I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EN BUSCA DE LA CIUDAD DEL SOL PONIENTE 1926, 10a Parte

»Pero tú, Randolph Carter, has arrostrado todos los obstáculos de la zona terrestre del País de los Sueños, y aún estás inflamado por el fuego de tu aventura. No has venido por curiosidad, sino para cumplir con tu deber; y no has dejado nunca de venerar a los benevolentes dioses de la Tierra. Sin embargo, estos mismos dioses son los que te han alejado de la maravillosa ciudad del sol poniente de tus sueños, y lo han hecho por mezquina codicia; porque ciertamente deseaban poseer la fantástica belleza de esa ciudad forjada por tu fantasía, y han jurado que en adelante ningún otro lugar será su morada.

»Y así, han abandonado este castillo que poseen en la ignorada Kadath para instalarse en tu ciudad maravillosa. Y allí, durante el día, recorren el palacio de mármol veteado; y cuando el sol se pone, salen a los perfumados jardines para contemplar el dorado esplendor de los templos y columnatas, los arcos de los puentes y los plateados surtidores de las fuentes, las grandes avenidas flanqueadas de ánforas cubiertas de flores y las hileras de relucientes estatuas de marfil. Y cuando llega la noche, suben a las altas terrazas y allí se sientan al relente, en los bancos de pórfido, a escudriñar las estrellas, o se apoyan en las blancas balaustradas a contemplar la encrespada marca de techumbres y a ver cómo se van encendiendo, una a una, las ventanitas de los viejos y picudos hastiales con la luz acogedora y amarillenta de las velas.

»A los dioses les gusta tu maravillosa ciudad, y han abandonado sus maneras de dioses. Han olvidado las altas regiones de la Tierra y las montañas que los habían visto de jóvenes. La Tierra ya no tiene dioses que sean propiamente tales, y únicamente los Dioses Otros de los espacios exteriores gobiernan la inmemorable Kadath. En el lejano valle de tu juventud, Randolph Carter, juegan ahora sin tribulaciones los Grandes Dioses. Has soñado demasiado bien, ¡oh, prudente soñador! Has conseguido que los dioses del sueño se alejen del mundo de las visiones comunes a todos los hombres, para instalarse en un universo que es enteramente tuyo. Y de los pequeños sueños de tu niñez, has sabido edificar una ciudad más hermosa que todas las quiméricas fantasías nacidas hasta ahora.

»No es bueno que los dioses de la Tierra abandonen sus tronos para que la araña hile en ellos su tela y los Dioses Otros gobiernen a su manera tenebrosa. Y no dudarían los poderes exteriores en arrastrarte al caos y al horror, Randolph Carter, ya que eres la causa de su zozobra, si no supieran que tú eres el único que podría hacer que los dioses volvieran a su mundo. En esa zona semivigil del país de los Sueños que te pertenece no puede influir ningún poder de las últimas tinieblas, y sólo tú puedes convencer amablemente a los Grandes Dioses para que salgan de tu maravillosa ciudad del sol poniente, a través de la región crepuscular del norte, y retornar al lugar que les corresponde: a la cima de la ignorada Kadath, de la inmensidad fría.

»De modo, Randolph Carter, que en nombre de los Dioses Otros, te perdono y te conmino a que cumplas puntualmente lo que yo te ordene. Y mi orden es que busques tu propia ciudad del sol poniente y que envíes acá a los traviesos y soñolientos dioses a quienes aguarda el mundo de los sueños. No te será difícil descubrir ese rosado capricho de los dioses, esa fantasía de trompetas celestiales, ese clamor de címbalos inmortales, ese lugar misterioso que te han hecho buscar por los recintos del mundo vigil y por los abismos del sueño, atormentándote con insinuaciones de recuerdos evanescentes, con el dolor de las cosas perdidas, trascendentales y terribles. No te será difícil encontrar ese símbolo, esa reliquia de tus días de ensueño; porque, en verdad, no es sino la gema inalterable y eterna donde toda maravilla fulgura cristalizada, iluminando tu camino nocturno. ¡Escucha!, no es a través de mares desconocidos por donde debes dirigir tus pasos, sino a través de años conocidos y pasados, hacia las visiones luminosas de tu infancia, hacia esas vivencias empapadas de sol y de magia que los viejos paisajes despiertan en una mirada joven.

