adelante dio origen a leyendas sobre el nacimiento de los gigantes. No deberían sorprendernos las supervi­vencias de cultos que se descubren de vez en cuando, como la de Ponapé, pues existe toda clase de preceden­tes, pero nos sorprende y nos confunden las mutaciones físicas que concurren en este caso, las cuales se han pretendido explicar ulteriormente recurriendo a la posibili­dad, no desmostrada desde luego, de que hubiera habido comercio carnal entre ciertos moradores del mar y algu­nos nativos de las Carolinas. Si esto fuera verdad, expli­caría la presencia de esas mutaciones. Pero la ciencia, al carecer de pruebas positivas de la existencia de tales moradores del mar, la niega por las buenas. En cuanto a las mutaciones, las consideran pruebas «negativas» y no aceptan su validez; para explicarlas se esfuerzan en demostrar que se trata de atavismos ya conocidos por la ciencia y catalogan a los indígenas en cuestión entre los casos de «regresión evolutiva», archivando definitivamente el incidente. Si usted o yo o cualquiera decidiese poner todos estos incidentes uno junto a otro se vería que dan varias veces la vuelta al globo terrestre y además se advertirían ciertas analogías inquietantes entre ellos, por ejemplo, que hay diversos elementos que se repiten en casi todos los casos y que se confirman entre sí. Sin embargo, nadie ha decidido emprender un estudio im­parcial de estos fenómenos aislados, pues, como le sucede a Mr. Bates, existe un miedo muy real y muy humano a lo que podrían encontrar. Más vale no alterar el es­quema general de la existencia, tal como lo interpretamos, pues más allá de estos limites podemos toparnos con extensiones del tiempo y del espacio con las que no estamos preparados para enfrentarnos.

Yo recordaba el caso de los isleños de Ponapé y así lo dije. En cambio, no llegué a comprender perfectamente qué relación podían tener, ni aun remotamente, con el manuscrito de Bates, aunque estoy seguro de que el doctor Lapham tenía algún motivo para hacerme recordar aquel curioso incidente.

Por su parte, él siguió con sus meticulosas explica­ciones.

En muchísimos de los fenómenos aislados que se pre­sentan ante el antropólogo, entre otros, existe cierto es­quema estructural que es común a todos ellos. Se trata de un conjunto de mitos basados en la creencia de que la tierra fue habitada en tiempos primitivos por seres de otra especie, los cuales, a causa de ciertas prácticas tene­brosas, perdieron el dominio de la tierra y fueron ex­pulsados por los «Dioses Ancestrales», quienes los con­finaron y sellaron en el tiempo y el espacio, pues no estaban sometidos a las leyes espacio-temporales como los hombres mortales y además eran capaces de moverse en otras dimensiones. Estos seres, aun expulsados y mante­nidos a raya mediante sellos terribles, siguen viviendo en «el exterior» y con frecuencia se manifiestan al inten­tar recuperar el dominio de la tierra y de los seres «infe­riores» que ahora la prueban, cuya inferioridad se debe probablemente a que están sometidos a leyes menores que no afectan a los expulsados. A éstos se les conoce por varios nombres, el más corriente de los cuales es «los Primordiales», y hay muchos pueblos primitivos que están a su servicio, como, por ejemplo, los isleños de Ponapé. Además, estos «Primigenios» son maléficos y es preciso reconocer que las barreras establecidas entre la humanidad y el horror enloquecedor que ellos represen­tan son puramente arbitrarias y totalmente inadecuadas.

—¡Pero todo esto lo puede usted haber deducido del manuscrito de Bates y los documentos que lo acompa­ñan! — protesté.

—Y, sin embargo, no es así. Todo esto existía muchos decenios antes de que Bates escribiera el manuscrito.

—Entonces es que Bates ya conocía esos mitos de antes.

El doctor Lapham permaneció imperturbable y lleno de gravedad.

—Aunque los conociera, eso no explica el hecho in­discutible de que en el año 730 de nuestra era se escri­biera en Damasco un libro horrible y rarísimo sobre los Primordiales y la forma de relacionarse con ellos. Lo escribió un poeta árabe llamado Abdul Alhazred, al que se suponía loco, y se titula Al Azif, aunque hoy en día es más conocido en ciertos círculos secretos con el título de Necronomicon, que es el de su traducción al griego. Yo lo que quiero decir es que, si estas leyendas y estos conocimientos figuran en textos de hace muchos siglos como hechos comprobados, y ahora, en nuestros propios días, se producen ciertos fenómenos no humanos que pa­recen corroborar algunos aspectos de lo que escribía aquel árabe, encuentro absolutamente anticientífico acha­car dichos fenómenos a fantasías o maquinaciones de un simple individuo que además se le ve que no tiene ningún conocimiento de estos temas.

De acuerdo. Siga.

—Los Primordiales — continuó— poseían cierta afini­dad con alguno de los cuatro elementos: tierra, agua, aire o fuego, y cada uno tenía su medio predilecto para mani­festarse. Entre ellos existían asimismo cierta interdepen­dencia y poseían facultades ultramundanas que los hacían insensibles a los efectos del tiempo y el espacio, de tal manera que constituían una amenaza omnipresente para la humanidad y, en realidad, para todos los seres vivos del planeta. En sus incesantes esfuerzos por regresar a la tierra los ayudan sus adoradores y seguidores, que suelen pertenecer a culturas primitivas muy atrasadas y que, con mucha frecuencia, son individuos física y men­talmente tarados, cuando no presentan — como los indí­genas de Ponapé— auténticas mutaciones fisiológicas. Su ayuda consiste en practicar ciertas «aberturas» que per­mitan entrar a los Primordiales y a sus servidores extra­terrestres, y también en invocarlos, cualquiera que sea el tiempo y el espacio en que se encuentren, mediante ciertos ritos que han sido recogidos en parte por Abdul Alhazred y otros escritores de menor importancia que continuaron su obra y han dejado aportaciones personales derivadas de las mismas fuentes, pero enriquecidas con datos más modernos.

