I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

jueves, 24 de julio de 2008

EL QUE ACECHA EN EL UMBRAL (Colaboración August Derleth) 11a Parte

Este relato me fascinó por varias razones. En primer lugar, volvía a señalar que el cuerpo de Osborn, como los de sus predecesores, parecía «haber caído desde una gran altura»; en segundo, volvía a poner el problema de Dunwich en el tapete, y, por último, añadía una nueva corroboración a todo el enigma que se iniciaba con las instrucciones de Alijah Billington y las siniestras referencias a invocaciones que hacían bajar «algo» del cielo, hasta los hechos reales acontecidos en fechas recientes. Pero mientras lo leía fui consciente, al mismo tiempo, de una vibración maligna, como si las mismas paredes me vigilaran y la casa entera estuviera esperando que yo hi­ciera el menor movimiento para abalanzarse sobre mí como un gato sobre un ratón. Además, el relato del periódico me alteró hasta tal punto que tardé mucho en dormirme y permanecí varias horas en la cama escu­chando el clamor de las ranas, escuchando los inquietos movimientos de mi primo en la habitación del otro lado del rellano, aguzando el oído en busca de otros sonidos nocturnos y oyendo —¿sueño o realidad?—, como enor­mes pisadas bajo tierra o por encima del cielo.

Las ranas cantaron y croaron durante toda la noche sin cesar hasta el alba, y aun entonces siguieron algunas voces aisladas elevando sus llamadas al espacio. Cuando por fin me levanté y me vestí, seguía cansado, pero no abandoné la decisión que había tomado la noche anterior: visitar Dunwich si me era posible.

Así pues, inmediatamente después de desayunar, pedí a mi primo que me permitiera utilizar su coche con el pretexto de que tenía necesidad de ir a Arkham. Accedió con presteza y, según me pareció, con alivio, volviéndose casi cordial, sobre todo cuando le hice saber, titubeando, que acaso estuviera fuera durante todo el día. El mismo me acompañó hasta el coche y me despidió, insistiendo en que permaneciera en Arkham todo el tiempo que qui­siera y utilizara el coche cuanto me viniera en gana.

A pesar de que mi decisión había sido tomada de modo impulsivo, tenía muy claro cuál iba a ser mi obje­tivo inicial. Iba a ser aquella misma anciana, Mrs. Bishop, cuya conversación, llena de alusiones indirectas, me había referido mi primo en una de nuestras primeras charlas. La vieja había hablado de Nyarlathotep y Yog-Sothoth y, por las anotaciones que había tomado Ambrose en el dorso de un sobre que hallé entre sus papeles, me pareció que no sería difícil dar con su casa sin necesidad de pre­guntar a nadie el camino. Además, como, según mi primo, era una vieja supersticiosa, aunque astuta, la abordaría lo más indirectamente posible a fin de sonsacarle información que, de otro modo, quizá no pudiera obtener de ella.

Encontré la casa con la facilidad con que había su­puesto. Reconocí las paredes bajas pintadas de blanco sucio que me había descrito mi primo y, por si fuera poco, el letrero que había en la entrada con el apellido «Bishop» eliminó cualquier duda que me hubiera podido quedar. Recorrí el sendero que conducía a la casa, subí al porche sin vacilar y llamé a la puerta.

—Pase — dijo una voz cascada desde el interior.

Entré en la casa y me vi, como mi primo anterior­mente, en una habitación oscura. Pronto se me acostum­bró la vista y distinguí la figura de la vieja, sentada, con un gato negro en el regazo.

—Siéntese, forastero.

Así lo hice, y, sin presentarme, le pregunté:

— Mrs. Bishop, ¿ha oído usted las ranas del Bosque de Billington?

— Ay, que si las he oído — respondió sin vacilar——. No paraban de llamar y de llamar. Y yo sé que llamaban a Los de Fuera.

—Ya sabe usted lo que eso quiere decir, Mrs. Bishop.

—Ay, y usted también, a lo que parece. El Maestro ha vuelto. Ya sabía yo que iba a volver cuando abrieron la casa de nuevo. El Maestro esperaba y llevaba mucho tiempo esperando. Y por fin ha vuelto, y Esos también han vuelto, desgarrando y destripando y Dios sabe qué más. Soy una vieja, forastero, y no me queda mucho de vida, pero no quisiera morir así. ¿Y usted quién es, forastero, que viene a hacerme estas preguntas? ¿Es usted uno de Ellos?

—¿Llevo las señales? — pregunté a mi vez.

