I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

ENCERRADO CON LOS FARAONES (IMPRISIONED UIT THE PHARAOHS) 1924 (1a parte)

I

El misterio atrae al misterio. Desde que mi nombre se ha difundido ampliamente unido a la ejecución de proezas inexplicables, me he tropezado con relatos y su­cedidos extraños que, dada mi profesión, la gente ha re­lacionado con mis intereses y actividades. Unos han sido triviales e irrelevantes; otros, profundamente dramáticos y absorbentes; otros han dado lugar a horribles y peli­grosas experiencias; otros, en fin, me han involucrado en extensas investigaciones científicas e históricas. He habla­do y seguiré hablando sin reparo de muchos de estos casos. Pero hay uno que no puedo contar sino con gran renuen­cia, y sólo tras repetida insistencia por parte de los edi­tores de esta revista, quienes han oído vagos rumores so­bre él por boca de varios miembros de mi familia.

El tema sobre el que he guardado silencio hasta ahora se relaciona con una visita no profesional que hice a Egip­to hace catorce años, y si lo he rehuido ha sido por di­versos motivos. En primer lugar, soy contrario a explotar determinados hechos inequívocamente reales, desconocidos para los miles de turistas que se aglomeran alrededor de las pirámides, y que las autoridades de El Cairo ocultan con mucha diligencia, al parecer, ya que no es posible que los ignoren por completo. En segundo lugar, me dis­gusta tener que rememorar un incidente en el que mi fantástica imaginación debió de desempeñar un importan­te papel. Lo que vi —o creí ver— no ocurrió, evidente­mente, sino que debe considerarse más bien efecto de mis lecturas sobre egiptología, entonces recientes, y de las lucubraciones sobre dicho tema que mi entorno propició de manera natural. Tales estímulos imaginativos, aumen­tados por la emoción de un acontecimiento real bastante terrible en sí mismo, provocó sin duda el horror culmi­nante de esa noche- malhadada, tan lejana ya.

En enero de 1910 había cumplido un compromiso pro­fesional en Inglaterra y había firmado un contrato para hacer una gira por unos teatros de Australia. Se me ha­bía concedido un amplio margen de tiempo para efectuar el viaje, y decidí aprovecharlo al máximo con el recorrido que más me interesaba; así que, acompañado de mí es­posa, atravesé el Continente en dirección sur y embarqué en Marsella, en el vapor P. & O. Malwa, rumbo a Port Said. Partiendo de allí, me proponía visitar los principa­les lugares históricos del Bajo Egipto, antes de salir de­finitivamente para Australia.

El viaje fue agradable, y estuvo animado por los múltiples y divertidos incidentes que le suceden a un ilusio­nista fuera de su trabajo. Me había propuesto ir de in­cógnito, a fin de viajar tranquilo; pero me sentí impulsado a darme a conocer a causa de un colega, cuyos deseos de asombrar a los pasajeros con trucos sencillos me inci­taron a duplicar y superar sus proezas de una forma que destruyó por completo mi anonimato. Cito este detalle por su consecuencia final —consecuencia que debí haber previsto antes de revelar mi identidad al cargamento de turistas que estaba a punto de desparramarse por todo el valle del Nilo—. Aquello significó pregonar mi identi­dad allá por donde iba privándonos a mi esposa y a mí del apacible anonimato del que habíamos pretendido go­zar. ¡En un viaje en pos de curiosidades, me vi obligado a soportar a menudo que me examinasen también como una especie de curiosidad!

Ibamos a Egipto en busca de lo pintoresco y lo místi­camente impresionante pero encontramos pocas cosas de esta naturaleza cuando el barco atracó en Port Said y descargó su pasaje en los botes. Las dunas bajas de arena, las boyas oscilantes en los bajíos y un aburrido pueble­cito europeo sin nada de interés salvo la gran estatua del gran De Lesseps, despertaron nuestra impaciencia por ver algo que valiese más la pena. Tras algunas delibera­ciones, decidimos ir a El Cairo y a las Pirámides, y luego dirigirnos a Alejandría para coger el barco con destino a Australia, visitando antes los monumentos grecorroma­nos que la antigua metrópoli pudiese ofrecer.

