I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EN BUSCA DE LA CIUDAD DEL SOL PONIENTE 1926, 2a Parte

Al tercer día de haber llegado la galera, uno de aquellos desagradables mercaderes se encaró con él y, con una sonrisa obsequiosa y artera, le dijo que había oído en la taberna que estaba haciendo ciertas indagaciones. El mercader parecía estar enterado de cosas demasiado secretas para hablarlas en público, y, aunque tenía una voz insoportablemente odiosa, Carter comprendió que no debía desestimar los conocimientos de un viajero que venía de tan lejos. Por eso, le invitó a subir a una de sus habitaciones privadas, y le ofreció la última porción que le quedaba del vino lunar de los zoogs para soltarle la lengua. El extraño mercader bebió copiosamente, pero no por ello dejaba de sonreír cínicamente. Luego sacó a su vez una rara botella que traía consigo, y Carter tuvo ocasión de comprobar que se trataba de un rubí ahuecado. Ofrecióle el mercader vino de esta botella a su anfitrión, y aunque Carter bebió tan sólo un breve sorbo, al momento sintió el vértigo del vacío y la fiebre de insospechadas junglas. El invitado no dejaba de sonreír ni un momento, pero cada vez lo fue haciendo con más descaro. Cuando Carter se sumió al fin en la negrura, lo último que vio fue aquella cara siniestra contorsionada por una risa perversa, y una cosa totalmente inconcebible que surgió de uno de los bultos frontales del turbante anaranjado al desenrollársele por las sacudidas de aquella risa convulsiva.

Carter recobró el conocimiento en una atmósfera espantosamente maloliente. Se hallaba bajo una especie de tienda plantada en la cubierta de un barco, y vio cómo las maravillosas costas del Mar Meridional se deslizaban con anormal rapidez. No estaba encadenado, pero a su lado había de pie tres de aquellos mercaderes de tez oscura sonriéndole, y la visión de los bultos de sus turbantes le marcó casi tanto como la fetidez que emanaba de las siniestras escotillas. Frente a él vio pasar tierras gloriosas y ciudades que un compañero de ensueños terrestres -torrero de faro de un antiguo puerto- le había descrito a menudo tiempo atrás; y reconoció los templos escalonados de Zak, moradas de sueños olvidados, las agujas de la infame Thalarión, ciudad diabólica de mil maravillas donde reina el ídolo Lathi, los jardines-osarios de Zura, tierra de placeres insatisfechos, y los promontorios gemelos de cristal, que se unen por arriba formando el arco resplandeciente que custodia el puerto de Sona-Nyl, la bienaventurada tierra de la imaginación.

Pasadas todas estas tierras fastuosas, la pestilente embarcación navegó con inquietante premura, impulsada por la boga anormalmente veloz de sus invisibles remeros. Y antes de terminar el día, Carter vio que el timonel no llevaba otro rumbo que los Pilares Basálticos del Oeste, más allá d~ los cuales dicen los crédulos que se halla la ilustre Cathuria, aunque los soñadores expertos saben muy bien que estos pilares son las puertas de una monstruosa catarata por la que todos los océanos de la tierra de los sueños se precipitan en el abismo de la nada y atraviesan los espacios hacia otros mundos y otras estrellas, y hacia los espantosos vacíos exteriores al universo donde Azathoth, sultán de los demonios, roe hambriento en el caos, entre fúnebres redobles y melodías de flauta, mientras presencia la danza infernal de los Dioses Otros, ciegos, mudos, tenebrosos y torpes, junto con Nyarlathotep, espíritu y mensajero de éstos.