—Llevarlas, no las lleva. Pero usted ya sabe que pue­den venir con la forma que quieran —la vieja empezó a reír con voz cascada, pero de pronto cortó en seco las carcajadas— . ¡Ese es el mismo coche que trajo el Maes­tro! ¡Usted viene de parte del Maestro!

— De casa del Maestro sí, pero no de su parte — me apresuré a replicar.

La vieja pareció titubear.

—Yo no he hecho ningún daño. Yo no escribí esa carta. Fue Lem Whately, que estuvo escuchando conver­saciones que no debía.

—¿Cuándo oyó usted a Jason Osborn?

—Diez noches después de que fue llevado, y luego doce noches después, y la última vez cuatro noches antes que lo encontraran como encontraron a otros antes de que yo naciera, y como encontrarán a otros también. Le oí con toda claridad, como si estuviera ahí mismo donde está usted, forastero, y conozco demasiado la voz de Osborn para equivocarme cuando la oigo.

—¿Y qué dijo?

— La primera vez cantaba, pero las palabras eran ex­trañas y no las he oído nunca. La última vez parecía como una oración. La vez de en medio decía palabras del idioma de Ellos, que no está hecho para los mortales.

—¿Y dónde estaba él?

—Afuera. Estaba Afuera con Ellos, y Ellos aguardaban hasta que Les llegara el momento de comérselo.

—Pero no se lo comieron, Mrs. Bishop. Le encon­traron.

—¡Ay! — volvió a reír con voz cascada—. Lo que Ellos buscan no es la carne, sino el espíritu o lo que sea, lo que le hace a una persona pensar y figurarse cosas y lo que le hace a uno hacer y decir lo que quiere.

—La fuerza vital.

—Llámelo como quiera, forastero. Eso es lo que bus­can Ellos, los muy diablos. ¡Ay! Lo encontraron y era Jason Osborn, ¿verdad?, todo destrozado y roto, según dicen, pero estaba muerto, ¿no es así? Ya lo creo que estaba muerto, y Ellos se habían llenado de él, que pri­mero se lo habían llevado adonde Ellos habían querido.

—¿Y dónde está ese sitio, Mrs. Bishop?

—Aquí mismo y allá, forastero, y en cualquier parte. Están aquí todo el tiempo, a nuestro alrededor, pero no se les puede ver. Puede ser que estén escuchando lo que hablamos ahora mismo, pero siempre están junto a la puerta, esperando a que el Maestro Les llame como antaño Les llamó. ¡Ay, que ha vuelto el Maestro, que ha vuelto al cabo de doscientos años! Así dijo mi abuelo que volvería y así ha vuelto, para soltarlos otra vez y que estén libres, y ahí Los tiene usted volando, y arras­trándose, y nadando, y acechando detrás de cualquier puerta, en espera de poder salir de nuevo y volver a empezarlo todo otra vez. Ellos saben dónde están las puertas y conocen la voz del Maestro, pero ni siquiera él está a salvo de Ellos si no conoce todos los signos, y los hechizos, y las defensas. Pero ya lo creo que los co­noce, ¡ no va a conocerlo el Maestro! El conocimiento le viene de lejos, según la Palabra que nos ha dejado.

—¿Alijah? — pregunté.

—¿Alijah? —repitió, soltando de nuevo sus horribles carcajadas—. Alijah sabía más que cualquier mortal. Lo que él sabía nadie lo puede decir. El podía llamarlo a El y hablar con El, y El nunca cogió a Alijah. Alijah Lo dejó encerrado y se fue. Alijah Lo dejó encerrado y tam­bién dejó encerrado al Maestro allí Fuera, cuando el Maestro estaba listo para volver después de tanto tiempo. No hay muchos que lo sepan, pero Misquamacus si lo sabía. El Maestro caminó sobre esta tierra, pero nadie le reconoció al verle, pues cambiaba de cara cuando que­ría. ¡Ay! Y llevó una cara de Whately, y llevó una cara de Doten, y llevó una cara de Giles, y llevó una cara de Corey; y se sentó entre los Whately, y entre los Doten, y entre los Giles, y entre los Corey; y nadie le tomó sino por Whately, o por Doten, o por Giles, o por Corey; y comió entre ellos, y durmió entre ellos, y caminó y habló con ellos; pero tan poderoso era en su Exteriorización que aquellos de quienes se apoderó pronto se debilitaron y murieron, pues ninguno fue capaz de contenerle. Sólo Alijah fue más listo que el Maestro, ¡ay!, y siguió siendo más listo que él cuando ya hacía más de cien años que el Maestro había muerto — la vieja volvió a dejar oír su horrible risa y luego prosiguió— . Ya sé, forastero, ya sé. Yo no Les sirvo de nada, pero yo Les oigo hablar Ahí Fuera. Yo oigo lo que dicen Ellos y, aunque no entienda las palabras, sé lo que están diciendo. Yo nací con la membrana y puedo oír a Los de Ahí Fuera.

