I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

viernes, 11 de julio de 2008

LA TRANSICIÓN DE JUAN ROMERO (THE TRANSITION OF JUAN ROMERO) 16 DE SEPTIEMBRE 1919

No tengo ningún deseo de hablar de los sucesos que ocurrieron en la mina Norton el 18 y el 19 de octubre de 1891. Un sentido del deber para con la ciencia es lo único que me impulsa a rememorar, en los últimos años de mi vida, escenas y hechos cargados de un terror doblemente agudo por la imposibilidad de definirlo. Sin em­bargo, antes de morir, creo que debo contar lo que sé sobre la, digamos, transición de Juan Romero.

No hace falta que diga a la posteridad ni mi nombre ni cuál es mi origen; en realidad, creo que es mejor que no aparezcan, porque cuando un hombre emigra de repente a los Estados o a las Colonias, deja tras él su pasado. Además, lo que yo fui una vez no tiene nada que ver en absoluto con lo que voy a contar; excepto, quizá, el hecho de que durante mi servicio en la India me sentía más a gusto con los maestros nativos de blanca barba que entre mis compañeros oficiales. Había ahondado no poco en la extraña sabiduría de Oriente, cuando se abatieron sobre mí las calamidades que me impulsaron a emprender una nueva vida en el inmenso Oeste de América..., vida en la que consideré oportuno adoptar otro nombre: el que llevo actualmente, que es muy corriente y carece de significado.

Durante el verano y el otoño de 1894 viví en las mo­nótonas regiones de los Montes Cactus, donde trabajé de simple peón en la mina Norton, cuyo descubrimiento por un viejo buscador de oro, unos años antes, había transformado la región circundante, casi un páramo desértico, en un caldero hirviente de vida sórdida. Una ca­verna de oro, situada bajo un lago de la montaña, había enriquecido a su venerable descubridor más allá de cuan­to habrían podido pintarle los sueños más disparatados: y ahora era escenario de vastas operaciones de perfora­ción por parte de la compañía a la que había sido ven­dida finalmente. Se habían descubierto nuevas grutas, y la producción de metal amarillo era sumamente abundan­te; así que un ejército heterogéneo y poderoso de mine­ros trabajaba afanosamente día y noche en las numerosas galerías y oquedades rocosas. El superintendente, un tal Mr. Arthur, hablaba a menudo de la singularidad de las formaciones geológicas locales, especulando sobre la pro­bable extensión de la cadena de cuevas, y evaluando el futuro de las titánicas empresas mineras. Consideraba las cavidades auríferas una consecuencia de la acción del agua, y creía que no tardarían en llegar a las últimas.

Juan Romero vino a la mina Norton poco después de ser contratado yo. Miembro de esa chusma inmensa de mexicanos desaliñados que llegaban atraídos del país ve­cino, al principio llamó la atención sólo por su semblan­te, el cual, aunque claramente de tipo piel roja, era, sin embargo, notable por su color claro y sus rasgos refina­dos, muy distintos de los «chicanos» corrientes o los piuta de la localidad. Es curioso que a pesar de diferen­ciarse tanto de la mayoría de los indios tribales y de los hispanizados, Romero no daba la más mínima impresión de tener sangre caucásica. No era al conquistador caste­llano ni al pionero americano, sino al antiguo y noble azteca a quien la imaginación veía en este reservado peón, cuando se levantaba de madrugada y contemplaba fasci­nado el sol en el momento de asomar por encima de los montes orientales, al tiempo que extendía los brazos hacia el orbe como ejecutando algún rito cuya naturaleza ni él mismo comprendía. Pero salvo su rostro, no había en Romero nada que sugiriese la nobleza. Sucio e ignorante, se sentía a gusto entre los demás mexicanos de piel os­cura, y procedía (según me contaron después) de los am­bientes más bajos. Le habían encontrado de niño en una choza rudimentaria de la montaña; único superviviente de una epidemia que se había propagado mortalmente. Cerca de la choza, no lejos de una fisura de una extraña roca, había dos esqueletos recién mondados por los buitres, posiblemente pertenecientes a sus padres. Nadie recordaba la identidad de esta pareja, y pronto fue olvidada por to­dos. Y el desmoronamiento de la choza de adobe, y el cierre de la fisura por una avalancha posterior, contribu­yeron a borrar incluso el recuerdo del escenario. Criado por un cuatrero mexicano que le dio su nombre, Juan se diferenciaba muy poco de todos sus compañeros.

