I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

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lunes, 14 de julio de 2008

EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD (THE CASE OF CHARLES DEXTER WARD) ENERO 1/ MARZO DE 1927, 4a Parte

La probabilidad de que Curwen estuviera en guardia y proyectara algo anormal, como sugería aquel chorro de luz, precipitó finalmente la acción tan cuidadosamente planeada por el grupo de ciudadanos. Según el diario de Smith, casi un centenar de hombres se reunieron a las diez de la noche del 12 de abril de 1771 en la gran sala de la Taberna Thurston, al otro lado del puente de Weybosset Point. Entre los cabecillas, además de John Brown, figuraban el doctor Bowen, con su maletín de instrumental quirúrgico; el presidente Manning sin su peluca (que se tenía por la mayor en las Colonias); el gobernador Hopkins, envuelto en su capa negra y acompañado de su hermano Eseh, al cual había iniciado en el último momento con el consentimiento de sus compañeros; John Carter; el capitán Mathewson y el capitán Whipple, encargado de dirigir la expedición. Los jefes conferenciaron aparte en una habitación trasera, después de lo cual el capitán Whipple se presentó en la sala y dio a los hombres allí reunidos las últimas instrucciones. Eleazar Smith se encontraba con los jefes de la expedición esperando la llegada de Ezra Weeden, que había sido encargado de no perder de vista a Curwen y de informar de la marcha de su calesa hacia la granja.

Alrededor de las diez y media se oyó el ruido de unas ruedas que pasaban sobre el Puente Grande y no hubo necesidad de esperar a Weeden para saber que Curwen había salido en dirección a la siniestra granja. Poco después, mientras la calesa se alejaba en dirección al puente de Muddy Dock, apareció Weeden. Los hombres se alinearon silenciosamente en la calle empuñando los fusiles de chispa, las escopetas y los arpones balleneros que llevaban consigo. Weeden y Smith formaban parte del grupo, y, de los ciudadanos deliberantes, se encontraban allí dispuestos al servicio activo el capitán Whipple, en calidad de jefe de la expedición, el capitán Eseh Hopkins, John Carter, el presidente Manning, el capitán Mathewson y el doctor Bowen, junto con Moses Brown, que había llegado a las once y estuvo ausente, por lo tanto, de la sesión preliminar en la taberna. El grupo emprendió la marcha sin dilación, encaminándose hacia la carretera de Pawtuxet. Poco más allá de la iglesia de Elder Snow, algunos de los hombres se volvieron a mirar la ciudad dormida bajo las estrellas primaverales. Torres y chapiteles elevaban sus formas oscuras mientras que del norte llegaba una suave brisa con regusto a sal. La estrella Vega se elevaba al otro lado del agua, sobre la alta colina coronada de una arboleda interrumpida sólo por los tejados del edificio de la universidad, aún en construcción. Al pie de la colina y en torno a las callejuelas que descendían ladera abajo, dormía la ciudad, la vieja Providence, por cuyo bien y seguridad estaban a punto de aplastar blasfemia tan colosal.

Una hora y cuarto después los expedicionarios llegaban, tal como estaba previsto, a la granja de los Fenner, donde oyeron el informe final acerca de las actividades de Curwen. Había llegado a la granja media hora antes e inmediatamente después había surgido una extraña luz a través del techo del edificio de piedra, aunque las troneras que hacían las veces de ventanas seguían tan oscuras como solían estarlo últimamente. Mientras los recién llegados escuchaban esta noticia se vio otro resplandor elevarse en dirección al sur, con lo cual los expedicionarios supieron sin la menor duda que habían llegado a un escenario donde iban a presenciar maravillas asombrosas y sobrenaturales. El capitán Whipple ordenó que sus fuerzas se dividieran en tres grupos: uno de veinte hombres al mando de Eleazar Smith, que hasta que su presencia fuera necesaria en la granja habría de apostarse en el embarcadero e impedir la intervención de posibles refuerzos enviados por Curwen; un segundo grupo de otros tantos hombres dirigidos por el capitán Eseh Hopkins que se encargaría de penetrar por el valle del río situado a espaldas de la granja y de derribar con hachas, o pólvora en caso necesario, la puerta de roble descubierta por Weeden; y un tercer grupo que atacaría de frente la granja y el edificio contiguo. De este último grupo, una tercera parte, al mando del capitán Mathewson, iría directamente al edificio de piedra, otra tercera parte seguiría al capitán Whipple hasta el edificio principal de la granja, y el resto formaría un círculo alrededor de los dos edificios para acudir al oír una señal de emergencia adonde su presencia se hiciera más necesaria.

