I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

jueves, 24 de julio de 2008

EL QUE ACECHA EN EL UMBRAL (Colaboración August Derleth) 7a Parte

Al cabo de un ratito volvió a entrar resueltamente en la torre y encendió otra cerilla. Buscó alguna prueba que corroborara su teoría. No halló ninguna. No había señales de lucha que apuntaran hacia una de aquellas tragedias vulgares de la naturaleza. Sin embargo, tampoco había pruebas que apuntaran hacia cualquier otra explicación. Lo único que había era una mancha, que parecía de sangre, en un sitio donde no debía estar. Dewart intentó reflexionar con calma, sin dejarse influir por el recuerdo del horrible sueño que había tenido aquella noche, recuerdo que había despertado en su memoria instantáneamente y por completo en cuanto se dio cuenta de que en la torre había sangre. Era innegable que aquel charco podía haber sido producido por sangre caída al pasar y desde una pequeña altura. Dewart tuvo que reconocerlo con disgusto, puesto que, una vez admitido, no le quedaba más remedio que admitir también que no era capaz de explicar ni esto ni su sueño, como tampoco un creciente número de incidentes leves pero demasiado extraños que le venían ocurriendo cada vez con más regularidad.

Volvió a salir al exterior y se alejó de la torre. Atravesó el bosque, bordeó el pantano y regresó a la casa. Miró las sábanas de su cama y vio que estaban manchadas de la sangre seca de sus tobillos. Casi deseó haberse producido heridas lo bastante graves para justificar el charco de la torre, pero ni con la mejor voluntad del mundo era posible explicarlo así. Cambió las sábanas y luego, prosaicamente, se puso a hacer el café. Seguía pensativo, pero sobre todo porque se daba cuenta por primera vez de que en él había dos tendencias diametralmente opuestas, como si tuviera dos personalidades o se le hubiera escindido la suya anterior. ¡Qué buen momento — pensó—, para que viniera su primo Stephen Bates, u otro cualquiera, para aliviar su soledad durante algunos días por lo menos! Pero apenas había llegado a esta conclusión, comenzó a combatirla con un ardor extraordinario que era completamente ajeno a su naturaleza.

Por fin decidió seguir ordenando sus cosas, pero absteniéndose de leer cualquier documento o carta que pudiera estimarle la imaginación y provocarle otra noche de pesadillas. A media tarde habla recobrado su habitual joie de vivre y se sentía inserto una vez más en la rutina cotidiana. Hizo una pausa para descansar y puso la radio para oír un poco de música. Pero lo que retransmitían era un boletín de noticias. Lo escuchó con escaso interés. Un portavoz francés había delineado su concepto de lo que debía hacerse con el Sarre y un estadista británico le habla contestado con una declaración maravillosamente ambigua. Habla rumores de hambre en Rusia y China, pero esto — pensó Dewart— sucedía periódicamente. El gobernador de Massachussetts estaba enfermo. Según una información telefónica recibida de Arkham... De pronto, Dewart se puso a escuchar con toda atención.

«Aunque hasta el momento no nos ha sido posible confirmar la noticia, nos informan desde Arkham de que se ha producido una desaparición. Un habitante de Dunwich ha denunciado que Jason Osborn, granjero de mediana edad que residía en dicha comarca, ha desaparecido durante la noche. Según rumores locales, los vecinos oyeron grandes ruidos nocturnos que nadie ha sido capaz de explicar. Mr. Osborn no era rico, vivía solo y la hipótesis de que haya sido secuestrado no parece sólida.»

A Dewart aquella coincidencia le rechinó en algún lugar de la mente, produciéndole tal pánico que saltó literalmente del diván donde descansaba y se precipitó a apagar la radio. Luego, de modo casi instintivo, se sentó a la mesa y escribió una carta frenética a Stephen Bates, explicándole que necesitaba su compañía y rogándole que viniera a verle costara lo que costara. En cuanto terminó de escribirla, salió para echarla al correo, pero a cada paso que daba sentía impulsos de no hacerlo, de reflexionar sin prisas, de estudiar la situación con calma.

Le costó un gran esfuerzo físico y mental conducir hasta Arkham y depositar la carta en la oficina de correos, de donde ya no la podía recuperar. A su paso por las calles de la ciudad, los viejos tejados puntiagudos y las antiguas contraventanas de madera parecieron saludarle con cierta camaradería espectral.

II.Manuscrito de Stephen Bates

Apremiado por la urgente llamada de mi primo Ambrose Dewart, llegué a la antigua casa de Billington cuando aún no había transcurrido una semana desde que recibí su carta. Poco después de mi llegada ocurrió una serie de sucesos que comenzaron del modo más prosaico, pero que culminaron en las circunstancias que me hacen redactar esta singular narración, que ha de añadirse a las notas diversas escritas de puño y letra por Ambrose y los datos fragmentarios recogidos por él.