Para entonces yo ya había llegado a comprender per­fectamente el punto de vista de mi primo. Me había dado cuenta de que aquella mujer producía la inquietante im­presión de poseer algún conocimiento secreto y de que, efectivamente, se notaba en ella ese aire de superioridad, casi despectivo, que ya, había observado Ambrose. No me cabía duda de que la vieja poseía importantes conoci­mientos ocultos y prohibidos, pero volví a sentir una vez más que me faltaba la clave fundamental, sin la cual no me era posible comprender la información que me proporcionaba:

—Están esperando — repitió. A que llegue el mo­mento de volver a la tierra y extenderse por todas partes, que no están sólo aquí, sino que acechan en cualquier sitio, desde dentro de la tierra y debajo del agua, y también desde Fuera. El Maestro Les ayuda.

—¿Ha visto usted al Maestro alguna vez? — no pude por menos de preguntar.

—Nunca le puse la vista encima, pero sí he visto la forma que ha tomado. No hay ninguno de nosotros que no sepa que ha vuelto. Conocemos los signos. Se llevaron a Jason Osborn, ¿verdad? Y vinieron para coger a Lew Waterbury, ¿no es así? ¡Pues volverán! — añadió som­bríamente.

—Mrs. Bishop, ¿quién era Jonathan Bishop?

Volvió a reír sin alegría, con algo del sonido de un murciélago.

—Bien puede usted preguntarlo. Era mi abuelo. Des­cubrió algunos secretos y se creyó que lo sabía todo. Conque se puso manos a la obra y Lo invocó y Lo envió contra los que espiaban o metían sus narices donde no les importaba, pero él no era como el Maestro y Algo se lo llevó igual que se había llevado a los otros. Y dicen que el Maestro no movió ni un dedo para ayudarle por­que decía que era débil y no tenía derecho a implorar a las piedras ni llamar a los montes ni traer entre nosotros a esas Cosas infernales para que el odio reinara en Dun­wich, que no hay ni un Corey ni un Tyndal que no odie a los Bishop.

Todo lo que decía la vieja tenía un significado horrible; las cartas de Bishop a Alijah Billington corroboraban fielmente sus palabras, y, como mi primo se había moles­tado en averiguar, también la prensa de Arkham daba fe de su veracidad. Cualesquiera que hubieran sido los motivos, no cabía duda de la realidad de los hechos; la prensa había recogido la desaparición, y el ulterior ha­llazgo, de Wilbur Corey y Jedediah Tyndal, aunque no los relacionaba en modo alguno con Jonathan Bishop. Pero las cartas de Bishop, que probablemente nadie había leído entonces sino el viejo Alijah, establecían sin nin­guna duda esta relación, incluso antes de que hubiera desaparecido Corey. Y ahora esta anciana reconocía tran­quilamente que los Corey y los Tyndal odiaban a los Bishop, lo cual se debía con toda seguridad a que habían adivinado la relación de Jonathan Bishop con aquellas dos desapariciones misteriosas. A estas alturas de la conver­sación me sentía yo considerablemente alterado por la convicción de que, si hubiera poseído los conocimientos pertinentes, habría obtenido de la vieja una información más coherente y significativa. Además me daba cuenta de que, tras sus palabras, se escondía algún secreto te­rrible que vibraba en su risa cascada y resultaba casi tangible en el espacio de aquella habitación: como un inmenso tesoro de conocimientos primordiales y secretos que parecían remontarse a través de las edades hasta un remoto pasado y amenazaban con perdurar hasta un fu­turo lejano, como un todo inteligente y vivo, pero tor­cido y maligno, que se ocultara en las sombras para surgir en el momento propicio y asolar el mundo de la vida.

— ¿Llegó usted a conocer a su abuelo?

—No, pero siempre he sabido lo que se decía de él. Listo sí era, pero no lo bastante, lo cual da la razón a los que dicen que saber un poco es peor que no saber nada. El se hizo un círculo de piedras y Lo invocó, y El vino, y Algo más con El, que se lo llevó, y después fue el Maestro y Los volvió a enviar a Fuera, a través del círculo, a El y a los Otros que habían venido —la vieja dejó oir de nuevo sus rotas carcajadas—. ¿No sabe usted, forastero, qué es lo que ronda por allá arriba, detrás de la montaña?