El grupo que había de penetrar por el valle derribaría la puerta al oír una única señal de silbato y capturaría todo aquello que surgiera de las regiones inferiores. Al oír dos veces seguidas el sonido del silbato, avanzaría por el pasadizo para enfrentarse al enemigo o unirse al resto del contingente. El grupo encargado de atacar el edificio de piedra interpretaría los sonidos del silbato de manera análoga; al oír el primero derribarían la puerta, y al oír los segundos examinarían cualquier pasadizo o subterráneo que pudieran encontrar y ayudarían a sus compañeros en el combate que suponían habría de tener lugar en esas cavernas. Una tercera señal constituiría la llamada de emergencia al grupo de reserva; sus veinte hombres se dividirían en dos equipos que se internarían respectivamente por la puerta de roble y en el edificio de piedra. La certeza del capitán Whipple acerca de existencia de catacumbas en la propiedad era tan absoluta, que no dudó ni por un momento en tenerla en cuenta al elaborar sus planes. Llevaba con él un silbato de sonido muy agudo para que nadie confundiera las señales. El grupo apostado junto al embarcadero naturalmente no podría oírlo. De requerirse su ayuda, se haría necesario el envío de un mensajero. Moses Brown y John Carter fueron con el capitán Hopkins a la orilla del río mientras que el presidente Manning acompañaba al capitán Mathewson y al grupo destinado a asaltar el edificio de piedra. El doctor Bowen y Ezra Weeden se unieron al destacamento de Whipple que tenía a su cargo el ataque al edificio central de la granja. La operación comenzaría tan pronto como un mensajero del capitán Hopkins hubiera notificado al capitán Whipple que el grupo del río estaba en su puesto. Whipple haría sonar entonces el silbato y los grupos atacarían simultáneamente los tres puntos convenidos. Poco antes de la una de la madrugada, los tres destacamentos salieron de la granja de Fenner, uno en dirección al embarcadero, otro en dirección a la puerta de la colina, y el tercero, tras subdividirse, en dirección a los edificios de la granja de Curwen.

Eleazar Smith, que acompañaba al grupo que se dirigía al embarcadero, registra en su diario una marcha silenciosa y una larga espera en el arrecife que se yergue sobre la bahía. Luego se oyó la señal de ataque, seguida de una explosión de aullidos y de gritos. Un hombre creyó oír algunos disparos, y el propio Smith captó acentos de una voz atronadora que resonaba en el aire. Poco antes del amanecer, un aterrorizado mensajero con los ojos desorbitados y las ropas impregnadas de un hedor espantoso y desconocido se presentó ante el grupo y dijo a los hombres que regresaran silenciosamente a sus hogares y no volvieran a pensar jamás en lo que había sucedido aquella noche ni en la persona de Joseph Curwen. El aspecto del mensajero produjo en aquellos seres una impresión que sus palabras no habrían podido causar por sí solas; a pesar de ser un marinero conocido por la mayoría de ellos, algo oscuro había perdido o ganado su alma, algo que le situaba en un mundo aparte. Y lo mismo ocurrió más tarde cuando encontraron a otros antiguos compañeros que se habían adentrado en las regiones del horror. La mayoría de ellos habían adquirido o perdido algo misterioso o indescriptible. Habían visto, oído o captado algo que no estaba destinado al entendimiento humano y no podían olvidarlo. Jamás hablaron entre ellos de lo sucedido, porque hasta para el más común de los instintos mortales existen fronteras insalvables. En cuanto al grupo del embarcadero, el espanto indecible que les transmitió aquel único mensajero selló también sus labios. Pocos son los rumores que de ellos proceden y el diario de Eleazar Smith es el único testimonio escrito que dejó todo aquel cuerpo de expedicionarios.