»Pues sabe que tu dorada v marmórea ciudad de ensueño no es sino la suma de todo lo que has visto y amado de tu infancia. Está formada con el esplendor de los puntiagudos tejados de Boston y las ventanas de poniente encendidas por los últimos rayos del sol; con la fragancia de las flores del Common, la inmensa cúpula erguida en lo alto de la cuesta, y el laberinto de buhardillas y chimeneas que se alzan en el valle violáceo donde el Charles discurre perezosamente por debajo de los innumerables puentes. Todas estas cosas contemplaste, Randolph Carter, cuando tu nodriza te sacó a pasear por primera vez un día de primavera, y será lo último que verás con ojos de nostalgia y de amor. Y tiene también la imagen de Salem y su historia sombría; y la de la espectral Marblehead que escaló rocosos precipicios en los siglos del pasado; y el esplendor glorioso de las torres de Salem y de los campanarios que se ven a lo lejos desde los prados de Marblehead y desde el puerto tras el cual se pone siempre el sol.

»Y la ciudad de tu sueño está hecha de la fantástica y señorial Providence con sus siete colinas en torno al puerto azul, con sus terrazas de césped que conducen a campanarios y ciudadelas de una antigüedad viva aún; y de Newport, que se eleva fantasmal desde su escollera. Y de Arkham también, con sus techumbres invadidas por el musgo, y sus praderas ondulantes y rocosas. Y de la antediluviana Kingsport, blanqueada por los años, ciudad de innumerables chimeneas y muelles desiertos y buhardillas torcidas; y de la maravilla de sus acantilados sobre el mar, y del océano cubierto de brumas lechosas en cuyas aguas se mecen las boyas tintineantes.

»En tu ciudad están los fríos valles de Concord, los empedrados callejones de Portsmouth, los caminos rústicos y umbríos de New Hampshire, cuyos olmos gigantescos casi ocultan las blancas paredes de las viejas granjas y las caídas techumbres de los pozos. Están los muelles salitrosos de Gloucester y los mimbrales de Truro azotados por el viento. Están los paisajes con pueblecitos lejanos y torres de campanario, y los montes que se alzan tras las colinas a lo largo de la Costa del Norte, y las sosegadas laderas rocosas y las cabañas bajas cubiertas de hiedra, construidas al socaire de los enormes farallones que se elevan en la región septentrional de Rhode Island. Están el olor a mar, la fragancia de los campos, el hechizo de los bosques oscuros y la alegría de los huertos y jardines al amanecer. Todas estas cosas, Randolph Carter, son tu ciudad; porque todas ellas son tu mismo ser. Nueva Inglaterra te ha dado la vida y ha derramado en tu espíritu un límpido encanto que no puede perecer. Este encanto, moldeado, cristalizado y bruñido por los años de recuerdos y de ensueños constituye la misma esencia de tus maravillosas terrazas y tus puestas de sol, Y para encontrar ese antepecho de mármol ornado de extraños jarrones y balaustradas esculpidas, y para descender finalmente por esas escalinatas deslumbrantes hasta las plazas anchísimas y las fuentes prismáticas de tu ciudad, sólo necesitas retroceder a los pensamientos y visiones de tu juventud llena de anhelos.