Abrí la boca para pronunciar, al azar, uno de los nom­bres-clave que con tanta frecuencia aparecían en los viejos libros, pero ella me hizo callar, con gran alarma que no se manifestó en la expresión de su rostro, pero sí en el tono de su voz.

—¡No pronuncie Sus nombres, forastero! Que acaso estén escuchando y al oírlos se acerquen más y se pongan a seguirle la pista a usted... A menos que tenga usted el Signo.

—¿Qué Signo?

—El Signo de protección.

Entonces recordé que, cuando mi primo me habló de los dos viejos harapientos con quienes había conversado en Dunwich cuando inició sus investigaciones en este lugar, me contó que le habían preguntado si tenía el «Signo». Era de suponer que debía tratarse del mismo «Signo», aunque parecía existir alguna discrepancia. Pre­gunté a la vieja sobre este particular.

—No, ésos se referían al otro Signo. Son unos maja­deros que no saben ni de qué hablan; a ésos no les im­porta lo que pasa; creen que van a conseguir riqueza y poder, pero el Signo no es lo que ellos se figuran. Los de Fuera no se preocupan por enriquecer a la gente; lo único que Les importa es volver. Volver a la tierra y esclavizarnos y mezclarse con nosotros y matarnos cuan­do Les convenga, pero al que lleva Su Signo no le hacen nada, siempre que tenga poder, como el Maestro, y en­tonces ya les pertenece usted a Ellos. Yo lo sé. No se lo puedo explicar, pero lo sé. Yo oí gritar a Jason Osborn la noche que se lo llevó. Y Sally Sawyer, la que cuida la casa de mi primo Seth, oyó ruido de tablas rotas y arrancadas cuando esa Cosa se abatió sobre el cobertizo donde se había escondido Osborn al verla venir, y lo mismo pasó con Lew Waterbury. Mrs. Frye vio las hue­llas, dice, y que eran más grandes que si fueran de un elefante, como si fueran el doble de grandes o tres veces más grandes que si fueran de un elefante, y con más de cuatro patas también, y toda clase de huellas, y en algunos sitios había señales de alas, pero se rieron de ella y dijeron que lo había soñado. Y cuando ella los llevó allí para enseñárselo, casi no quedaban huellas, sino sólo algunas señales raras por algunos sitios, como si hubieran borrado las huellas. El caso es que nadie las pudo ver.

Confieso que los pelos se me habían puesto de punta y que tenía el cuerpo bañado en sudor frío. La vieja hablaba con tal pasión que no parecía darse cuenta de mi presencia. Era evidente que lo que ella misma había oído, más lo que sabía por su propio antepasado, la hacía pasarse todo el día, y día tras día; dando vueltas en el magín a los hechos horribles y misteriosos acaeci­dos en la comarca.

—Y lo peor del caso es que, verlos, no Los ve, pero nota usted que están cerca por el olor. Es un olor espan­toso que no se lo puede usted ni imaginar, ¡como si saliera directamente del infierno!

Aunque seguía oyendo y entendiendo sus palabras, en realidad ya no les prestaba atención. Algunas de las cosas que me acababa de decir encajaban en un esquema global tan lleno de sugerencias que sentí un horror glacial ante la mera posibilidad de tomármelas en serio. La vieja pa­recía reverenciar al «Maestro» y había dado a entender que tenía más de doscientos años de existencia; por lo tanto, no era posible que dicho Amo tan reverenciado fuera Alijah Billington. ¿Era, pues, Richard Billington, o más bien aquel enigmático personaje a que se refería el Rev. Ward Phillips como «Richard Bellingham o Bol­linhan»?

— ¿Por qué otro nombre conoce usted al Maestro? —pregunté.

Al momento me di cuenta de que esta pregunta des­pertó su desconfianza.

—Nadie conoce Su nombre, forastero. Puede usted llamarle Alijah si quiere, o Richard si lo prefiere, o darle un nombre más antiguo aún. El Maestro vivió aquí du­rante algún tiempo y después se fue a vivir Allá Fuera. Luego volvió aquí otra vez y más tarde se marchó Allá Fuera de nuevo. Y ahora está otra vez aquí. Yo soy una vieja, forastero, y me he pasado la vida oyendo hablar del Maestro y durante todos estos años he estado esperando su regreso y sabiendo que volvería, como lo han profe­tizado. Pero no tiene nombre ni tiene lugar. El viene y se va. Entra en el tiempo y sale de él.