Entre tanto, los sardónicos mercaderes no decían una palabra de sus intenciones, pero Carter sabía muy bien que debían estar en complicidad con quienes querían impedir su empresa. Se sabe en la tierra de los sueños que los Dioses Otros tienen muchos agentes mezclados entre los hombres; y todos estos enviados, casi o enteramente humanos, están dispuestos a cumplir la voluntad de esas entidades ciegas y estúpidas, a cambio de obtener los favores de su horrible espíritu y mensajero el caos reptante Nyarlathotep. De ello dedujo Carter que los mercaderes de abultados turbantes, al enterarse de su temeraria búsqueda del castillo de Kadath donde moran los Grandes Dioses, habían decidido raptarlo para entregarse a Nyarlathotep a cambio de quién sabe qué merced. Carter no podía adivinar cuál sería la tierra de aquellos mercaderes, ni si estaba en nuestro universo conocido o en los horribles espacios exteriores. Tampoco sospechaba en qué punto infernal se reunirían con el caos reptante para entregarle y exigir su recompensa. Sabía, sin embargo, que ningún ser casi humano como aquéllos se atrevería a acercarse al trono de la tiniebla final, a Azathoth, allá en el centro del vacío sin forma.

Al ponerse el sol, los mercaderes empezaron a lamerse sus enormes labios, con la mirada hambrienta. Uno de ellos bajó a algún compartimiento oculto y nauseabundo, y regresó con una olla y un cesto de platos. Se sentaron juntos bajo la tienda y comieron carne ahumada, que se pasaban unos a otros. Pero cuando le dieron un trozo a Carter, descubrió éste, por su tamaño y forma, algo terrible. Se puso más pálido que antes y arrojó al mar aquel trozo de carne, cuando nadie se fijaba en él. Y nuevamente pensó en aquellos remeros invisibles de abajo y en el sospechoso alimento del cual sacaban su tremenda fuerza muscular.

Era de noche cuando la galera pasó entre los pilares basálticos del Oeste, y el ruido de la catarata final se hizo ensordecedor. Y la nube de agua pulverizada se elevaba hasta oscurecer el fulgor de las estrellas, y la cubierta se puso más húmeda, y el barco se estremeció zarandeado por la corriente embravecida del borde del abismo. Luego, con un extraño silbido y de un solo impulso, la nave saltó al vacío, y Carter sintió un acceso de terror indescriptible al notar que la tierra huía bajo la quilla, y que el navío surcaba silencioso como un cometa los espacios planetarios. Jamás había tenido noticia hasta entonces de los seres informes y negros que se ocultan y se retuercen por el éter, gesticulando y hostigando a cualquier viajero que pueda pasar, y palpando con sus zarpas viscosas todo objeto móvil que excite su curiosidad. Son las larvas de los Dioses Otros, que como ellos, son ciegas y carecen de espíritu, y están poseídas por un hambre y una sed sin límites.

Pero el destino de aquella horrenda galera no era tan lejano como Carter había supuesto, pues no tardó en comprobar que el timonel ponía rumbo a la luna. La luna aparecía en un brillante cuarto creciente que aumentaba más y más a medida que se iban acercando, y mostraba sus cráteres singulares y sus picos inhóspitos. El barco siguió rumbo a sus riberas, y pronto se puso de manifiesto que su destino era aquella cara misteriosa y secreta que siempre ha permanecido de espaldas a la tierra, y que ningún ser enteramente humano, salvo el soñador Snireth-Ko quizá, ha contemplado jamás. Al acercarse la galera, el aspecto de la luna le pareció sobremanera inquietante a Carter: no le gustaban ni la forma ni las dimensiones de las ruinas diseminadas por todas partes. Los templos muertos de las montañas estaban construidos y orientados de tal manera que, evidentemente, no podían haber servido para rendir culto a ningún dios normal y corriente; y en la simetría de las rotas columnas parecía traslucirse un significado oscuro y secreto que no invitaba a ser desentrañado. Carter prefirió no hacer conjeturas sobre la naturaleza y proporciones de los antiguos adoradores de esos templos.

