I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

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jueves, 10 de julio de 2008

Dagon, 1917

Escribo esto bajo una fuerte tensión rnental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayáis leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá os hagáis idea –aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur de¡ ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacto una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificabas que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril Inmensa ‘dad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, saando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día, caminé constantemente en dirección oeste, guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes de que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. Y a la luz de la luna, comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto corno a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres ... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de al,-una tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes de que naciese el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, el ser surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco americano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y le divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.

Es de noche especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina; pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una vision monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemónium.

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

PSYCHOPOMPOS, 1917

Yo soy el que aúlla en la noche;

Yo soy el que gime en la nieve;

Yo soy el que nunca ha visto la luz;

Aquel que surge de lo más hondo.

Mi carro es el carro de la muerte;

Mis alas son las alas del miedo;

Mi aliento es el aliento del norte;

Mi presa es lo frío y lo muerto.

En la antigua Auvernia, cuando las escuelas eran pocas

Y los campesinos temían lo que no sabían explicar,

Cuando los nobles vivían lajos de la corte del Rey,

Aislados en solitarias fortalezas,

Moraba un hombre de rango en un castillo

Bajo el calmo crepúsculo de un añoso bosque.

Su nombre, De Blois; su linaje, noble y vasto,

Orgullosa herencia de un honroso pasado;

Pero siempre, ahora y antes, se murmuró

Que el Sieur De Blois no era como los demás.

Persona siniestra y flaca, de pelo lustroso

Y reluciente, blanca dentadura que a menudo mostraba;

De ojos penetrantes y furtiva gracia,

Da su boca salía el dulce, suave idioma francés;

El Sieur era poco estimado y poco visto,

Tan celosamente guardaba su propia intimidad.

Los criados del castillo, pocos, discretos y viejos,

Cuentan una antigua y extraña historia

Donde están sus señores y a los que antes sirvieron.

Estas habladurías nacieron como muchas otras,

Impregnadas de un halo de misterio y envidia;

Patrimonio de lenguas venenosas y afiladas

Los rumores se alimentaron de pocos hechos.

Se decía que el Sieur había sido visto

Cerca del río y en mitad de la noche,

Con aspecto tan indecible y mirada tan extraña

Que los lugareños se santiguaban al verlo,

Aunque ninguno sabía decir con claridad

Por qué lo hacían, o por qué temblaban.

Se rumoreaba que De Blois despreciaba los rezos

Y que no iba a misa el día del Sabbath:

Pero no se puede afirmar nada

Pues en su casa no había capellán, cura ni monje.

Pero si el señor tenía dudosa fama,

Más temida y odiada era su noble dama;

Tan siniestra como él, de facciones salvajes y firmes,

Dotada de una gracia oscura y sobrenatural,

La altiva señora desdeñaba el ambiente rural

Y a los que trataban, en vano, de averiguar su origen.

Las comadres decían que sus ojos brillaban demasiado

Y los chiquillos temblaban al escuchar su risa;

Richard, el enano (sujeto poco creíble),

Juraba que se movía como una serpiente,

Mientras que el viejo Pierre (la edad le provoca desvaríos)

Decía que era más perversa que su marido.

Pero aún eran más absurdos los chismes

A los que se entregaba gratuitamente el populacho,

Las mentiras y murmuraciones sibilinas,

Los cuchicheos... Historias difíciles de probar

Pero que las comadres creían a pie juntillas,

A pesar de llegarles de segunda mano.

Y así, se fue extendiendo la leyenda que aseguraba

Que la señora De Blois echaba mal de ojo;

Incluso, furtivamente, llegaban a sugerir

Que en su pecho anidaba el germen de la brujería.

La vieja Meré Aflard (medio bruja también) decía

Que la dama tenía extraños tratos con la muerte.

Así vivían los dos, como tantos otros

Que rehuyen la fama y la vida en sociedad.

Desdeñaban los recelos de los campesinos

Y sólo querían una cosa... ¡que les dejasen en paz!