Charles Ward, sin embargo, descubrió otra vaga fuente de información en algunas cartas de los Fenner que encontró en New London, donde sabía que había vivido otra rama de la familia. Parece ser que los vecinos de Curwen, desde cuya casa era visible la granja condenada, habían presenciado la partida de las columnas expedicionarias y habían oído claramente los furiosos ladridos de los perros sucedidos por la explosión que precipitó el ataque. A aquella primera explosión habían seguido la elevación de un gran chorro de luz procedente del edificio de piedra, y, poco después, el resonar de disparos de mosquetón y de escopeta acompañados de unos horribles gritos que el autor de la carta, Luke Fenner, había reproducido por escrito del siguiente modo: «Whaaaaarrr... Rwhaaarrr». Eran aquellos gritos, sin embargo, de una calidad que la simple escritura no podía reproducir, y el corresponsal mencionaba el hecho de que su madre se había desmayado al oírlos. Más tarde se repitieron con menos fuerza, mezclados esta vez con otros disparos y una sorda explosión que tuvo lugar al otro lado del río, Alrededor de una hora después todos los perros empezaron a ladrar espantosamente y la tierra pareció estremecerse hasta el punto de que los candelabros oscilaron sobre la repisa de la chimenea. Se percibió un intenso olor a azufre y, según el padre de Luke Fenner, fue entonces cuando se oyó la tercera señal, es decir, la de emergencia, aunque el resto de la familia no llegó a percibirla. Volvieron a sonar disparos sucedidos ahora por un grito menos agudo pero mucho más horrible de los que le habían precedido, una especie de tos gutural, de gorgoteo indescriptible que si se juzgó grito, fue más por su continuidad y por el impacto sicológico que causara, que por su valor acústico real.

Luego se vio una forma envuelta en llamas en los alrededores de la granja de Curwen y se oyeron gritos de hombres aterrorizados. Los mosquetones volvieron a disparar y la forma flamígera cayó al suelo. Apareció después una segunda forma envuelta en fuego, y se oyó claramente un débil grito humano. Fenner, según dice en su carta, pudo murmurar, entre el horror que sentía, unas cuantas palabras: «Señor Todopoderoso, protege a tu cordero». Siguieron más disparos y la segunda forma se desplomó. Se hizo entonces un silencio que duró casi tres cuartos de hora. Al cabo de este tiempo el pequeño Arthur Fenner, hermano de Luke, dijo ver «una niebla roja» que ascendía hacia las estrellas desde la granja maldita. Nadie más que el chiquillo fue testigo del hecho, pero Luke admitía que en aquel mismo instante se arquearon los lomos y se erizaron los cabellos de los tres gatos que se encontraban en la habitación.

Cinco minutos después sopló un viento helado y el aire se llenó de un hedor tan insoportable que sólo la fuerte brisa del mar pudo impedir que fuera captado por el grupo apostado junto al embarcadero o por cualquier ser humano despierto en la aldea de Pawtuxet. El hedor no se parecía a ninguno de los que Fenner hubiera conocido basta entonces y producía una especie de miedo amorfo, penetrante, mucho más intenso que el que puede causar una tumba o un osario. Casi inmediatamente resonó aquella espantosa voz que ninguno de los que la oyeron pudieron olvidar jamás. Atronó el aire e hizo rechinar los cristales de las ventanas mientras sus ecos se apagaban. Era profunda y musical, poderosa como un órgano, pero maldita como los libros prohibidos de los árabes. Ningún hombre pudo interpretar lo que dijo porque habló en un idioma desconocido, pero Luke Fenner trató de reproducirlo así: «DESMES... JESHET... BONEDOSEFEDUVEMA... ENTTEMOSS». Hasta el año 1919 nadie relacionó aquella burda transcripción con ninguna fórmula conocida, pero Ward palideció al reconocer en ella lo que Mirándola había denunciado, con un estremecimiento, como la más terrorífica de las invocaciones de la magia negra.