Cuando el barco dobló el borde del satélite, y navegó sobre aquellas tierras invisibles a los ojos de los hombres, aparecieron en el misterioso paisaje ciertos signos de vida, y Carter vio una infinidad de casitas de campo, bajas, amplias, circulares, que se alzaban en unos campos cubiertos de hinchados hongos blancuzcos. Observó que las casas carecían de ventanas, y pensó que sus formas recordaban a las de las chozas de los esquimales. Luego vio las olas oleaginosas de un mar perezoso, y pudo comprobar que el viaje iba a proseguir de nuevo sobre las aguas; al menos, sobre elemento líquido. La galera tocó la superficie con un ruido peculiar, y la extraña elasticidad con que las olas la acogieron dejó perplejo a Carter. La nave se deslizaba ahora a gran velocidad. En una ocasión adelantó a otra galera igual, y ambas tripulaciones se saludaron a voces; pero en general, sólo se distinguía aquel mar extraño, y un cielo negro y sembrado de estrellas aun cuando el sol brillaba de forma abrasadora.

Luego se alzaron frente al navío los henchidos acantilados de una costa de aspecto leproso. Y Carter vislumbró las sólidas y desagradables torres grises de una ciudad. Su extraña inclinación y su insólita curvatura, el modo con que se apiñaban y el hecho de carecer de ventanas, resultaron considerablemente turbadores para el prisionero, que lamentaba amargamente la tontería de haber probado el raro vino de aquel mercader de turbante giboso. Cuando ya se aproximaban a la costa, y la horrenda fetidez de la ciudad se hizo aún más irresistible, vio sobre las quebradas colinas una infinidad de selvas, algunos de cuyos árboles reconoció como de la misma especie de aquel solitario árbol lunar que viera en el bosque encantado de la tierra, y cuya savia fermentada constituía el singular vino de los pequeños y pardos zoogs.

Carter podía distinguir ahora unas figuras que se movían por los muelles pestilentes, y según las iba viendo con mayor claridad, sentía crecer su miedo y su aversión. Porque no eran hombres, ni aun parecidos a hombres, sino criaturas descomunales, grisáceas, viscosas y blanduzcas que podían estirarse y contraerse a voluntad, pero cuya forma más común -aunque la modificaran a menudo- era la de una especie de sapo sin ojos, con una extraña masa de tentáculos sonrosados que vibraban en la punta de sus chatos hocicos. Estas bestias se afanaban torpemente por los muelles, manejando fardos y cuévanos y cajas con fuerza prodigiosa, y saltando a cada momento del muelle a los barcos amarrados o de los barcos al muelle, con largos remos entre sus patas delanteras. De cuando en cuando, pasaban conduciendo un tropel de esclavos de caracteres muy semejantes a los humanos, pero cuyas bocas inmensas recordaban a las de los mercaderes que traficaban en Dylath-Leen; sin embargo, estos individuos, sin turbante ni calzado ni ropa alguna, no parecían tan humanos como aquéllos. Algunos de los esclavos, los más obesos -cuyas carnes tentaba una especie de vigilante para calcular su calidad- eran desembarcados de las galeras y enjaulados en grandes canastos asegurados con clavos, que los cargadores metían a empujones en los almacenes o embarcaban en grandes furgones chirriantes.

Cargaron uno de los furgones y partió inmediatamente; la fabulosa criatura que lo conducía era tal que Carter se quedó estupefacto, aun después de haber visto las demás monstruosidades de aquel abominable lugar. De cuando en cuando, pasaban pequeños grupos de esclavos vestidos y con turbantes, igual que los atezados mercaderes, y eran conducidos a bordo de una galera, seguidos de un grupo numeroso de viscosos seres con cuerpo de sapo que componían la tripulación: oficiales, marineros y remeros. Carter veía que las criaturas casi humanas eran destinadas a las más ignominiosas tareas serviles, para las que no se requería una fuerza excepcional, como gobernar el timón y cocinar, hacer recados y negociar con los hombres de la tierra o de los demás planetas con los que ellos mantenían comercio. Estas criaturas debían de ser las más adecuadas para estas comisiones terrestres, ya que no se diferenciaban grandemente de los hombres una vez vestidas, calzadas y tocadas con sus oportunos turbantes; y podían regatear en las tiendas de éstos sin tener que dar explicaciones embarazosas e inoportunas. Pero casi todas ellas, mientras no fueran exageradamente flacas o feas, iban desnudas y metidas en jaulas que los seres fabulosos transportaban en pesados carricoches. A veces desembarcaban y enjaulaban también otras clases de seres, algunos muy parecidos a las criaturas semihumanas, otros no tan parecidos y otros totalmente distintos. Y Carter se preguntaba si aquellos desdichados negros de Parg no serían desembarcados, enjaulados y transportados en el interior de aquellos ominosos carricoches.

