I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

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lunes, 14 de julio de 2008

EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD (THE CASE OF CHARLES DEXTER WARD) ENERO 1/ MARZO DE 1927, 14a Parte

6

La «purificación» debió constituir para el doctor Willett una prueba tan espantosa como su recorrido nocturno de la espantosa cripta, a juzgar por el abatimiento que provocó en el anciano médico. Por espacio de tres días no salió de su habitación, aunque según dijeron luego los criados, la noche del miércoles, poco después de las doce, se oyó abrirse sigilosamente la puerta de la calle, que volvió a cerrarse después con el mismo secreto. Por fortuna, la imaginación de los criados suele ser limitada, pues de otro modo podrían haber relacionado el hecho con una noticia que apareció en el Evening Bulletin del jueves y que decía así:

LOS PROFANADORES DE TUMBAS RENUEVAN SU ACTIVIDAD

Tras un periodo de diez meses a partir del último acto de vandalismo registrado en el Cementerio del Norte, del que fuera objeto la tumba de Weeden, el vigilante nocturno de ese mismo cementerio, Robert Hart, ha sorprendido a otro merodeador. Hacia las dos de la madrugada, vio brillar una linterna en la parte norte del camposanto, y al acercarse al lugar en cuestión, vio destacarse claramente contra la luz de una farola cercana la figura de un hombre que empuñaba una pala. Se lanzó en su persecución. pero antes de que pudiera darle alcance, el intruso había corrido hacia la entrada principal perdiéndose entre las sombras.

Al igual que el primero de los profanadores de tumbas sorprendido el año pasado, éste no ha llegado a causar, al parecer, ningún daño. En un lugar determinado del terreno que posee allí la familia Ward, la tierra aparecía removida, pero no puede asegurarse que el desconocido hubiera tratado de excavar una fosa.

Todo lo que puede decir Hart acerca del intruso, es que se trataba de un hombre de baja estatura y probablemente barbudo. En opinión del vigilante los tres actos se deben a una misma persona. No opina del mismo modo la policía, basándose en el salvajismo del segundo incidente, en el curso del cual fue robado un antiguo ataúd y destrozada la lápida correspondiente.

El primero de los incidentes, al parecer una tentativa frustrada de enterrar alguna cosa, ocurrió en el mes de marzo del año pasado y se atribuyó entonces a contrabandistas de bebidas alcohólicas en busca de un escondite para su alijo. Es muy posible, afirma el Sargento Riley, que este tercer caso sea de naturaleza similar. La policía está desplegando una gran actividad con vistas a identificar a los responsables de estos sucesos.

Durante todo el jueves, el doctor Willett descansó como si se recobrara de un esfuerzo agotador o se preparase para una gran prueba. Por la noche escribió una carta al señor Ward, que llegó a manos de éste a la mañana siguiente sumiéndole en profundas meditaciones. No había podido Ward sobreponerse a la impresión que le causara el informe de los detectives y a la siniestra «purificación» de la biblioteca, pero aquella misiva, a pesar de la desgracia que anunciaba y del misterio que la rodeaba, le trajo algo de la calma que tanto necesitaba.

10 Barnes St.

Providence, R.I.

12 abril, 1928

Querido Theodore:

Me considero obligado a avisarte antes de llevar a cabo lo que voy a hacer mañana, que pondrá punto final al terrible asunto de que nos venimos ocupando, pues tengo la impresión de que ninguna azada podrá llegar jamás a ese monstruoso lugar que los dos conocemos. Sé que tu mente no hallará reposo a menos que te asegure que lo que me propongo hacer representará el final definitivo de todo este misterio.

Me conoces desde que eras niño, de modo que me creerás si te digo que hay cosas que es mejor no investigar a fondo. Es preferible que no vuelvas a pensar en el caso de Charles e indispensable que no le digas a su madre más de lo que ella sospecha. Cuando yo vaya a visitarte mañana, Charles se habrá fugado de la clínica. Eso es lo que todos deben creer. Estaba loco y escapó. Y eso es lo que debes decir poco a poco a su madre cuando dejes de mandarle las notas mecanografiadas que escribías en nombre de Charles. Te aconsejo que vayas a reunirte con ella en Atlantic City y te tomes unas vacaciones. Dios sabe cuánto las necesitas después de las impresiones recibidas, y cuánto las necesito yo también. Por mi parte me propongo pasar en el Sur una temporada para tranquilizarme y reponer fuerzas.

De modo que no me hagas ninguna pregunta cuando vaya a visitarte. Es posible que algo salga mal, pero si es así no dejaré de avisarte. Espero que no tenga que hacerlo. A partir de mañana no habrá ya motivo de preocupación, pues Charles estará perfectamente a salvo. Ya lo está, más de lo que te imaginas. No debes temer nada con respecto a Allen o quienquiera que sea. Pertenece al pasado, como el retrato de Joseph Curwen, y cuando mañana llame a tu puerta puedes tener la completa seguridad de que ya no existirá tal persona. El que escribió la misteriosa nota tampoco volverá a molestarte.

Pero debes prepararte para algo muy triste y preparar también a tu esposa. La fuga de Charles no significa que vayáis a recuperarle. Se ha visto afectado por una terrible enfermedad, como has tenido ocasión de apreciar por los cambios físicos y mentales que ha experimentado, y tienes que resignarte a no volver a verle. Te queda el consuelo de saber que no fue ni un malvado ni un loco, sino únicamente un muchacho aficionado al estudio y excesivamente curioso respecto a materias que encerraban un gran peligro. Descubrió cosas que ningún mortal debe saber, y ésa fue su desgracia.

Y ahora debo hablarte del asunto más difícil y que exige que deposites en mi toda tu confianza. Dentro de un año, si así lo deseas, puedes dar a todos la versión que prefieras de cómo murió Charles, porque él no volverá. Puedes también hacer colocar una lápida en e! Cementerio del Norte, a diez pies de distancia, en dirección oeste, de la de tu padre, para señalar el lugar en que descansan los restos de tu hijo. Las cenizas allí enterradas serán las de Charles Dexter Ward, el que viste crecer, el verdadero Charles con la marca olivácea en la cadera y sin el lunar negro en el pecho ni la cicatriz en la ceja derecha. El Charles que nunca hizo ningún daño y que habrá pagado con su vida una curiosidad morbosa.

Esto es todo. Charles se fugará de la clínica y dentro de un año podrás colocar una lápida sobre el lugar donde reposan sus cenizas. No me hagas ninguna pregunta. Y ten la seguridad de que el honor de tu familia sigue incólume.

Te acompaño en tu sentimiento y te deseo que encuentres la fortaleza, la calma y la resignación necesarias para sobrellevar esta desgracia. Tu sincero amigo,

Marinus B. Willett

El viernes 13 de abril de 1928, Marinus Bicknell Willett visitó a Charles Dexter Ward en su habitación de la clínica del doctor Waite situada en la isla de Conanicut. El joven, aunque no trató de rehuir al visitante, estaba de un humor sombrío y no se mostró dispuesto a hablar del tema que Willett deseaba tratar. El descubrimiento de la cripta hacía imposible la normalidad de su relación y ambos callaron un buen rato después de intercambiar los saludos habituales. La tensión aumentó al descubrir el joven Ward tras el rostro impasible del doctor una firmeza nueva en él. El paciente se amedrentó, consciente de que desde su último encuentro el que fuera médico solícito se había transformado en implacable vengador. Finalmente Willett se decidió a romper el fuego:

-He descubierto algo más, Charles -dijo-. Algo muy grave.

