I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EL HORROR DE RED HOOK (THE HORROR AT RED HOOK) 1/2 DE AGOSTO DE 1925 2a Parte

V

En junio tuvo lugar la boda, que causó gran sensa­ción. En Flatbush reinaba la animación hacia las doce del mediodía, y una multitud de automóviles adornados con gallardetes llenaban las calles próximas a la iglesia ho­landesa donde habían instalado un toldo que, iba de la puerta a la calzada. Ningún acontecimiento local superó a las nupcias Suydam-Gerritsen en tono y categoría, y el grupo que dio escolta a la novia y al novio hasta el muelle de la Cunard fue, si no el más elegante, sí al menos una sólida página de la alta sociedad. A las cinco se intercam­biaron los saludos, agitando la mano en señal de adiós, y el pesado transatlántico se apartó del largo espigón, giró la proa lentamente hacia el mar, soltó amarras y enfiló hacia las aguas anchurosas que le llevarían a las maravillas del vicio mundo. Era de noche cuando se despejó la cubierta, y los pasajeros rezagados contemplaron las estre­llas que parpadeaban por encima de un océano no contaminado.

No se sabe si fue el carguero o el grito 1o que primero llamó 1a atención. Probablemente fueron ambas cosas a la vez; pero de nada sirve hacer suposiciones. El grito brotó del camarote de Suydam, y quizá habría podido contar cosas cosas espantosas el marinero que derribó la puer­ta si no se le hubiera trastornado el juicio en ese mismo instante; el caso es que empezó a gritar más aún que las primeras víctimas, y echó a correr estúpidamente por el barco hasta que le cogieron y le encadenaron. El médico de a bordo, que entró en el camarote unos momentos más tarde y encendió las luces, no enloqueció, pero no dijo a nadie lo que vio hasta algún tiempo después, cuan­do trabó correspondencia con Malone, ya en Chepachet. Fue asesinato —estrangulación—; pero no hace falta de­cir que las huellas que aparecieron en el cuello de la señora Suydam no podían proceder de las manos de su esposo ni de ningún ser humano, y que la inscripción que fluctuó en el blanco mamparo unos instantes en caracteres rolos, consignada después de memoria, parece que corres­pondía nada menos que a las pavorosas letras caldeas de la palabra «LILITH». No hace falta mencionar estas. cosas porque desaparecieron rápidamente; en cuanto a Suy­dam, se pudo impedir al menos que entraran los demás en el camarote, hasta saber qué pensar. El médico ha asegurado claramente a Malone que no llegó a ver aque­llo, justo antes de encender él las luces, percibió la por­tilla abierta y cegada unos segundos por cierta fosfores­cencia, y durante un instante pareció resonar en la oscu­ridad del exterior algo así como una risa infernal y contenida; pero la realidad es que no vio nada. Como prueba, el doctor aduce el hecho de que conservó la cordura.

Luego, el carguero acaparó la atención de todos. Arrió un bote, y una horda de insolentes rufianes de tez oscura, vestidos con uniforme de oficial, invadió la cubierta del buque y detuvo temporalmente el barco de la Cunard. Querían a Suydam, tanto si estaba vivo como si no. Te­nían noticia de su viaje, y por ciertas razones estaban seguros de que moriría. La cubierta del capitán era casi un pandemónium; durante unos momentos, entre el in­forme del doctor sobre la escena del camarote y las pe­ticiones de los hombres del carguero, ni el más prudente y concienzudo de los navegantes supo qué hacer. De re­pente, el que dirigía a los marinos visitantes; un árabe de boca detestablemente negroide, sacó un papel sucio y arrugado y se lo tendió al capitán. Estaba firmado por Robert Suydam, y contenía este extraño mensaje:

En caso de que muera o me ocurra algún accidente sú­bito o inexplicable, ruego que mi cuerpo sea confiado sin preguntas al portador de esta nota y a sus acompañantes. Para mí, y quizá para usted, todo depende del absoluto cumplimiento de esta petición. Más tarde sabrá por qué..., no me defraude ahora.