Cuando la galera atracó a un muelle grasiento, de roca esponjosa, una horda pesadillesca de seres con forma de sapo surgió por las escotillas. Dos de ellos agarraron a Carter y lo desembarcaron. El olor y el aspecto de aquella ciudad eran indescriptibles, y Carter sólo pudo captar imágenes dispersas de las calles enlosadas, de las negras puertas y de las elevadísimas fachadas verticales y grises, carentes de ventanas. Por fin, le metieron en un portal de bajo dintel y le hicieron subir una infinidad de peldaños por un pozo de tinieblas. Al parecer, a los seres con cuerpo de sapo les daba lo mismo la luz que la oscuridad. El olor que reinaba en aquel lugar era insoportable, y cuando Carter fue encerrado en una cámara y le dejaron solo allí, apenas le quedaron fuerzas para arrastrarse a lo largo de los muros y cerciorarse de su forma y dimensiones. Se trataba de un recinto circular de unos veinte pies de diámetro.

A partir de ese momento, el tiempo dejó de existir. A intervalos le echaban de comer, pero Carter no quiso tocar aquella comida. No tenía idea de lo que iba a ser de él, pero presentía que le mantendrían allí hasta la llegada de Nyarlathotep, el caos reptante, espíritu y mensajero de los Dioses Otros. Finalmente, después de una interminable sucesión de horas o de días, la gran puerta de piedra se abrió de par en par y Carter fue conducido a empellones escaleras abajo, hasta las calles, iluminadas con luces rojas, de aquella aterradora ciudad. Era de noche en la luna, y por toda la ciudad se veían esclavos estacionados, sosteniendo antorchas encendidas.

En una detestable plaza se había formado una especie de procesión compuesta por diez seres de cuerpo de sapo y veinticuatro portadores de antorchas casi humanos, once a cada lado y uno en cada extremo. Carter fue colocado en medio de la formación, con cinco seres de cuerpo de sapo delante y otros cinco detrás, y un casi humano a cada lado. Otros seres de cuerpo de sapo sacaron flautas de ébano y ejecutaron tonadas repugnantes. Al son de aquellas infernales melodías, la columna comenzó a desfilar por las calles pavimentadas, dejó atrás la ciudad y se internó por las oscuras llanuras pobladas de hongos obscenos. No tardaron en ascender por la ladera de una de las más bajas colinas que se elevaban a espaldas de la ciudad. Carter estaba convencido de que el caos reptante aguardaba en alguno de aquellos declives escarpados o en alguna abominable llanura, y deseaba que su tortura terminase pronto. El canto plañidero de las flautas impías era enloquecedor, y él habría dado el mundo entero por que el sonido hubiese sido sólo un poco menos anormal; pero aquellos seres carecían de voz y los esclavos no hablaban.

Entonces, a través de aquellas tinieblas estrelladas le llegó un sonido familiar que retumbó por los montes y resonó en todos los picos desgarrados, y sus ecos se propagaron dilatándose en una especie de coro demoníaco. Era el maullido del gato a media noche, y Carter comprendió por fin que las gentes del pueblo tenían razón cuando decían en voz baja que los gatos son los únicos que conocen las regiones misteriosas, y que los más viejos las visitan a escondidas, por la noche, saltando a ellas desde los más elevados tejados. En verdad, es a la cara oscura de la luna adonde van a saltar y retozar por las colinas, y a conversar con sombras antiguas. Y aquí, en medio de la columna de fétidas criaturas, oyó Carter su maullido familiar, amistoso, y pensó en los tejados puntiagudos y en los cálidos hogares y en las ventanas débilmente iluminadas de las casas de Ulthar.