El viaje en tren fue bastante soportable, y duró sólo cuatro horas y media. Vimos gran parte del canal de Suez, que seguimos hasta Ismailía, y más tarde pudimos sabo­rear un poco del Antiguo Egipto, al vislumbrar el canal de agua dulce restaurado del Imperio Medio. Luego, final­mente, vimos El Cairo brillando en la creciente oscuri­dad, como una constelación parpadeante que se convirtió en resplandor cuando nos detuvimos, en la gran Gare Cen­trale.

Pero otra vez nos esperaba el desencanto, ya que todo lo que vimos era europeo, salvo las indumentarias y las multitudes. Un prosaico paso subterráneo nos condujo a una plaza rebosante de carruajes, coches de alquiler, tran­vías, y deslumbrantes luces eléctricas que brillaban en los altos edificios, en tanto que el mismo teatro en el que en vano me pidieron que actuase —y al que más tarde fui como espectador— había sido rebautizado poco antes con el nombre de «El Cosmógrafo Americano». Nos alo­jamos en el Shepheard’s Hotel, al que llegamos en un taxi que recorrió veloz las calles anchas y elegantes; y en medio del servicio perfecto de su restaurante, ascensores y lujos generalmente angloamericanos, el Oriente miste­rioso y el pasado inmemorial parecían lejanísimos.

El día siguiente, no obstante, nos sumergió deliciosa­mente en una atmósfera de Las mil y una noches, y el Bagdad de Harun-al-Rashid pareció revivir en las tortuo­sas callejas y el exótico horizonte de El Cairo. Guiados por nuestro Baedeker, nos dirigimos hacia el este, pasando por los Jardines Ezbekiyeh, recorrimos el Mouski en bus­ca del barrio nativo, y no tardamos en caer en manos de un cicerone vociferante que —pese a los incidentes que ocurrieron después— era ciertamente, maestro en su oficio.

No me di cuenta hasta después de que debía haber so­licitado en el hotel un guía autorizado. Ese hombre, un tipo afeitado, de voz extrañamente cavernosa y relativa­mente limpio, con aspecto de faraón, y que decía llamarse «Abdul Reis el Drogman», parecía tener gran autoridad sobre los de su clase; sin embargo, más tarde, la policía manifestó no conocerle, afirmando que reis es meramente un título que se emplea para designar a cualquier persona con autoridad, mientras que «Drogman» no es, eviden­temente, sino una torpe modificación de dragoman, pala­bra que significa guía de grupos turísticos.

Abdul nos condujo por entre maravillas hasta entonces sólo vislumbradas en lecturas y sueños. La vieja ciudad de El Cairo es en si misma un libro de cuentos y un ensueño: laberintos de estrechos callejones impregnados de aromáticos secretos; balcones de arabescos y miradores que casi se tocan por encima de las calles empedradas; torbellinos de tráfico oriental en medio de gritos extra­ños, restallar de látigos, traqueteos de carros, tintineos de monedas y rebuznos de asnos; un calidoscopio de ro­pas, velos, turbantes y faces multicolores; aguadores y derviches, perros y gatos, adivinos y barberos; y, por en­cima de todo, el gimoteo de los mendigos agazapados en los rincones y el sonoro cántico de los muecines desde sus minaretes delicadamente recortados sobre el cielo de un azul intenso e inalterable.

Los bazares, techados y más tranquilos, eran igualmen­te seductores. Especias, perfumes, bolas de incienso, al­fombras y cobres: el viejo Mahmud Suleimán permanecía sentado con las piernas cruzadas en medio de sus botellas pegajosas mientras unos jóvenes charlatanes molían mos­taza en el capitel ahuecado de una antigua columna clá­sica, corintia, quizá de la vecina Heliópolis, donde Augus­to acantonó una de sus tres legiones egipcias. La anti­güedad empezaba a mezciarse con el exotismo. A conti­nuación vimos todas las mezquitas y museos, y procura­mos que nuestra orgía árabe no sucumbiera al encanto más oscuro del Egipto faraónico que nos ofrecían los te­soros inapreciables de los museos. Este debía ser nuestro clímax; así que, de momento, nos concentramos en las glorias sarracenas medievales de los califas cuyas magní­ficas tumbas-mezquitas forman deslumbrantes y prodigio­sas necrópolis en el borde del desierto árabe.