Al llegar a este punto hizo una pausa y me miró pro­fundamente.

—¿Me sigue usted, Phillips?

Le aseguré que si.

—Muy bien. Como le he dicho, estos Primordiales han recibido nombres muy diversos. Entre ellos existen je­rarquías. La mayoría de ellos pertenece a un rango infe­rior y posee menos libertad que los principales, pues incluso muchos de ellos están sometidos a gran parte de las mismas leyes que gobiernan a la humanidad. El más importante de todos es Cthulhu, a quien se supone «muerto, pero soñando» en la ciudad sumergida de R’lyeh, que algunos autores sitúan en la Atlántida, otros en Mu y unos pocos frente a la costa de Massachussetts. El se­gundo en importancia es Hastur, llamado a veces El Que No Se Puede Nombrar o Hastur el Indecible, que reside en Hali, en las Híadas. El tercero es Shubb-Niggurath, un horrible dios o diosa de la fertilidad. A continuación vie­ne uno al que suelen describir como «Mensajero de los Dioses», Nyarlathotep, que comunica especialmente con la más poderosa extensión de los Primordiales, es decir, con el maligno Yog-Sothoth, que comparte el dominio de Azathoth, caos ciego e idiota que se haya en el centro del infinito. Observo por la expresión de sus ojos que em­pieza a reconocer algunos de estos nombres.

—Desde luego que si. Vienen en el manuscrito.

—Y también en los documentos. Le diré, a modo de paréntesis, que Nyarlathotep suele manifestarse como un «dios sin rostro» que va acompañado por unos seres descritos como «flautistas idiotas».

— ¡Lo que vio Bates!

—Sí.

—Y entonces, ¿quienes eran los otros?

— Eso sólo podemos conjeturarlo. Pero si Nyarlatho­tep se caracteriza por ir acompañado de unos flautistas idiotas, es de suponer que una de esas manifestaciones era él; Parece que los Primordiales pueden cambiar de apariencia, aunque cada uno tiene su propia forma e identidad. Abdul Alhazred le describe «sin rostro», mientras que Ludvig Prinn, en su obra De Vermis Mysteriis, lo llama «el ojo que todo lo ve», y Von Junzt, en sus Unaussprechlichen Kulten, dice que tiene de común con otro de los Primordiales, refiriéndose probablemente a Cthulhu, la característica de estar «adornado de tentácu­los». Estas diversas descripciones concuerdan con esa manifestación que Bates denomina «excrecencia» o «ex­tensión».

Quedé asombrado de lo mucho que, al parecer, se co­nocía de estas religiones primitivas o primordiales. Nunca había oído a mi jefe hablar de aquellos libros y, desde luego, no los tenía en su biblioteca. ¿Cómo se había ente­rado de su existencia?

—Bueno, los tienen en la Universidad, pero están guar­dados bajo llave. Casi nunca los consulta nadie. Este libro — señaló el extraño volumen que me había llamado la atención cuando volví de comer— es el más famoso de todos y tengo que devolverlo esta noche. Es una tra­ducción latina del Necronomicon, efectuada por Olaus Wormius e impresa en España en el siglo XVII. Este es el «Libro» a que se refieren el manuscrito de Bates y los otros documentos, y de sus páginas proceden los párra­fos y fragmentos copiados por los corresponsales de Ali­jah Billington en diversas partes del mundo. Efectiva­mente, existen copias, por lo menos parciales, de este libro en la Biblioteca Widener, en el Museo Británico, en las Universidades de Buenos Aires y Lima, en la Bi­blioteca Nacional de París y en la de nuestra Universidad del Miskatonic. Algunos dicen que existe un ejemplar oculto en El Cairo y otro en la Biblioteca del Vaticano. Otros creen que diversos particulares poseen partes del libro, copiadas laboriosamente, lo cual es cierto por lo menos en el caso de Alijah Billington, en cuya biblioteca encontró Bates los documentos que conocemos. Y si Bil­lington consiguió fragmentos de ese libro, ¿por qué otros no iban a conseguirlos también?

Se levantó y, tomando de un armario una botella de vino añejo, se sirvió un vaso que paladeó con evidente placer. Permaneció otra vez junto a la ventana durante un rato, mientras en el exterior iban cayendo las tinie­blas y comenzaban a oírse los ruidos vespertinos de la provinciana Arkham. Por fin se volvió y regresó a la mesa.

—Con esto ya está usted en antecedentes del caso.

—¿Espera usted que me lo crea? — pregunté.

—En absoluto, claro que no. Pero suponga que lo aceptamos como hipótesis de trabajo y pasamos a exa­minar el misterio de Billington propiamente dicho.

Lo acepté.