A la sazón, Randolph Carter conocía bastante bien el lenguaje de los gatos, y emitió el grito que le convenía en aquel paraje lejano y terrible. Pero no habría sido necesario que lo hiciera, ya que en el momento de abrir la boca oyó que el coro aumentaba y se iba acercando, y vio recortarse unas sombras veloces contra las estrellas, unas sombras pequeñas y graciosas que saltaban de colina en colina, en legiones apretadas. La llamada del clan había sido dada, y antes de que la abyecta procesión tuviese tiempo ni aun de asustarse, una nube de sedosas pieles, una falange de garras homicidas, cayó sobre ella como una riada tempestuosa. Callaron las flautas y los alaridos desgarraron la noche. Gritaban los moribundos casi humanos, y los gatos gruñían y aullaban y rugían. Pero de los seres con cuerpo de sapo no brotó ni un sonido, mientras derramaban fatalmente sus líquidos verdosos y repugnantes sobre aquella tierra porosa de hongos obscenos.

En tanto duraron las antorchas, el espectáculo fue prodigioso. Jamás había visto Carter tantos gatos. Negros, grises y blancos, amarillos, atigrados y mezclados, callejeros, persas, maneses, tibetanos, de Angora y egipcios; de todas clases los había en la furia de la batalla; y sobre todos ellos se cernía el aura de esa profunda e inviolada santidad que les otorgara su deidad tutelar en los enormes templos de Bubastis. Saltaban de siete en siete a las gargantas de los casi humanos o al hocico tentaculado de los seres con forma de sapo, y los derribaban salvajemente a la fungosa tierra donde miles y miles de compañeros se abalanzaban frenéticamente sobre ellos con uñas y dientes, presos de un furor sagrado. Carter había cogido la antorcha de un esclavo caído, pero no tardó en verse desbordado por las crecientes oleadas de sus fieles defensores. Cayó entonces en la más completa negrura, en cuyo seno escuchó el fragor de la batalla y los gritos de los vencedores. y sintió las suaves patas de sus amigos que de un lado a otro le saltaban por encima, en medio de la refriega.

Finalmente, el horror y la fatiga le cerraron los ojos, y cuando los abrió nuevamente, se vio inmerso en una escena extraña. El gran disco resplandeciente de la Tierra, trece veces mayor que el de la luna tal como nosotros la vemos, derramaba torrentes de inquietante luz sobre el paisaje lunar. Y a través de leguas y leguas de meseta salvaje y de crestas desgarradas, se extendía un mar interminable de gatos alineados en círculos concéntricos. Dos o tres de los jefes de este ejército se hallaban fuera de las filas, y le lamían la cara y ronroneaban para consolarle. No quedaba ni rastro de los esclavos y de los seres con forma de sapo, aunque Carter creyó ver un hueso no lejos de donde se encontraba, en el espacio que quedaba despejado entre él y los guerreros.

Carter habló entonces con los jefes en el suave lenguaje de los gatos, y se enteró de que su antigua amistad con la especie gatuna era muy conocida y comentada en todo lugar donde los gatos se reunían. No había pasado inadvertido por Ulthar, y los viejos gatazos lustrosos recordaban cómo los había acariciado después que ellos se hubieran ocupado de los hambrientos zoogs, que tan perversamente miraban al gatito negro. Y recordaban también lo cariñosamente que había acogido al gatito que subió a verle en la posada, y el platito de riquísima leche con que le había obsequiado la mañana antes de marcharse. El abuelo de aquel cachorrillo era precisamente el jefe del ejército allí reunido, ya que había visto la maligna procesión desde una lejana colina, reconociendo en el prisionero a un amigo fiel de su especie, tanto en la Tierra como en el país de los sueños.

