I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

viernes, 11 de julio de 2008

HERBERT WEST, EL REANIMADOR 1921 (2a parte)

SEIS DISPAROS A LA LUZ DE LA LUNA


No es corriente descargar los seis tiros de un revólver con toda precipitación, cuando uno solo habría sido sin duda suficiente; pero hubo muchas cosas en la vida de Herbert West que no eran corrientes. No es habitual, por ejemplo, que un médico recién salido de la universidad se vea obligado a ocultar los motivos que le impulsan a elegir determinada casa y consulta; sin embargo, ese fue el caso de Herbert West. Cuando obtuvimos él y yo el título de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, y tratamos de paliar nuestra penuria instalándonos como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en ocultar que habíamos elegido nuestra casa por su aislamiento y su proximidad al cementerio.

Un deseo de soledad de esta naturaleza rara vez carece de motivos; y como es natural, nosotros los teníamos también. Nuestras necesidades se debían a un trabajo claramente impopular. Externamente éramos médicos tan solo; pero por debajo de esa superficie había objetivos de una importancia mucho más grande y terrible, ya que lo esencial en la vida de Herbert West era la búsqueda en las negras y prohibidas regiones de lo desconocido, en las que esperaba descubrir el secreto de la vida, y de devolver la animación perpetua al barro frío del cementerio. Una búsqueda de ese género requiere extraños materiales, entre ellos, cadáveres humanos recientes; y para mantenerse abastecido de tales elementos indispensables, uno debe vivir discretamente, y no muy lejos de un lugar de enterramientos anónimos.

West y yo nos habíamos conocido en la universidad, y fui el único que simpatizó con sus espantosos experimentos. Gradualmente me había convertido en su ayudante inesperado, y ahora que abandonábamos la Universidad teníamos que seguir juntos. No era fácil que dos doctores encontraran salida juntos; pero finalmente, por influencia de la universidad, se nos proporcionó una consulta en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, la sede universitaria. Las fábricas textiles de Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic, y sus operarios políglotas no han sido jamás pacientes gratos para los médicos de la localidad. Elegimos nuestra casa con el mayor cuidado, y adoptamos finalmente un edificio ruinoso, próximo al final de Pond Street, a cinco números de nuestro vecino más cercano. Y separada del cementerio tan sólo por una extensión de pradera cortada por una estrecha franja de espeso bosque que hay al norte. Dicha distancia era mayor de lo que hubiéramos deseado; pero no encontramos una casa más cerca, a menos que nos hubiésemos instalado en el otro lado del prado, lo que quedaba muy retirado del distrito industrial. Pero no estábamos demasiado descontentos ya que no teníamos vecinos, entre nosotros y nuestra siniestra fuente de abastecimiento. El camino era algo largo, pero podíamos transportar nuestros mudos ejemplares sin que nadie nos molestase.

Nuestro trabajo fue sorprendentemente abundante desde el principio mismo... lo bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los jóvenes doctores, y lo bastante abundante para resultar un aburrimiento y una pesadez para aquellos estudiosos cuyo verdadero interés residía en otra cosa. Los trabajadores de las fabricas eran de inclinación algo turbulentas; así que además de sus numerosas necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes, cuchilladas y pendencias nos daban mucho trabajo. Pero lo que verdaderamente acaparaba nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos instalado en el sótano: un laboratorio con su mesa larga bajo las luces eléctricas donde, en las primeras horas de la madrugada, inyectábamos a menudo las diversas soluciones de West en las venas de los despojos que sacábamos de la fosa común. West experimentaba, febrilmente, tratando de encontrar algo que pusiese en marcha de nuevo los movimientos vitales, tras haberlos interrumpido ese fenómeno que llamamos muerte; pero chocaba con los más horrorosos obstáculos. La solución debía tener una composición especial según los distintos tipos: la que servia para los conejillos de Indias no valía para los seres humanos, y cada clase requería sensibles modificaciones.