— Debe ser muy viejo.

—¿Viejo? — rió la anciana, arañando con sus manos como garras los brazos de la mecedora—. Es más viejo que yo, más viejo que esta casa, más viejo que usted y más viejo que los tres juntos. Para él un año es como un suspiro y diez años como un tic-tac del reloj.

La vieja hablaba en enigmas que yo no era capaz de descifrar. Sin embargo, una cosa parecía clara, que la pista que conducía a Alijah Billington y sus extraños quehaceres seguía remontándose hacia un pasado cada vez más remoto, incluso anterior probablemente a Richard Billington. Entonces, ¿qué pintaba Alijah en todo el asunto? ¿Y por qué había abandonado de pronto sus tierras natales para regresar a Inglaterra, que es de donde habían venido sus antepasados muchos decenios antes? La primera explicación que se me había ocurrido — que me había parecido evidente por sí misma hasta el punto de aceptarla sin crítica— es que Alijah se había marchado, tras despedir al indio Quamis, para no verse mezclado en los extraños y terribles acontecimientos que habían tenido lugar en los alrededores. Pero esta suposición ya no me parecía tan evidente, y entonces, ¿qué otros motivos podía haber tenido Alijah para darse a la fuga? No había el menor indicio de que las autoridades atribuyeran a Alijah la menor responsabilidad en los dramáticos sucesos ocu­rridos en el vecindario, es decir, en las desapariciones y aún más misteriosas reapariciones de algunos campesinos del contorno.

La vieja llevaba un rato callada. En algún lugar de la casa se oía el latido de un reloj. El gato negro que dormía en su regazo se levantó de pronto, arqueó el espinazo y se dejó caer mullidarnente al suelo.

—¿Quién le envió, forastero? —preguntó de pronto la anciana.

—Nadie me envió. Vine yo.

—Por algún motivo habrá venido, digo yo. ¿Trabaja usted para el sheriff?

Le aseguré que no.

—¿Y no lleva usted el Signo Ancestral?

Volví a responderle que no.

—Tenga cuidado por donde anda y tenga cuidado con lo que dice, que Los de Fuera le van a ver y a oír. O, si no, el Maestro. Y al Maestro no le gusta que la gente haga preguntas y se meta en sus asuntos. Y cuando al Maestro no le gusta una cosa, llama a Aquél para que baje del cielo o de las montañas o de donde esté.

Sin poderlo evitar me di cuenta de que a lo largo de toda nuestra conversación no había dudado ni un mo­mento de la sinceridad de mi interlocutora. Ella creía con toda sencillez lo que decía; tal vez no comprendiera plenamente todo el alcance de sus palabras, pero es in­dudable que creía en alguna fuerza ajena y desconocida que se manifestaba en formas distintas y resultaba malé­fica para la humanidad. De todo esto yo no tenía la menor duda. Algunas veces la anciana hablaba con acen­tos casi religiosos y me llevé una sorpresa al enterarme, cuando le pregunté sobre este particular, de que perte­necía a la Iglesia Congregacionalista, aunque no iba mu­cho a la capilla, y de que creía firmemente en Dios. Evi­dentemente, esta creencia no era incompatible con el terror a los seres extraterrestres que tan vivamente exis­tían en el mundo de sus pensamientos.

Cuando por fin me despedí de ella estaba convencido de que las oscuras aguas en que nadábamos mi primo y yo eran demasiado profundas y no se divisaban las orillas. La ligera esquizofrenia que afectaba a mi primo cuando se hallaba en su casa y en los bosques que la rodeaban venía a complicar aún más el asunto. Era evidente que tenía que dirigirme a otras instancias en demanda de ayuda si no quería fracasar miserablemente en mi intento y poner en marcha sabe Dios qué fuerzas. Pues a estas alturas me encontraba en una situación mental en la que me resultaba fácil aceptar la existencia de fuerzas malé­ficas — incomprensibles e inimaginables, no obstante, para mí— que acechaban en las montañas con intención de diezmar las filas de la humanidad.