Sonó un aullido desde un pico lejano, y el viejo jefe interrumpió su charla. Era uno de los vigías del ejército, apostado en la más elevada de las montañas para vigilar al único enemigo que temen los gatos de la Tierra: a los mismísimos gatos enormes de Saturno, que por alguna razón no han olvidado el encanto de la cara oscura de nuestra luna. Estos gatos están ligados por un pacto a los malvados seres de cuerpo de sapo, y son enemigos declarados de nuestros pequeños felinos terrestres. De modo que, en estas circunstancias, un encuentro con ellos habría sido bastante grave.

Tras una breve deliberación entre los generales, los gatos se levantaron y cerraron filas en torno a Carter para protegerle. Se prepararon para dar el gran salto a través del espacio y regresar a los tejados de nuestra Tierra y de la región terrestre de los sueños. El viejo mariscal de campo aconsejó a Carter que se dejara llevar tranquila y pasivamente por la masa compacta de saltadores de sedoso pelaje, y le explicó cómo debía saltar cuando saltaran los demás, y cómo aterrizar suavemente cuando el resto lo hiciera. Asimismo se ofreció a depositarle en el lugar que él deseara, y Carter escogió la ciudad de Dylath-Leen, de donde había zarpado la negra galera, pues él deseaba partir por mar desde allí con rumbo a Oriab y la cresta esculpida del Ngranek, y también quería prevenir a sus habitantes para que no mantuvieran por más tiempo ningún tráfico con las galeras negras, si es que podían interrumpirlo con tacto y diplomacia. Entonces, a una señal, los gatos saltaron ágilmente, protegiendo entre todos a su amigo. Entretanto, en una caverna tenebrosa que se abría en la sagrada cumbre de las montañas lunares, Nyarlathotep, el caos reptante, aguardaba en vano.

El salto de los gatos a través del espacio fue realmente vertiginoso. Rodeado esta vez por sus compañeros, Carter no vio las grandes sombras confusas que acechan y se enroscan y palpitan en el abismo. Antes de acabar de comprender lo que estaba sucediendo, se encontró de nuevo en su familiar habitación de la posada de Dylath-Leen, por cuya ventana salían a raudales los silenciosos y amigables gatos. El anciano jefe de Ulthar fue el último en marcharse, y cuando Carter le estrechó la zarpa, le dijo que llegaría a su casa hacia el alba. Cuando empezaba a amanecer, Carter bajó y se enteró de que había transcurrido una semana desde que le raptaran. Debía aguardar todavía un par de semanas más para tomar el barco con destino a Oriab, y durante este tiempo habló cuanto pudo en contra de las galeras negras y sus infames costumbres. La mayor parte de la gente le creyó; pero tanto interesaban los grandes rubíes a los joyeros, que nadie le dio promesa formal de terminar sus tratos con los mercaderes de boca inmensa. Si un día sobreviene alguna calamidad a Dylath-Leen como consecuencia de esos negocios, no será por culpa de Carter

Al cabo de una semana, el deseado barco atracó junto al muelle negro y la torre del faro, y Carter se alegró al ver que se trataba de una embarcación tripulada por hombres normales. Tenía los costados pintados, amarillentas las velas latinas, y un capitán de pelo gris y ropas de seda. Su carga consistía en toneles de fragante resina procedente de los pinares del interior de Oriab, delicada cerámica cocida por los artesanos de Baharna, y pequeñas tallas esculpidas en la antigua lava del Ngranek. Esta mercancía se les paga con lana de Ulthar, tejidos iridiscentes de Hatheg y marfiles labrados por los negros que habitan en Parg, al otro lado del río. Carter llegó a un arreglo con el capitán para que le llevase a Baharna, y supo que el viaje duraría diez días. Durante la semana de espera, charló muchas veces sobre el Ngranek con el capitán, el cual le dijo que eran muy pocos los que habían visto el rostro esculpido en la roca, pero que muchísimos viajeros se contentaban con recoger las leyendas que de él conocían los viejos, los recolectores de lava y los escultores de Baharna, y que después regresaban a sus lejanos hogares contando que, efectivamente, lo habían contemplado. El capitán ni siquiera estaba seguro de si vivía alguien en la actualidad que hubiese visto aquel rostro esculpido, ya que el otro lado del Ngranek es de muy difícil acceso, árido y siniestro; y según ciertos rumores, se abren unas cavernas junto a su cima en donde habitan las descarnadas alimañas de la noche. Pero el capitán no quiso decir qué eran exactamente tales alimañas descarnadas, porque sabido es que semejantes criaturas suelen presentarse después con gran persistencia en los sueños de quienes piensan demasiado en ellas. Luego interrogó al capitán acerca de la ignorada Kadath de la inmensidad fría y sobre la maravillosa ciudad del sol poniente; pero el buen hombre le confesó con toda sinceridad que no sabía una palabra de todo aquello.