Finalmente, Abdul nos llevó por la Sharia Mohamed Ah a la antigua mezquita del sultán Hassan, y a la de Babel-Azab, flanqueada por torres, más allá de la cual el pasaje de empinadas paredes asciende hasta la poderosa ciudadela que el propio Saladino hizo construir con pie­dras de olvidadas pirámides. Atardecía ya cuando escala­mos ese peñasco, dimos una vuelta alrededor de la mo­derna mezquita de Mohamed Alí, y nos asomamos al ver­tiginoso antepecho, por encima de El Cairo místico..., místico y todo dorado, con sus cúpulas labradas, sus eté­reos minaretes y sus jardines resplandecientes.

Muy por encima de la ciudad se alzaba la gran cópula romana de un nuevo museo; y más allá —al otro lado del Nilo enigmático y amarillo, padre de dinastías milena­rias— acechaban las amenazadoras arenas del desierto de Libia, onduladas, iridiscentes, perversas, llenas de arca­nos aún más antiguos.

El rojo sol se hundía, trayendo el frío implacable de la noche egipcia; y mientras permanecía en equilibrio en el borde del mundo como un dios antiguo de Heliópohis — Ra-Harakhte, el Sol del Horizonte—, vimos recortarse contra su holocausto bermellón las negras siluetas de las pirámides de Gizeh, las tumbas paleógenas veneradas mil años antes, cuando Tut-Ankh-Amon subió al trono en la lejana Tebas. Comprendimos entonces que habíamos ter­minado con El Cairo sarraceno, y que debíamos saborear los misterios más profundos del Egipto primordial: la ne­gra Kem de Ra, Amón, Isis y Osiris.

A la mañana siguiente fuimos a visitar las pirámides; recorrimos en un coche Victoria la isla de Chizereh con sus imponentes árboles lebbakh, cruzamos el pequeño puente inglés y pasamos a la margen occidental. Seguimos por la carretera de la orilla, entre grandes hileras de ár­boles lebbakh, y pasamos el parque zoológico hasta llegar al suburbio de Gizeh, donde después han construido un nuevo puente que lleva a El Cairo. Luego, dirigiéndonos hacia el interior por el Sharia-el-Haram, cruzamos una región de canales de inmóvil superficie y míseros pobla­dos nativos, hasta que surgieron ante nosotros los objetos de nuestro viaje, hendiendo las brumas del amanecer y creando réplicas invertidas en las charcas que había junto a la carretera. En efecto, como dijo allí Napoleón a sus soldados, cuarenta siglos nos contemplaban.

La carretera ascendía ahora bruscamente, hasta que por último llegamos al lugar de transbordo entre la estación del tranvía y el Hotel Mena House. Abdul Reis, que efec­tivamente nos había sacado entradas para visitar las pirá­mides, parecía entenderse muy bien con los bulliciosos, vociferantes y mugrientos beduinos que habitaban en un sórdido poblado de barro, a cierta distancia, y se dedica­ban a asaltar fastidiosamente a los viajeros, porque supo tenerlos decorosamente a raya y nos consiguió un exce­lente par de camellos, montando él en un asno y asignando la conducción de nuestros animales a un grupo de hom­bres y chicos que nos resultaron más caros que útiles. El trayecto que debíamos recorrer era tan pequeño que casi no eran necesarios los camellos; pero no lamentamos aña­dir a nuestra experiencia esa molesta forma de navega­ción por el desierto.

Las pirámides se elevan sobre una meseta rocosa, y constituyen casi el más septentrional de los cementerios reales construidos en la vecindad de la desaparecida ciu­dad de Memfis, enclavada en la misma margen del Nilo, algo al sur de Gizeh, y que floreció entre los años 3400 y 2000 a. C. La mayor de las pirámides, que es la más próxima a la carretera, fue construida por el rey de Egip­to Keops o Khufu hacia 2800 a. C., y mide más de 450 pies de altura. Al sudoeste, y alineadas, están sucesi­vamente la segunda pirámide, construida una generación después por el rey Kefrén —la cual, aunque ligeramente más pequeña, da la impresión de ser mayor por encon­trarse en un terreno más elevado—-, y la del rey Micenno, notoriamente más pequeña, construida hacia 2700 a. C. Cerca del borde de la meseta, y al este de la segunda pirámide, con un rostro probablemente modificado para hacer de él un retrato colosal de Kefrén — su real restaurador—, se alza la monstruosa Esfinge: muda, sardónica, depositaria de un saber anterior a la humanidad y al re­cuerdo.