Durante el viaje de regreso permanecí muy pensativo. Me sentía perdido en un laberinto lleno de puertas y pasadizos, pero sin salida. Así pues, me hallaba en un talante más bien sombrío cuando por fin llegué a la casa, donde encontré a mi primo muy atareado en el gabinete de estudio. Saltaba a la vista que no pensaba que yo iba a volver tan pronto, pues al verme entrar apartó apresu­radamente los papeles que tenía entre manos, aunque sin poder evitar que yo distinguiera fugazmente que estaban cubiertos de extraños diagramas y figuras geométricas. Este afán de ocultar sus actividades me invitó a pagarle en la misma moneda y no le di ninguna explicación de dónde había estado. Conseguí eludir sus preguntas y vi que se quedó bastante molesto, aunque no me dijo nada. En realidad, mi continua presencia parecía producirle cierta incomodidad, aunque no me cabe duda de que él pensaba lo mismo de mí. Afortunadamente, el día estaba ya bastante avanzado y pronto tocaría a su fin. Después de cenar aproveché la primera oportunidad para retirar­me a mi habitación, pretextando un dolor de cabeza, lo cual no distaba mucho de ser verdad si consideramos el grado de mi confusión mental.

En vista de lo que ocurrió aquella noche, deseo ahora dejar clara constancia de que, a la sazón, yo no me encon­traba enfermo ni sometido a ninguna influencia anormal. Mis pensamientos eran caóticos, en efecto, pero no tanto como para hacerme confundir mis fantasías con la rea­lidad. De hecho, como me hallaba era en un intenso es­tado de alerta, debido muy probablemente a que, de una manera instintiva, me daba cuenta de que en cualquier momento podía ocurrir algo desagradable.

La noche se inició, como la anterior, con un demoníaco concierto del coro de ranas y las flautas de los sapos, que alcanzó alturas ensordecedoras en la marisma del bosque, entre la torre y la casa. Apenas se había puesto el sol y yo todavía no me había ido a mi cuarto cuando empezaron a cantar. Pero no empezaron, como cualquier naturalista hubiera esperado, por voces aisladas que al principio ensayan su canto aquí o allá y a las cuales poco a poco se yan sumando otras, sino de repente y todas a la vez, como una disciplinada masa coral que obedeciera alguna señal dada por alguien a los pocos minutos de haberse hundido el sol tras el horizonte de occidente. Mi primo hizo como que no oía el estruendoso clamor y yo no lo mencioné, pues ignoraba cómo reaccionaria Ambro­se si yo volvía a sacar el mismo tema de conversación que la noche anterior. Pero, una vez en el santuario de mi habitación, cada vez fui percibiendo el terrible coro con mayor nitidez, a pesar de que allí sonaba algo más apa­gado.

Sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que mi imaginación se tomara la menor libertad. Con premedi­tada deliberación abrí un libro que siempre llevo conmigo — El viento en los sauces, de Kenneth Grahame— y me puse a releer las aventuras de sus deliciosos protagonis­tas, Topo, Sapo y Ratón, dispuesto a disfrutar de ellas como de costumbre; y en un plazo de tiempo relativa­mente breve, sobre todo teniendo en cuenta el ambiente en que me hallaba y los incidentes ocurridos desde que acudí en respuesta a la desesperada llamada de mi primo, volví a perderme en la encantadora campiña inglesa, junto al río eterno que atraviesa el país de los inolvidables personajes de Grahame. Leí bastante rato, además, y aunque en ningún momento llegué a olvidarme por com­pleto del coro de batracios, sí conseguí enfrascarme bas­tante en la lectura. Cuando por fin dejé el libro en la mesilla, se acercaba la medianoche y la luna gibosa ya no estaba en el cenit, sino que se hundía lentamente hacia poniente. Apagué la luz de la habitación porque tenía los ojos algo cansados, pero yo en realidad no lo estaba. Yo me sentía fundamentalmente tranquilo, aunque a veces se agitaban aguas profundas en ciertos recónditos recodos de la mente donde se agazapaban los recuerdos de los recientes acontecimientos. En este estado de ánimo permanecí despierto durante un rato, intentando encajar unas en otras las distintas piezas del rompecabezas Billington.

Mientras me esforzaba en encontrar una lógica al pro­blema, oí que mi primo abría la puerta de su cuarto y salía al rellano. Creo que en el mismo instante supe que se dirigía a la torre de piedra. También recuerdo que mi primer impulso fue detenerle, pero no lo hice. Le oí bajar las escaleras y luego, tras unos momentos de si­lencio, cerrar la puerta principal de la casa. Crucé el re­llano y entré en su habitación, pues desde su ventana podía dominar el prado que Ambrose tenía que cruzar forzosamente para llegar a la franja de bosque que se interponía entre la casa, por un lado, y la marisma y la torre, por otro. Efectivamente, le vi recorrer el prado y volví a sentir el impulso de lanzarme en pos de él. Pero me disuadió algo más que la razón. Sentí algo muy próximo al miedo, pues aquella noche no estaba seguro de que mi primo estuviera andando en sueños como en otras. Me parecía muy posible que estuviera despierto y, en tal caso, podría enfadarse seriamente si me descu­bría siguiéndole los pasos.