»¡Mira! A través de esa ventana brilla la luz eterna de las estrellas. Pues esa misma luz brilla ahora sobre los paisajes que has conocido y estimado, y se nutre de sus encantos para brillar después con más belleza sobre los jardines del sueño. Mira allá a Antarés, que en este instante brilla también sobre los tejados de Tremont Street. Tú podrías verla desde tu ventana de Beacon Hill. Y más allá de esas estrellas se abren los abismos desde donde he sido enviado por mis amos desprovistos de alma. Algún día podrás atravesar tú también esos espacios; pero si eres prudente, te cuidarás de cometer tal insensatez, porque de todos los mortales que han estado allí y han regresado, sólo uno conserva sano su entendimiento tras los horrores lacerantes y desgarradores del vacío. Horrores y blasfemias se devoran unos a otros en el espacio, y en los más pequeños hay más maldad que en los mayores. Pero esto ya lo sabes por los hechos de los que han intentado entregarte a mí, mientras que yo ni siquiera albergaba propósito alguno de hacerte el menor daño, y aun te habría ayudado hace mucho a llegar hasta aquí, de no haber estado ocupado en otros servicios y de no haber tenido la seguridad de que encontrarías el camino por ti mismo. Elude, pues, los infiernos exteriores y concéntrate en las cosas apacibles y bellas de tu juventud. Descubre tu maravillosa ciudad y expulsa de ella a los perezosos Grandes Dioses. Convéncelos para que regresen a los escenarios de su propia juventud, donde se aguarda con inquietud su llegada.

»Pero más fácil aún que el confuso camino de los recuerdos es el que voy a preparar para ti. ¡Mira! Ahí viene un monstruo shantak guiado por un esclavo que, para no perturbar tu espíritu, ha sido obligado a permanecer invisible. Monta y prepárate. ¡Ya! Yogash el negro te ayudará a cabalgar sobre este pájaro repugnante. Dirígete hacia la estrella más brillante que veas junto al sur del cénit: es Vega. Y dentro de dos horas te hallarás en una terraza de tu ciudad del sol poniente. Pero sólo irás en esa dirección hasta que oigas una lejana canción en lo alto del éter. Más arriba acecha la locura, así que contén al shantak en cuanto te sientas atraído por la primera nota de esa canción. Mira entonces hacia la Tierra, y verás brillar el fuego inmortal del altar de Ired-Naa que se alza en la terraza sagrada de un templo. Ese templo se encuentra en tu deseada ciudad del sol poniente, así que dirígete hacia él antes de que empieces a prestar atención a esos cánticos. porque de lo contrario estarás perdido.

»Cuando estés llegando ya a la ciudad, busca el elevado parapeto desde donde contemplabas el esplendoroso espectáculo en tiempos pasados, y castiga al shantak hasta que lo oigas chillar. Los Grandes Dioses, sentados en las perfumadas terrazas, lo oirán; y al reconocer ese chillido, sentirán tal nostalgia y añoranza que ninguna de las maravillas de tu ciudad les consolará de la ausencia de su lúgubre castillo de Kadath y de la diadema de estrellas que lo corona.

»Entonces debes aterrizar entre ellos con el shantak y dejarles ver y tocar el nauseabundo pájaro hipocéfalo, a la vez que les hablas de la ignorada Kadath, de la que tan poco tiempo hace que habrás salido. Y les contarás cuán hermosos y oscuros son los salones del castillo donde ellos solían brincar y gozar envueltos en un halo glorioso. Y el shantak les hablará a la manera de los shantak, pero nada les persuadirá tanto como el recuerdo de los tiempos pasados.

»Una y otra vez deberás hablar a los errabundos Grandes Dioses de su hogar y de su juventud, hasta que finalmente comenzarán a sollozar y te pedirán que les enseñes el camino de regreso, pues ellos lo han olvidado. Entonces puedes desprenderte del shantak y enviarlo hacia el cielo, y él lanzará al aire la llamada de su especie. Al oírla, los Grandes Dioses empezarán a dar saltos y cabriolas y, recobrando su antiguo júbilo, se lanzarán en pos del pájaro repugnante volando como vuelan los dioses; y cruzarán los profundos abismos del cielo hasta llegar a sus familiares torres y cúpulas de Kadath.