— Muy bien, entonces empecemos con Alijah Billing­ton, que es por donde, al parecer, también empezaron Dewart y Bates. Creo que podemos aceptar como punto de partida que Alijah Billington se entregaba a algún tipo de prácticas nefandas que acaso tuvieran alguna afi­nidad con la brujería, como sin duda suponían el reveren­do Ward Phillips y John Druven. Poseemos datos que relacionan estas actividades de Alijah con el Bosque, y especialmente con determinada torre de piedra que se alza en el Bosque, y también sabemos que se realizaban de noche, «después de la hora de cenar», como dice Laban, el hijo de Alijah. En este asunto, sea el que sea, también estaba iniciado el indio Quamis, aunque parece que des­empeñaba un papel más bien secundario. En una ocasión el indio pronuncia con voz aterrada el nombre de Nyarlathotep y el muchacho lo oye. Al mismo tiempo, las car­tas de Bishop nos demuestran que Jonathan Bishop, de Dunwich, se entregaba a prácticas similares. Estas cartas son muy explícitas sobre el tema. Jonathan sabía lo su­ficiente para invocar a una entidad que venía del cielo, pero no lo bastante para cerrar el paso a otras entidades ni para protegerse a si mismo. De todo ello se deduce fácilmente que el ser que acudía a la invocación, fuese lo que fuese, utilizaba a los hombres para algo, y todo hace pensar que era para alimentarse de una u otra forma. Si aceptamos esto, podemos explicar la razón de tantas des­apariciones que siguen todavía sin resolver.

—Pero entonces, ¿cómo se explica usted que vuelvan a aparecer los cuerdos? —pregunté—. No hay la menor prueba de dónde estuvieron mientras tanto.

—No puede haberla si hubieran estado, como yo sos­pecho, en otra dimensión. Las conclusiones son espanto­sas, pero están clarísimas. La entidad que acudía en res­puesta a la invocación no era siempre la misma. Ya re­cordará usted el sentido de las cartas y las instrucciones sobre el modo de operar con diversos seres cuyos nom­bres menciona. Pero, quienquiera que sea, procede de otra dimensión y al final se retira a esa misma dimensión, aunque no sin llevarse consigo, por lo menos alguna vez, a una criatura inferior, o sea, a un ser humano, para alimentarse de él, ya sea de su sangre, de su fuerza vital o de alguna otra energía que no podemos conjeturar. Con este fin, y también para que no hablara, fue drogado John Druven, llevado a casa de Billington y ofrecido en sacri­ficio, exactamente del mismo modo que Jonathan Bishop había actuado contra el entrometido Wiíbur Corey.

—Aun admitiendo todo eso, existen algunas contra­dicciones en los hechos que conocemos — dije.

Ah, esperaba que se diera usted cuenta. Sí, las hay. Pero hay que verlas y reconocerlas. El no haberlas sabi­do ver es el principal fallo de Bates. Permítame adelantar una hipótesis. Ailjah Billington, por medios que desco­nocemos, se entera de ciertos secretos que hay en la an­cestral propiedad, relacionados con los Primordiales. In­vestiga, adquiere conocimientos sobre la materia y, final­mente, descubre para qué sirven el círculo de piedras y la torre que hay en una islita de ese pequeño afluente del Miskatonic que Dewart denominó Misquamacus sacándo­se el nombre no se sabe de dónde, pero desde luego no de su memoria personal. A pesar de obrar con cautela, sin embargo, no puede evitar que se produzcan algunas incur­siones contra los habitantes de Dunwich. Tal vez intenta tranquilizarse y exculparse achacando tales incursiones a la impericia de Bishop. Asimila cuidadosamente diversas partes del Necronomicon, como hemos visto, que le en­vían desde diversos lugares del mundo, pero al mismo tiempo se siente cada vez más asustado por la vasta in­mensidad de esa infinita dimensión extraterrestre con la que ha establecido contacto. Sus airadas protestas contra la crítica que publica Druven sobre el libro del Rev. Phil­lips indican dos cosas: que ha empezado a sospechar que su propia mano no es enteramente suya y que ha enta­blado combate contra una coacción compulsiva que tam­poco es exclusivamente suya. El ataque directo contra Druven, y su muerte, constituyen el punto culminante de esta historia. A continuación se despide de Quamis y, mediante los conocimientos obtenidos en el Necronomi­con, cierra y sella la «abertura» que había practicado, igual que tras la desaparición de Bishop había cerrado y sellado la que éste utilizara, y se marcha a Inglaterra a fin de recobrar su propia identidad lejos de las terribles fuerzas psíquicas que operan en el Bosque.

—Eso suena bastante lógico.

—Ahora bien, teniendo en cuenta esta hipótesis, vea­mos las instrucciones que deja Alijah Biflington en rela­ción con su finca de Massachussetts. — El doctor Lapham escogió una de las hojas escritas por Bates y la colocó en la mesa, delante de él, encendiendo a continuación la lámpara, de pantalla verde, que tenía en su mesa de trabajo—. Aquí está. En primer lugar, conmina «a los que vengan después» a que conserven la propiedad dentro de la familia y luego imparte una serie de reglas deliberadamente oscuras, cuyo significado, sin embargo, admite que «podrá encontrarse en los libros que quedan en la casa llamada Casa Billington». La primera regla es ésta:

«No se ha de permitir que el agua deje de manar alrede­dor de la isla donde está la torre ni alterar la torre en ningún detalle ni implorar a las piedras.» El agua dejó de manar por sí sola, lo cual, que sepamos, no ha tenido malas consecuencias. Es evidente que por «alterar la to­rre» Alijah entendía que no debía modificarse de modo que resultase restaurada la abertura que acababa de ce­rrar. Está clarísimo que la abertura que había cerrado estaba en el techo de la torre y que la había cerrado con una piedra que lleva grabado un signo que, aunque no lo he visto, no puede ser otro que el Signo Ancestral. Este signo es el símbolo de los llamados Dioses Ancestrales o Arquetípicos, que poseen un poder absoluto sobre los Primordiales, los cuales odian y temen el citado símbolo. Dewart alteró la torre precisamente como Alijah esperaba que no se alterara. Por último, lo de «implorar a las pie­dras» sólo puede referirse a alguna fórmula o fórmulas que habría que recitar a fin de establecer un contacto preliminar con las fuerzas existentes al otro lado del umbral.