Los cuerpos tenían que ser excepcionalmente frescos, dado que una ligera descomposición del tejido cerebral hacia imposible que la reanimación fuese perfecta. En efecto, el mayor problema estaba en conseguir cadáveres suficientemente frescos... West había tenido experiencias horribles durante sus investigaciones secretas en la universidad, con cadáveres de dudosa calidad. Las consecuencias de una animación parcial o imperfecta eran mucho más horrendas que los fracasos totales, y los dos teníamos recuerdos pavorosos de ese tipo de resultados. Desde nuestra primera sesión demoniaca en la granja deshabitada de Meadow Hill, Arkham, no habíamos dejado de sentir una secreta amenaza; y West, aunque en casi todos los sentidos era un autómata frío, científico, rubio y de ojos azules, confesaba a menudo, con un estremecimiento, que le parecía que era víctima de una furtiva persecución. Tenia la impresión de que le seguían; ilusión psíquica debida a sus nervios trastornados, y aumentada por el hecho innegablemente perturbador de que al menos uno de nuestros tres ejemplares reanimados aun seguía vivo: se trataba de un ser espantoso y carnívoro, el cual permanecía encerrado en una celda acolchada de Sefton. Había otro, además el primero, cuyo exacto destino nunca llegamos a saber.

Tuvimos bastante suerte con los ejemplares de Bolton; mucha más que con los de Arkham. Aún no hacia una semana que estábamos instalados, cuando nos apoderamos de una víctima de accidente la misma noche de su entierro, y conseguimos que abriese los ojos con una expresión asombrosamente lúcida, antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo... De haber tenido el cuerpo integro, quizá hubiéramos tenido mas suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero efectuamos tres ensayos más: uno fue un fracaso total; en otro, conseguimos un claro movimiento muscular; en cuanto al tercero, el resultado fue estremecedor: se levantó por sí solo y emitió un sonido gutural. Luego vino un periodo de mala suerte; descendió el número de entierros, y los que se efectuaban eran de ejemplares demasiado enfermos o mutilados para poderlos aprovechar nosotros. Seguíamos la pista a todas las defunciones y circunstancias en que estas ocurrían con un cuidado sistemático.

Una noche de marzo, sin embargo, conseguimos inesperadamente un ejemplar que no provenía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton, tenía prohibida la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener las lógicas consecuencias. Los combates mal dirigidos entre los obreros eran cosa corriente, y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de escasa categoría. Esa noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este tipo, evidentemente con desastrosas consecuencias, ya que vinieron a buscarnos dos polacos asustados, suplicándonos en un lenguaje casi incoherente que atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Les seguimos hasta un cobertizo abandonado, donde todavía quedaba un grupo de espectadores extranjeros, observando asustados un cuerpo negro que yacía exánime en el suelo.

En el combate se habían enfrentado Kid O'Brien  un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco irlandesa , y Buck Robinson, "EI Betún de Harlem". El negro había sido noqueado; y tras un breve exámen, nos dimos cuenta de que no se recuperaría. Era un ser repugnante, con pinta de gorila, unos brazos anormalmente largos que me parecían de manera inevitable patas anteriores, y una cara que irremediablemente hacía pensar en los secretos insondables del Congo las llamadas de tam-tam bajo una luna misteriosa. El cuerpo debió de tener peor aspecto en vida, pero el mundo contiene muchas fealdades. Aquella gente despreciable estaba asustada, ya que no sabia que podía exigirles la ley, si el caso llegaba a conocerse; y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar de mis involuntarios estremecimientos; se ofreció a librarles del cuerpo en secreto... puesto que conocía muy bien sus intenciones.

Había una luna resplandeciente sobre el paisaje sin nieve; pero vestimos el cadáver, y lo llevamos a casa entre los dos por las calles desiertas y el campo, del mismo modo que transportamos un cadáver parecido una horrible noche en Arkham. Nos dirigimos a casa por el campo de atrás; entramos el ejemplar por la puerta trasera, lo bajamos al sótano, y lo preparamos para nuestro experimento habitual. Nuestro miedo a la policía era absurdamente considerable, aunque habíamos calculado nuestro recorrido de forma que no nos tropezamos con el guardia que hacía ronda por aquel distrito.

El resultado fue enojosamente decepcionante. Con su aspecto horrendo, nuestra presa fue totalmente insensible a todas las soluciones que inyectamos en su negro brazo. De modo que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer, hicimos lo mismo que con los demás: lo llevamos a rastras por el prado hasta la franja de bosque próxima al cementerio de enterramientos anónimos, y lo enterramos allí en la mejor sepultura que la helada tierra nos permitió. La fosa no era demasiado honda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel que se había levantado y había proferido un grito. A la luz de nuestras linternas oscuras, lo cubrimos cuidadosamente con hojas y ramas secas, seguros de que la policía no lo descubriría jamás en un bosque tan oscuro y espeso.