»Entonces la maravillosa ciudad del sol poniente será tuya, y podrás habitarla y gozar de ella para siempre; y otra vez los dioses de la Tierra regirán los sueños de los hombres desde su mansión habitual. Vete ahora: la puerta está abierta y las estrellas aguardan en el exterior. Ya jadea y resuella tu shantak con impaciencia. Vuela hacia Vega a través de la noche, pero tuerce tu rumbo cuando oigas los primeros cánticos. No olvides mi consejo, no vayas a ser absorbido por horrores inconcebibles hacia un abismo de locura. Acuérdate de los Dioses Otros: son inmensos y terribles, carecen de alma y acechan en los vacíos exteriores. Ellos son los dioses que a todo trance debes evitar.

»¡Hei! ¡Aa-shanta 'nygh! ¡Eres libre! Devuelve los dioses terrestres a la morada que poseen en la ignorada Kadath, y ruega a todo el espacio que jamás llegues a verme en ninguna de mis otras mil encarnaciones. ¡Adiós, Randolph Carter, y guárdate de mí, porque yo soy Nyarlathotep, el Caos Reptante!».

Y Randolph Carter, perplejo y confuso, a lomos de su shantak, salió disparado al espacio, hacia el parpadeo azul y frío de Vega. Se volvió y miró hacia atrás, y contempló la caótica confusión de torres de aquella pesadilla hecha ónice, en donde todavía brillaba el cárdeno resplandor solitario de la ventana por encima del aire y de las nubes de la zona terrestre del país de los Sueños. Junto a él desfilaron horrores enormes en forma de pólipos, y oyó los aletazos de una bandada de invisibles murciélagos; pero siguió agarrado a la sucia crin de aquel nauseabundo e hipocéfalo pájaro escamoso. Las estrellas danzaban burlescas, y a cada momento parecían cambiar de posición para formar unos signos fatales que casi se podían descifrar, aun cuando no hubieran sido vistos antes jamás, y los vientos inferiores aullaban constantemente en las vagas tinieblas y en las soledades de más allá del cosmos.

De pronto, de la bóveda resplandeciente que le envolvía descendió un silencio premonitorio, y todos los vientos y horrores se escabulleron como se disipan las sombras de la noche con las claridades del alba. En oleadas temblorosas de luz sobrenatural, comenzaron a hacerse audibles los primeros atisbos de una melodía lejana cuyos apagados acordes resultaban ajenos a nuestro universo. Y cuando estos acordes crecieron, el shantak levantó las orejas y se lanzó adelante, y Carter se inclinó para escuchar también aquella fascinante melodía. Era una canción; pero una canción que no provenía de voz alguna, una canción que cantaban la noche y las esferas, y que ya era vieja cuando nacieron el espacio, y Nyarlathotep, y los Dioses Otros.

El shantak apresuró el vuelo y su jinete se inclinó aún más, embriagado por visiones de inconcebibles abismos, preso en torbellinos de cristal de un poder ultraterreno. Luego, demasiado tarde ya, recordó la advertencia, el sarcástico aviso que le diera el emisario diabólico, previniéndole contra la locura que acecha en esa canción. Sólo para burlarse de él le había señalado Nyarlathotep el camino de la salvación que conduce a la maravillosa ciudad del sol poniente; sólo para mofarse de él había revelado el negro mensajero el secreto de los traviesos dioses terrestres, a quienes tan fácilmente podría haber conducido a Carter. Pero la locura y la salvaje venganza del vacío son las únicas mercedes que Nyarlathotep concede a los presuntuosos. Aunque el jinete se esforzaba por hacer que diera media vuelta su repugnante montura, el shantak, riendo y agitando sus enormes alas viscosas con maligno regocijo, proseguía su impetuosa carrera hacia esos pocos impíos adonde no llega jamás ningún sueño, hacia esa vorágine amorfa y final de la más negra confusión donde babea y blasfema en el centro del infinito el estúpido sultán de los dominios, Azathoth, cuyo nombre jamás se atrevieron labios algunos a pronunciar.