Luego sigue diciendo: «No ha de abrir la puerta que conduce a tiempo y lugar extraños ni invitar a El Que Acecha en el umbral ni invocar a las montañas.» La pri­mera parte se limita a recalcar lo dicho en la primera regla o instrucción acerca de la torre de piedra. La segunda hace referencia, por primera vez, a un Ser que acecha en el umbral y cuya identidad ignorábamos: puede ser Nyarlathotep, Yog-Sothoth u otro. Y la tercera debe re­ferirse a una fase secundaria de los ritos relacionada con alguna manifestación de los de fuera, muy posiblemente con el sacrificio.

La tercera regla consiste en una nueva advertencia:

«No ha de molestar a ranas ni sapos, en especial a los sapos gigantes del pantano que hay entre la casa y la to­rre, ni a las luciérnagas ni a los pájaros llamados chotaca­bras, no vaya a abandonar cerrojos y defensas.» Bates llegó a presentir el significado de esta regla, cuya finali­dad consiste simplemente en señalar que los animales ci­tados poseen una sensibilidad especial para detectar la presencia de los de fuera. Mediante la intensidad de sus cantos y gritos, o del brillo que despiden, avisan de su proximidad y permiten, por lo tanto, tomar las medidas pertinentes. Es, pues, muy conveniente protegerlos y cui­darlos por la cuenta que les trae.

En la cuarta se menciona por primera vez la ventana:

«No ha de tocar la ventana ni intentar modificarla en su menor detalle.» ¿Y por qué no? Según Bates, de la ven­tana se desprende una intensa malignidad. Si estas reglas tienen una finalidad protectora, ¿por qué no destruir la ventana? Sin duda Alijah conocía esa influencia maligna. Yo lo que opino es que la ventana, modificada, puede resultar mucho más peligrósa que como está.

—Esto no lo entiendo — interrumpí.

—¿No le sugiere nada la narración de Bates?

—La ventana es muy extraña, el cristal es diferente. Es evidente que la diseñaron así aposta.

—Yo lo que sugiero es que acaso esa ventana no sea en realidad una ventana, sino una lente o prisma o espe­jo que refleja una visión de otras dimensiones, es decir, que procede del tiempo o del espacio. Pero también puede haber sido concebida con la finalidad de reflejar algún rayo misterioso que no afecte a la vista, pero que opere sobre vestigios olvidados de nuestras antiguas facultades extrasensoriales, en cuyo caso no habría sido construida por seres humanos. Esa ventana permitió a Bates, en dos ocasiones, contemplar algo más que el mero paisaje que se extiende ante ella.

— Aceptémoslo provisionalmente y pasemos a la últi­ma regla.

La última regla es sencillamente una recapitulación de lo que se ha dicho antes y no presenta ninguna difi­cultad si hemos entendido las que la preceden. «No ha de vender o enajenar la finca sin añadir al contrato una cláusula que disponga “que la isla y la torre deben dejarse como están y que la ventana no debe ser modificada, excepto para destruirla”.» De aquí lo que se desprende de nuevo es que la ventana puede ejercer algún tipo de influencia maligna, lo cual, a su vez, sugiere la posibilidad de que, por algún procedimiento que indujo Alijah pro­bablemente desconoce, pueda también convertirse en una nueva abertura, quizá no para que entren físicamente los de Fuera, pero sí, por lo menos, para que se manifiesten sus percepciones y, por tanto, sus sugestiones e influencias. Creo, por una razón muy evidente, que la explica­ción más verosímil es ésta: por todos los canales de in­formación que poseemos se pone de manifiesto que en la casa y en el Bosque opera alguna influencia. Alijah se ve impulsado a estudiar y experimentar. Bates nos cuenta que, cuando Dewart tomó posesión de la casa, se sintió arrastrado hacia la ventana y se puso a examinarla y a mirar por ella y que, cuando fue a la torre del Bos­que se sintió como obligado a quitar el bloque de piedra que había incrustado en el techo. El propio Bates descri­be la reacción que le produjo la casa inmediatamente después del primer incidente extraño ocurrido con su primo, al que erróneamente califica de «esquizofrénico». Aquí lo tengo, déjeme que se lo lea: «Y de repente, mientras permanecía sintiendo el frescor del viento en el cuerpo, fui consciente con una sensación creciente de opresión, abrumado por una desesperación infinita, de una presencia horriblemente impura, de una malignidad negra y ardiente que infiltraba la casa y los bosques que la rodeaban, de algo corrompido y nauseabundo pertene­ciente a los más profundos abismos del alma humana... Un aura de malignidad, terror y repugnancia flotaba en la habitación, como una nube; la sentía rezumar de las paredes como una niebla invisible.» Además, también Bates se siente atraído por la ventana. Y finalmente, al ser nuevo en la casa y carecer, por tanto, de ideas preconcebidas, se da cuenta de que su primo se halla sometido a alguna influencia anómala. La describe correc­tamente como algún tipo de lucha interior, pero se equi­voca al etiquetaría de esquizofrenia, porque no lo es.

¿No se excede usted un poco en sus afirmaciones?

En definitiva, sí parecen existir ciertos síntomas de doble personalidad.