En varios lugares se encuentran pirámides y restos de pirámides de importancia menor, y la meseta entera está acribillada de tumbas de dignatarios de rango ligeramente inferior al de rey. Estas últimas estuvieron señaladas ori­ginariamente por mastabas o construcciones de piedra en forma de banco alrededor de los profundos fosos fune­rarios, como se descubrió en otros cementerios ménficos, y de las que constituye un ejemplo la tumba de Perneb, que se encuentra en el Museo Metropolitano de Nueva York. En Gizeh, no obstante, todas estas cosas visibles han desaparecido a causa del tiempo y del pillaje, y sólo los fosos excavados en la roca, cegados por la arena o va­ciados por los arqueólogos, siguen atestiguando su anti­gua existencia. Conectada con cada tumba había una ca­pilla en la que sacerdotes y parientes ofrecían alimentos y oraciones al ka o principio vital del difunto, que jamás se alejaba del lugar de enterramiento. Las tumbas peque­ñas tienen sus capillas en el interior de sus superestruc­tras de piedra o mastabas; pero las capillas mortuorias de las pirámides donde descansan los faraones son tem­plos separados, situados cada uno de ellos al este de la pirámide correspondiente, y comunicados mediante un pa­sillo elevado con una imponente capilla-entrada o propileo, situada en el borde de la meseta rocosa.

La capilla-entrada que conduce a la segunda pirámide, casi enterrada en la arena arrastrada por el viento, se abre subterráneamente al sudeste de la Esfinge. Una per­sistente tradición la considera el «Templo de la Esfinge», quizá con razón, si la Esfinge representa efectivamente al constructor de la segunda pirámide, Kefrén. Existen en torno a la Esfinge inquietantes historias anteriores a Ke­frén; pero fuera cual fuese su rostro anterior, el monarca le dio el suyo para que los hombres pudiesen contemplar el coloso sin temor.

Fue en el gran templo-entrada donde se encontró la estatua de Kefrén esculpida en diorita, de tamaño natu­ral, actualmente en el Museo de El Cairo; una estatua que me dejó sobrecogido cuando la contemplé. No sé si han excavado ya todo el edificio, pero en 1910 estaba ente­rrado en su mayor parte y la entrada permanecía sólida­mente cerrada durante la noche. Los alemanes estaban al cargo de las obras, que quizá fueron interrumpidas por la guerra u otros motivos. Daría lo que fuese — en vista de mi experiencia, y de ciertos rumores que corrían entre los beduinos, desmentidos o ignorados en El Cairo— - por saber qué ha sucedido con cierto pozo que hay en una galería transversal donde se encontraron estatuas del fa­raón curiosamente yuxtapuestas a estatuas de babuinos.

La carretera que recorrimos en camello esa mañana des­cribía una curva cerrada, dejando a la izquierda la cons­trucción de madera del cuartel de la policía, la oficina de correos, el almacén de comestibles y las tiendas, y se adentraba hacia el sur y el Oeste en una vuelta completa que remontaba la meseta rocosa y nos situó frente al de­sierto, a sotavento de la gran pirámide. Pasada la ciclópea construcción, dimos la vuelta por la cara este y nos asomamos a un valle de pirámides menores, más allá del cual centelleaba el Nilo eterno; al Oeste temblaba el eterno desierto. Muy cerca se recortaban las tres pirámides prin­cipales, desnuda la más grande de todo revoque exterior, mostrando sus enormes bloques de piedra, y las otras con restos perfectamente adheridos de la capa protectora, aquí y allá, que en tiempos les diera un aspecto suave y acabado.

A continuación bajamos hacia la Esfinge, y nos senta­mos en silencio bajo el hechizo de esos ojos terribles y ciegos. En el inmenso pecho de piedra distinguimos débil­mente el símbolo de Ra-Harakhte, por cuya imagen la Esfinge fue erróneamente considerada de una última di­nastía; y aunque la arena cubría la tableta que tiene entre sus grandes garras, recordamos lo que Tutmosis IV es­cribió en ella, y el sueño que tuvo cuando era príncipe. Fue entonces cuando la sonrisa de la Esfinge nos pareció vagamente desagradable y nos hizo pensar en las leyendas que hablaban de pasadizos subterráneos bajo la monstruo­sa criatura, los cuales descendían más y más, a profundi­dades a las que nadie se atrevía a aludir, y que se relacio­naban con misterios anteriores al Egipto dinástico excavado y en siniestra conexión con la persistencia de dioses anormales con cabeza de animal del antiguo panteón niló­tico. Entonces también me hice una pregunta peregrina cuyo espantoso significado no se reveló hasta muchas ho­ras después.