Robert SUYDAM

El capitán y el doctor se miraron mutuamente, y el segundo susurró algo al primero. Finalmente asintieron impotentes, y les llevaron al camarote de Suydam. El doc­tor hizo que el capitán desviase la mirada al abrir la puer­ta y dejar paso a los extraños marineros, y no respiró hasta que salieron con su cargamento, tras permanecer largo rato preparándolo. Lo sacaron envuelto en una sábana de la litera, y el doctor se alegró de que no se viera demasiado su silueta. De alguna forma, los hombres arria­ron el bulto, por un costado, hasta cubierta de su barco, y se lo llevaron sin destaparlo. El barco de la Cunard reemprendió el viaje, y el doctor y el que se encargaba a bordo de las funciones funerarias trataron de llevar a cabo en el camarote de Suydam los últimos servicios que pudieron. Una vez más, el médico se vio obligado a guar­dar silencio hasta la mendacidad, dado el horror de lo ocurrido. Cuando el encargado de los servicios funerarios preguntó por qué le había extraído toda la sangre al cuer­po de la señora Suydam, omitió decir que él no lo había hecho, ni señaló los huecos de las botellas que faltaban en el estante, ni mencionó el olor del lavabo que dela­taba la forma precipitada con que las habían vaciado de su contenido original. Los bolsillos de aquellos hombres —si es que eran hombres—. abultaban bastante en el mo­mento en que abandonaron el barco. Dos horas más tar­de, el mundo, conocía por la radio cuanto debía saber so­bre el horrible caso.

VI

Esa misma tarde de junio, sin haber oído noticia algu­na de lo ocurrido en altamar, Malone andaba desespera­damente ocupado por los callejones de Red Hook. Una súbita conmoción pareció estremecer el ambiente, y, como informados por un rumor de algo singular, los vecinos se arracimaron alrededor de la iglesia-sala de baile y las casas de Parker Place. Acababan de desaparecer tres ni­ños —noruegos, de ojos azules, de las calles próximas a Gowanus—, y corrió la voz de que se estaba congregan­do una multitud de robustos vikingos de aquel sector. Malone llevaba semanas insistiendo sobre la necesidad de efectuar una limpieza general; finalmente, movidos por condiciones más evidentes al sentido común que las con­jeturas de un soñador dublinés, accedieron a asestar un golpe definitivo. La inquietud y amenaza de esa tarde fue el factor decisivo, y poco antes de las doce de la noche un destacamento, reclutado en tres comisarías con el fin de llevar a efecto la redada, descendió hacia Parker Place y sus alrededores. Derribaron puertas, detuvieron a cuan­tos encontraron allí y abrieron las habitaciones ilumina­das con velas, obligándolas a vomitar multitudes increí­bles y heterogéneas de extranjeros vestidos con atuendos llamativos, mitras y demás ornamentos inexplicables. Mu­cho fue lo que se perdió en la refriega, ya que arrojaron los objetos apresuradamente a unos pozos insospechados que delataban los olores que ellos pretendían camuflar quemando a toda prisa acres inciensos. Pero había salpicaduras de sangre por todas partes; y Malone se estreme­ció al ver en el altar un pebetero del que aún salía humo.

Quería estar en varios sitios a la vez, y decidió ins­peccionar el sótano de Suydam sólo cuando un mensajero le dijo que la derruida iglesia-sala de baile estaba com­pletamente vacía. Pensó que quizá hubiera en el piso alguna clave sobre el rito del que el erudito de lo oculto se había convertido en alma y líder; registró con autén­tica expectación las mohosas habitaciones, notó su vago olor a carroña, y examinó los libros curiosos, instrumen­tos, lingotes de oro y botellas con tapón de cristal, todo ello esparcido de cualquier manera. Se le cruzó por entre las piernas un gato flaco de color blanco y negro que le hizo tropezar, volcando una cubeta medio llena de un liquido rojo. La impresión fue tremenda; hasta hoy, Ma­lone no esté seguro de lo que vio, pero todavía se repre­senta en sueños a ese gato escabulléndose, con ciertas monstruosas alteraciones y particularidades. Luego llegó a la puerta del sótano, la vio cerrada con llave, y buscó algo con qué derribarla. Encontró cerca un pesado banco, y su sólido asiento fue más que suficiente para hacer saltar los antiguos cuarterones. Sonó un crujido, y cedió toda la puerta..., pero empujada desde el otro lado, de donde brotó el tumultuoso aullido de un viento frío como el hielo y cargado de todos los hedores del pozo inmenso, el cual adquirió una fuerza succionante que no parecía provenir de la tierra ni del cielo, y que, enroscándose como un ser vivo en torno al paralizado detective, le arrastró por la abertura y lo precipitó a insondables espacios po­blados de susurros y gemidos y risotadas de burla.