— No, no, ninguno en absoluto. Ese es el peligro de saber demasiado poco de un asunto. No se halla presente ninguno de los síntomas de la esquizofrenia, salvo un conflicto relativamente superficial entre dos talantes. Al principio, Ambrose Dewart se nos presenta como un per­sonaje amable y educado, como una especie de pequeño terrateniente intelectual que busca alguna afición culta en que entretener sus ocios. Pero luego empieza a notar algo que no sabe qué es y se pone cada vez más inquieto y angustiado. Por fin llama a su primo. Cuando llega Bates, se encuentra con un nuevo cambio. Dewart se siente incómodo en su presencia y poco a poco se le vuelve decididamente hostil. Hay momentos más o me­nos breves en que vuelve a su estado anterior, más natu­ral, y durante todo el invierno que pasa en Boston parece haber recuperado por completo la normalidad. Pero en cuanto vuelve a la casa del Bosque, hace un mes, se ma­nifiesta nuevamente su anterior hostilidad, la cual se trans­forma poco a poco en una cautelosa vigilancia. Bates no se dá cuenta de esto con toda la claridad que debiera y a veces se siente aceptado por su primo y a veces recha­zado. Reconoce que existe un conflicto en Dewart y, uti­lizando un término psiquiátrico que no conoce mejor que usted, lo califica de esquizofrenia.

—Lo que usted sugiere entonces es que esa influencia procede del exterior. ¿Y de qué naturaleza es?

—Bueno, yo creo que es evidente que procede del exterior, y opino que se trata de una influencia conscien­te ejercida por una inteligencia rectora. Se trata, en con­creto, de la misma influencia que operó sobre Alijah, pero que fue vencida por él.

—¿Uno de los Grandes Primordiales, pues?

—No, eso no está demostrado.

—Pero sí indicado.

—No, ni siquiera indicado. Lo que yo opino es que esa influencia procede de un agente de los Primordiales. Si examina usted minuciosamente el manuscrito de Bates observará que las sugestiones e influencias detectadas son de naturaleza esencialmente humana. Postulo que, si la influencia que actúa en la Casa Billington procediera di­rectamente de los Primordiales, las sugestiones que pro­voca serían esencialmente inhumanas, al menos en alguna ocasión. No hay nada que demuestre que lo son. Si la impresión recibida por Bates en cuanto a la impureza, el horror y la malignidad de la casa y el bosque le hubie­ran sido transmitidas por algún ser totalmente ajeno, lo probable es que su reacción no hubiera sido tan funda­mentalmente humana. No, lo que se provocó en él fue reacción humana, casi diría que calculadamente humana.

Sopesé sus argumentos. Aunque la teoría del doctor Lapham parecía sólida, yo advertía en ella un fallo ma­nifiesto. El opinaba que la influencia que operaba sobre Dewart y Bates era la misma que había operado en Alijah Billington. Si esta influencia era, como él postulaba, de origen humano, ¿cómo era posible que se ejerciera en dos momentos separados entre sí por más de un siglo de distancia? Aduje esta objeción, escogiendo con todo cui­dado las palabras.

—Sí, la acepto, pero no existe ninguna incompatibili­dad. Tenga usted en cuenta que la influencia es de origen extraterrestre. Procede, pues, de otras dimensiones des­conocidas y, en consecuencia, no está más sometida a las leyes físicas de la tierra que los propios Primordiales. En pocas palabras, si la influencia es humana, como yo de­fiendo, entonces también existe en un tiempo y un es­pacio coextensivos a los nuestros y, sin embargo, distin­tos. Así posee la capacidad de existir en tales dimensiones sin sufrir las limitaciones que imponen el tiempo y el espacio a cualquier persona que habite en la Casa Bil­lington. Existe en aquellas dimensiones exactamente igual que las desgraciadas victimas de los seres invocados por Bishop, Billington y Dewart antes de ser arrojadas de nuevo a nuestra dimensión.

—¡Dewart! él.

—Sí,

—¿Sugiere usted que él es résponsable de las últimas desapariciones ocurridas en Dunwich? — pregunté, ató­nito.

El doctor Lapham movió la cabeza con gesto de conmiseración.

No. No lo sugiero. Lo afirmo categóricamente, a menos que prefiera usted volver al terreno movedizo de las coincidencias.

—En absoluto.

—Muy bien. Entonces veamos el caso. Billington va a su círculo de piedras y a su torre y abre la «puerta». Algunas personas ajenas a Billington oyen ruidos en el bosque, y también su hijo Laban, que los menciona en su diario. - Estos fenómenos van siempre acompañados por: a) una desaparición, y b) la reaparición del que había previamente desaparecido. Ambas se producen siem­pre en las mismas circunstancias extrañas; la segunda, va­rías semanas o meses después de la primera, y tanto una como otra quedan para siempre sin resolver. Jona­than Bishop escribe en su primera carta que se fue al círculo de piedras y allí «Le llamé al Monte y Le con­tuve en el círculo, mas no sin gran trabajo y esfuerzo, que talmente parecía como si el círculo no fuera lo bas­tante poderoso para sujetar por mucho tiempo a uno de Esos». A continuación vuelven a producirse las extrañas desapariciones y reapariciones de costumbre, en circuns­tancias paralelas a las que acompañaron las actividades de Billington. Estos hechos de hace más de un siglo se repiten en nuestros días, Ambrose Dewart camina en es­tado de sonambulismo hasta la torre. En sueños percibe la presencia de algo increíblemente pavoroso y terrible. Y es poseído por esa influencia exterior, aunque no es consciente de ello. ¿Cree usted que un observador impar­cial que conociera estos hechos achacaría a simples coin­cidencias las desapariciones y reapariciones ocurridas después del viaje nocturno de Dewart a la torre de piedra y de que él mismo descubriera al día siguiente una enor­me mancha de sangre?