Empezaban a alcanzarnos ahora otros turistas, y seguimos andando hacia el Templo de la Esfinge hundidos en la arena, situado unas cincuenta yardas al sudeste, al que me he referido como la gran puerta de acceso a la calzada que conduce a la capilla mortuoria de la segunda pirámi­de, en la meseta. Dicha capilla se encontraba aún enterra­da en s u mayor parte en la arena y, aunque desmontamos y bajamos por un acceso moderno hasta un corredor de alabastro y un recinto de pilares, me di cuenta de que Abdul y el encargado alemán no nos habían enseñado todo lo que había que ver.

Después efectuamos el habitual recorrido alrededor de la meseta de las pirámides, examinamos la segunda pirá­mide y las curiosas ruinas de su capilla mortuoria, situada al este; la tercera pirámide, con sus satélites en miniatura, al sur, y la ruinosa capilla oriental; las tumbas de las rocas y los panales de las dinastías IV y V, y final­mente la famosa tumba de Campbell, cuyo pozo se hunde casi verticalmente unos cincuenta y tres píes hasta un sarcófago siniestro que uno de nuestros camelleros limpió de la molesta arena tras efectuar un vertiginoso descenso con una cuerda.

Entonces nos llegaron gritos procedentes de la Gran Pirámide, donde unos beduinos asediaban a un grupo de turistas, ofreciéndose como los más rápidos en efectuar el ascenso y el descenso en solitario a la cúspide. Dicen que el récord de subirla y bajarla está en siete minutos> aunque muchos vigorosos jeques e hijos de jeques nos aseguraron que eran capaces de reducirlo a cinco, con el impulso previo de una buena bakshish. No les dimos tal impulso, aunque dejamos que Abdul nos llevase hasta arri­ba, logrando así una perspectiva, de una magnificencia sin precedentes, que abarcaba no sólo El Cairo lejano y cen­telleante, con su ciudadela y su fondo de colinas color dorado violáceo, sino también todas las pirámides del área de Memfis, desde Abu Roash, al norte, hasta Dashur al sur. La pirámide escalonada de Sakkara, que marca la evolución de la baja mastaba a la verdadera pirámide destacaba clara y seductoramente en la lejanía arenosa Cerca de este monumento de transición fue donde se des cubrió la famosa tumba de Perneb; más de cuatrocientas millas al norte del valle rocoso de Tebas, donde duerme Tut-Ankh-Amon. Nuevamente me obligó a guardar silencio una sensación de auténtico pavor. La contemplación de semejante antigüedad, y los secretos que todos estos venerables monumentos parecían contener y cobijar me llenaban de un respeto y un sentimiento de inmensidad que jamás me había inspirado cosa alguna.

Cansados por nuestro ascenso, y hartos de los fastidio­sos beduinos, cuyo comportamiento parecía desafiar todas las reglas del buen gusto, prescindimos del arduo porme­nor de entrar en los angostos pasadizos interiores de las pirámides, aunque vimos a varios de los turistas mas atrevidos disponiéndose a meterse a rastras en el sofocante interior del más imponente monumento de Cheops. Cuan­do despedimos y pagamos sobradamente a nuestra escolta local y regresamos a El Cairo con Abdul Reis bajo el sol de la tarde, casi lamentamos no haber entrado también. Se murmuraban cosas fascinantes acerca de pasadizos in­feriores de la pirámide que no venían en las guías; pasa­dizos cuyas entradas habían sido condenadas apresurada­mente con bloques de piedra y ocultadas por ciertos arqueólogos poco comunicativos, quienes las habían des­cubierto y empezado a explorar.

Naturalmente, tales rumores carecían de fundamento en su mayor parte, pero era curioso observar cuán per­sistentemente se prohibía a los visitantes entrar en las pirámides por la noche, así como visitar las madrigueras más bajas y la cripta de la gran pirámide. Quizá en este último caso era el efecto psicológico lo que se temía: el efecto que puede producir en el visitante sentirse encajonado bajo un mundo gigantesco de sólida albañilería, comunicado con la vida conocida a través de ese único pasadizo que sólo le es posible recorrer a rastras, y que cualquier accidente o contratiempo podría obstruir. Todo ello nos parecía tan misterioso y seductor, que decidimos hacer otra visita a la meseta de las pirámides en la prime­ra ocasión que tuviéramos. Por lo que a mí respecta, dicha ocasión se presentó mucho antes de lo que esperaba.