Durante algún tiempo permanecí indeciso y, por fin, llegué a la conclusión de que era posible averiguar si Ambrose iba o no a la torre mediante el sencillo proce­dimiento de bajar al gabinete de estudio y asomarme por el cristal central de la vidriera, que apuntaba precisamente a la parte superior de la torre. A la luz de la luna seria fácil distinguir si aparecía alguien en la abertura practicada por Ambrose en el techo de la misma. Para cuando llegué a esta conclusión, Ambrose habla tenido tiempo de sobra para alcanzar su objetivo si es que efectivamente era la torre. Así pues, sin vacilar, bajé la escalera a oscuras, pues ya me había familiarizado bas­tante con la casa, y entré directamente en el gabinete. Era la primera vez que contemplaba la ventana en la oscuridad y quedé sobrecogido por el efecto fantástico de la luna sobre los colores de la vidriera, que parecía girar y palpitar con vida propia, esparciendo un suave resplandor por toda la estancia.

Subí a la estantería como la otra vez, aunque ahora me costó más trabajo, y me asomé por el círculo de vidrio incoloro que había en el centro de la vidriera. Ya he descrito anteriormente la extraña ilusión visual que sufrí en otra ocasión en que también había mirado a través de este cristal. El efecto que ahora sentí fue en cierto modo análogo, aunque a primera vista no tenía apariencia al­guna de ilusión, sino que más bien parecía como sí todo el panorama hubiera sufrido cierta indebida exageración. El paisaje que contemplaron mis ojos era, en efecto, el que esperaba ver, pero aparecía como bañado por una luz más brillante que la de la luna, aunque del mismo matiz: de ese tono lívido que todo lo recubre, que altera de modo sutil formas y colores, convirtiendo la noche en un reino ajeno y fantástico. En este paisaje se alzaba la torre, sólo que ahora parecía mucho más cerca que nunca. Era como si estuviera emplazada al final del prado, en la linde del bosque como mucho, y, no obstante, las pro­porciones y perspectivas eran propias y correctas. Me daba la impresión de estar contemplando la escena a través de una lupa y, al mismo tiempo, sentía la convicción de que las cosas eran exactamente como debían ser.

Sin embargo, mi interés no se centró en las perspecti­vas ni en la insólita luminosidad, sino en la propia torre. Pese a lo avanzado de la hora — pues ya había pasado la medianoche— vi que mi primo había subido a la pe­queña plataforma que hay en lo alto de las escaleras del interior de la torre. Se le veía perfectamente la mitad superior del cuerpo, a la luz fantástica de aquel paisaje, y tenía los brazos extendidos hacia el cielo de poniente, donde a aquellas horas brillaban las estrellas y constela­ciones de invierno ya muy próximas al horizonte — Alde­barán junto a las Híadas, parte de Orión y, un poco más arriba, Sirio, Capella y los Gemelos—, así como el pla­neta Saturno, todos ellos empalidecidos por la proximi­dad de la luna. Más tarde me di cuenta de que veía a mi primo con una nitidez que no podía explicar ninguna de las leyes de la perspectiva o de la visión aplicadas a la distancia, el momento y el entorno. Pero en aquellos instantes no se me ocurrió ni pensar en ello por una razón evidentísima: todas aquellas características más o menos insólitas del escenario apenas constituían sino un simple marco para las visiones verdaderamente horribles y espantosas que se presentaron ante mi vista.

Mi primo Ambrose no estaba solo.