¿Otros animalitos medio muertos de hambre? -fue la irónica respuesta. Era evidente que el joven quería mostrarse insolente hasta el final.

-No -replicó Willett lentamente-. Esta vez se trata de algo distinto. Encargamos a unos detectives que hicieran averiguaciones acerca del doctor Allen, y han encontrado en el bungalow una barba postiza y unas gafas ahumadas.

-Estupendo -dijo su interlocutor haciendo un esfuerzo por mostrarse ingenioso-. Espero que fueran más favorecedoras que las de usted.

-A ti te sentarían muy bien -replicó el doctor-. Mejor dicho, todo parece indicar que te sentaban muy bien.

Mientras Willett decía estas palabras, y aunque no hubo cambio alguno en la luz que se reflejaba en el suelo, una nube pareció ocultar momentáneamente el sol. Luego Charles habló.

-¿Y por qué da usted tanta importancia a eso? ¿Es que no puede un hombre disfrazarse si le resulta útil?

-Desde luego que puede hacerlo -asintió el doctor- siempre que tenga derecho a existir y siempre que no destruya a quien le hizo venir desde más allá de las esferas.

Ward se sobresaltó violentamente.

-Bueno, ¿qué es lo que ha encontrado y qué quiere de mí?

El doctor dejó que transcurrieran unos segundos antes de contestar, como si eligiera mentalmente las palabras que pudieran constituir una respuesta más eficaz.

-He encontrado -dijo finalmente-, algo oculto tras un panel antiguo que servía de marco a un retrato. Lo he quemado y he enterrado las cenizas en el lugar donde estará la tumba de Charles Dexter Ward.

El loco se levantó de un salto del sillón en que estaba sentado.

-¡No es posible! -exclamó- ¡No es posible! ¿Quién se lo dijo? ¿Y quién cree que va a creerle a usted si me han estado viendo durante estos dos meses?

El doctor Willett, aunque de baja estatura, adquirió el porte majestuoso del magistrado al calmar a su paciente con un gesto.

-No se lo he dicho a nadie. No es éste un caso corriente. Es de una locura tan inconcebible y de un horror tan ajeno a nuestra realidad que ningún alienista ni juez de la tierra podría creerlo. Gracias a Dios aún me queda una chispa de imaginación que me ha permitido adivinar la verdad de lo sucedido. ¡A mi no puede engañarme, Joseph Curwen, porque sé que su magia es auténtica! Sé cómo preparó el hechizo que perduró a través de los años y fue a actuar sobre su doble y descendiente. Sé cómo le arrastró usted al pasado y consiguió que le sacara de su abominable tumba. Sé cómo permaneció oculto en su laboratorio mientras se dedicaba al estudio del saber contemporáneo y salía por las noches a escondidas. Sé que es usted el vampiro de que tanto se habló. Sé que más tarde utilizó la barba y las gafas para que nadie se asombrara del sorprendente parecido que guardaba con su descendiente. Sé lo que decidió hacer cuando Charles comenzó a reprocharle su monstruoso saqueo de tumbas de todo el mundo, sé qué fue lo que planeó y sé cómo llevó a cabo sus planes.

»Se despojó de la barba y de las gafas y engañó a los detectives que vigilaban la casa. Creyeron que el que salía y entraba era él cuando en realidad usted le había estrangulado y ocultado tras el panel de madera de la biblioteca. Pero no se dio cuenta de que no hay dos mentes iguales. Fue un estúpido, Curwen, al imaginar que un simple parecido físico sería suficiente. ¿Por qué no pensó usted en la forma de hablar, y en la voz y en la caligrafía? Al final ha fracasado. Usted sabe mejor que yo quién escribió el mensaje que me encontré en el bolsillo, pero debo advertirle que no fue escrito en vano. Hay sacrilegios y abominaciones que no pueden ser tolerados, y creo que quien escribió aquellas palabras acabará con Orne y Hutchinson. Uno de los dos le escribió a usted en cierta ocasión: «No llame a su presencia a nadie a quien no pueda dominar». Tenia mucha razón, Curwen. No se puede jugar con la naturaleza a partir de ciertos límites. Todos los horrores que ha invocado se volverán contra usted...

El doctor se interrumpió ante el grito que profirió el ser que tenía delante. Indefenso, sin armas, y consciente de que cualquier acto de violencia atraería a un ejército de enfermeros, Joseph Curwen había decidido recurrir a su viejo aliado. Inició una serie de movimientos cabalísticos con los dedos, mientras aullaba con voz cavernosa las palabras de una terrible invocación:

«PER ADONAI ELOIM, ADONAI JEHOVA, ADONAI SABAOTH, METRATON...»

Pero Willett fue más rápido que él. Al tiempo que los perros de la vecindad comenzaban a aullar y un viento helado se desataba de pronto sobre la bahía, empezó a recitar la invocación que desde un principio se había propuesto utilizar. Ojo por ojo, magia por magia. ¡Que el resultado de ella demostrara si había aprendido las lecciones del abismo! Así fue como Marinus Bicknell Willett comenzó a recitar la segunda de las dos fórmulas, la opuesta a aquella que había atraído a su presencia la figura del autor de la misteriosa nota, la críptica invocación encabezada por la Cola de Dragón, signo del nodo descendente:

«OGTHROD AI’F

GEB’L-EE’H

YOG-SOTHOTH

‘NGAH’NG AI’Y

ZHRO»

No bien surgió la primera palabra de la boca de Willett, cuando su paciente se interrumpió en seco. Incapaz de hablar, agitó salvajemente los brazos hasta que le abandonaron las fuerzas. Pero cuando comenzó el espantoso cambio, fue cuando resonó en el cuarto la palabra Yog-Sothoth. No fue simplemente una disolución, sino más bien una transformación, una recapitulación, y el doctor tuvo que cerrar los ojos para no desmayarse antes de dar fin a la invocación.

Pero Willett no se desmayó y aquel hombre de pasado impío y poseedor de secretos prohibidos no volvió jamás a turbar al mundo. Aquella locura surgida de un tiempo pretérito había terminado. El caso de Charles Dexter Ward se había cerrado. Abrió los ojos Willett antes de abandonar tambaleándose aquella habitación y pudo ver que la memoria no le había traicionado. Tal como había predicho, no había sido necesario ningún ácido. Porque al igual que su abominable retrato un año antes, Joseph Curwen yacía ahora en el suelo bajo la forma de una delgada capa de polvo gris azulado.

EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD (THE CASE OF CHARLES DEXTER WARD) ENERO 1/ MARZO DE 1927, 13a Parte

Aquel breve mensaje y el misterio que entrañaba intrigó sobremanera a los dos amigos, quienes inmediatamente subieron al coche de Ward y dieron instrucciones al chófer para que les condujera primero a cenar a un sitio tranquilo y luego a la Biblioteca John Hay situada en la colina. No les fue difícil hallar allí buenos manuales de paleografía, que estudiaron detenidamente hasta que las luces brillaron en la gran araña. Al fin encontraron lo que buscaban. Aquella caligrafía no constituía una invención fantástica, sino que había sido la normal en un período muy oscuro. Correspondía a las minúsculas sajonas del siglo VIII y IX y traía con ella recuerdos de un tiempo inculto en que bajo la fresca corriente del cristianismo rebullían aún furtivamente creencias antiguas y viejos ritos, un tiempo en que la pálida luna de Britania era testigo a veces de extraños ritos celebrados entre las ruinas romanas de Caerleon y Hexhaus y junto a las torres desmoronadas del muro de Adriano. La lengua era el latín de aquellas edades bárbaras y el texto era el siguiente: «Corwinus mecandus est. Cadaver aqua forti dissolvendum, nec aliquid retinendum. Tace ut potes», lo que, traducido, significaba: «Curwen debe morir. El cadáver debe ser disuelto en agua fuerte sin que quede residuo alguno. Guarda el mayor silencio posible.»

Willett y el señor Ward quedaron mudos y desconcertados. Se habían enfrentado con lo desconocido y ahora descubrían que carecían de las emociones que a su juicio debían experimentar. En Willett especialmente, la capacidad de recibir nuevas impresiones parecía totalmente agotada, y así los dos hombres permanecieron sentados en silencio hasta que llegó la hora en que se cerró la biblioteca. Desde allí se dirigieron a la mansión de Prospect Street. El doctor se quedó en ella a pasar la noche y allí seguía el domingo cuando llamaron por teléfono los detectives encargados de la vigilancia del doctor Allen.

El señor Ward, que en ese momento paseaba nerviosamente por la habitación vestido con un batín, respondió personalmente a la llamada y, al saber que el informe que había solicitado estaba casi listo, citó a los detectives para primera hora de la mañana del día siguiente. Tanto Willett como él estaban deseosos de que el asunto llegara a su término, ya que cualquiera que fuese el origen del extraño mensaje que el doctor había encontrado en su bolsillo, una cosa parecía cierta: el Curwen que debía ser destruido no podía ser otro que el barbudo desconocido de gafas oscuras. Charles temía a aquel hombre y en la carta que había dirigido al médico había pedido que le matara y disolviera su cadáver en ácido. Además, Allen había estado carteándose con extraños personajes de Europa bajo el nombre de Curwen y era evidente que se consideraba una reencarnación del desaparecido nigromante. Ahora, de fuente nueva y desconocida, llegaba un mensaje en que se afirmaba que Curwen debía morir y que había que disolver su cuerpo en ácido. La relación entre todos aquellos sucesos era demasiado evidente y no podía ser ignorada. Por otra parte, ¿acaso Allen no planeaba asesinar al joven Ward siguiendo el consejo de ese individuo llamado Hutchinson? Desde luego que la carta que ellos habían visto no había llegado jamás a manos del barbudo colega de Charles, pero de su texto se deducía que Allen había trazado ya planes para deshacerse del joven en el momento en que éste mostrara demasiados «escrúpulos». En consecuencia había que detener a Allen y, aún en el caso de que no se adoptaran contra él medidas más drásticas, habría que encerrarle en un lugar desde el cual no pudiera infligir ningún daño al joven Ward.

Aquella tarde, con la infundada esperanza de extraer alguna información acerca de aquel misterio de la única persona capaz de proporcionarla, el señor Ward y el doctor Willett fueron a visitar a Charles a la clínica. El doctor informó al joven de todo lo que había descubierto y observó la palidez que iba cubriendo su rostro a medida que sus descripciones garantizaban la verdad de sus descubrimientos. El médico utilizó en grado máximo los efectos dramáticos y espió el rostro de su paciente con la esperanza de sorprender en él aunque fuera un parpadeo cuando se refirió a los pozos y a los indescriptibles híbridos que vivían en su interior. Pero Charles no parpadeó. Willett hizo una pausa, y cuando volvió a hablar su voz adquirió un tono de indignación al referirse a aquellos seres que se morían de hambre. Acuso al joven de crueldad y se estremeció al oír las irónicas carcajadas con que éste respondió a sus palabras. Parecía haber renunciado a seguir sosteniendo que la cripta no existía, pero ahora veía algo siniestramente cómico en todo aquel asunto y se reía con carcajadas roncas de algo que, evidentemente, le divertía mucho. Luego susurró con acento doblemente terrible a causa de lo cascado de la voz:

-¡Malditos sean! ¡Comen, pero no deberían comer! Eso es lo más extraño del caso. ¿Un mes sin comer dice usted? Se queda usted muy corto, señor mío. ¡Buen chasco se habría llevado de saberlo el viejo Whippe con su mojigatería! ¡Matarlo todo quería! Pero estaba tan ensordecido por el ruido de fuera que no llegó a oír el que salía de la tierra. ¡Ni soñó que pudiera haber allí seres vivientes! ¿Y si yo le dijera que esas malditas criaturas están aullando en esos pozos desde que Curwen desapareció hace ya ciento cincuenta años?

Pero aquello fue lo único que Willett pudo sonsacarle. Horrorizado, aunque casi convencido contra su voluntad, continuó su historia con la esperanza de que algún incidente pudiera sobresaltar a su interlocutor y sacarle de la demencial compostura que mantenía. Al contemplar el rostro del joven, no pudo evitar que un estremecimiento de horror le sacudiera ante los cambios que se habían producido en él durante los últimos meses. Cuando mencionó la habitación de las fórmulas y el polvo verdoso, Charles comenzó a demostrar cierta curiosidad. Una mirada de desprecio asomó a sus ojos al oír lo que Willett había leído en el bloc, y aventuró la explicación de que aquellas anotaciones eran muy antiguas y tenían que escapar forzosamente al entendimiento de todos aquellos que no estuvieran muy versados en la historia de la magia .

-Si hubiera sabido usted -añadió-, la fórmula para dar vida a las sales que había en el recipiente, no estaría aquí para contarlo. Era el número 118. ¡Qué sorpresa se hubiera llevado de haber llegado a consultar el catálogo que guardo en la otra habitación! Me proponía llamarle a mi presencia el día en que me sacaron de allí.

Luego, Willett le habló de la fórmula que había recitado y del humo verde negruzco que se había levantado. Y mientras lo hacía observó que el terror desfiguraba por vez primera el rostro de Charles Ward.

-¡Se presentó y está usted vivo!

Mientras Ward mascullaba estas palabras, su voz pareció liberarse de ciertas trabas misteriosas y hundirse en un abismo cavernoso de extrañas resonancias. Willett, asaltado por una repentina inspiración, replicó recordando una carta que había leído:

-¿El número 118, dices? Pero no olvides que nueve de cada diez lápidas de los cementerios están cambiadas...

Y luego, sin previo aviso, colocó ante los ojos de su paciente el misterioso mensaje. La reacción del joven superó todas sus esperanzas, pues cayó al suelo desvanecido.