El afecto que Romero me cobró tuvo indudablemente su origen en el raro y antiguo anillo hindú que yo solía llevar fuera de las horas de trabajo. Ignoro cuál era su naturaleza, y cómo había, llegado a mi poder. Era el últi­mo eslabón que me unía a un capítulo de mi vida cerrado para siempre, y lo tenía en gran aprecio. No tardé en ob­servar que al mexicano de extraño aspecto le tenía inte­resado también: lo miraba con una expresión que disipaba toda sospecha de mera codicia. Sus venerables jeroglíficos parecían agitar en él algún vago recuerdo de su mente ig­norante pero activa, aunque no había posibilidad de que lo hubiera contemplado anteriormente. A las pocas sema­nas de llegar, Romero se había convertido en una especie de criado fiel mío, pese a ser yo tan sólo un minero. Nuestra conversación era necesariamente limitada. El sa­bía muy pocas palabras de inglés, mientras que yo descubrí que mi español oxoniense era muy distinto de la jerga que empleaba el peón de Nueva España.

El suceso que voy a referir no fue precedido de largas premoniciones. Aunque el tal Romero había despertado mi interés, y aunque mi anillo le había impresionado de forma singular, creo que ninguno de nosotros se esperaba lo que iba a seguir cuando se produjo la gran explosión. Consideraciones de orden geológico habían aconsejado pro­longar la mina directamente hacia abajo, a partir de lo más profundo de la zona subterránea, y la convicción del superintendente de que íbamos a tropezar sólo con roca viva le decidió a colocar una prodigiosa carga de dinamita. Romero y yo no trabajábamos en esta galería, de modo que nos enteramos por otros de los extraordinarios detalles. La carga, más potente quizá de lo que se había estimado, había estremecido la montaña entera al parecer. Las ventanas de los barracones de la ladera saltaron en pedazos a causa de la sacudida, y los mineros de las gale­rías más próximas cayeron derribados. El lago Jewel, si­tuado encima del lugar de la explosión, se encrespó como agitado por una tempestad. La inspección practicada re­veló que se había abierto un nuevo abismo debajo del punto dinamitado; un abismo tan monstruoso que no se pudo medir con ninguna cuerda, ni iluminar con ninguna lámpara. Desconcertados, los excavadores fueron a con­sultar con el superintendente, quien ordenó que llevasen a dicho pozo las cuerdas más largas, las empalmaran y fueran soltándolas poco a poco por la boca del pozo, hasta el fondo.

Poco después, los obreros, con la cara pálida, informa­ban al capataz de su fracaso. Firme aunque respetuosa­mente, manifestaron su decisión de no volver a visitar ese abismo, ni seguir trabajando en la mina hasta que vol­viera a cerrarse. Evidentemente, se enfrentaban a algo que escapaba a sus experiencias, ya que por lo que habían po­dido comprobar, el vacío se prolongaba indefinidamente. El superintendente no les hizo ningún reproche. Al con­trario, reflexionó profundamente, e hizo planes para el día siguiente. Esa noche no entró ningún relevo.

A las dos de la madrugada, un coyote solitario de la montaña empezó a aullar de forma lastimera. De alguna parte del interior de la obra, un perro contestó con sus ladridos al coyote o a lo que fuera. Se estaba formando una tormenta alrededor de los picos de la cordillera, y unas nubes de siluetas espectrales avanzaban horribles por el confuso retazo de luz celeste que delataba el esfuerzo de la luna gibosa por asomar a través de las múltiples capas de cirrostratos. Me despertó la voz de Romero, pro­cedente de la litera de arriba; voz que le salió excitada y tensa, con una vaga expectación que no lograba entender:

—¡Madre de Dios!... El sonido... ese sonido... ¡Oiga usted!... ¿Lo oye usted? ¡Señor, ESE SONIDO!

Presté atención, preguntándome a que sonido podía referirse. El coyote, el perro, la tormenta, todo era audi­ble; esta última iba adquiriendo violencia, mientras el viento aullaba con - más furia cada vez. Desde la ventana del barracón se veían fucilazos de relámpagos. Le pregun­té al nervioso mexicano, enumerando los sonidos que yo oía:

—¿El coyote?..., ¿el perro?..., ¿el viento?