Aquella noche, los miembros de nuestro grupo se en­contraban algo cansados después del agotador programa del día, así que fui solo con Abdul Reis a dar una vuelta por la pintoresca parte árabe. Aunque ya la había visitado de día, quería conocer los callejones y los bazares en el crepúsculo, cuando las ricas sombras y los destellos dora­dos aumentarían su encanto y su fantástica ilusión. Las multitudes de nativos se iban dispersando, aunque seguían siendo muy bulliciosas y numerosas cuando nos tropeza­mos con un grupo de beduinos juerguistas en el Suken­ Nahhasin o mercado de los caldereros. El que parecía ser el jefe, un joven descarado de facciones duras y fez insolentemente ladeado, se fijó en nosotros, y evidentemente reconoció, con no muchas muestras de simpatía, a mi competente pero arrogante y despectivo guía.

Quizá, pensé, le molestaba aquella reproducción de la semisonrisa de la Esfinge que yo mismo había observado a menudo con divertida irritación; o tal vez le desagra­daba la resonancia cavernosa y sepulcral de la voz de Ab­dul. En cualquier caso, el intercambio de palabras ances­tralmente ofensivas se hizo muy enérgico; y poco después Ah Ziz, como oí que el guía llamaba al desconocido cuan­do no le daba otro nombre peor, agarró violentamente a Abdul por la ropa, acción que se vio rápidamente co­rrespondida y que originó una animada pelea en la que ambos combatientes perdieron sus sacrosantos tocados, y habrían llegado a un estado aún más lamentable de no haber mediado yo separándoles a viva fuerza.

Mí intercesión, que al principio pareció inoportuna a ambas partes, logró finalmente establecer una tregua. Apla­caron su ira los dos contendientes, se ordenaron la ropa con gesto hosco y, adoptando un aire de dignidad tan profundo como repentino, formularon un curioso pacto de honor que no tardé en enterarme de que era costum­bre muy antigua en El Cairo: un acuerdo para zanjar sus diferencias mediante una pelea a puñetazos en lo alto de la gran pirámide, a la luz de la luna, cuando se hubiera marchado el último turista. Cada uno de los duelistas debía reunir un grupo de padrinos, y el lance debía em­pezar a las doce de la noche, prosiguiendo en asaltos, de la manera más civilizada posible.

Había en todo este plan muchas cosas que excitaron mi interés. La misma lucha prometía ser única y espec­tacular, en tanto que la idea del escenario, lo más alto de aquella venerable mole dominando la meseta antedi­luviana de Gizeh bajo una luna menguante, en las pri­meras horas de la madrugada, pulsaba todas las fibras de mi imaginación. Cuando le pedí a Abdul que me per­mitiese asistir, se mostró sumamente dispuesto a admi­tirme entre sus padrinos; así que dediqué el resto de la tarde a acompañarle a diversos antros de las zonas más ingobernables de la ciudad — en su mayor parte al norte del Ezbekiyeh—, hasta que reunió, uno a uno, a una se­lecta y formidable banda de sujetos sanguinarios como seguidores suyos en el combate pugilístico.

Poco después de las nueve, nuestro grupo, montado en asnos que tenían nombres reales o de reminiscencias turísticas tales como «Ramsés», «Mark Twain», «J. P. Morgan» y «Minnehaha», emprendió la marcha por el laberinto de calles orientales y occidentales, cruzó el Nilo, embarrado y poblado de mástiles, por el puente de los leones de bronce, y cruzó al trote filosóficamente por entre los lebbakhs, camino de Gizeh. Tardamos algo más de dos horas en hacer ese trayecto, y hacia el final nos cruzamos con los últimos turistas que regresaban, saludamos al úl­timo tranvía que iba de vuelta y nos quedamos a solas con la noche y el pasado y la luna espectral.