Sucedió en la Candelaria, la época más triste del año,

El otoño había pasado, la primavera quedaba lejos,

Cuando el pequeño Jean, primogénito del alcalde,

Cayó irremisiblemente enfermo.

Pacos imaginaban que un joven tan alto y fuerte

Estuviese ahora tan cerca de la muerte,

Mas pálido yacía, sin motivo ni razón,

Mientras los galenos indagaban con desesperación.

El dolor que todos sentían no podía borrar

Las sospechas, los chismes de la vieja bruja,

Pues se decía, y era el dominio de todos,

Que la señora De Blois cabalgaba el día anterior

Con una apariencia sobrenatural y salvaje,

Y que se detuvo ante la puerta donde deliraba el joven

Y que en su boca se dibujó una torcida sonrisa,

Desfigurando su altivo rostro en una mueca burlona.

Todo esto se murmuraba cuando la madre gritó:

La muerte había llegado, llevándose el tierno espíritu;

Con pena desgarradora lloró la abatida mujer

Mientras que su querido niño yacía entre santos y ángeles

El cura del pueblo ofició los funerales

Y el bueno de Michel hizo un ataúd de madera de tejo

Entre cirios y velas reposaba el cadáver.

Mientras lloraban las plañideras y gemían los padres

Pronto pasaron todos ante la humilde casa

Dejando sola a la madre con su niño muerto.

Medianoche era cuando sobre el valle

Estalló la tormenta con furia salvaje;

La nieve caía en furiosas ráfagas

Y el relámpago lucía entre blancos copos;

Un terrible presagio parecía cernirse ominoso

Mientras el trueno retumbaba con tétrico pavor.

En la casa del muerto las velas ardían

Y una madre dolorida lamentaba su pérdida,

Sus ojos irritados incapaces de llorar más,

Incapaces de ver, de cerrarse y dormir.

En el fragor de la tormenta el reloj dio las tres

Cuando cerca del muerto algo se escurrió;

Una cosa incierta que palpaba el aire

Y que subió a la mesa donde yacía el cadáver;

Con trémulas convulsiones trataba de dar

Con el frío cuerpo que la muerte dejó atrás.

La madre despertó de su frágil sueño,

Incapaz de pensar, todavía aturdida;

Pero vió aquel ser venenoso y se percató

De los glotones deseos que parecía tener:

De un certero hachazo hendió la serpentina cabeza

Gritando salvaje mientras la criatura gemía.

El reptil herido huyó siseando,

Ocultando su cuerpo maltrecho en mitad de la noche

Las semanas pasaron y se empezó a murmurar

Que el señor De Blois era un hombre cambiado

A menudo paseaba por el pueblo con extraño porte

Abriéndose paso por el gentío.

Se le veía mucho más que antes

Mas de su dama nada se sabía.

Con el paso del tiempo creció la sospecha

De que atendía con interés lo que se decía en la villa,

Así que no fue cosa extraña

Que se enterase de lo que sucedió al alcalde y su esposa:

La siniestra historia, y su horrible final,

Estaba en boca de todos los lugareños.

El señor la oyó en silencio y partió con el ceño fruncido,

Y nadie le volvió a ver durante muchos días.

Cuando el sol primaveral vertió alegres rayos

Y los mágicos calores borraron la nieve

Un nuevo horror se hizo visible a las gentes,

Pues entre la hierba húmeda y embarrada

Yacía (preservado por el frío manto invernal)

El cadáver de la siniestra dama De Blois,

Su orgullosa frente partida en dos

Por un golpe certero y mortal.

De mala gana llevaron su cuerpo maltrecho

Hasta las pétreas puertas del castillo,

Donde los silenciosos criados lo recogieron,

Estremeciéndose, con más pena que asombro;

El señor miró a su dama con ojos inflamados

Y casi sin inmutarse, tembló en él la ira.

(Al menos eso dijeron los labriegos

cuando contaron la historia a sus mujeres).