Pero Romero no contestó. Luego comenzó a murmu­rar, como asustado:

—¡El ritmo, señor..., el ritmo de la tierra... ESE LA­TIDO DEL INTERIOR DE LA TIERRA!

Y entonces lo oí yo también; lo oí, y me estremecí sin saber por qué Hondo, muy hondo, por debajo de mí, sonaba un latido..., un ritmo, exactamente como había dicho el peón; el cual, aunque extraordinariamente dé­bil, dominaba los ruidos del perro, el coyote y la crecien­te tempestad. Es inútil tratar de describirlo, porque no es posible. Quizá se parecía al pulso de las máquinas de un gran transatlántico, tal como se sienten desde la cubierta; aunque no era tan mecánico, tan desprovisto de vida y de conciencia. De todas las características, era su profundidad en la tierra lo que más me impresionaba. Me acudieron a la memoria fragmentos del pasaje de Jo­sep Galvin, que Poe cita con tremendo efecto :

<<…La inmensidad, profundidad e inescrutabilidad de sus obras, que tienen una hondura más grande que el pozo de Demócrito.»

De repente, Romero saltó de su litera, se plantó de­lante de mí para observar el extraño anillo que yo tenía en la mano, y que centelleaba extrañamente a cada relám­pago; luego se quedó mirando intensamente en dirección al pozo de la mina. Yo me levanté también, y nos queda­mos los dos inmóviles durante un momento, forzando el oído para captar el misterioso ritmo que, cada vez más, parecía adoptar una calidad vital. Luego, sin quererlo aparentemente, echamos a andar hacia la puerta, cuyo gol­peteo a causa del ventarrón poseía una confortable suge­rencia de realidad terrena. El cántico de las profundida­des — porque eso era lo que me parecía aquel sonido— creció de volumen y claridad; y nos sentimos irresisti­blemente impulsados a salir a la tormenta, y de allí, a la negrura del pozo abierto.

No nos topamos con ninguna criatura viviente, ya que los hombres del turno de noche habían sido relevados de sus obligaciones, y sin duda estarían en el poblado de Dry Gulch vertiendo siniestros rumores en el oído de al­gún camarero soñoliento. En la caseta del vigilante, sin embargo, se veía un pequeño rectángulo de luz amarilla como un ojo guardián. Me pregunté vagamente qué im­presión habría producido el sonido rítmico de este hom­bre; pero Romero caminaba más de prisa ahora, y le seguí sin detenerme.

Al descender al pozo, el sonido de las regiones infe­riores se volvió infinitamente complejo. Me resultaba ho­rriblemente parecido a una especie de ceremonia oriental, con batir de tambores y cánticos de numerosas voces. Como sabéis, he estado mucho tiempo en la India. Ro­mero, y yo marchábamos prácticamente sin vacilar, reco­rriendo galerías y bajando escaleras, siempre en dirección a aquello que nos atraía, aunque con un temor y una renuencia. irreprimibles. Hubo un momento en que creí vol­verme loco: fue cuando, al preguntarme cómo era que encontrábamos iluminado nuestro camino siendo así que no había lámparas ni velas, me di cuenta de que el anti­guo anillo de mi dedo brillaba con un resplandor mis­terioso, y difundía una luz pálida en el ambiente húmedo y pesado de nuestro alrededor.

De repente, Romero, después de bajar por una de las numerosas y anchas escalas de mano, echó a correr y me dejó solo. Una nota nueva y salvaje de aquellos cánticos y batir de tambores, apenas perceptible, le había hecho reaccionar de esta forma; y con un grito salvaje se aden­tró a ciegas en la oscuridad de la caverna. Oí sus gritos repetidos mientras tropezaba torpemente en los sitios lla­nos y bajaba como un loco por las escalas desvencijadas. Sin embargo, pese a lo que me asustó, conservé el sentido suficiente como para percibir que las voces que profería, aunque articuladas, eran absolutamente desconocidas para mí. Unos vocablos polisílabos ásperos, aunque impresio­nantes, habían reemplazado a su habitual mezcla de mal español y peor inglés; y de éstos, sólo el grito frecuente­mente repetido de Huizilopotchli me resultaba vagamente familiar; Poco después recordé haber leído ese nombre en las obras de un gran historiador... y me estremecí cuando dicha asociación me llegó a la conciencia.