Luego, al final de la avenida, vimos las pirámides in­mensas y fantasmales, dotadas de una oscura amenaza atávica que no había notado a la luz del día. Hasta la más pequeña tenía un aspecto horrible.., porque, ¿acaso no era en ella en donde había sido enterrada viva la reina Nitocris de la VI dinastía, la astuta reina Nitocris que invitó una vez a sus enemigos a un festín, en un templo situado bajo el Nilo, y los ahogó a todos abriendo las compuertas? Recordé que los árabes murmuraban ciertas historias sobre la reina Nitocris, y evitaban acercarse a la tercera pirámide en determinadas fases de la luna. Sin duda pensaba en ella Thomas Moore cuando escribió algo sobre lo que murmuraban los barqueros de Memfis:

Ninfa subterránea que habita

Entre las gemas sin sol y las glorias ocultas:

¡Señora de la Pirámide!

Aunque aún era pronto, Alí Ziz y su grupo se nos ha­bían adelantado, ya que vimos sus asnos recostados con­tra la meseta del desierto, en Kafrel-Haram, mísero po­blado próximo a la Esfinge, hacia donde nos dirigíamos en lugar de seguir la carretera normal que iba al Mena Honre, ya que podía vernos algún adormilado policía y detenernos. Aquí, donde los mugrientos beduinos guar­daban sus camellos y sus asnos en las tumbas de los cor­tesanos de Kefrén, emprendimos la subida por las rocas y la arena hasta la gran pirámide, por cuyas caras erosio­nadas empezaban ya los árabes a trepar ansiosamente, y Abdul Reis me ofreció una ayuda que no necesitaba.

Como saben casi todos los viajeros, el vértice de esta construcción ha desaparecido por la erosión hace mucho tiempo, dejando una plataforma razonablemente llana, de unas doce yardas cuadradas. En este misterioso pináculo se formó un círculo, y pocos momentos después la sardó­nica luna del desierto contempló una lucha que, de no ser por la calidad de los gritos de los espectadores, podía haber tenido lugar en algún pequeño gimnasio americano. Mientras la observaba, comprendí que no faltaban algu­nas de nuestras instituciones menos deseables, pues a cada golpe, amago y defensa delataba «simulación» a mis ojos no del todo inexpertos. Concluyó en seguida; y a pesar de mis dudas en lo que se refiere a los métodos, sentí una especie de orgullo de propietario cuando Abdul Reis fue proclamado vencedor.

La reconciliación fue asombrosamente rápida; y en medio de las canciones de confraternización y las bebidas que siguieron, resultaba difícil recordar que había tenido lugar una pelea. Extrañamente, parecía ser yo el centro de atención, más que los propios antagonistas; y con mis ligeros conocimientos de árabe, entendí que hablaban de mis proezas profesionales y de mi facilidad para evadirme de toda clase de cadenas y encierros de una forma que indicaba no sólo un conocimiento sorprendente de quien era yo, sino una clara hostilidad y escepticismo acerca de mis hazañas escapistas. Poco a poco me fui dando cuenta de que la magia antigua de Egipto no había desaparecido por completo, y que subsistían restos de un saber extraño y secreto, así como de prácticas sacerdotales de cultos que habían pervivido subrepticiamente entre los fellaheen, hasta el extremo de juzgar molesta y ponerse en duda la proeza de un hahwi o mago desconocido. Pensé en lo mucho que se parecía mi guía de cavernosa voz, Abdul Reis, a un egipcio antiguo o faraón, o a la Esfinge sonriente..., y reflexioné.

De repente sucedió algo qué corroboró al punto lo acertadas que eran mis reflexiones, y me hizo maldecir la torpeza con que había aceptado los acontecimientos de esa noche como algo distinto de la solapada y perversa maquinación que ahora revelaban ser. Sin previo aviso, y en respuesta, evidentemente, a alguna seña disimulada de Abdul, la banda entera de beduinos se precipitó sobre mi; y sacando una gruesa cuerda, me ataron sólidamente como jamás nadie me había atado en toda mi vida, tanto en el escenario como fuera de él.