Al día siguiente, me sentí alarmado, ya que un paciente me trajo la noticia de que se sospechaba que habían celebrado un combate, y que había muerto alguien. West tenia otro motivo de preocupación: por la tarde le habían llamado para que atendiese un caso que acabo de forma amenazadora. Una italiana se había puesto histérica porque se le había extraviado el hijo, un chiquillo de cinco años, que había desaparecido por la mañana y no había vuelto para comer-, y presentaba síntomas sumamente alarmantes dado que padecía del corazón. Era un histerismo estúpido, ya que el chico se había escapado más de una vez; pero los campesinos italianos son extraordinariamente supersticiosos, y esta mujer parecía tan angustiada por los presagios como por los hechos. Hacia las siete de la tarde la mujer falleció, y su frenético marido armó un escándalo espantoso, empeñado en matar a West, a quien culpaba furiosamente de no haberle salvado la vida. Los amigos le sujetaron cuando le vieron sacar un cuchillo; pero West se marchó en medio de inhumanos alaridos, maldiciones y juramentos de venganza. En su ultimo dolor, el hombre parecía haberse olvidado de su hijo, que aún no había regresado, entrada ya la noche. Se habló de buscarle en el bosque; pero la mayoría de los amigos de la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante marido. Total, la tensión nerviosa a que se vio sometido West fue sin duda tremenda. El pensar en la policía y en el italiano loco le agobiaba tremendamente.

Nos retiramos a descansar alrededor de las once, pero yo no dormí bien. Bolton contaba con un cuerpo de policías sorprendentemente eficaz pese a ser un pueblo pequeño; y yo no paraba de pensar en el escándalo que se provocaría si llegaba a descubrir lo ocurrido la noche anterior. Podía significar el fin de nuestro trabajo en la localidad... y quizá la cárcel para los dos. Me inquietaban los rumores que corrían acerca del combate de boxeo. Pasadas las tres, el resplandor de la luna me dio en los ojos; pero me volví sin levantarme a cerrar su persiana. Luego sonaron unos golpes enérgicos en la puerta de atrás.

Permanecí inmóvil, algo aturdido; poco después oí a West llamar a mi puerta. Estaba en bata y zapatillas, y tenía en las manos un revólver y una linterna eléctrica. Al ver el revólver, comprendí que pensaba más en el enajenado italiano que en la policía.

Será mejor que bajemos los dos susurró. No estaría bien no contestar; quizá sea un paciente... sería muy propio de uno de esos idiotas llamar por la puerta de atrás.

Así que bajamos los dos sigilosamente, con un temor en parte justificado, y en parte debido sólo al misterio de las primeras horas le la madrugada. Volvieron a llamar, un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, corrí el cerrojo cautelosamente y abrí de par en par; y al revelarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante. West hizo algo muy extraño. A pesar del evidente peligro de atraer sobre nuestras cabezas la temida investigación policial  cosa que felizmente evitamos por el relativo aislamiento de nuestra casa , mi amigo, súbita, excitada e innecesariamente, vació las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante.

Porque no se trataba del italiano ni del policía. Recortándose horrendamente contra la luna espectral, había un ser gigantesco y deforme, inconcebible salvo en las pesadillas; una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas, cubierta de hojas y ramas y barro; sucia de sangre coagulada, la cual mostraba entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca como la nieve, que terminaba en una mano diminuta.

EL GRITO DEL MUERTO

El grito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia el doctor Herbert West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida en común. Es natural que una cosa como el grito de un muerto produzca horror, ya que, evidentemente, no se trata de un suceso agradable ni ordinario. Pero yo estaba acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectó en esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue el muerto lo que me asustó.