El clímax de esa noche espantosa, aunque consecuen­cia de una combinación de factores; fue bastante breve, y empezó en el instante en que llegué a la última caver­na. De la oscuridad inmediatamente delante de mí brotó un alarido final del mexicano, al que se unió un coro de ásperos sonidos como no habría podido volver a oír, y seguir viviendo después. En aquel momento pareció como si todos los ocultos terrores y monstruosidades de la tie­rra se hubiesen vuelto articulados en un esfuerzo por ani­quilar al género humano; Simultáneamente, se extinguió la luz de mi anillo, y vi surgir tenuemente un vago res­plandor de las regiones inferiores a unas yardas de donde estaba yo. Había llegado al abismo — ahora inundado de un resplandor rojo— - que se había tragado al infortunado Romero. Me acerqué y me asomé al borde de aquel abis­mo que ninguna cuerda había conseguido sondar y que ahora eta un pandemónium de llamas parpadeantes y ru­gidos espantosos. Al principio no vi más que una lumi­nosidad borrosa e hirviente; pero luego empezaron a destacarse de la confusión unas formas infinitamente distan­tes, y vi a... ¿era Juan Romero?

Pero, ¡Dios mío, no me atrevo a contarles lo que vi! Un poder del cielo, acu­diendo en mi ayuda, me borró visiones y sonidos en una especie de estallido como el que podría producirse al cho­car dos universos en el espacio. Me sobrevino un caos, y conocí la paz del olvido.

No sé cómo continuar, dadas las circunstancias tan sin­gulares que rodeaban al suceso; pero seguiré lo mejor que pueda, sin intentar distinguir lo real de lo aparente. Cuan­do desperté, estaba a salvo en mi litera, y el rojo resplan­dor del amanecer entraba por la ventana. El cuerpo sin vida de Juan Romero estaba tendido sobre una mesa, a cierta distancia, rodeado por un grupo de hombres, entre ellos el médico del campamento. Comentaban la extraña muerte del mexicano mientras dormía: una muerte al pa­recer relacionada de alguna forma con el terrible rayo que había estremecido la montaña. No encontraron una causa directa, y la autopsia no reveló ninguna razón por la que Romero no debiera estar vivo. Ciertos retazos de conversación me hicieron comprender, sin la menor som­bra de duda, que ni Romero ni yo habíamos salido del barracón por la noche, ni nos habíamos despertado du­rante la espantosa tormenta que había pasado por los montes Cactus. Tormenta que, según contaban los hom­bres que se habían atrevido a descender al pozo de la mina, había provocado un derrumbamiento considerable, y había cegado totalmente el profundo abismo que tantos temores había despertado la víspera... Al preguntarle al vigilante qué había oído antes de producirse el enorme trueno, mencionó a un coyote, un perro y el gemido del viento..., nada más. Y yo no dudo de su palabra.

Al reanudar el trabajo, el superintendente Arthur pi­dió a unos cuantos hombres especialmente dignos de con­fianza que efectuasen una inspección por el lugar donde había aparecido el abismo. Aunque de mala gana, obede­cieron, y practicaron una profunda perforación. El resul­tado fue muy curioso. El techo del vacío, tal como lo habían visto cuando estaba abierto, no era grueso ni mu­cho menos; sin embargo, los barrenos de los Investigadores encontraron lo que parecía ser un ilimitado espesor de roca sólida. No encontrando nada más, ni siquiera oro, el superintendente ordenó que lo dejaran; pero a veces, sentado ante su mesa, se queda meditando, y su sem­blante adopta una expresión de perplejidad.

Hay otro detalle curioso. Poco después de despertar aquella mañana, pasada la tormenta, noté la ausencia inexplicable del anillo hindú en mi dedo. Lo apreciaba muchísimo; sin embargo, experimenté una sensación de alivio ante su desaparición. Si uno de mis compañeros mineros se había apropiado de él, debió de estar muy vivo para deshacerse del botín; porque a pesar de los avisos y del registro que efectuó un policía, el anillo no apa­reció. Pero dudo que fuera robado por manos mortales; en la India me enseñaron muchas cosas extrañas.

Mi opinión en torno a toda esta experiencia varía se­gún el momento. De día, y en casi todas las épocas del año, me siento inclinado a pensar que casi todo fue un sueño; pero a veces, durante el otoño, y hacia las dos de la madrugada, cuando los vientos y los animales aúllan lastimeramente, emerge de inconcebibles profundidades una detestable sugerencia de latidos rítmicos... y siento la convicción de que la transición de Juan Romero fue efectivamente terrible.

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