La gente se preguntaba por qué De Blois no dijo nada

De la pérdida de su esposa y su horrible pena;

Y entre murmuraciones se llegó a decir

Que el tétrico señor se culpaba a sí mismo.

Pero pocas esperanzas se tenían de aclarar

Un crimen tan oscuro; y así pasó el tiempo:

La horrible historia iba de boca en boca,

Y era más el miedo y el asombro que la pena.

Pronto el sol fue debilitándose y dio paso al invierno,

Que se apoderó del páramo con garras de hielo.

Diciembre trajo consigo la alegría navideña

Y las gentes contentas saludaron el nuevo año;

Pero cuando la Candelaria fue acercándose

Los viejos, al calor de la lumbre, recordaban cosas.

Pocos habían olvidado aquella terrible sucesión

De acontecimientos que tuvieron lugar el año anterior

Y más de uno miraba con intensidad la casa

Donde vivían el afligido alcalde y su esposa.

Al fin llegó el día, y el cielo se cubrió

De oscuros presagios y amenazantes nubarrones

Los bosques cercanos gemían al compás del viento

Y un terror opresivo se cernía en el aire.

Las sencillas gentes, sin saber por qué,

Pasaban de largo ante la casa del alcalde;

En el interior, una afligida pareja lloraba

La falta del niño que ya siempre soñaba.

Una oscuridad profunda y tétrica se desparramó

Desde lo más hondo de la creciente tormenta;

Extraños lamentos llenaron los vientos sin lluvias,

Y los aterrados viajeros no se atrevían a mirar atrás.

Sobre los campos, furiosa, rugió la tempestad;

El río batía con fuerza las trémulas riberas;

Terrible la tormenta bramó en mitad de la noche

Helando la sangre de los que escuchaban;

Arboles enormes fueron barridos como hojas,

Y el vagabundo buscó tembloroso un refugio.

De pronto cayó una calma repentina en mitad de la furia

Y el rugir del viento se tornó suave gemido;

Lejos, cerca del río que riega los campos del pueblo,

Se oyó un nuevo aullido, profundo y lejano;

Y los que escuchaban atentamente se estremecieron

Acurrucándose en la espectral oscuridad,

Pues todos sabían con funesta seguridad

¡Que aquellos gemidos provenían de los lobos!

Los campesinos escuchaban con atención

La horda de lobos que llegaba desde el río;

Sobre las aguas un coro de aullidos

Rasgó el aire y se desparramó por los páramos:

Con los ojos como brasas avanzaron las criaturas,

Clamando al aire su hambre salvaje.

A la cabeza del grupo surgió un poderoso ejemplar

Que parecía mandarles con voz potente;

Los demás lobos obedecían sus bestiales aullidos

Y formaron columnas en orden de batalla:

No atacaron a nadie pero silenciosos marchaban

Sobre los campos gélidos con un solo propósito.

En línea recta avanzaron por las calles del pueblo,

Su trotar fantasmagórico lleno de vigor;

A través de los postigos miraban los lugareños

Y su miedo se tornaba desconcierto.

Al fin la manada descubrió su objetivo

Y el aire se llenó de un profundo aullido;

Los campesinos, sorprendidos, observaban la horda

Que se reunía en una de las granjas del lugar:

Y pronto se propagó el terrible rumor,

¡Aquella era la granja del alcalde!

Los demonios ululantes dieron vueltas y vueltas

Mientras su jefe trepaba por la hiedra del muro;

El viento frenético batió con más fuerza,

Susurrando locuras sobre los doblados tejos.

En la casa indefensa, el alcalde esperaba

La horda salvaje, confiado a su destino,

Pero su aterrada mujer revivía callada

Otro monstruoso pasado y otra lejana escena;

A través del rugido del viento sobre los muros

Recordó a la dama y aquella terrible serpiente:

Y entonces, como si adivinara el pensamiento,

El lobo, fauces abiertas, atravesó la ventana.