Herbert West, de quien era yo compañero y ayudante, poseía intereses científicos muy alejados de la rutina habitual de un médico de pueblo. Esa era la razón por la que, al establecer su consulta en Bolton, había elegido una casa próxima al cementerio. Dicho brevemente y sin paliativos, el único interés absorbente de West consistía en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su culminación, encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución estimulante. Para llevar a cabo estos macabros experimentos era preciso estar constantemente abastecidos de cadáveres humanos muy frescos; porque aún la más mínima descomposición daña la estructura del cerebro; y humanos, y descubrimos que el preparado necesitaba una composición específica, según los diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para tratarlos, pero este camino no nos llevó a ninguna parte. West nunca había conseguido plenamente su objetivo porque nunca había podido disponer de un cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muy poco antes; cuerpos con todas las células intactas, capaces de recibir nuevamente el impulso hacia esa forma de movimiento llamado vida. Había esperanzas de volver perpetua esta segunda vida artificial mediante repetidas inyecciones; pero habíamos averiguado que una vida natural ordinaria no respondía a la acción. Para infundir movimiento artificial, debía quedar extinguida la vida nocturna: los ejemplares debían ser muy frescos, pero estar auténticamente muertos.

Habíamos empezado West y yo la pavorosa investigación siendo estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, profundamente convencidos desde un principio del carácter absolutamente mecanicista de la vida. Eso fue siete años antes; sin embargo, él no parecía haber envejecido ni un día: era bajo, rubio de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a veces había algún destello en sus fríos ojos azules que delataba el duro y creciente fanatismo de su carácter, efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras experiencias habían sido a menudo espantosas en extremo, debidas a una reanimación defectuosa, al galvanizar aquellos grumos de barro de cementerio en un movimiento morboso, insensato y anormal, merced a diversas modificaciones de la solución vital.

Uno de los ejemplares había proferido un alarido escalofriante; otro, se había levantado, violentamente, nos había derribado dejándonos inconscientes, y había huido enloquecido, antes de que lograran cogerle y encerrarlo tras los barrotes del manicomio; y un tercero, una monstruosidad nauseabunda y africana, había surgido de su poco profunda sepultura y había cometido una atrocidad... West había tenido que matarlo a tiros. No podíamos conseguir cadáveres lo bastante frescos como para que manifestasen algún vestigio de inteligencia al ser reanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores indecibles. Era inquietante, pensar que uno de nuestros monstruos, o quizá dos, aun vivían... tal pensamiento nos estuvo atormentando de manera vaga, hasta que finalmente West desapareció en circunstancias espantosas.

Pero en la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa de Bolton, nuestros temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguir ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ávido que yo, de forma que casi me parecía que miraba con codicia el físico de cualquier persona viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suerte en lo que a ejemplares se refiere. Yo me había ido a Illinois a hacerle una larga visita a mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singular euforia. Me dijo excitado que casi con toda probabilidad había resuelto el problema de la frescura de los cadáveres abordándolo desde un ángulo enteramente distinto: el de la preservación artificial. Yo sabía que trabajaba en un preparado nuevo sumamente original, así que no me sorprendió que hubiera dado resultado; pero hasta que me hubo explicado los detalles, me tuvo un poco perplejo sobre cómo podía ayudarnos dicho preparado en nuestro trabajo, ya que el enojoso deterioro de los ejemplares se debía ante todo al tiempo transcurrido hasta que caían en nuestras manos. Esto lo había visto claramente West, según me daba cuenta ahora, al crear un compuesto embalsamador para uso futuro, más que inmediato, por si el destino le proporcionaba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos había ocurrido años antes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo. Por último, el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta ocasión conseguimos tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya corrupción no había tenido posibilidad de empezar aun. West no se atrevía a predecir que sucedería en el momento de la reanimación, ni si podíamos esperar una revivificación de la mente y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestros estudios, por lo que había conservado este nuevo cuerpo hasta mi regreso, a fin de que compartiésemos los dos el resultado de la forma acostumbrada.