Reconocí que pretender explicar mediante coinciden­cias semejantes series de acontecinientos paralelos re­sultaba tan fantástico como la propia explicación que proponía el doctor Lapham. Me hallaba perturbado y profundamente alterado, porque el doctor Seneca Lapham era un intelectual de gran categoría que atesoraba Vastí­simos conocimientos, y verle adherirse a unas teorías tan radicalmente distintas de las que habitualmente se admi­ten suponía una profunda conmoción para una persona que, como yo, sentía por él enorme admiración y respeto. Era evidente que, para él, tales hipótesis se basaban en algo más que conjeturas, lo cual presuponía en él unas creencias que a mi, francamente, no me cabían en la cabeza. No obstante, resultaba patente que mi jefe no abrigaba dudas de ningún tipo y que se sentía seguro de sus conocimientos sobre el tema y el caso.

—Le veo a usted muy encerrado en sus pensamientos. Reflexionemos esta noche con la almohada y ya volvere­mos a hablar del asunto mañana o pasado. Deseo que lea usted algunos de los pasajes que he señalado en estos libros, pero al Necronomicon tendrá que echarle una ojea­da ahora mismo para poder devolverlo esta noche a la biblioteca.

Tomé inmediatamente el antiguo volumen y vi que el doctor Lapham había señalado dos pasajes muy curiosos; que fui traduciendo lentamente a medida que los leía. Trataban de ciertas terroríficas entidades exteriores que se hallan constantemente al acecho, a las que el autor árabe denomina en alguna ocasión «Los Que Reposan en la Espera», mencionando sus respectivos nombres. Me llamó sobre todo la atención un largo párrafo situado ha­cia la mitad del primer pasaje señalado.

«Ubbo-Sathla es la fuente inolvidada de donde ema­naron Aquellos que se atrevieron a oponerse a los Dio­ses Ancestrales que gobernaban desde Betelgeuze, los Grandes Primordiales que osaron combatir a los Dioses Ancestrales. Y estos Primordiales habían recibido instruc­ción de Azathoth, que es un dios ciego y estúpido, y de Yog-Sothoth, que es Todo-en-Uno y Uno-en-Todo y para El no existen limitaciones de tiempo ni de espacio y Sus proyecciones en este mundo son ‘Umr at Tawil y los Primigenios. Los Grandes Primordiales sueñan desde la eternidad con un tiempo por venir en que volverán a gobernar la Tierra y todo el Universo del que ella forma parte. (...) El Gran Cthulhu emergerá de R’lyeh. Hastor, que es El Que No Se Puede Nombrar, regresará de la oscura estrella que habita, próxima a Aldebarán y a las Híadas. Nyarlathotep aullará eternamente en las tinieblas donde mora. Shub-Niggurath, que es la Cabra Negra de los Mil Hijos, engendrará y volverá a engendrar y exten­derá Su dominio sobre todas las ninfas del bosque, y sobre los sátiros y sobre los genios grandes y pequeños. Lloigor, Zhar e Ithaqua volverán a cabalgar por los es­pacios interestelares y conferirán nobleza a los que Les sigan, que son los Tcho-Tcho. Cthuga abarcará sus do­minios desde Fomalhaut. Tsathoggua vendrá de N’kai. (...) Y no se apartan de las Puertas, ya que el tiempo se acerca y la hora está próxima. Y los Dioses Ancestrales duermen y sueñan, ignorantes de aquellos que ya conocen los hechizos colocados por Ellos sobre los Grandes Pr1-mordiales y que descubrirán la palabra que: rompe los hechizos, así como ya gobiernan a los servidores que aguardan más allá de las puertas del Exterior.»

El segundo pasaje venía un poco más lejos y era Igual­mente potente.

«Contra brujos y demonios, contra los Profundos, con­tra los Dholes, contra los Voormis, contra los Tcho-Tcho, contra el Abominable Mi-Go, contra los Shoggoth, contra los Lívidos, contra los valusianos y contra los demás pue­blos y criaturas que sirven a los Grandes Primordiales y a Los que Estos han engendrado, la defensa es un pen­táculo tallado en piedra gris de la antigua Mnar, que también tiene poder, aunque menos, contra los Grandes Primordiales en persona. Quien posea este signo podrá dar órdenes a todos los seres que caminan, nadan, reptan y vuelan en los ámbitos que se extienden hasta el Ma­nantial de donde ya no se regresa. Poseerá poder en Yhé como en la gran R’lyeh, en Y’ha-nthlei como en Yoth, en Yuggoth como en Zothique, en N’kai como en K’n­yan, en Kadath la del Desierto de Hielo como en el Lago de Ilali, en Carcosa como en Ib. Mas, así como las es­trellas se enfrían y se apagan y así como los soles mueren y los espacios siderales se dilatan cada vez más, así se

desvanece el poder de todas las cosas, así del pentáculo como de los hechizos colocados sobre los Grandes Pri­mordiales por los dulces Dioses Ancestrales, y así llegará un tiempo Como hubo una vez un tiempo en el que el hombre volverá a saber que

no está muerto El que reposa en la eternidad, pues cuando llegue el tiempo hasta la muerte morirá.»