Zarparon de Dylath-Leen una mañana temprano al cambiar la marca, y Carter vio incidir los primeros rayos del sol naciente en las finas torres de aquella lúgubre ciudad de basalto. Y navegaron durante dos días hacia el este, costeando los verdes litorales y avistando a menudo los pacíficos pueblecitos pesqueros que trepaban por las laderas, con sus tejados de ladrillo y sus chimeneas, a partir de los viejos y soñolientos embarcaderos, y de las playas con las redes extendidas para que secaran al sol. Pero al tercer día viraron bruscamente hacia el sur, y el oleaje se hizo más fuerte, y no tardaron en perder de vista la tierra. Al quinto día, los marineros dieron muestras de nerviosismo, pero el capitán disculpó sus temores diciendo que el barco iba a pasar por encima de los muros cubiertos de algas y de las columnas truncadas de una ciudad sumergida, tan antigua que no quedaba de ella recuerdo alguno. Cuando el agua estaba clara, podía verse una infinidad de sombras inquietas moviéndose por los fondos de aquel lugar, lo que repugnaba sobremanera a la gente simple y supersticiosa. Admitía además el capitán que se habían perdido muchos barcos por aquella zona del mar; se les había saludado al cruzarse con ellos, pero no se les había vuelto a ver.

Aquella noche tuvieron una luna muy brillante, y se podía ver a una considerable profundidad bajo el agua. Soplaba una brisa tan tenue que el barco apenas se movía y el océano permanecía en calma. Carter se asomó por encima de la borda y vio muchos espectros bajo la cúpula de un gran templo sumergido, frente al cual se extendía una avenida de esfinges monstruosas que desembocaba en lo que un día fuera plaza pública. Los delfines salían y entraban alegremente por las ruinas y las marsopas aparecían torpemente por todas partes, subiendo a veces hasta la superficie e incluso saltando fuera del agua. Al avanzar un poco más el barco, el piso del océano se elevó formando cerros, haciéndose más visible los contornos de antiguas calles empinadas y las paredes derruidas de muchas casas.

Luego llegó el navío a las afueras del poblado sumergido, y allí apareció, en la cima de una colina, un gran edificio solitario, de líneas más simples que el resto de las construcciones y mucho mejor conservado. Era oscuro y bajo, y cerraba cuatro lados de una plaza. Tenía una torre en cada esquina, un patio pavimentado en el centro, y extrañas ventanitas redondas en los muros. Probablemente era de basalto, aunque las algas lo recubrían casi por completo; y se veía tan solitario e impresionante sobre aquella lejana colina, bajo el mar, que daba la sensación de haber sido un templo o un antiguo monasterio. Algunos peces fosforescentes se habían introducido en su interior, y daban a las ventanitas redondas cierta apariencia de iluminación; y Carter no censuró a los marineros por sus temores. Después, a la luz de la luna, filtrada por las aguas, descubrió un extraño monolito, muy alto, en medio de aquel patio central, y vio que había una cosa atada a él. Y después de ver con el catalejo del capitán, que la cosa atada era un marinero vestido con ropas de seda de Oriab, cabeza abajo y sin ojos, se sintió aliviado de que la brisa, que ahora comenzaba a soplar, impulsara el barco hacia otras regiones más naturales del mar.



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Sueños del Soñador de Providence