West me contó cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre vigoroso; un extranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se dirigía a las Fabricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos. Había dado un largo paseo por el pueblo, y al detenerse en nuestra casa a preguntar el camino de las fábricas, había sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un cordial, y cayo súbitamente muerto, un momento después. Como era de esperar, el cadáver le pareció a West como llovido del cielo. En su breve conversación, el forastero le había explicado que no conocía a nadie en Bolton; y tras registrarle los bolsillos después, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familia que pudiera hacer averiguaciones sobre su desaparición. Si no conseguía devolverlo a la vida, nadie se enteraría de nuestro experimento. Solíamos enterrar los despojos en una espesa franja de bosque que había entre nuestra casa y el cementerio de enterramientos anónimos. En cambio, si teníamos éxito, nuestra fama quedaría brillante y perpetuamente establecida. De modo que West había inyectado sin demora, en la muñeca del cadáver, el preparado que le mantendría fresco hasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, que a mi juicio haría peligrar el éxito de nuestro experimento, no parecía preocupar demasiado a West. Esperaba conseguir al fin lo que no había logrado hasta ahora: reavivar la chispa de la razón y devolverle la vida, quizá, a una criatura normal.

De modo que la noche del 18 de julio de 1910; Herbert West y yo nos encontrábamos en el laboratorio del sótano, contemplando la figura blanca e inmóvil bajo la luz cegadora de la lámpara. El compuesto embalsamador había dado un resultado extraordinariamente positivo; pues al comprobar fascinado el cuerpo robusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, pedí a West que me diese garantías de que estaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto, recordándome que jamás administrábamos la solución reanimadora sin una serie de pruebas minuciosas para comprobar que no había vida; ya que en caso de subsistir el menor vestigio de vitalidad original no tendría ningún efecto. Cuando West se puso a hacer todos los preparativos, me quedé impresionado ante la enorme complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiar el trabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde había pinchado para inyectarle el compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neutralizaría el compuesto y liberaría los sistemas sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la solución reanimadora pudiese actuar libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se observó un cambio, y un leve temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre la cara espasmódica una especie de almohada, la apretó violentamente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente inmóvil y listo para nuestro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta se dedicó ahora a efectuar unas cuantas pruebas finales y someras para comprobar la absoluta carencia de vida, se aparto satisfecho y, finalmente inyectó en el brazo izquierdo una dosis meticulosamente medida del elixir vital, preparado durante la tarde con más minuciosidad que nunca, desde nuestros tiempos universitarios, en que nuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es posible describir la tremenda e intensa incertidumbre con que esperamos los resultados de este primer ejemplar auténticamente fresco: el primero del que podíamos esperar razonablemente que abriese los labios y nos contase quizá, con voz inteligente, lo que había visto al otro lado del insondable abismo.

West era materialista, no creía en el alma, y atribuía toda función de la conciencia a fenómenos corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna revelación sobre espantosos secretos de abismos y cavernas más allá de la barrera de la muerte. Yo no disentía completamente de su teoría, aunque conservaba vagos e instintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores; de modo que no podía dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible expectación. Además... no podía borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que oímos la noche en que intentamos nuestro primer experimento en la deshabitada granja de Arkham.

Había transcurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba a ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían adquirido un levísimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente, curiosamente amplia y arenosa. West, que tenía la mano puesta en el pulso de la muñeca izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente; y casi de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca del cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos; y a continuación una respiración audible y un movimiento visible del pecho. Observe los párpados cerrados, y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavía sin inteligencia, ni siquiera curiosidad.

Movido por una fantástica ocurrencia, susurre unas preguntas en la oreja cada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo aun podía estar presente. Era el terror lo que las extraía de mi mente; pero creo que la última que repetí, fue: "¿Dónde has estado?". Aún no sé si me contestó o no, ya que no brotó ningún sonido de su bien formada boca; lo que sí recuerdo es que en aquel instante creí firmemente que los labios delgados se movieron ligeramente, formando sílabas que yo habría vocalizado como "sólo ahora", si la frase hubiese tenido sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel instante me sentí lleno de alegría, convencido de que habíamos alcanzado el gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado había pronunciado palabras movido claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda de que la solución había cumplido cabalmente su función, al menos de manera transitoria, devolviéndole al muerto una vida racional y articulada... Pero con ese triunfo me invadió el más grande de los terrores... no a causa del ser que había hablado, sino por la acción que había presenciado, y por el hombre a quien me unían las vicisitudes profesionales.

Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente de forma aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última escena en la tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito, se desplomo en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo volver, profiriendo un grito que resonara eternamente en mi cerebro atormentado:

- ¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio pelirrojo... aparta esa condenada aguja!