He dicho que los acontecimientos comenzaron de modo prosaico, pero esto no es absolutamente exacto. Más bien resultaron prosaicos en comparación con los que ocurrieron después en la casa del Bosque de Billington y en sus alrededores. Aunque puedan parecer anecdóticos o que no guardan relación entre si, todos ellos formaban parte esencial de un mismo esquema, independientemente de tiempo, espacio y lugar, como pronto iba a tener ocasión de descubrir. Desgraciadamente, cuando llegué las cosas no estaban tan claras. En cambio, sí observé desde el principio que mi primo presentaba ciertos síntomas de esquizofrenia primaria, o al menos de algo que yo entonces tomé por esquizofrenia y ahora me parece una cosa distinta y mucho más terrible.

Esta doble personalidad de Ambrose dificultó notablemente mi tarea, pues a veces presentaba su faceta amistosa y colaboraba sinceramente conmigo y, otras, se encerraba en una hostilidad velada y taciturna. Esto se hizo patente desde un principio; el que me había escrito aquella carta frenética era un hombre que pedía sinceramente y necesitaba ayuda para resolver un problema en el que se hallaba inexplicablemente envuelto; pero el hombre que me estaba esperando en Arkham como respuesta al telegrama con que anuncié mi llegada era frío, cauto y muy contenido; quitaba importancia al problema que le había hecho llamarme y desde el primer momento quiso limitar mi visita a quince días como mucho, y si eran menos, mejor. Se mostró cortés e incluso afable, pero en él había una extraña reticencia y una lejanía que no concordaban con el tono angustiado y urgente de la nota que me había enviado.

—Cuando recibí tu telegrama me di cuenta de que no te había llegado mi segunda carta — dijo al saludarme en la estación de Arkham.

—Si me enviaste otra, no la recibí.

Se encogió de hombros y, como único comentario, dijo que la había escrito para tranquilizarme con respecto a su carta anterior. Y desde este momento dio a entender que ya había resuelto sus problemas sin mi ayuda. Se alegraba mucho de verme, sin embargo, pero la urgencia manifestada en su carta ya no tenía ninguna razón de ser.

Instintivamente no pude evitar la sensación de que lo que me decía no era del todo cierto; quizá él se lo creyera de verdad, pero ni siquiera de esto podía estar completamente seguro. Sólo le dije que me alegraba de que el problema que le había instado a escribirme ya no le resultara tan urgente. Mis palabras parecieron satisfacerle. Le vi que se relajaba y parecía más tranquilo. Inmediatamente se puso a charlar sobre las características de la zona del Aylesbury Pike y me dejó sorprendido porque no me figuraba que en el poco tiempo que llevaba en Massachussetts hubiera aprendido tantas cosas de la historia pasada o inmediata de la región, región además que se distinguía por ser bastante más antigua que muchas otras de las primeras zonas habitadas de Nueva Inglaterra y que contaba con ciudades como Arkham, llena de magia y misterio, que atraía a los estudiosos de la arquitectura por sus típicos tejados puntiagudos y portales con montantes semicirculares, anteriores incluso a las casas de estilo georgiano o neoclásico, también muy hermosas, que flanqueaban sus callejas umbrías y recoletas. Pero también es una región donde existen perdidos valles de desolación, decadencia y olvido, como el de Dunwich, y ciudades malditas, como el puerto de Innsmouth; región — en pocas palabras— de la que siempre se han filtrado extraños rumores, nunca sofocados por completo, sobre crímenes y desapariciones incomprensibles, renacimiento de cultos esotéricos y manifestaciones aún más terribles de degradación que siempre se han preferido ignorar, en vez de investigarías, por miedo a descubrir cosas que más vale mantener ocultas.

Así llegamos, por fin, a la casa y la encontré tan bien conservada como la última vez que la había visto, hacía unos veinte años, y en realidad igual que siempre, según yo la recordaba y mi madre antes que yo, pues es una casa donde los estragos del tiempo y el abandono se notan mucho menos que en otras más modernas y mejor atendidas. Además, Ambrose la había restaurado y vuelto a amueblar en parte, aunque por fuera se había limitado a pintar la fachada, que erguía como siempre su dignidad de siglos pretéritos, con sus cuatro altos pilares empotrados y su puerta central enmarcada por motivos arquitectónicos de singular perfección. El interior concordaba perfectamente con el exterior de la casa; los gustos personales de Ambrose no le habían permitido introducir innovaciones que alterasen la armonía del conjunto, y los resultados obtenidos eran, como esperaba, dignos de encomio.

Por doquier observé pruebas evidentes del interés que sentía mi primo por temas que apenas me había mencionado cuando me visitara hacía algún tiempo en Boston, sobre todo por investigaciones genealógicas, como hacían patente los papeles amarillentos que tenía en la mesa del gabinete de estudio y los viejos tomos que había sacado de las sobrecargadas estanterías para consultarlos.