Toda aquella conversación se llevó a cabo, naturalmente, en el más absoluto secreto con el fin de que los alienistas de la clínica no pudieran acusar ni al padre ni al médico de alentar a un loco en sus fantasías. Sin pedir ayuda a nadie, el doctor Willett y el señor Ward cogieron en brazos al joven y le tendieron en la cama. Al volver en sí, el paciente murmuró repetidas veces que debía escribir inmediatamente a Orne y a Hutchinson para que le informaran acerca de cierta invocación, y en consecuencia, una vez que hubo recuperado totalmente el sentido, el doctor le comunicó que al menos uno de aquellos extraños personajes era enemigo suyo mortal y había aconsejado al doctor Allen que le asesinara. Aquella revelación no produjo ningún efecto visible, pero, antes de que se formulara, en el rostro del joven había aparecido ya la expresión de un hombre acosado. A partir de aquel momento no quiso hablar más, y el señor Ward y su acompañante no tardaron en abandonar la habitación, no sin antes prevenir al paciente contra el barbudo doctor Allen, a lo cual se limitó a responder el joven que aquel individuo no estaba ya en condiciones de hacer daño a nadie. Acompañó a aquellas palabras una risa diabólica que causó una dolorosa impresión en los visitantes. En cuanto a la comunicación que Charles pudiera tratar de establecer con sus dos monstruosos corresponsales de Europa, ni al doctor ni al señor Ward les preocupaba tal cuestión, pues sabían que el director del hospital censuraba minuciosamente toda la correspondencia y no permitiría que llegara a manos del paciente ninguna misiva cuyo contenido le pareciera anormal.

El caso de Orne y Hutchinson, si es que eran ellos los misteriosos exiliados, tuvo una misteriosa secuela. Impulsado por un vago presentimiento que le asaltó en medio de los horrores de aquel período, Willett acudió a una agencia internacional de información para que le facilitaran la mayor cantidad de datos posibles acerca de los sucesos más notables ocurridos en Praga y Transilvania oriental, y después de seis meses de investigación creyó haber encontrado entre los numerosos artículos que había recibido y traducido dos datos significativos. Uno de los artículos en cuestión se refería a la completa destrucción durante la noche de una casa del barrio más antiguo de Praga, y a la desaparición de un anciano de muy mala fama llamado Joseph Nadeh, el cual había vivido allí solo desde tiempos inmemoriales. El otro hablaba de una tremenda explosión ocurrida en las montañas de Transilvania, al este de Rakus, que había tenido como consecuencia la desaparición del castillo de Ferenczy con todos sus moradores. El castillo tenía pésima reputación en la comarca y su propietario era temido y odiado por los campesinos de los alrededores. Precisamente por aquellas fechas tenía que presentarse ante las autoridades de Bucarest, que querían someterle a un serio interrogatorio, pero la explosión habla venido a cortar lo que, al decir de las gentes, había sido una vida dedicada al mal y que se remontaba a épocas muy remotas.

Willett sostiene que la mano que escribió aquel mensaje en caligrafía sajona era capaz de empuñar armas más fuertes que la pluma y que había asumido la responsabilidad de acabar con Hutchinson y Orne, dejándole a él la tarea de terminar con Curwen. El doctor se niega a pensar siquiera cuál pudo ser el destino final de aquellos dos extraños personajes.

5

A la mañana siguiente, el doctor Willett acudió muy temprano a la mansión de los Ward, a fin de estar presente cuando llegaran los detectives. Consideraba que la destrucción o reclusión de Allen -o de Curwen si se daba como válida la posibilidad de una reencarnación- era una necesidad imperiosa que había que satisfacer a cualquier precio, y así se lo manifestó al señor Ward mientras esperaban la llegada de los visitantes. Se encontraban en la planta baja, ya que los pisos superiores de la casa empezaban a ser aborrecidos a causa de la fetidez que se respiraba en ellos, fetidez que los criados más antiguos relacionaban con alguna maldición relacionada con el desaparecido retrato de Joseph Curwen.

A las nueve se presentaron los tres detectives, que inmediatamente dieron comienzo a la lectura del informe. Por desgracia no habían podido localizar al mulato Tony Gomes, ni podían dar noticia de cuál fuera el lugar de procedencia del doctor Allen ni de su actual paradero. Pero habían reunido un considerable número de datos y de información general acerca del silencioso personaje. Los vecinos de Pawtuxet le consideraban un ser vagamente sobrenatural y creían que su barba era teñida o postiza, creencia que resultó ser cierta, pues se había hallado en el bungalow, junto a un par de gafas ahumadas, una barba postiza. Un tendero había declarado que su caligrafía era muy extraña y enmarañada, dato que confirmaron las notas escritas a lápiz encontradas en su habitación e identificadas por el comerciante.

En relación con el vampirismo del verano anterior, la mayoría creía que el verdadero vampiro era Allen y no Ward. También figuraban en el informe las declaraciones de los oficiales que habían visitado el bungalow a raíz del incidente del asalto al camión. No vieron nada particularmente siniestro en el doctor Allen, pero le juzgaban la figura dominante en la sombría vivienda. La estancia en que había tenido lugar la entrevista se hallaba en la penumbra, pero estaban seguros de poder identificarle si volvían a verle. Habían notado algo extraño en su barba y les pareció ver que tenía una pequeña cicatriz encima del ojo derecho, En cuanto al registro de la habitación de Allen, no había aportado ningún dato concreto a la investigación, exceptuando el hallazgo de la barba y las gafas y de varias notas escritas descuidadamente y cuya caligrafía era idéntica a la de los antiguos manuscritos de Curwen y a las recientes anotaciones del joven Ward halladas en la desaparecida cripta.

El doctor Willett y el señor Ward se sintieron invadidos por un profundo terror cósmico, sutil e insidioso. al oír la relación de aquellos hallazgos, y casi temblaron cuando una idea vaga y descabellada les asaltó a los dos al mismo tiempo. La barba postiza, las gafas, la enmarañada caligrafía de Curwen, el antiguo retrato y la diminuta cicatriz, el joven transformado y con una cicatriz semejante, la voz profunda y cavernosa que había sonado al otro lado del hilo telefónico... ¿No era esa voz la que le recordaba ahora al señor Ward la de su hijo? ¿Quién había visto a Charles y a Allen juntos? Sí, los policías les habían visto juntos en el bungalow, pero, ¿y después? ¿No había coincidido la desaparición de Allen con los temores de Charles y su definitiva instalación en el bungalow? Curwen, Allen, Ward... ¿En qué sacrílega y abominable fusión habían caído dos épocas y dos personas? Aquella detestable semejanza entre el personaje del cuadro y el joven Ward, aquellos ojos del lienzo que parecían seguir a Charles por toda la habitación... ¿Por qué Allen y Charles imitaban la caligrafía de Joseph Curwen incluso cuando estaban solos? Y luego la espantosa tarea que habían llevado a cabo aquellos hombres, la desaparecida cripta llena de horrores que había envejecido al médico en una noche, los monstruos hambrientos encerrados en los fosos fétidos, aquella terrible fórmula que tan indescriptibles resultados había producido, el mensaje que Willett había encontrado en su bolsillo, los documentos, las cartas, todas las alusiones a tumbas, a misteriosas «sales», a descubrimientos... ¿Adónde conducía todo aquello?