Tomé los demás libros y algunas fotocopias de textos manuscritos que estaba prohibido sacar de la Biblioteca del Miskatonic y me, los llevé conmigo a casa. Durante la mayor parte de aquella noche permanecí sumergido en sus páginas extrañas y terribles. Leí partes de los Manus­critos Pnakóticos de los Fragmentos de Celaeno, de Una investigación sobre las estructuras mitológicas de al­gunos primitivos contemporáneos con especial relerencia al Texto R’lyeh del Profesor Shrewsbury, del propio Tex­to R’lyeh, de Cultes des Goules del conde d’Erlette, del Liber Ivonis, de Unaussprechilchen Kulten de Von Junzt, de De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, del Libro de Dzyan, de los Cantos de Dhol y de los Siete Libros Crip­ticos de Hsan. Leí sobre cultos terribles y blasfemos de épocas arcaicas, prehumanas que habían sobrevivido en ciertas formas inmencionables que todavía se practican en algunos remotos rincones de la tierra. Medité sobre crípticas descripciones de oscuros idiomas prehumanos ta­les como el aklo, el naacal, el tsatho-yo y el chian. Tropecé con horribles insinuaciones sobre ciertos ritos y «juegos» de abismal malignidad, como el Mao y los ludi lloiathici. Repetidas veces me encontré con topónimos de increíble antigüedad, como el Valle de Pnath o Ulthar, N’kai y Ngranek, Ooth-Nargai y Sarnath la Condenada, Throk e Jnganok, Kythamil y Lemuria, Hatheg-Kla y Khorazim, Carcosa, Yadith, Lomar y Yian-Ho. También descubrí la existencia de otros Seres, cuyos nombres se mencionaban en textos de pesadilla, acompañados de una relación de ciertos extraños e increíbles sucesos terrenales que sólo se podían explicar a la luz de estas ciencias prohibidas. Me hallé ante nombres desconocidos y también ante otros que ya me eran familiares, y leí espantosas descripciones o meras sugerencias de algún terror inconcebible en rela­tos relacionados con Yig, el terrible dios serpiente; con Atlach-Nacha, de cuerpo de araña; con Gnoph-Keh, la «cosa peluda» conocida asimismo como Rhan-Tegoth; con Chaugnar Faugn, que se nutre como un vampiro; con los infernales perros de Tíndalos, que rondan por los ángu­los del tiempo; y una y otra vez con el monstruoso Yog-Sothoth, el que es «Todo-en-Uno y Uno-en-Todo» y cuyo engañoso disfraz consiste en un cúmulo de esferas iridiscentes que oculta un horror de los orígenes. Leí cosas que el hombre mortal no está hecho para conocer, cosas que podrían hacer estallar la cordura de un lector imaginativo, cosas que es mejor destruir, pues el mero hecho de conocerlas puede acarrear a la humanidad con­secuencias tan terribles como el mismo retorno de los Grandes Primordiales que fueron exiliados para siempre, desde el reino estelar de Betelgeuze, por los Dioses An­cestrales, cuya ley habían desafiado.

Me pasé leyendo la mayor parte de la noche, y durante el resto permanecí despierto, dando vueltas y más vueltas en la cabeza a los espantosos datos que acababa de leer. Me daba miedo dormirme, no fuera a soñar con alguna representación subconsciente de aquellos mitos grotescos y horribles, de cuya mera existencia hacía pocas horas que me había enterado, y no sólo por los libros, sino también por las persuasivas explicaciones del doctor Se­neca Lapham, cuyos conocimientos en materia de antro­pología pocos de sus contemporáneos pueden igualar y aún menos superar. Además me sentía demasiado agitado para dormir, pues los conceptos que me habían revelado las páginas de aquellos raros y aterradores volúmenes eran tan vastos y contenían tales amenazas para la humanidad que dediqué todos mis esfuerzos conscientes a serenarme y recuperar mi normal equilibrio mental.

A la mañana siguiente fui al despacho del doctor Lapham más temprano que de costumbre, pero me en­contré con que mi jefe ya estaba allí. Saltaba a la vista que llevaba un buen rato trabajando, pues tenía la mesa cubierta de papeles donde había garabateado toda clase de fórmulas, gráficos, diagramas y símbolos de índole esotérica.

—Ah, ya los ha leído usted — dijo cuando deposité los libros en un. rincón de su mesa.

— Durante toda la noche — repliqué.

—Lo mismo me pasó, a mí, y noche tras noche, cuan­do descubrí estos libros por primera vez.

—Si contienen aunque sea una mínima parte de ver­dad, tendremos que revisar todos los conceptos actuales sobre el tiempo y el espacio, e incluso sobre nuestros propios orígenes.

Mi jefe asintió, imperturbable.

— Todo verdadero hombre de ciencia sabe que la ma­yoría de nuestros conocimientos se asientan sobre deter­minadas creencias básicas que, ante una inteligencia ex­traterrestre, resultarían indemostrables. Quizá acabemos por modificar nuestras creencias. En realidad, lo que ha­bitualmente denominamos «lo Desconocido» es pura con­jetura, a pesar de estos y otros libros. Pero creo que no podemos dudar de que fuera de nosotros existe algo. En el esquema mitológico que nos ocupa nos encontramos con fuerzas del bien y fuerzas del mal, exactamente igual que en ciertos otros esquemas en los que no necesito in­sistir porque los conoce usted de sobra. Me refiero a los cristianos, budistas, mahometanos, confucianos, shintoistas y, en general, a todos los esquemas religiosos cono­cidos. La razón por la que, refiriéndome ahora en con­creto al esquema mitológico que nos ocupa, digo que es necesario admitir. la existencia de algo ajeno y exterior a nosotros, es sencillamente que, como habrá usted visto, sólo aceptando esta hipótesis, si menos en líneas gene­rales, podemos explicar no sólo los extraños y terribles acontecimientos reseñados en los datos que acompañan a esos libros, sino toda una serie interminable de suce­sos, habitualmente censurados en los medios de informa­ción, que contradicen por completo los dogmas de la ciencia. Estos sucesos ocurren diariamente en todas las partes del mundo y algunos de ellos han sido recogidos en dos notables libros de un escritor casi desconocido llamado Charles Fort: El libro de los malditos y Nuevas tierras. Se los recomiendo muy encarecidamente.