EL HORROR DE LAS SOMBRAS


Muchos hombres han contado cosas espantosas, no referidas en letra impresa, que sucedieron en los campos de batalla durante la Gran Guerra. Algunas de estas cosas me han hecho palidecer; otras, me han producido unas nauseas incontenibles, mientras que otras me han hecho temblar y volver la mirada hacia atrás en la oscuridad; sin embargo, creo que puedo relatar la peor de todas: el espantoso, antinatural e increíble horror de las sombras.

En 1915 estaba yo como médico con el grado de teniente en un regimiento canadiense en Flandes, siendo uno de los numerosos americanos que se adelantaron al gobierno mismo en la gigante contienda. No había ingresado en el ejército por iniciativa propia, sino más bien como consecuencia natural de haberse alistado el hombre de quien era yo ayudante indispensable: el celebre cirujano de Bolton, doctor Herbert West. El doctor West se había mostrado siempre deseoso de poder prestar servicio como cirujano en una gran guerra; y cuando dicha posibilidad se presentó, me arrastró consigo en contra de mi voluntad. Había motivos por los que yo me hubiera alegrado de que la guerra nos separase; motivos por los que encontraba la práctica de la medicina y la compañía de West cada vez más irritante; pero cuando se marchó a Ottawa, y consiguió por medio de la influencia de un colega una plaza de comandante médico, no me pude resistir a la autoritaria insistencia de aquel hombre decidido a que le acompañase en mi calidad habitual.

Cuando digo que el doctor West estuvo siempre ansioso de poder servir en el campo de batalla no me refiero a que fuese guerrero por naturaleza ni que anhelase salvar la civilización. Siempre había sido una fría maquina intelectual; flaco, rubio, de ojos azules y con gafas; creo que se reía secretamente de mis ocasionales entusiasmos marciales y de mis criticas a la indolente neutralidad. Sin embargo, había algo en la devastada Flandes que él quería; y a fin de conseguirlo, tuvo que adoptar aspecto militar. Lo que pretendía no era lo que pretenden muchas personas, sino algo relacionado con la rama particular de la ciencia médica que él había logrado practicar de forma completamente clandestina y en la cual había conseguido resultados asombrosos y, de vez en cuando, horrendos. Lo que quería no era otra cosa, en realidad, que abundante provisión de muertos recientes, en todos los estados de desmembramiento.

Herbert West necesitaba cadáveres frescos porque el trabajo de su vida era la reanimación de los muertos. Este trabajo no era conocido por la distinguida clientela que había hecho crecer rápidamente su fama, a su llegada a Boston; en cambio yo lo conocía demasiado bien, ya que era su mas íntimo amigo y ayudante desde nuestros tiempos de la Facultad de Medicina, en la Universidad Miskatonic de Arkham. Fue en aquellos tiempos de la universidad cuando inició sus terribles experimentos, primero con pequeños animales y luego con cadáveres humanos conseguidos de manera horrenda. Había obtenido una solución que inyectaba en las venas de los muertos; y si eran bastante frescos, reaccionaban de maneras extrañas. Había tenido muchos problemas para descubrir la fórmula adecuada, pues cada tipo de organismo necesitaba un estímulo especialmente apto para él. El terror le dominaba, cada vez que pensaba en los fracasos parciales: seres atroces, resultado de soluciones imperfectas o de cuerpos insuficientemente frescos. Cierto número de estos fracasos habían seguido con vida - uno de ellos se encontraba en un manicomio, mientras que otros habían desaparecido- ; y como él pensaba en las eventualidades imaginables, aunque prácticamente imposibles, se estremecía a menudo, debajo de su aparente impasibilidad habitual.

West se había dado cuenta muy pronto de que el requisito fundamental para que los ejemplares sirviesen era su frescura, así que había recurrido al procedimiento espantoso y abominable de robar cadáveres. En la universidad, y cuando empezamos a ejercer en el pueblo industrial de Bolton, mi actitud respecto a él había sido de fascinada admiración; pero a medida que sus procedimientos se hacían mas osados, un solapado terror se fue apoderando de mí. No me gustaba la forma en que miraba a las personas vivas de aspecto saludable; luego, ocurrió aquella escena de pesadilla en el laboratorio del sótano, cuando me enteré de que cierto ejemplar aún estaba vivo cuando West se había apoderado de él. Fue la primera vez que había podido revivir la función del pensamiento racional en un cadáver; y este éxito, conseguido a costa de semejante abominación, le había endurecido por completo.