Al principio me resistí, pero pronto me di cuenta de que un hombre no puede hacer nada contra un hato de más de veinte curtidos bárbaros. Tenía las manos atadas a la espalda, las rodillas dobladas al máximo y las muñe­cas y los tobillos sólidamente unidos mediante cuerdas irrompibles. Me embutieron en la boca una mordaza so­focante, y me vendaron apretadamente los ojos. Luego, cuando los árabes me cargaron a hombros e iniciaron el zarandeante descenso de la pirámide, oí las risas de mí antiguo guía Abdul, que se burlaba y se mofaba con re­gocijo con su voz cavernosa, y me aseguraba que no tar­daría en someter mis «poderes mágicos» a una suprema prueba que borraría en un momento toda la vanidad que me habían infundido mis triunfos en América y Europa. Egipto, me recordó, es muy viejo, y está lleno de misterios recónditos y poderes antiguos, inimaginables incluso para los expertos de hoy día, cuyo ingenio había fracasado invariablemente en retenerme apresado. No sé durante cuanto tiempo ni en qué dirección me transportaron, ya que mi situación me impedía formarme una idea siquiera aproximada. Sin embargo, sé que no pudimos recorrer una gran distancia, dado que los que me llevaban no apresuraron el paso en ningún momento, y no tardamos mucho. Es esta asombrosa brevedad lo que casi me produce escalofríos, cada vez que pienso en Gi­zeh y su meseta..., por la proximidad que supone entre el recorrido que hacen a diario los turistas y lo que exis­tía entonces, y aún debe de existir.

La maligna anormalidad de que hablo no se puso de manifiesto al principio. Depositándome sobre una super­ficie que me pareció más de arena que de roca, mis se­cuestradores me pasaron una cuerda alrededor del pecho y me arrastraron unos cuantos pies, hasta una abertura dentada que había en el suelo, por la que me descolgaron a continuación sin muchos miramientos. Durante un tiem­po que me pareció una eternidad, descendí chocando con­tra las rocosas paredes irregulares de un estrecho pozo que, según supuse, sería uno de los numerosos fosos fune­rarios de la meseta, hasta unas profundidades prodigiosas y casi increíbles, que hacían imposible todo cálculo.

El horror de la experiencia era más intenso a cada se­gundo que transcurría. La idea de que un descenso a tra­vés de la sólida roca pudiera ser tan enorme sin alcanzar el centro mismo del planeta, o de que una cuerda con­feccionada por el hombre fuese tan larga como para descolgarme a esa profundidad incalculable de la tierra, era tan espantosa, que me resultaba más fácil dudar de mis sentidos trastornados que aceptarla como un hecho. Aún sigo dudando hoy, pues sé lo engañoso que se vuelve el sentido del tiempo cuando le transportan a uno o le so­meten a una tensión nerviosa. Pero estoy completamente seguro de que conservaba una conciencia lógica; de que al menos no añadí ningún fantasma de la imaginación a un cuadro bastante horrendo en su realidad, y explicable por un tipo de ilusión cerebral muy distinto de la autén­tica alucinación.

No fue todo esto la causa de mi primer amago de des­vanecimiento. La prueba espantosa era acumulativa, y el principio de los terrores posteriores fue el aumento cla­ramente perceptible del ritmo del descenso. Ahora iban lascando aquella cuerda infinitamente larga muy deprisa, y me arañaba cruelmente en las ásperas y angostas pare­des del foso mientras descendía a una velocidad de locu­ra. Tenía la ropa hecha jirones, y sentía correr la sangre por todo el cuerpo, por encima del dolor creciente y atroz.

Asimismo, mi olfato captó una amenaza apenas definida: un olor cada vez más perceptible a humedad y a rancio, extrañamente distinto de cuantos olores conocía, y que contenía un tenue componente de especias e incienso que le confería un matiz burlesco.

Luego sobrevino el cataclismo mental. Fue espantoso; más espantoso que cuanto pueda describir cualquier len­gua articulada, porque ocurrió en el alma, sin detalle al­guno que se pueda describir. Fue el éxtasis de la pesadilla y la quintaesencia de lo demoníaco. La forma súbita en que se desencadené fue apocalíptica e infernal: me iba su­mergiendo agónicamente en aquel pozo estrecho y den­tado que me torturaba, cuando, de repente, sentí que flo­taba con membranosas alas en los abismos infernales; que me balanceaba y descendía a través de incontables millas de espacio infinito y mohoso; que me elevaba vertigino­samente a inconmensurables pináculos de éter frío, y que buceaba luego, boqueando en los nadires de vacíos nau­seabundos y voraces de las regiones inferiores... ¡Doy gracias a Dios por su misericordia al sumir en el olvido esas Furias desgarradoras de la conciencia que medio des­quiciaron mis facultades y me despedazaron el espíritu como arpías! Ese respiro, aunque breve, me dio la fuerza y la cordura suficientes para soportar sublimaciones aún mayores del terror que acechaban y farfullaban en el ca­mino que todavía me quedaba por recorrer.



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Sueños del Soñador de Providence