«Consideremos algunos de los hechos reseñados, y digo “hechos” a sabiendas, dando por sentada incluso la poca fiabilidad de los observadores humanos. Por ejem­plo, en 1863 y 1864 se registraron lluvias de piedras del cielo en Buschof, Pillitsfer, Nerft y Dolgovdi, en Rusia. Esas piedras no eran de ninguna sustancia conocida en la tierra y las describen como “grises con algunas vetas de, color pardo rojizo”. Esta descripción cuadra perfecta­mente a la piedra de Mnar, tantas veces mencionadas en esos textos, y también a las llamadas “muelas de Row­ley”, aparecidas unos pocos años antes en Birmingham, Inglaterra, y poco después en Wolverhampton, que eran negras por fuera, pero por dentro del mismo color que las anteriores.»

Otro ejemplo: «En 1893, desde el buque de guerra británico Caroline se divisaron unas “luces globulares” entre el barco y una montaña de la costa china. Las luces se describen como “globulares”. Fueron vistas en el cie­lo, pero a menos altura que la cima de la montaña y muy separadas de ésta. Se movían en masa, aunque a ve­ces se ponían más o menos en fila. Se movían hacia el Norte y las vieron durante dos horas, aproximadamente. Las volvieron a ver a la noche siguiente y a la otra, el 24 y el 25 de febrero, a cosa de las once de la noche, en ambas direcciones. Despedían cierta luminosidad que, vista por telescopio, parecía más bien rosada. Parecían moverse a la misma velocidad que el Caroline. La última noche, el fenómeno duró siete horas. Un fenómeno si­milar fue observado por el capitán de otro navío britá­nico, el Leander, quien, sin embargo, aseguró que las luces se remontaron en las alturas hasta desvanecerse en la distancia. Al cabo de once años justos, es decir, un 24 de febrero, la tripulación del barco americano Supply vió tres objetos de distintos tamaños, pero los tres “glo­bulares”, que también se movían hacia arriba “al uníso­no” y que, al parecer, no obedecían a las “leyes físicas de esta tierra y del aire”. Mientras tanto, una luz globular análoga fue vista por los viajeros de un tren cerca de Trenton, Missouri; según informó el empleado de Co­rreos del tren a la Monthly Weather Review, en su nú­mero de agosto de, 1898, la luz apareció durante una tormenta y, a pesar del fortísimo viento de levante, que soplaba en ese momento, acompañó sin esfuerzo aparente al tren, que iba en dirección norte, y se mantuvo a su misma velocidad hasta que, de pronto, al llegar a las proximidades de un villorrio de Iowa, desapareció. En 1920, durante un verano excepcionalmente caluroso, dos jóvenes que paseaban por un puente del río Wisconsin, en la localidad de Sac Prairie, a cosa de las diez de la noche, vieron un singular cúmulo de luces cruzando el cielo meridional de Este a Oeste, aproximadamente desde la estrella Antarés hasta los alrededores de la estrella Ar­turo, el cual cúmulo de luces fue atravesado por una “bola de luz negra, redonda a veces, otras ovaladas y en ocasiones con forma de rombo”; las luces permanecieron hasta que este lejano objeto las recorrió de parte a parte por completo.» ¿No le recuerda nada todo esto?

—La garganta se me había ido quedando seca por el impacto de una creciente convicción.

—Pues que uno de los Grandes primordiales se ma­nifiesta como «un cúmulo de esferas iridiscentes».

—Exactamente. No es que yo defienda que ésta es la explicación de los hechos. Es que, si no, nos vemos obli­gados otra vez a aceptar casualidades en lugar de expli­caciones. Las descripciones de los Grandes Primordiales datan de muchos siglos antes que se produjeran los fe­nómenos aislados que acabo de ponerle de ejemplo, que han ocurrido durante los últimos treinta años. Permítame ahora, para terminar, ilustrarle el tema de las desapari­ciones misteriosas, excluyendo desapariciones voluntarias, aviones perdidos y casos similares.

Dorothy Arnold, por ejemplo. Desapareció el 12 de diciembre de 1910 entre la Quinta Avenida y la entrada a Central Park que hay en la Calle Setenta y Nueve. Sin ningún motivo. Nunca ha sido vista de nuevo ni se pidió rescate por ella ni nadie heredó nada.

De igual modo, el Cornhill Magazine recoge la des­aparición de un tal Benjamin Bathurst, representante del Gobierno británico en la corte del emperador Francisco José, en Viena. En compañía de su criado y su secretario, se detuvo en Perlberg, Alemania, para examinar los ca­ballos que iba a utilizar. Se fue detrás de los caballos y desapareció. Nunca más se volvió a saber de Bathurst. De entre todas las desapariciones misteriosas ocurridas en Londres entre 1907 y 1913, hubo tres mil doscientas sesenta personas de las que no se volvió a tener la me­nor noticia. Un joven, empleado en las oficinas de una fábrica de Battle Creeg, Michigan, salió de la oficina para ir a la fábrica y nunca llegó. Desapareció. El Chicago Tribune del 5 de enero de 1900 recoge el caso de este joven, Sherman Church. Nunca se volvió a saber más de él.




Sueños del Soñador de Providence