Por supuesto, fue un sueño. Todos los especialistas se lo han dicho, y él no puede probar lo contrario. Desde luego, preferiría que fuese así, porque entonces la visión de los míseros barrios de ladrillo y los rostros oscuros de los extranjeros no le consumirían el alma de ese modo. Pero en aquellos momentos todo fue espantosamente real, y nada puede borrarle el recuerdo de esas criptas tene­brosas; esas arcadas titánicas y esas infernales figuras semiformadas y gigantescas que avanzaban en silencio llevando entre sus garras seres semidevorados cuyos frag­mentos, vivos aún, gritaban pidiendo misericordia o reían demencialmente. Olores de incienso y de corrupción se mezclaban en nauseabundo concierto, y el aire negro her­vía de bultos brumosos, semivisibles, de informes seres elementales dotados de ojos. En alguna parte, un agua ne­gra y pegajosa lamía espigones de ónice, y, una de las ve­ces, se oyó el tintineo estremecido de unas campanillas estridentes que saludaban a la risa loca y sofocada de una entidad desnuda y fosforescente que surgió a la super­ficie, salió a la orilla y se encaramó a lo alto de un pe­destal tallado en oro que había en el fondo, y se puso en cuclillas mirando de soslayo.

Unas galerías de ilimitada oscuridad parecían dispersarse en todas direcciones, hasta el punto de que podía ima­ginar que aquello era la raíz de un contagio destinado a contaminar y tragarse ciudades enteras y a sumergir in­cluso naciones enteras en una fetidez de híbrida pestilen­cia. Aquí se había introducido el pecado cósmico, y, su­purando ritos impíos, había iniciado una marcha burlesca de muerte que iba a corrompernos a todos y convertirnos en fungosas anormalidades, demasiado horrendas para en­contrar descanso en las sepulturas. Aquí tenía Satanás su corte babilónica, y los miembros leprosos de la fosfo­rescente Lilith eran lavados en sangre de niños inmacu­lados. Incubos y súcubos aullaban alabanzas a Hécate, y unos becerros-luna acéfalos mugían a la Magna Mater. Sal­taban las cabras al son de unas flautas delgadas y odiosas y un grupo de egipanes perseguía incansablemente por las rocas a unos faunos deformes con aspecto de sapos hinchados. No estaban ausentes Moloch ni Ashtaroth, pues en esta quintaesencia de toda condenación habían quedado suprimidos los límites de la conciencia, y la fan­tasía del hombre abarcaba perspectivas de todos los rei­nos del horror y de todas las dimensiones prohibidas que el mal podía originar. El mundo y la Naturaleza estaban irremediablemente desamparados ante tales asaltos pro­cedentes de abiertos pozos de noche, y ningún signo ni plegaria era capaz de contener el desbordante Walpurgis de horror que se había producido cuando un sabio, en posesión de la odiosa llave, había tropezado con una horda cargada con el arca cerrada y repleta de saber demoníaco.

De repente, un rayo de luz física traspasó todas estas fantasmagorías, y Malone oyó rumor de remos en medio de unos seres de blasfemia que debieran estar muertos.

Surgió a la vista un bote con un farol en la proa, se di­rigió velozmente hacia una argolla de hierro que habla en el muelle de piedra cubierto de lino, y vomitó a varios hombres oscuros cargados con un bulto envuelto en una sábana. Lo llevaron a la entidad desnuda y fosforescente agazapada en lo alto del dorado y esculpido pedestal, y la entidad rió y manoseó el bulto de la sábana. A conti­nuación desenvolvieron y pusieron de pie, ante el pe­destal, el cadáver gangrenoso de un viejo corpulento de barba incipiente y blancos cabellos desordenados. La en­tidad fosforescente rió otra vez, y los hombres se sacaron unas botellas de los bolsillos y le ungieron los pies con un líquido rojo; luego entregaron las botellas a la entidad para que bebiese de ellas.