Finalmente, el señor Ward tomó la decisión más prudente. Evitando pensar en lo que hacía, entregó a los detectives una fotografía para que la mostraran a todos los comerciantes de Pawtuxet que hubieran visto al misterioso doctor Allen. Era una instantánea de su hijo con el aditamento de una barba y unas gafas oscuras, como las que había utilizado el doctor Allen, dibujadas a pluma.

Durante dos horas, el señor Ward esperó en compañía del médico en aquella casa opresiva. Los detectives regresaron. Sí, la fotografía retocada guardaba una notable semejanza con el doctor Allen. El señor Ward palideció y Willett se secó la húmeda frente con el pañuelo. Allen, Ward, Curwen... ¿Qué presencia había invocado el muchacho y con qué resultados para él? ¿Qué había ocurrido del principio al fin? ¿Quién era aquel Allen que proyectaba asesinar a Charles y por qué había escrito su víctima en la postdata de aquella angustiada carta que su cadáver debía ser disuelto en ácido? ¿Por qué el mensaje que Willett se había encontrado en el bolsillo decía exactamente lo mismo? ¿Qué proceso de transformación había tenido lugar y en qué momento se había producido la fase final? El día en que el doctor había recibido su carta, Charles había estado muy nervioso todo la mañana. Luego había ocurrido algún cambio. Charles había salido de la casa sin ser visto escapando a la vigilancia de los hombres encargados de protegerle. Fue entonces cuando debió suceder el cambio, mientras estuvo fuera. Pero no... ¿Acaso no había gritado de terror al volver a entrar en su biblioteca?. ¿Qué había encontrado allí? O, ¿qué le había encontrado a él? Esa figura que tan osadamente había entrado en la casa sin que se le hubiera visto abandonar la mansión, ¿no habría sido una sombra extraña, un horror dispuesto a lanzarse sobre un hombre tembloroso que no había salido de la habitación? ¿No había oído el mayordomo unos extraños ruidos?

Willett se fue en busca del sirviente y le hizo unas cuantas preguntas en voz baja. Desde luego, había sido un asunto muy desagradable. Sí, había oído unos ruidos: un grito, un jadeo y una serie de extraños crujidos. Y el señorito Charles no había vuelto a ser el mismo desde el momento en que salió aquel día de la biblioteca sin decir una sola palabra. El mayordomo se estremecía al hablar y olfateó el aire que llegaba desde el piso de arriba, arrastrado por una corriente creada por alguna ventana abierta. El terror se había instalado definitivamente en la mansión. Incluso los detectives estaban inquietos, ya que el caso presentaba algunos aspectos que no les gustaban en lo más mínimo. El doctor Willett pensaba, y sus pensamientos eran terribles. De vez en cuando casi rompía en un murmullo mientras estudiaba mentalmente esta nueva cadena de acontecimientos de pesadilla.

El señor Ward dio por terminada la conferencia y los detectives se fueron. El doctor y el dueño de la casa quedaron solos en la habitación. Era ya mediodía, pero la mansión parecía envuelta en sombras, como si se acercara la noche. Willett comenzó a hablar muy seriamente con su anfitrión, insistiendo para que dejara en sus manos las futuras averiguaciones. Aún habían de descubrirse, predijo, ciertos hechos que un amigo podría soportar con mayor facilidad que el padre del principal protagonista del caso. En su calidad de médico de la familia debía disponer de una absoluta libertad de movimientos, y lo primero que exigía era encerrarse en la abandonada biblioteca donde, en torno al panel de madera que había albergado el cuadro, se respiraba ahora un aura de terror mucho más intensa que cuando estuviera allí el retrato de Curwen. Sólo pedía que no se le molestara.

El señor Ward, aturdido por la creciente complejidad del caso, asintió de buena gana y media hora después el doctor estaba encerrado en la antigua biblioteca de Charles. El padre de éste, que escuchaba desde fuera, oyó unos raros sonidos en el interior de la estancia, seguidos de un chirrido, como si acabara de abrirse la puerta mal engrasada de una alacena. A continuación resonó un grito apagado y la puerta que acababa de abrirse se cerró rápidamente. Poco después apareció Willett en el pasillo, pálido y descompuesto. Quería, dijo, un poco de leña para encender un fuego, pues el de la estufa no le bastaba y el aparato eléctrico que había en la chimenea no tenía ningún uso práctico. Sin atreverse a formular ninguna pregunta, el señor Ward dio las oportunas órdenes a un criado, que subió al poco tiempo con unas ramas de pino, estremeciéndose al entrar en la habitación y sustituir por las ramas el aparato eléctrico. Entretanto, Willett había subido al laboratorio, de donde bajó al poco rato cargado con una cesta cubierta por un lienzo y en la que había colocado una serie de aparatos y objetos diversos abandonados allí en la mudanza del mes de julio de aquel mismo año.

Volvió a encerrarse el médico en la biblioteca y por las nubes de humo que empezaron a elevarse de la chimenea, se supo que había encendido el fuego. Más tarde, se oyó un crujir de papeles de periódico y otro chirrido de la misteriosa puerta, seguido de un baquetazo que dio mucho que pensar a los que en el pasillo escuchaban. Willett profirió de pronto un par de gritos ahogados, y a continuación se produjo un chisporroteo que resonó siniestramente en medio del profundo silencio que llenaba la mansión. Finalmente comenzó a salir por la chimenea un humo espeso y muy acre. Los criados se reunieron en un rincón, aterrorizados ante aquellas nocivas emanaciones, mientras que el señor Ward temblaba como un azogado.

Tras una larguísima espera, los vapores parecieron aclararse y detrás de la puerta cerrada volvieron a oírse extraños sonidos, como si el doctor rascara algo y luego barriera el hogar. Por fin, después de cerrar de nuevo la puerta del interior, fuera cual fuese, Willett hizo su aparición, grave, pálido y entristecido, llevando la cesta que había bajado del laboratorio todavía cubierta con un paño.

Había dejado la ventana abierta, y en la siniestra habitación entraba ahora a raudales el aire puro que se mezclaba con un curioso olor a desinfectante. El antiguo panel de madera seguía allí, pero parecía haber perdido su aire de malignidad y se mostraba sereno y majestuoso como si nunca hubiera albergado el retrato de Joseph Curwen. Caían las primeras sombras de la noche, pero esta vez no las acompañaba un terror latente. Más bien traían con ellas una suave melancolía. El doctor no habló de lo que había hecho. Se limitó a decir al señor Ward:

-No puedo contestar a ninguna pregunta. Sólo diré que existen distintos tipos de magia. He llevado a cabo una gran purificación. A partir de ahora, los moradores de esta casa podrán dormir mucho mejor.



EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD (THE CASE OF CHARLES DEXTER WARD) ENERO 1/ MARZO DE 1927, 12a Parte

3

Momentos después, llenó apresuradamente de petróleo las lámparas apagadas y, apenas volvió a estar la habitación brillantemente iluminada, miró a su alrededor buscando una linterna con la cual continuar sus exploraciones. A pesar de la impresión de horror que le sobrecogía, estaba firmemente decidido a no dejar piedra sin remover en su investigación de los espantosos hechos que habían provocado la locura de Ward. Al no encontrar una linterna, escogió la más pequeña de las lámparas, se llenó los bolsillos de velas y fósforos, y cogió también una lata de petróleo para utilizarla si llegaba a encontrar el laboratorio oculto más allá del terrible vestíbulo con su blasfemo altar y sus horribles pozos. Cruzar de nuevo aquel espacio exigía una gran fortaleza de ánimo, pero Willett sabía que tenía que hacerlo. Afortunadamente, ni el ara diabólica ni el foso abierto se hallaban cerca de la pared horadada con celdas que rodeaba la caverna y cuyos negros y misteriosos arcos habían de constituir el primer objetivo de una investigación lógica.

De modo que Willett regresó a aquel vestíbulo inundado de fetidez y de angustiados lamentos y bajó la mecha de la lámpara para evitar ver siquiera a distancia el diabólico altar o el pozo descubierto. La mayoría de los arcos conducían a cámaras pequeñas, unas completamente vacías y otras que evidentemente se utilizaban como almacén. En varias de estas últimas vio una acumulación muy curiosa de los más diversos objetos. Una estaba llena de prendas de vestir semipodridas y cubiertas de polvo, y no fue pequeño el horror del doctor Willett cuando comprobó que aquellas prendas habían sido utilizadas hacía siglo y medio. En otra habitación halló ropas de época más reciente que parecían haber sido almacenadas allí para equipar a un gran número de hombres. Pero lo que más le repugnó fueron unas enormes cubas de cobre con siniestras incrustaciones que encontró diseminadas por varias de las cámaras. Le inquietaron aún más que los cuencos de plomo llenos de extraños residuos y que despedían un hedor repugnante, perceptible incluso en medio de la fetidez general de la cripta. Cuando hubo registrado casi palmo a palmo la mitad de aquel muro circular, Willett descubrió otro pasadizo semejante al que daba entrada a la cripta y al cual se abrían numerosas puertas.

Después de penetrar en tres estancias de tamaño mediano y variado contenido, llegó a una habitación amplia y de forma oblonga, llena de cubetas, crisoles, instrumental químico moderno y numerosos libros. Los muros estaban forrados de estanterías ocupadas por recipientes y botellas de todos los tamaños. Aquél era, sin lugar a dudas, el laboratorio de Charles Ward y el que habla utilizado asimismo Curwen hacía siglo y medio.

Luego de encender las tres lámparas que encontró llenas y preparadas, el doctor Willett examinó el lugar y todo lo que contenía con el mayor interés, observando que, a juzgar por los numerosos reactivos que figuraban en las estanterías, las investigaciones del joven Ward habían estado relacionadas con alguna rama de la química orgánica. Muy poco era lo que podía deducirse de los aparatos que allí se encontraban y entre los cuales se hallaba una mesa de disección que ocupaba el centro de la estancia, de modo que en este sentido el laboratorio constituyó para el doctor Willett una gran decepción. Encontró entre los libros un manoseado ejemplar de la obra de Borellus, y no fue pequeña la sorpresa del médico al observar que Ward había subrayado precisamente aquel mismo párrafo que tanto impresionara ciento cincuenta años antes al bueno del señor Merritt en la granja de Pawtuxet. No era aquél, sin embargo, el ejemplar antiguo, pues éste había sido destruido durante el asalto al laboratorio de Curwen. En las paredes de la estancia se abrían tres arcos que el doctor examinó sucesivamente. Dos de ellos conducían a sendos almacenes repletos de ataúdes en diversos estados de conservación, provistos todos ellos de placas de identificación, dos o tres de las cuales se detuvo Willett a descifrar experimentando un estremecimiento ante el significado de aquellas inscripciones. Había también varios cajones nuevos y cuidadosamente clavados que no se detuvo a examinar. Quizá lo más interesante fueran algunas piezas sueltas, muy estropeadas y que a juzgar de Willett debieron formar parte de los aparatos del antiguo laboratorio de Curwen. A pesar de los daños que habían sufrido durante el asalto a la granja, aún podía reconocerse en ellos los trebejos químicos del período georgiano.

El tercer arco conducía a una estancia algo mayor cuyas paredes estaban llenas de estanterías y en cuyo centro había una mesa sobre la que reposaban dos lámparas. Willett las encendió y a su luz estudió los interminables estantes que le rodeaban. Algunos de ellos estaban completa mente vacíos, pero la mayoría aparecían ocupados por pequeños recipientes de plomo de dos formas distintas: unos altos y sin asas, semejantes a un lekythos griego, y otro con una sola asa, del tipo phaleron. Todos estaban provistos de tapas de metal y cubiertos por extraños símbolos grabados en bajorrelieve. Al cabo de unos instantes el médico cayó en la cuenta de que aquellos recipientes estaban clasificados cuidadosamente. Todos los lekythos estaban a un lado de la habitación bajo un gran cartel de madera en que se leía la palabra «Custodios», y todos los phaleron al otro, bajo un rótulo similar que decía «Materia». Cada uno de los recipientes llevaba una etiqueta con un número que, al parecer, hacía referencia a un catálogo, en vista de lo cual Willett se propuso emprender la búsqueda de aquel inventario. De momento, sin embargo, le interesaba más averiguar cuál era el contenido de aquellos recipientes. Abrió varios de ellos elegidos al azar con resultado invariable. Todos contenían una pequeña cantidad de una sola clase de sustancia: un polvo finísimo de muy leve peso y de color neutro aunque con diversos matices. Era evidente que la ordenación de los recipientes no respondía a esta tenue variación de tono, pues un polvo gris azulado podía estar al lado de otro rosado, y el polvo contenido en un phaleron podía tener un duplicado exacto en un lekythos. La característica más marcada de aquel polvo, era su total falta de adherencia. Willett podía verterlo en la palma de la mano, y devolverlo después al recipiente sin que quedara entre sus dedos el menor residuo.

El significado de los dos letreros le intrigó y se preguntó por qué motivo estarían aquellas sustancias químicas tan radicalmente separadas de las que había visto en otros recipientes en el laboratorio propiamente dicho, y de pronto le vino a la memoria dónde había visto la palabra «custodios» en relación con este espantoso misterio. Había sido, naturalmente, en la carta dirigida recientemente al doctor Allen y que parecía ser de puño y letra de Edward Hutchinson, y las líneas en cuestión decían: «Juzgo prudente en extremo su decisión de no conservar tantos Custodios que puedan ser hallados en caso de Dificultad, como bien recordará su merced por propia experiencia.» ¿Qué significarían estas palabras? Pero, cuidado, ¿no había oído alguna vez una palabra semejante en relación con todo aquel asunto? ¿Cómo no le había venido a la memoria a1 leer la carta de Hutchinson? En los días en que Ward aún le hablaba de sus investigaciones, le había dicho que en el diario de Eleazar Smith se mencionaban fragmentos de conversaciones que habían tenido lugar en el interior de la granja, diálogos terribles en los que intervenían Curwen, varios cautivos, y los guardianes de aquellos cautivos.