No me atrevo a hablar de sus métodos durante los cinco años siguientes. Seguí a su lado por puro miedo, y presencié escenas que la lengua humana no podría repetir. Gradualmenté, llegue a darme cuenta de que el propio Herbert West era más horrible que todo lo que hacía... fue entonces cuando comprendí claramente que su celo científico por prolongar la vida en otro tiempo normal había degenerado sutilmente en una curiosidad meramente morbosa y macabra y en una secreta complacencia en la visión de los cadáveres. Su interés se convirtió en perversa afición por lo repugnante y lo diabólicamente anormal; se recreaba con tranquilidad en monstruosidades artificiales ante las que cualquier persona en su sano juicio caería desvanecida de repugnancia y de horror; detrás de su pálido intelectualismo, se convirtió en un exigente Baudelaire del experimento físico, en un lánguido Heliogábalo de las tumbas.

Afrontaba imperturbable los peligros y cometía crímenes con impasibilidad. Creo que el momento crítico llegó al comprobar que podía restituir la vida racional, y buscó nuevos ámbitos que conquistar experimentando en la reanimación de partes seccionadas de los cuerpos. Tenía ideas extravagantes y originales sobre las propiedades vitales independientes de las células orgánicas y los tejidos nerviosos separados de sus sistemas psíquicos naturales; y obtuvo ciertos resultados espantosos preliminares en forma de tejidos imperecederos, alimentados artificialmente a partir de huevos semi-incubados de un reptil tropical indescriptible. Había dos cuestiones biológicas que ansiaba terriblemente establecer: primero, si podía darse algún tipo de conciencia o actividad racional sin cerebro, en la médula espinal y en los diversos centros nerviosos; y segundo, si existía alguna clase de relación etérea, intangible, distinta de las células materiales, que uniese las partes quirúrgicamente separadas que previamente habían constituido un solo organismo vivo. Todo este trabajo científico requería una prodigiosa provisión de carne humana recién muerta... y esa fue la razón por la que Herbert West participó en la Gran Guerra.

El horrendo y abominable suceso ocurrió una medianoche, a finales de marzo de 1915, en un hospital de campaña detrás de las líneas de St. Eloi. Aún ahora me pregunto si no fue meramente la diabólica ficción de un delirio. West se había montado un laboratorio particular en el lado este del edificio que se le había asignado provisionalmente, alegando que deseaba poner en práctica nuevos y radicales métodos para el tratamiento de los casos de mutilación hasta ahora desesperados. Allí trabajaba como un carnicero, en medio de su sanguinolenta mercancía. Jamás lleguá a acostumbrarme a la ligereza con que él manejaba y clasificaba determinado material. A veces hacia verdaderas maravillas de cirugía en los soldados; pero sus principales satisfacciones eran de carácter menos público y filantrópico, y se vio obligado a dar muchas explicaciones acerca de ruidos extraños aún en medio de aquella babel de condenados, entre los que había frecuentes disparos de revólver... cosa corriente en un campo de batalla, aunque completamente inusitada en un hospital. Los ejemplares reanimados por el doctor West no reunían condiciones para recibir una larga existencia ni ser contemplados por un amplio número de espectadores. Además del humano, West utilizaba gran cantidad de tejido embrionario de reptiles que él cultivaba con resultados singulares. Era mejor que el material humano para conservar con vida los fragmentos privados de órganos, y esa era ahora la principal actividad de mi amigo. En un oscuro rincón del laboratorio; sobre un extraño mechero de incubación, tenía una gran cuba tapada, llena de esa sustancia celular de reptiles que se multiplicaba y crecía de forma borboteante y horrenda.