De repente, de un callejón abovedado que se perdía a lo lejos llegaron las notas demoníacas y jadeantes de un órgano blasfemo, ahogando y anulando con sus bajos so­nidos desafinados y sardónicos las risas infernales. Un instante después, todas las entidades que habla allí que­daron como electrizadas. Y agrupándose al punto en una procesión ceremonial, la horda de pesadilla se alejó so­lemnemente al encuentro de la música: cabras, sátiros y egipanes, íncubos, súcubos y lémures, sapos deformes, seres elementales aulladores y perrunos y huéspedes mu­dos de las tinieblas, guiados todos por la abominable en­tidad fosforescente que había ocupado el trono dorado, y que ahora avanzaba insolente portando en brazos el cadáver de ojos vidriosos del corpulento anciano. Los hom­bres extraños y oscuros danzaban detrás, y toda la co­lumna saltaba y brincaba con furia dionisíaca. Malone dio unos pasos tras ellos, confuso y delirante, sin saber si estaba en este o en otro mundo. Luego dio media vuelta, vaciló y se desplomó sobre la piedra fría y húmeda, ja­deante y tembloroso, mientras el órgano demoníaco seguía desafinando, y los aullidos, la percusión de los tambores y el tintineo de la loca procesión se hacia cada vez más débil.

Tenía vaga conciencia de cánticos horrendos y espan­tosos graznidos a lo lejos. De cuando en cuando le lle­gaba un gemido o gañido de devoción ceremonial a través de la bóveda tenebrosa, hasta que por último entonaron la pavorosa fórmula mágica griega cuyo texto habla leído encima del púlpito de la iglesia-sala de baile.

¡Oh amiga y compañera de la noche, tú que te solazas en el ladrido del perro (aquí estalló un aullido horrendo) y en la sangre derramada (ruidos atroces); que vagas entre las sombras de las tumbas (aquí brotó un suspiro sibilan­te), y ansías la sangre y traes el terror a los mortales (gritos breves y agudos de miles de gargantas), Gorgo (repetido en respuesta), Mormo (repetido en éxtasis), luna de mil caras (suspiros y notas de flauta), mira con ojos favorables nuestros sacrificios!

Al concluir la salmodia, se elevó un grito general, y unos ruidos sibilantes casi ahogaron las notas ominosas y bajas del órgano desafinado. Luego brotó un jadeo como de muchas gargantas, y una babel de ladridos y expresio­nes quejumbrosas: «¡Lilith, Gran Lilith, contempla al Esposo!» Más gritos, clamor exultante, y el ruido claro de pisadas de una figura que corría. Las pisadas se acer­caron, y Malone se incorporó, apoyándose en un codo, para mirar.

La claridad de la cripta, que últimamente había dis­minuido, aumentó ahora ligeramente, y, en esa luz demo­níaca, apareció la forma fugaz de algo que no era posible que pudiese huir, ni sentir, ni respirar: el cadáver gan­grenoso de ojos vidriosos del anciano corpulento, ahora sin que le sostuviesen, animado por algún sortilegio in­fernal del rito que acababa de concluir. Tras él venía la entidad desnuda y fosforescente del esculpido pedestal, y más atrás resollaban los hombres oscuros y toda la pavo­rosa tripulación de repugnancias dotadas de sensibilidad. El cadáver iba sacando ventaja a sus perseguidores, y corría con un fin deliberado, forzando cada uno de sus músculos putrefactos a fin de llegar al áureo pedestal, cuya necromántica importancia era inmensa al parecer. Un momento después habla alcanzado su objetivo, mientras que la multitud que le seguía continuaba corriendo con frenética rapidez. Pero fue demasiado tarde; porque el cadáver de ojos desorbitados que fuera Robert Suydam había logrado su objetivo y su victoria en un esfuerzo final que le desgarró los tendones, provocando el desmo­ronamiento de su cuerpo nauseabundo. El impulso había sido tremendo, pero su fuerza resistió hasta el final; y mientras caía convertido en una pústula fangosa de co­rrupción, el pedestal se tambaleó, se volcó y finalmente se precipitó desde su base de ónice a las espesas aguas, despidiendo un último destello de oro tallado al hundirse pesadamente en los negros abismos del Tártaro inferior. En ese instante se disipó también toda la escena de ho­rror ante los ojos de Malone, quien se desmayó en medio de un estallido atronador que pareció borrar todo el ma­ligno universo.