De modo que aquello era lo que contenían los lekythos: el fruto monstruoso de sacrílegos ritos, las «sales» a que aludía Borellus. Willett se estremeció al pensar en lo que había tenido entre sus manos y por un momento le acometió la tentación de huir de aquella caverna repleta de estanterías en cuyos anaqueles yacían innumerables centinelas silenciosos y quizá vigilantes. Luego pensó en la «Materia», en el infinito número de recipientes del tipo phaleron que había al otro lado de la estancia. Sales, también... pero si no eran sales de «custodios», ¿qué otra clase de sales podían ser? ¡Santo Cielo! ¿Sería posible que se hallaran allí las reliquias mortales de la mitad de los grandes pensadores de todas las épocas, arrancadas por manos impías de las tumbas donde el mundo las creía seguras, y sujetas a la llamada y el interrogatorio de unos locos que pretendían asimilar sus conocimientos guiados por algún propósito que, como decía el pobre Charles en su carta, podía afectar a «la civilización, las leyes naturales, quizá incluso a la suerte del sistema solar y todo el universo»? ¡Y él, Marinus Bicknell Willett, había tenido aquel polvo entre sus manos!

Reparó después en una pequeña puerta que había al fondo de la habitación y se tranquilizó lo suficiente como para acercarse a ella y examinar la burda figura grabada sobre el dintel. Era sólo un símbolo, pero al verlo el doctor se estremeció recordando el día en que un amigo suyo le había dibujado aquella misma figura en un papel y le había explicado lo que significaba en los oscuros abismos del sueño. Era el signo de Koth, aquel que ven los soñadores sobre el arco de entrada de cierta torre negra que se yergue solitaria en medio de la penumbra... y a Willett no le había gustado lo que su amigo Randolph Carter le había dicho acerca de sus poderes. Pero pronto se olvidó de aquel símbolo al percibir un nuevo hedor en el aire. Se trataba de un olor de origen químico y no animal y procedía de la habitación situada al otro lado de la puerta. Aquella era sin duda la fetidez que empapaba las ropas de Charles Ward el día en que se lo llevaron los médicos. ¿De modo que era allí donde se hallaba cuando recibió la visita de los alienistas? Se había mostrado mucho más prudente que Joseph Curwen, ya que no había ofrecido la menor resistencia. Willett, decidido a investigar todos los horrores y pesadillas que el siniestro subterráneo pudiera depararle, empuñó la pequeña lámpara y cruzó el umbral. Una ola de indescriptible terror le rodeó, pero luchó denodadamente por no gritar y sobreponerse a ella. Al fin y al cabo allí no había nada vivo que pudiera causarle daño, y, por otra parte, estaba dispuesto a lo que fuera con tal de descifrar el misterio que envolvía a su paciente.

La habitación en la cual acababa de entrar era de tamaño mediano y carecía de muebles, a excepción de una mesa, una silla y dos grupos de extrañas máquinas con abrazaderas y ruedas que Willett reconoció como instrumentos medievales de tortura. A un lado de la puerta había un montón de látigos y junto a ellos unos estantes en los que se alineaban varios recipientes de plomo semejantes a los i lekythos griegos. Al otro, había una mesa, y sobre ella una potente lámpara de Argand, un bloc de notas, un lápiz y dos de los lekythos de la estantería de la otra habitación. Willett encendió la lámpara y examinó minuciosamente el bloc para ver qué notas estaba tomando Charles cuando fue interrumpido por los alienistas, pero no pudo entender más que unas cuantas palabras escritas con la extraña caligrafía de Curwen y que no arrojaban ninguna luz sobre el caso en conjunto. Decían lo siguiente:

«B. no habló. Escapar pudo a través de los muros y halló el lugar profundo.»

«Vi al viejo V. recitar el Sabaoth y aprendí la Manera.»

«Invocado he por tres veces la presencia de Yog-Sothoth y al tercer día cedió.»

«Necesario es que F. confiese lo que sabe acerca del modo de invocar a Los del Exterior.»

La potente lámpara de Argand iluminaba toda la habitación y así fue como el doctor pudo ver en la pared situada frente a la puerta, en el espacio que quedaba entre los dos grupos de instrumentos de tortura, una serie de colgadores de los que pendían túnicas de un blanco amarillento. Pero mucho más interesantes le resultaron las dos paredes laterales, las cuales estaban cubiertas de símbolos místicos y de fórmulas burdamente talladas en la piedra. Había también símbolos grabados en el suelo, entre los cuales destacaba un enorme pentágono que ocupaba el centro exacto de la habitación, y sendos círculos de unos tres pies de diámetro situados en un punto equidistante de cada una de las cuatro esquinas del cuarto y el pentágono central. En uno de aquellos cuatro círculos, muy cerca del lugar donde vio Willett caída en el suelo una túnica amarillenta, había un recipiente kylyk como los que se alineaban en la estantería colocada junto a los látigos, y fuera del círculo, aunque muy próximo a él, uno de los recipientes phaleron de la habitación contigua con una etiqueta que llevaba el número 118. Este último recipiente estaba destapado y Willett comprobó que no contenía nada en su interior. Pero comprobó también con un estremecimiento que el otro no estaba vacío, sino que contenía una pequeña cantidad de polvos de un color verdoso. Un escalofrío recorrió el cuerpo del médico mientras relacionaba mentalmente los elementos y antecedentes relacionados con aquella escena. Los látigos y los instrumentos de tortura, las sales de los recipientes que correspondían a «materia», los dos lekythos de las estanterías alineadas bajo la palabra «Custodios», las túnicas, las fórmulas grabadas en las paredes, las notas del bloc, las sospechas que habían despertado las cartas y leyendas, y los millares de dudas y suposiciones que habían atormentado a los amigos y a los padres de Charles Ward... todo aquello envolvió al doctor como una ola de horror mientras contemplaba el polvo verdoso contenido en el recipiente de plomo.

Sin embargo, y gracias a un esfuerzo sobrehumano, consiguió dominarse y empezó a estudiar las fórmulas grabadas en las paredes. Era evidente que habían sido talladas en la época de Joseph Curwen, y el texto no podía por menos que resultar familiar a un hombre que tanto había leído sobre tal personaje y que estuviera familiarizado con la historia de la magia. En una de ellas reconoció el doctor inmediatamente la que la señora Ward oyera canturrear a su hijo aquel malhadado Viernes Santo del año anterior y que una autoridad en la materia le había descrito como terrible invocación dirigida a los dioses secretos que moran más allá de la esfera de la normalidad. No figuraba allí exactamente tal y como la señora Ward la había repetido, ni siquiera como aparecía en la versión que aquel experto en la materia le mostrara en las páginas prohibidas de «Eliphas Levi», pero era indiscutiblemente la misma, y Willett se estremeció de horror al reconocer en ella palabras tales como Sabaoth, Metraton, Almonsin y Zariatnamik.

La fórmula en cuestión estaba grabada en el muro situado a la izquierda de la entrada. El de la derecha estaba igualmente cubierto de invocaciones que Willett reconoció gracias a las notas que había encontrado en la biblioteca. Eran de hecho casi idénticas a éstas e iban igualmente encabezadas por los antiguos símbolos de «Cabeza de dragón» y « Cola de dragón», como en las notas de Ward, pero la ortografía variaba mucho de la versión moderna, como si el viejo Curwen hubiera tenido un modo distinto de representar los sonidos o como si estudios posteriores hubieran dado como resultado variantes más perfectas y eficaces. El doctor trató de reconciliar la fórmula tallada en la piedra con la que resonaba persistentemente en su cabeza, y tras grandes trabajos logró conseguirlo. La que él sabía ya de memoria comenzaba «Y’ai’ng’ngah, Yog-Sothoth», mientras que la que se leía en el muro empezaba: «Aye, cngengah, Yogge-Sothotha» lo cual significaba una marcada alteración de la segunda palabra.