Sin desviarse un solo punto, obediente a los órdenes del innoble emisario de los Dioses Otros, aquel pájaro infernal se precipitaba por entre las multitudes de seres sin forma que acechan y se retuercen en las tinieblas, por entre manadas de entidades necias que van a la deriva en el espacio exterior, palpando y arañando, y arañando y palpando; larvas abominables que son de los Dioses Otros y que, como ellos, carecen de ojos y de espíritu, y están poseídas en cambio de una sed y un hambre insaciables.

Firme siempre y sin desviarse un ápice, riendo bulliciosamente al escuchar las burlas y las carcajadas cósmicas en que se había convertido la canción de la noche y las esferas, aquel monstruo escamoso e inflexible transportaba a su indefenso jinete. Con la velocidad de un meteoro rasgó el límite extremo de los abismos exteriores. Atrás quedaron las estrellas y los distintos reinos de la materia, y atravesó el vacío sin forma, más allá del tiempo, hacia las inconcebibles cavidades donde, en la absoluta oscuridad, roe Azathoth -voraz y amorfo- al ritmo sordo y enloquecedor de unos tambores perversos y unas flautas execrables de tenue y monótono gemido.

Adelante seguía el viaje enloquecedor, a través de unos abismos henchidos de aullidos cósmicos y poblados de oscuras criaturas sin nombre... Y entonces, en la mente del predestinado Randolph Carter surgió una imagen y un pensamiento venidos desde algún lejano y brumoso lugar de paz. Nyarlathotep había planeado demasiado bien su burla y su tormento al despertarle recuerdos que ni la más aterradora experiencia podría borrar totalmente de su alma: su casa, Nueva Inglaterra, Beacon Hill, su mundo vigil.

«Porque sabe que tu dorada y marmórea ciudad de ensueño no es sino la suma de todo lo que has visto y amado en tu infancia. Está hecha con el esplendor de los puntiagudos tejados de Boston y con las ventanas de poniente encendidas por los últimos rayos del sol; con la fragancia de las flores del Common, la inmensa cúpula erguida en lo alto de la cuesta, y el laberinto de buhardillas y chimeneas que se alzan en el valle violáceo donde el Charles discurre perezosamente por debajo de los innumerables puentes... Este encanto, moldeado, cristalizado y bruñido por los años de recuerdos y de ensueños, constituye la misma esencia de tus maravillosas terrazas y tus puestas de sol; y para hallar ese antepecho de mármol ornado de extraños jarrones y balaustradas esculpidas, y para descender finalmente por esas escalinatas deslumbrantes hasta las plazas anchísimas y las fuentes prismáticas de tu ciudad, sólo necesitas retroceder a los pensamientos y visiones de tu juventud llena de anhelos».

Adelante, adelante, siempre adelante, a una velocidad prodigiosa en dirección al destino final proseguía el viaje, a través de las tinieblas en donde unas entidades ciegas palpan el espacio con sus tentáculos y husmean con sus hocicos viscosos mientras otros seres abominables ríen y ríen locamente. Sin embargo, aquella imagen y aquel pensamiento habían aparecido en la mente de Randolph Carter, y éste comprendió claramente que estaba soñando y sólo soñando, y que en algún lugar existía aún el mundo vigil y la ciudad de su infancia. Volvió a recordar las palabras: «Sólo necesitas retroceder a los pensamientos y visiones de tu juventud llena de anhelos». Retroceder…, retroceder… La negrura le envolvía por todas partes, pero Randolph Carter pudo retroceder.

Pese a hallarse casi paralizado por un vértigo que embotaba sus sentidos, Randolph Carter pudo dar la vuelta y moverse. Había recobrado el movimiento y, si quería, podía saltar del perverso shantak que le conducía fatalmente al destino señalado por Nyarlathotep. Podía saltar, y desafiar aquellas profundidades tenebrosas que se abrían a sus pies, cuyos terrores no excederían en horror al destino inexpresable que le aguardaba solapado en el corazón del mismo caos. Podía dar la vuelta, y moverse, y saltar de su montura... y quería hacerlo... quería... quería...