La noche de que hablo teníamos un ejemplar nuevo y espléndido: un hombre físicamente fuerte y a la vez de tan elevada inteligencia, que nos garantizaba un sistema nervioso sensible. Resultaba irónico; porque se trataba del oficial que había ayudado a que se le concediese a West su destino, y que ahora tenía que haber sido nuestro socio. Es más; en el pasado, había estudiado secretamente la teoría de la reanimación bajo la dirección de West. El comandante Sir Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., era el mejor cirujano de nuestra división, y había sido designado precipitadamente al sector de St. Eloi cuando llegaron al cuartel general noticias del recrudecimiento de la lucha. Efectuó el viaje en un avión pilotado por el intrépido teniente Ronald Hill, sólo para ser derribado precisamente en el punto de su destino. La caída fue tremenda y espectacular, Hill quedó irreconocible; en cuanto al gran cirujano, el accidente le secciono la cabeza casi por entero, aunque el resto del cuerpo estaba intacto. West se apoderó ansiosamente de aquel despojo inerte que había sido su amigo y compañero de estudios; me estremecí al verle terminar de separar la cabeza, colocarla en la diabólica cuba de pulposo tejido de reptiles con objeto de conservarla para futuros experimentos, y seguir manipulando el cuerpo decapitado sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, unió determinadas venas, arterias y nervios del cuello sin cabeza, y cerró la horrible abertura injertando piel de un ejemplar no identificado que había llevado uniforme de oficial. Yo sabía lo que pretendía: comprobar si este cuerpo sumamente organizado podía dar, sin cabeza, alguna señal de vida mental que había distinguido a sir Eric Moreland Clapman-Lee, estudioso en otro tiempo de la reanimación. Este tronco mudo era ahora requerido espantosamente a servir de ejemplo.

Aún puedo ver a Herbert West bajo la siniestra luz de la lámpara, inyectando la solución reanimadora en el brazo del cuerpo decapitado. No puedo describir la escena, me desmayaría si lo intentara, ya que era enloquecedora aquella habitación repleta de horribles objetos clasificados, con el suelo resbaladizo a causa de la sangre y otros desechos menos humanos que formaban un barro cuyo espesor llegaba casi hasta el tobillo, y aquellas horrendas anormalidades de reptiles salpicando, burbujeando y cociendo sobre el espectro azulenco y vacilante de llama, en un rincón de negras sombras.

El ejemplar, como West comentó repetidas veces, poseía un sistema nervioso espléndido. Esperaba mucho de él; y cuando empezó a manifestar leves movimientos de contracción, pude ver el interés febril reflejado en el rostro de: West. Creo que estaba preparado para presenciar la prueba de su cada vez más sólida opinión de que la conciencia, la razón y la personalidad pueden subsistir independientemente del cerebro... de que el hombre no posee un espíritu central conectivo, sino que es meramente una máquina de materia nerviosa en la que cada sección se encuentra más o menos completa en sí misma. En una triunfal demostración, West estaba a punto de relegar el misterio de la vida a la categoría de mito. El cuerpo ahora se contraía más vigorosamente; y bajo nuestros ojos ávidos, empezó a jadear de forma horrible. Agitó los brazos con desasosiego, alzó las piernas, y contrajo varios músculos en una especie de contorsión repulsiva. Luego, aquel despojo sin cabeza levantó los brazos en un gesto de inequívoca desesperación... de una desesperación inteligente, que bastaba para confirmar todas las teorías de Herbert West. Evidentemente, los nervios recordaban el último acto en vida del hombre: la lucha por librarse del avión que se iba a estrellar.

No sé exactamente, qué fue lo que siguió. Tal vez se trata sólo de una alucinación provocada por la impresión que sufrí en aquel instante al iniciarse el bombardeo alemán que destruyó el edificio... ¿quién sabe, ya que West y yo fuimos los únicos supervivientes? West prefería pensar que fue eso, antes de su reciente desaparición; pero había ocasiones en que no podía, porque era extraño que sufriéramos los dos la misma alucinación. El horrendo incidente fue simple en sí mismo, aunque excepcional por lo que implicaba.

El cuerpo de la mesa se levantó con un movimiento ciego, vacilante terrible; y oímos un sonido gutural. No me atrevo a decir que se trataba de una voz, porque fue demasiado espantoso. Sin embargo, lo más horrible no fue su cavernosidad. Ni tampoco lo que dijo, ya que gritó tan solo: "¡Salta, Ronald, por Dios!. ¡Salta!". Lo espantoso fue su procedencia: porque brotó de la gran cuba tapada de aquel rincón macabro de oscuras sombras.



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Sueños del Soñador de Providence