Aquella discrepancia le desconcertó y al poco comenzaba a recitar en voz alta la primera de las fórmulas tratando de reconciliar los sonidos que él recordaba con las letras que veía esculpidas en la piedra. Su voz se alzó extrañada y amenazadora en aquel abismo de misterios como siniestro contrapunto a los inhumanos lamentos que llegaban hasta él a través de la fetidez del aire y de la oscuridad.

«Y’AI’NG’NGAH

YOG-SOTHOTH

H’EE-L’GEB

F’AI THRODOG

UAAAH»

Pero, ¿qué era aquel viento frío que se había levantado al son de su invocación? Las lámparas chisporrotearon como si fueran a apagarse y por unos instantes la oscuridad se hizo tan densa que las palabras esculpidas en la piedra de los muros casi se borraron de su vista. La habitación se llenó de humo y de un olor acre que ahogó por completo el hedor procedente de los fosos. Era un olor parecido al que Willett había percibido anteriormente, pero mucho más intenso y penetrante. Se volvió de espaldas a las inscripciones para enfrentarse con la estancia y su extraño contenido, y descubrió entonces que del recipiente que estaba en el suelo y que contenía el ominoso polvo de color verdoso, surgía una nube de vapor compacto, entre verde y negro, y de una opacidad y una densidad asombrosas.

¡Santo Cielo! ¡Aquel polvo correspondía a los anaqueles dedicados a «Materia»! ¿Qué estaba ocurriendo y qué había provocado aquel suceso? La fórmula que había estado recitando, la primera de las dos, la que correspondía a la Cabeza de Dragón, al nodo ascendente... ¡Dios bendito! ¿Podría ser...?

La cabeza le dio vueltas y por su cerebro cruzaron en vertiginosa sucesión las imágenes dispersas de todo lo que había visto, oído y leído en relación con el espantoso caso de Joseph Curwen y Charles Dexter Ward. «Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda hacer desaparecer... Tenga siempre su merced preparada la Invocación necesaria para ello y nunca confíe hasta estar bien seguro de Quién ha requerido a su presencia... Por tres veces he hablado con lo que en él estaba inhumado...» ¡Dios del Cielo! ¿Qué era aquella forma que se elevaba entre el humo?

4

Marinus Bicknell Willett no espera que crean su historia sino unos cuantos de sus amigos íntimos y, en consecuencia, sólo a ellos ha tratado de contarla. Las pocas personas ajenas a ese círculo que la han escuchado de sus labios, se han limitado a sonreír y a comentar que el doctor empieza a hacerse viejo. Le han aconsejado que se tome unas largas vacaciones y que en el futuro no vuelva a intervenir en casos de desequilibrio mental. Pero el señor Ward sabe que lo que dice el médico no es más que la terrible verdad. ¿Acaso no vio él con sus propios ojos la fétida abertura practicada en el suelo de la bodega del bungalow?. ¿Acaso el doctor Willett no le envió a su casa, trastornado y enfermo, hacia las once de aquella ominosa mañana? ¿Acaso no telefoneó al doctor inútilmente aquella noche y no se dirigió al bungalow a la mañana siguiente, encontrando a su amigo inconsciente, aunque ileso, tendido en la cama de uno de los dormitorios? Respiraba trabajosamente y cuando el señor Ward le hizo beber un poco de coñac, entreabrió lentamente los párpados, se estremeció y gritó: «¡Esa barba! ¡Esos ojos! ¡Dios mío! ¿Quién es usted?» palabras bastante extrañas teniendo en cuenta que las dirigía a un hombre perfectamente rasurado y de ojos azules, un hombre que conocía desde su infancia.

A la brillante claridad del mediodía, el bungalow no había cambiado en lo más mínimo desde la mañana anterior. Las ropas de Willett parecían en perfecto estado aparte de unas leves rozaduras en los codos y en las rodillas, y sólo un leve olor acre le recordó al señor Ward el hedor que despedía el traje de su hijo el día que le trasladaron al hospital. Faltaba la linterna del médico, pero su maleta seguía allí tan vacía como la había traído. Antes de dar ninguna explicación y haciendo, evidentemente, un gran esfuerzo moral, Willett descendió tambaleándose a la bodega y trató de correr la plataforma situada ante los lavaderos. No se movió. Acercándose al lugar donde el día anterior había dejado su saquito de herramientas, Willett cogió un escoplo y trató de hacer palanca. Se adivinaba bajo ella la capa de hormigón, pero nada indicaba que hubiera habido allí jamás una abertura. Esta vez el asombrado padre de Charles Ward que había seguido a su amigo, no tuvo ocasión de enfermar con las emanaciones del horrible agujero: ni pozo fétido, ni mundo de horrores subterráneos, ni biblioteca secreta, ni documentos de Curwen, ni laboratorio, ni estantes, ni fórmulas grabadas. Nada. El doctor Willett palideció y se apoyó en el brazo de su compañero.

-Ayer -murmuró- usted lo vio y lo olió, ¿verdad?

Y cuando el señor Ward, asombrado y aturdido, reunió las fuerzas suficientes para asentir con un gesto, el médico suspiró y asintió a su vez.

Entonces voy a contárselo todo -dijo.

Por espacio de una hora y en la habitación más soleada que pudieron encontrar, el médico susurró su fantástica historia a aquel asombrado padre. No supo continuar una vez que hubo narrado la aparición de aquella extraña forma y hubo descrito cómo del recipiente de plomo se elevaba un vapor verde negruzco, y, por otra parte, estaba demasiado cansado para preguntarse qué había ocurrido.

Cuando acabó su relato, el señor Ward sugirió tímidamente:

-¿Cree que una excavación serviría de algo?

El doctor guardó silencio. No le parecía propio responder a esa pregunta cuando unas fuerzas procedentes de esferas desconocidas habían invadido esta orilla del Gran Abismo. Los dos hombres menearon la cabeza y el señor Ward preguntó:

-Pero, ¿dónde puede haberse metido? Es indudable que alguien le trajo aquí y que luego, de algún modo, selló la abertura...

Willett dejó de nuevo que el silencio respondiera por él.

Pero no fue aquello todo. Antes de abandonar el bungalow, al introducir el doctor una mano en el bolsillo para sacar el pañuelo, sus dedos tropezaron con un papel que no estaba allí antes de la expedición al subterráneo y que acompañaba a los fósforos y a las velas que había cogido en la desaparecida biblioteca. Era una hoja corriente, arrancada sin duda del bloc de notas que Willett había visto en aquella estancia, y los rasgos habían sido trazados con lápiz, probablemente el mismo que había visto junto al bloc. El texto les resultó incomprensible a los dos hombres a pesar de que reconocieron en él ciertos símbolos que les parecieron vagamente familiares.




Sueños del Soñador de Providence