Un coro de gritos inconfundiblemente humanos pareció responder a aquella maligna invocación desde la granja de Curwen, después de lo cual el misterioso hedor se mezcló con otro igualmente insoportable. Un aullido distinto del griterío anterior se dejo oír entonces, subiendo y bajando de tono en indescriptibles paroxismos. A veces se hacía casi articulado, aunque ninguno de los que lo oían pudieron captar ni una sola palabra conocida, y en un momento determinado pareció acercarse a los límites de una risa histérica y diabólica. Luego, un alarido aterrorizado y demente surgió de numerosas gargantas humanas, un alarido que se oyó fuerte y claro a pesar de que evidentemente surgía de enormes profundidades. A continuación, la oscuridad y el silencio lo envolvieron todo. Unas espirales de humo acre ascendieron hasta las estrellas aunque no se vio rastros de fuego, ni se observó al día siguiente que ningún edificio hubiera desaparecido o resultado dañado en su estructura.

Hacia el amanecer, dos asustados mensajeros con las ropas impregnadas de un hedor monstruoso e inclasificable, llamaron a la puerta de los Fenner y pidieron un barrilillo de ron que pagaron a muy buen precio, por cierto. Uno de ellos le dijo a la familia que el caso de Joseph Curwen estaba resuelto y que los acontecimientos de aquella noche no volverían a mencionarse nunca. En definitiva, el único testimonio que queda de lo que se vio y oyó en aquella noche son las furtivas cartas de Luke Fenner, quien por cierto, daba en ellas instrucciones a su pariente para que las destruyera no bien las hubiera leído. El hecho de que éste no obedeciera su orden impidió que el asunto cayera en un total y misericordioso olvido. Tras interrogar detenidamente a los habitantes de Pawtuxet guiado del deseo de descubrir tradiciones ancestrales, Charles Ward añadió un detalle más a lo que había averiguado por medio de estas cartas. Un anciano llamado Charles Slocum le confió que su abuelo le había hablado de un rumor que corrió por entonces por el pueblo y según el cual, una semana después de que se anunciara la muerte de Joseph Curwen, fue hallado en medio del campo un cadáver desfigurado por las llamas. Lo sorprendente de este rumor era que ese cuerpo, en la medida que podía deducirse del estado en que se hallaba, no era ni enteramente humano ni semejante a ningún animal de que vecino alguno de Pawtuxet tuviera la menor noticia.

5

Ninguno de los hombres que participaron en aquella terrible expedición volvió a decir jamás una sola palabra acerca de ella, y los vagos datos que se conocen hoy proceden de personas ajenas al grupo de conjurados. Hay algo estremecedor en el cuidado con que los expedicionarios destruyeron todo lo que aludía, de cerca o de lejos, al asunto.

Ocho marineros resultaron muertos, pero aunque los cuerpos no fueron entregados nunca a sus familiares, estos quedaron satisfechos con la explicación de que había tenido lugar un enfrentamiento con los aduaneros. La misma explicación justificó los numerosos casos de heridas, todas ellas atendidas y vendadas por el doctor Jabez Bowen, que había acompañado a la expedición. Más difícil de explicar resultó aquel hedor indecible adherido al cuerpo de todos los expedicionarios, cosa que se comentó durante semanas enteras. De los cabecillas de aquella partida, el capitán Whipple y Moses Brown resultaron gravemente heridos. Varias cartas escritas por sus esposas atestiguan el desconcierto que produjo en ellas la reticencia de sus maridos respecto a sus venda]es. Lo cierto es que todos los participantes recibieron una fuerte impresión. Por suerte eran hombres de acción y de convicciones religiosas simples y ortodoxas, pues de haber sido más introspectivos y dados a las complicaciones mentales, sin duda habrían caído enfermos. El más afectado fue el presidente Manning, pero incluso él llegó, según parece, a superar aquellos negros recuerdos a base de plegarias. Todos los jefes de aquella expedición intervinieron más tarde en hechos decisivos y es probablemente muy afortunado que así fuera. Poco más de un año después de aquel asalto, el capitán Whipple encabezó el grupo que incendió la nave aduanera Gaspee, hazaña que sin duda contribuyó a borrar el recuerdo de las terribles imágenes que pudieran sobrevivir en su memoria.