De junto a él salía como una excrecencia — no encuen­tro otra palabra más apropiada— que fluía aparente­mente sin principio ni fin, que parecía hallarse en un estado constante de fusión, pero que producía una im­presión inconfundible de poseer vida propia. Esa excre­cencia que digo tenía a la vez algo de serpiente y de murciélago y parecía un monstruo inmenso y amorfo de los orígenes, cuando todavía las criaturas no habían emer­gido completamente del lodo primordial. Pero aun vi más, pues alrededor de Ambrose, asomado allí a lo más alto de la torre, el aire pululaba de figuras que desafían toda descripción. Sobre la bóveda cónica, uno a cada lado, había dos seres vagamente parecidos a sapos, que cambia­ban constantemente de forma y apariencia. De ellos ema­naba, aunque no sé cómo la producían, una lúgubre ulu­lación sólo comparable a la aguda sinfonía de las ranas, que ahora alcanzaba unas alturas verdaderamente insopor­tables. En el espacio volaban unas enormes criaturas viperinas de cabeza extrañamente distorsionada, dotadas de garras desproporcionadas hasta lo grotesco y alas ne­gras, como de goma, de unas dimensiones singularmente monstruosas. Desde luego, el espectáculo — que en cir­cunstancias normales me habría dejado las piernas como trapos— era tan increíble que mi reacción instantánea fue suponer que había perdido los sentidos, que la constante preocupación con los problemas del Bosque de Billington y los hechos ocurridos en esta zona me habían afectado hasta el punto de producirme alucinaciones; Desgracia­da mente, como ahora sé, hay una clara evidencia de que, si se me permite la expresión, aquellos fenómenos po­seían existencia independiente de mi imaginación.

Además, allí en la torre había una situación de cambio constante. Aquellas criaturas voladoras, que parecían mur­ciélagos, a veces desaparecían de repente, como si hu­bieran pasado a otra dimensión; los amorfos flautistas del tejado, enormes y monstruosos en un momento dado, se volvían en el siguiente pequeños como enanitos; y, sobre todo, la zona del espacio que se extendía ante mi primo, la cual he descrito como una excrecencia, se ha­llaba en un estado de fusión o de fluidez continuo que resultaba horrible de ver, pero a la vez tan fascinante que no podía apartar mi vista de ella, convencido de que en cuanto dejara de mirarla se disolvería como una ilusión y yo volvería a contemplar el panorama tranquilo, noc­turno y lunar que habla esperado encontrar. Sé perfecta­mente que al decir que esa Cosa se hallaba en estado de fusión o fluidez no llego, ni con mucho, a describir lo que sucedía ante mis propios ojos horrorizados e incré­dulos: primero era como una extensión angular del es­pacio, cuyo punto focal se hallaba situado ante mi primo Ambrose; pero luego se convirtió sucesivamente en una enorme masa amorfa de carne cambiante, escamosa como ciertas serpientes, que emitía y reabsorbía sin cesar innu­merables apéndices tentaculares de todas las longitudes y formas posibles; en una bestia espantosa de negro pelaje y ojos rojos que se abrían inesperadamente en cualquier punto de su cuerpo, y, por fin, en una mons­truosidad infernal de aspecto octopoidal, cuyos tentáculos infinitamente largos ondulaban en la lejanía del espacio hasta fundirse en la distancia y en cuyo cuerpo amora­tado se abrió un ojo iinico que miraba a mi primo y, debajo del ojo, una boca como un pozo, de la que ma­naba un terrible aullido enmudecido. Al oír este sonido, los flautistas de la torre y los cantores del pantano aumen­taron su música hasta el frenesí, y mi primo dio voz a terribles sonidos ululantes que me parecieron como la burla macabra de una criatura infrahumana y me llenaron de un terror abismal que nunca habla sentido anterior­mente. Entre los sonidos que emitía, yo había reconocido, además, uno de los temidos nombres que con tanta fre­cuencia, y siempre envuelto en terrores desconocidos, aparecía en la historia de esta desdichada comarca: «Ngai, ngha’ghaa, y-hab — ¡Yog-Sothoth!». De todo este conjunto resultaba un tumulto tan fantástico y bes­tial que pensé que lo habría de oír el mundo entero y me aparté de la ventana, incapaz de soportar por mas tiempo esa sensación de malignidad que ya conocía de otras veces, pero que ahora no parecía emanar de las paredes de la casa, sino de la vidriera.

Al hacer ese movimiento perdí pie y caí de rodillas al suelo del gabinete. Durante unos momentos permanecí en dicha postura, mientras recuperaba el uso de mis facul­tades, y luego me puse en pie, tembloroso, y escuché, asustado de lo que podía oír. Pero no oí nada, en vista de lo cual, terriblemente confundido e incapaz de com­prender lo sucedido, empecé a escalar de nuevo la estan­tería a pesar de los fuertes impulsos que me apremiaban a emprender la huida. Mis pensamientos eran caóticos; me parecía haber sufrido una alucinaci6n increíblemente fantasmagórica, y, sin embargo, sentí que debía mirar una vez más hacia Ja torre de piedra del bosque. Así, desgarrado entre este impulso y otro contrario que me impelía a retroceder, volví a subir a mi posición anterior y abrí los ojos lentamente a la escena tan temida.



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Sueños del Soñador de Providence