Lleno de rabia asesina, por la habitación,

Saltó el demoniaco ser en busca de su esposa;

Con terrible anhelo olisqueó su presa,

Cerca del sitio donde reposaba el cadáver.

Con furia renovada rugió la tempestad,

Arrastrándose entre las colinas, soplando en el valle;

La vieja casa se estremeció, la jauría

Estalló en un furioso profundo aullido.

Rápidamente el valeroso alcalde se interpuso

Ante el lobo con un arma en sus manos.

La misma hacha que antaño se usara

Sirvió otra vez para acabar con el monstruo.

La bestia, con el cráneo hendido, se desplomó

Sobre el suelo, tan quieto como la muerte;

La esposa indemne dejó de gritar,

Desmayándose en los brazos de su marido.

Pero entonces toda la casa se estremeció

Y con furia titánica la tempestad rugió:

Los muros se quebraron y sobre los hombres

Cayó toda la barbarie de la tormenta.

La manada de lobos avanzó con paso tétrico,

Y en cada rostro podía verse hambre y muerte

Pero entonces, sobre la horrible noche,

centelleó un haz de inesperada luz:

todos pudieron ver con claridad la escena,

haciéndole temblar con nuevos miedos.

Sobre la oscuridad resaltaban las chimeneas,

Dibujadas sobre la brillante luminosidad,

¡Y aún seguía colgado el sepulcro familiar,

La imagen del Salvador y la Cruz divina!

Sobre los muros descompuestos brilló el fulgor

Haciendo que las bestias dejasen de avanzar:

Los monstruos sorprendidos quedaron quietos;

¡Y se esfumaron en el aire vacío!

Los lugareños oraban enfebrecidos,

Rezando el rosario una y otra vez.

Pronto desapareció la luz y el fulgor

El tiempo del horror y la muerte había pasado.

Asombrados y pálidos, de sus socavados muros

Salieron el buen alcalde y su esposa:

Las gentes los cuidaron con cariño y por la villa

Se extendió una extraña sensación de paz.

La maravilla y el miedo siguió en sus sueños,

Hasta que los rayos de la luna abrieron las nubes.

Aquí se para el viejo en su cháchara,

Confundido con la edad, la historia a medio contar;

Los que escuchan se impacientan por saber el final,

Temiendo que no sea una historia, sino dos;

El debe saber qué la sucedió al siniestro señor

Cuyos extraños designios crearon el cuento,

Y se asombra de que la crónica despierte interés

Como para seguir hablando del lobo nocturno.

Su vieja esposa, ante la solicitud de los oyentes,

Asiente tétricaniente, y sigue reviviendo

Sucesos más extraños del final de la historia

Sobre el lobo y el alcalde, milagro y tempestad.

Cuando (continúa) los rayos del amanecer

Impregnaron la escena de tanto horror,

Los aterrados labriegos que vieron las ruinas

Encontraron entre los escombros una nueva maravilla.

Desde los muros caídos unas huellas rojas,

Las del lobo herido, salían sin rumbo fijo;

Sobre el camino erraban las huellas

Hasta perderse en los alrededores pantanosos:

Asombrados, los curiosos se fueron,

Pues lo que de allí salía jamás retornó.

De nuevo el viejo, entornando los ojos,

Hace una pausa para ver un halcón en el cielo;

Los asustados oyentes se impacientan

Y esperan el desarrollo de la historia.

El cronista atiende los ruegos de la gente

Y sigue murmurando extrañas cosas de su cuento.

¿El señor? Ah, si... en vano aquella mañana

sus temblorosos criados rastrearon el páramo;

nadie le ha vuelto a ver desde que huyó

en silencio en la oscuridad que precede al día,

su caballo, inquieto y extrañamente asustado,

volvió solo aquella noche desde el río.

Su perro de caza, aullando tristemente,

Vagaba por el pantano, embargado por la pena.

Las gentes hicieron suposiciones, mas nada decían;

Los sirvientes buscaron en vano:

Pues el señor De Blois (y su esposa también)

Jamás fue visto por nadie nunca más.