VII

Al sueño de Malone, vivido todo él antes de enterarse de la muerte de Suydam y de su transbordo en alta mar, vinieron a añadirse ciertos incidentes reales del caso; aun­que ésa no es razón para que nadie lo crea. Los tres edi­ficios viejos de Parker Place, sin duda minados de co­rrupción desde hacía tiempo en su forma más insidiosa, se derrumbaron sin causa visible cuando estaban dentro la mitad de los policías y gran parte de los prisioneros, y, de ambos grupos, el más numeroso murió instantánea­mente. Sólo se salvaron muchas vidas en los sótanos y bodegas, y Malone tuvo la suerte de encontrarse en lo más bajo de la casa de Robert Suydam. Porque estaba efectivamente allí, cosa que nadie está dispuesto a negar. Le encontraron inconsciente en el borde de un estanque negrísimo, con un espantoso revoltijo de huesos y de pu­trefacción —que, por las operaciones dentales, identifica­rosa como el cadáver de Suydam— a unos pasos de é1. El caso era sencillo, ya que era allí adonde conducía el canal subterráneo de los contrabandistas: los hombres que habían recogido a Suydam del barco le habían traído a casa. A éstos no se les llegó a encontrar, o, al menos, no se les llegó a identificar; en cuanto al médico de a bordo, no le satisfacen las explicaciones simplistas de la policía.

Suydam era, evidentemente, el jefe de unas vastas ope­raciones de contrabando de hombres, ya que el que lle­gaba hasta su casa no era sino uno de los varios canales subterráneos y túneles de la vecindad. Había un túnel que conducía de su casa a una cripta situada bajo la iglesia-sala de baile,. cripta a la que se llegaba desde la iglesia sólo a través de un estrecho pasadizo que había en la pared norte, y en cuyas cámaras se descubrieron cosas terribles y singulares. Allí estaba el órgano desafi­nado, en una inmensa capilla abovedada, con bancos de madera y un altar extrañamente decorado. En las paredes se alineaban pequeñas celdas, en diecisiete de las cuales —resulta espantoso relatarlo— encontraron prisioneros, encadenados aisladamente y en estado de completa idiocia, entre ellos cuatro madres con. niños pequeños de aspecto inquietantemente extraño. Dichos niños murieron al ser sacados a la luz, circunstancia que los doctores conside­raron una suerte. Aparte de Malone, ninguno de los que los examinaron recordó la oscura pregunta del viejo Del Río: An sint unquam daemones incubi et succubae, et an ex tali congressu proles nascia queat?