A la viuda de Joseph Curwen le fue entregado un ataúd sellado, de plomo y de raro diseño, que había sido hallado en la granja y que contenía, según dijeron, el cadáver de su marido. Le explicaron que había muerto en lucha con los aduaneros y que no convenía dar más detalles acerca del acontecimiento. Nadie se atrevió a hablar del fin de Joseph Curwen, y Charles Ward contó con un solo indicio para elaborar su teoría. Ese indicio era vago en extremo y consistía en un pasaje subrayado de aquella carta que Jedediah Orne había enviado a Curwen, carta que había sido confiscada y que Ezra Weeden había copiado en parte. Dicha copia se hallaba ahora en posesión de los descendientes de Smith y a nosotros nos toca decidir si Weeden se la entregó a su compañero después del ataque a la granja, como testimonio de la anormalidad de lo que había ocurrido, o si, como es más probable, Smith la tenía ya en su poder anteriormente y la había subrayado después de sonsacar a su amigo interrogándole sabiamente. El pasaje subrayado decía:

«Encarézcole no llame a su presencia a nadie que no pueda dominar, es decir, a nadie que pueda conjurar a su vez algún poder contra el cual resulten ineficaces sus más poderosos recursos.»

A la luz de este pasaje y pensando en los enemigos innombrables que un hombre acosado podía invocar en su ayuda, Charles Ward pudo muy bien preguntarse si fue en verdad algún ciudadano de Providence quien mató a Joseph Curwen.

La eliminación deliberada de todo lo que en los anales de Providence pudiera recordar al muerto, quedó grandemente facilitada por la influencia de los cabecillas de la expedición, si bien estos no se propusieron en un primer momento ser tan exhaustivos. Ocultaron a la viuda, al padre y a la hija de ésta, la verdad de lo ocurrido, pero el capitán Tillinghast era hombre astuto y no tardaron en llegar a sus oídos rumores que le llenaron de horror y le impulsaron a solicitar el cambio de nombre para su hija y para su nieta. Quemó además la biblioteca de su yerno y todos los documentos y borró la inscripción que figuraba en la lápida de su tumba. Conocía perfectamente al capitán Whipple y probablemente logró extraer de aquel rudo marino más información que ninguna otra persona acerca del misterioso fin del siniestro brujo.

A partir de entonces, se trató por todos los medios de borrar la memoria de Curwen, tarea que llegó a alcanzar, por común acuerdo, a los archivos oficiales de la ciudad y a los de la Gazette. Sólo puede compararse aquel afán, en espíritu, al baldón que recayó sobre el nombre de Oscar Wilde durante la década siguiente a su desgracia, y, en extensión, a la suerte de aquel pecador Rey de Runagur del cuento de Lord Dunsany, al cual los dioses condenaron no solamente a dejar de ser sino también a dejar de haber sido.

La señora Tillinghast, nombre con que se conoció a la viuda a partir de 1772, vendió la casa de Olney Court y vivió con su padre en Powers Lane hasta su fallecimiento, ocurrido en 1817. La granja de Pawtuxet, rehuida por todos, permaneció solitaria a lo largo de los años y empezó a desmoronarse con increíble rapidez. En 1780 sólo quedaban en pie las paredes de piedra y de mampostería, y en 1800 el lugar era un montón de ruinas. Nadie osaba traspasar la barrera de arbustos que se alzaba en la ladera donde se había descubierto la puerta de roble, ni nadie trató en mucho tiempo de hacerse una idea definitiva del escenario que vio a Joseph Curwen partir de los horrores que él mismo había provocado.

Sólo se oyó en cierta ocasión al capitán Whipple murmurar para su capote: «¡Maldito sea ese...! No tenía derecho a reír mientras gritaba. Era como si el muy... tuviera algún secreto. No quemé su... casa por un pelo.»



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Sueños del Soñador de Providence