A KLARKASH-TON, SEÑOR DE AVEROIGNE, 1917

Una negra torre descolla entre tenues bancos de nubes

Alrededor un inmaculado, opresivo bosque.

Sombra y silencio, moho y putrefacción, una mortaja

Gris sobre antiguas lápidas hace tiempo desmoronadas;

Ningún pie ha hollado, ningún trino ha despertado

La mortal soledad de esta noche eterna,

Pero a veces se agita el aire con tembloroso bullir

Cuando en la torre brilla un mortecino destello.

Aquí, en soledad, mora aquel cuyas manos han trazado

Extrañas obras que estremecen al mundo;

En espantosos, indescifrables jeroglíficos ha revelado

Lo que acecha más allá de los abismos estelares.

Oscuro Señor de Averoigne tus ventanas se abren

A ensoñaciones que ningún otro puede acoger

A Un Soñador, 1917

Reconozco tu rostro, tranquilo y pálido,

En el reflejo luminoso de la vela;

La negra sombra de tus párpados, bajo esa cortina

Están los ojos que no ven utilidad a este mundo.

Y mientras observo, ansío conocer

Los caminos por donde tus sueños van,

Las tenebrosas regiones que tu imaginación ve

Con los ojos velados por la rutina y por mí.

Pues del mismo modo, yo contemplo en sueños

Cosas que mi memoria no podría guardar,

Y desde la penumbra intento vislumbrar

Las imágenes que aparecen ante tus ojos.

Yo, Que conozco demasiado bien la cumbre de Thok;

Los valles de Pnath, donde los sueños se reúnen;

Las criptas de Zin; y así, pienso

Por qué tus rezos se dirigen a la llama de la vela.

¿Pero, qué es lo que se desliza quedamente

sobre tu cara y tus barbudas mejillas?

¿Qué miedo distrae tu mente y tu corazón,

y te hace llorar con repentino temor?

Viejas visiones se despiertan...Ante tus ojos

Brillan las oscuras nubes de otros cielos,

Y por alguna demoníaca perspectiva

Me veo flotar por la noche encantada.

La Antigua Senda, 1917

No hubo mano amiga que me ayudara

La noche que encontré la antigua senda

Sobre la colina, cuando creí descubrir

Los campos que embrujaban mi espíritu.

Ese árbol, aquel muro: los recordaba bien,

Y todos los tejados y bosquecillos

Eran familiares a mi mente,

como si los hubiera visto poco antes.

Adivné que sombras se moldearían

Cuando la perezosa luna ascendiera

Tras la colina de Zaman, y supe

Cómo se iluminaría el valle poco después.

Y cuando la senda subió, alta y agreste,

Y parecía perderse entre los cielos,

No temí lo que pudiera ocultarse

Tras aquellas laderas informes.

Caminaba decidido mientras la noche

Se tornaba pálida y fosforescente;

Los tejadillos de una casa lucían

Espectrales cerca del escarpado camino.

Allí estaba el conocido letrero:

"Dos millas a Dunwich", la visión

de los campanarios y tejadillos asomó

delante de mí diez pasos más arriba...

No hubo mano amiga que me ayudara

Cuando me topé con la antigua senda,

Cuando crucé la cima y descubrí

Aquel valle de ruina y desolación;

Tras al colina de Zaman surgía

La mole enorme de una maligna luna,

Alumbrando malezas y enredaderas

Sobre ruinosas paredes jamás vistas por mí.

Lucía tétrica en ciénagas y campos,

Y unas aguas invisibles vertían vapores

Ondulantes que me hacían dudar

De mi antiguo amor por este lugar.

Y desde aquella horrible región supe

Que mi pasado cariño nunca había sido

Y que me había alejado del sendero

Que baja a aquel valle de la muerte.

La nieble se escurría a mi alrededor,

Arriba, luminosa, brillaba la Vía Láctea...

No hubo mano amiga que me ayudara

La noche que descubrí la antigua senda

Sueños del Soñador de Providence