Antes de cegarlos, dragaron enteramente los canales, de los que sacaron una enorme cantidad de huesos de todos los tamaños, aserrados y triturados. Evidentemente, se habla llegado a la raíz de la epidemia de secuestros, aunque, de acuerdo con las pistas legales, sólo se pudo re­lacionar a dos de los detenidos supervivientes con el caso. Dichos hombres se encuentran ahora en prisión, ya que no se ha podido determinar de forma convincente su complicidad en los asesinatos mismos. No se pudo sacar a la luz el pedestal o trono de oro esculpido, tan frecuente­mente citado por Malone como de gran importancia ocul­tista, aunque se comprobó que, en la parte del canal situada debajo de la casa de Suydam, las aguas formaban un pozo demasiado profundo y no fue posible dragarla. La condenaron y cegaron con cemento al hacer los sótanos de los nuevos edificios, pero Malone especula a me­nudo sobre lo que hay debajo. La policía, satisfecha de haber desarticulado una peligrosa banda de maníacos tra­ficantes de inmigrantes, dejaron a los kurdos no convictos en manos de las autoridades federales, si bien antes de ser deportados se descubrió de manera concluyente que pertenecían a la secta yezidí de los adoradores del diablo. El carguero y su tripulación siguen siendo un misterio, aunque íos escépticos detectives están dispuestos a en­frentarse con ellos, una vez más, en la lucha por impedir el paso de alijos y el contrabando de ron. Malone consi­dera que estos detectives dan muestras de una visión la­mentablemente miope con su falta de asombro ante la mi­ríada de detalles inexplicables y la sugestiva oscuridad de todo el caso; no obstante, critica igualmente a los pe­riódicos que sólo vieron en él un morboso sensacionalis­mo, y se recrearon en lo que no era sino un sádico culto secundario, cuando podían haber denunciado un horror procedente del mismo corazón del universo. Pero le ale­gra poder descansar tranquilo en Chepachet, sosegando su sistema nervioso y pidiendo que el tiempo vaya trasladan­do poco a poco su terrible experiencia del reino de la realidad presente al de la pintoresca y semimítica lejanía. Robert Suydam descansa junto a su esposa en el ce­menterio de Greenwood. No se celebró ningún funeral sobre sus huesos extrañamente rescatados, y los parientes se sienten aliviados por el rápido olvido en que ha caído el caso. Desde luego, ninguna prueba legal ha confirmado la conexión del erudito con los horrores de Red Hook, ya que su muerte se anticipó a la encuesta que habría tenido que soportar. Tampoco se habla de su propio fin, y los Suydam confían en que la posteridad le recuerde sólo como el afable anacoreta que se dedicaba al estudio de la magia y el folklore.

En cuanto a Red Hook, sigue como siempre. Suydam llegó y se fue; apareció un terror, y se disipó a continuación; pero el espíritu malvado de lo tenebroso y lo sór­dido sigue latente entre los mestizos que habitan en los viejos edificios de ladrillo, y las bandas de haraganes si­guen desfilando, sin que se sepa con qué objeto, por delante de las ventanas donde aparecen y desaparecen inexplicablemente luces y caras retorcidas. El horror secular es una hidra de mil cabezas, y los cultos tenebrosos tie­nen sus raíces en blasfemias más profundas que el pozo de Demócrito. Triunfa el alma de la bestia, omnipresente, y las legiones de jóvenes de ojos turbios y picados de viruela que deambulan por Red Hook siguen maldiciendo y cantando y aullando, mientras desfilan de abismo en abismo, sin que nadie sepa de dónde vienen ni hacia dón­de van, empujados por leyes ciegas de la biología que jamás entenderán. Como antes, entra en Red Hook más gente de la que sale por tierra, y corren ya rumores de que vuelve a haber nuevos canales bajo tierra que condu­cen a ciertos centros de tráfico de licor y de cosas menos confesables.

La iglesia-sala de baile está dedicada ahora casi siempre al baile, y se han visto rostros extraños en sus ventanas por la noche. Recientemente, un policía expresó el con­vencimiento de que la cripta cegada ha sido excavada otra vez con fines nada fáciles de explicar. ¿Quiénes somos nosotros para combatir venenos más antiguos que la his­toria y que la humanidad? Los simios danzaban en Asia ante esos horrores, y el cáncer medra y se extiende en esas filas ruinosas de edificios de ladrillo donde se oculta lo clandestino.

No se estremece Malone sin motivos, pues sólo el otro día un oficial oyó casualmente a una vieja de tez oscura que enseñaba a un chiquillo una salmodia a la sombra de un patio. Prestó atención, y le pareció muy extraño oiría repetir una y otra vez:

¡Oh amiga y compañera de la noche, tú que te solazas en el ladrido del perro y en la sangre derramada, que vagas entre las sombras de las tumbas, y ansías la sangre y traes el terror a los mortales, Gorgo, Mormo, luna de mil caras, mira con oros favorables nuestros sacrificios!

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Sueños del Soñador de Providence