Y entonces el predestinado soñador saltó de aquella enorme abominación hipocéfala, y cayó por los vacíos infinitos de palpitante negrura. Devanáronse vertiginosamente millones y millones de años, se consumieron los universos y nacieron otra vez, se fundieron las estrellas en oscuras nebulosas y las nebulosas se hicieron estrellas... y Randolph Carter siguió cayendo por ilimitados vacíos de palpitante negrura.

Luego, en el curso lento y sinuoso de la eternidad, el cielo supremo del cosmos llegó al término de una de sus consunciones y todas las cosas volvieron a ser nuevamente como habían sido innumerables kalpas antes. La materia y la luz nacieron una vez más, tal como habían sido antes en el espacio; y los cometas, los soles y los mundos se lanzaron inflamados a la vida, pero nada sobrevivió para atestiguar que habían existido y habían desaparecido después, que habían existido y dejado de existir una y otra vez, desde siempre, sin un primer principio ni un último fin.

Y surgieron nuevamente un firmamento, y un viento, y un resplandor de luz purpúrea ante los ojos del soñador, que seguía cayendo. Y aparecieron dioses, y presencias, y voluntades que se hacían obedecer, y la belleza y la maldad, y el grito ululante de la noche maligna privada de su presa. Porque, a través del ignorado ciclo final, había sobrevivido un pensamiento y una visión que pertenecían a la juventud de un soñador; y en torno a esa visión y a ese pensamiento se habían reconstruido un mundo vigil y una vieja y amable ciudad que los encarnaba y justificaba. El gas violeta S'ngac había indicado el camino, y el arcaico Nodens había gritado desde insospechadas profundidades la dirección conveniente.

Las estrellas dieron paso a amaneceres, y los amaneceres reventaron en mil fuentes de oro, carmín y púrpura, y el soñador aún seguía cayendo. Horribles gritos rasgaron el éter en el momento en que inmensos haces de luz esplendorosa dispersaban a los demonios del exterior. Y el venerable Nodens lanzó un aullido de triunfo cuando Nyarlathotep, cerca de su presa, se detuvo desconcertado por un resplandor que convertía en polvo gris los cuerpos informes de sus horribles perros de caza. Randolph Carter había descendido finalmente las inmensas escalinatas de mármol y se hallaba en su maravillosa ciudad. Porque, efectivamente, había regresado otra vez al mundo limpio y puro de la Nueva Inglaterra que le había dado la vida.

Y así, a los acordes de los mil susurros matinales, a la luz inflamada del amanecer que teñía de púrpura los cristales de la gran cúpula dorada de State House, en lo más alto de la ciudad, Randolph Carter saltó gritando del lecho en su habitación de Boston. Cantaban los pájaros en ocultos jardines, y el perfume de las enredaderas se elevaba de los cenadores que había construido su abuelo. Luz y belleza resplandecían en la chimenea de esculpida cornisa y en las paredes adornadas con figuras grotescas. Un gato negro y lustroso se levantó bostezando del sueño hogareño que el sobresalto y el alarido de su dueño habían interrumpido. Y a una distancia infinita de infinitos, más allá de la Puerta del Sueño Profundo, y del bosque encantado, y del país de los jardines, y del Mar Cerenario, y de los límites crepusculares de Inquanok; Nyarlathotep, el caos reptante, penetró ceñudo en el castillo de ónice que se eleva en la cúspide de la ignorada Kadath, en la inmensidad fría, e insultó enojado a los amables dioses de la Tierra, a quienes acababa de arrancar violentamente de las terrazas perfumadas de la maravillosa ciudad del sol

poniente.

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[1] Gul: traducción del inglés ghoul. Los ghouls, procedentes de mitologías orientales, son cadáveres que se dedican a devorar a otros cadáveres. Blasco Ibáñez, en su versión de Las mil y una noches, tradujo este término por «gul», denominación que conservamos por considerarla más ajustada que la del «vampiro», que es por la que se suele traducir dicha palabra (N. del T.).

[1] Protagonista del cuento «Pickman's model» de H. P. Lovecraft (N del T.).

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Sueños del Soñador de Providence