Al entrar en el gabinete observé el segundo de aquellos hechos curiosos que más tarde tanto iban a resaltar a la luz de mis ulteriores descubrimientos. Lo que observé fue que Ambrose echó una mirada involuntaria, mezcla de esperanza y ansiedad, a la ventana emplomada que hay en la pared de dicha habitación. Cuando apartó la vista de ella, volví a captar en su expresión dos emociones contrapuestas: decepción y alivio. ¿El efecto resultante era extraordinario, casi fantástico. Nada dije, sin embargo, pues pensé que, por muy largo que fuera el ciclo — veinticuatro horas, una semana o incluso más—-, llegaría un momento en que Ambrose volvería a encontrarse en el mismo estado de conciencia que le había impulsado a pedirme ayuda.

Ese momento llegó antes de lo que yo creía.

Después de cenar estuvimos charlando de temas banales y observé que Ambrose debía estar muy cansado, pues era evidente que le costaba esfuerzo mantenerse despierto. Pretextando cansancio yo mismo, le liberé de sus obligaciones marchándome a mi cuarto, que él me había mostrado al poco de llegar. Sin embargo, yo no estaba cansado ni muchísimo menos, de modo que en vez de acostarme me quedé leyendo durante un rato. Apagué la luz cuando me di cuenta de que la novela que me había traído no me interesaba demasiado. ¿Era más temprano de lo que pensaba, pues no había logrado acostumbrarme a la pobre iluminación con que mi primo se veía obligado a conformarse. Creo que debía ser cerca de la medianoche. Me desnudé en la oscuridad, que no era excesiva, pues la luna caía de lleno en un rincón y su resplandor iluminaba tenuemente toda la habitación.

Me había desvestido parcialmente cuando me sobresalté al oír un grito. Sabía que mi primo y yo estábamos solos en casa y que él no esperaba a nadie más. Al instante me di cuenta de que, como yo no habla gritado, o era mi primo el que lo había hecho, o no; y si no era mi primo el que había gritado, entonces era un intruso. Sin vacilar, salí de mi cuarto y corrí al vestíbulo. Vi una figura vestida de blanco que bajaba por las escaleras y me lancé tras ella.

¿En este momento volvió a oírse el grito, y esta vez lo percibí con toda claridad. Era un grito extraño, fuerte y sin sentido: «¡Iä! Shub-Niggurat. ¡Iä! ¡Nyarlathotep!» Y reconocí la voz y al que gritaba; era mi primo Ambrose, que se hallaba evidentemente en estado de sonambulismo. Le cogí suavemente, pero con firmeza, por el brazo, con intención de llevarle de nuevo hasta la cama, pero él se resistió con inesperada energía. Le solté y le seguí; pero cuando vi que pretendía salir en plena noche al campo, volví a agarrarle del brazo e intenté hacerle regresar. De nuevo se resistió, y con mucha fuerza, tanta que parecía imposible que no se despertara, pues yo forcejeé con él y, por fin, con grandes esfuerzos, conseguí hacerle volver y le guié por las escaleras hasta su habitación, donde se metió en la cama con bastante docilidad.

Yo estaba a la vez divertido y algo preocupado. Me quedé un ratito sentado junto a su cama, que se hallaba en el que había sido dormitorio de nuestro común tatarabuelo Alijah, de infausto recuerdo, por si mi primo volvía a levantarse. Me encontraba justo delante de la ventana y de vez en cuando miraba por ella al exterior, recibiendo la curiosa impresión de que a intervalos regulares se veía un resplandor, como de una luz escondida, en el techo cónico de la vieja torre de piedra que existe en la finca, directamente enfrente de este muro de la casa. No logré, sin embargo, desechar completamente la posibilidad de que aquel fenómeno obedeciera a algún efecto extraño de la luz lunar o a alguna propiedad especial de las piedras de la torre, pero lo estuve observando durante un buen rato.

Por fin salí de la habitación de mi primo. No tenía ni pizca de sueño, pues esta pequeña aventura de Ambrose me había desvelado aún más. Dejé entreabierta la puerta de mi habitación, que comunicaba con el rellano donde se abría la de él, por si mi primo volvía a levantarse en sueños. Pero no se levantó; lo que hizo fue hablar y removerse inquieto, y cuando quise darme cuenta estaba escuchando lo que decía. Sus palabras de nuevo carecían de sentido para mí, pero me sentí impelido a apuntarlas. Me coloqué de forma que la luz de la luna me iluminara y no fuera necesario encender la lámpara. Gran parte de lo que decía era absolutamente incoherente; no podían distinguirse ni siquiera palabras, pero de vez en cuando pronunciaba frases comprensibles — comprensibles en el sentido de que eran frases—, aunque con una voz altisonante y forzada que no parecía suya. En total pronunció siete de estas frases, cada una de ellas tras un intervalo como de cinco minutos durante los cuales mi primo daba vueltas en la cama, muy agitado, y farfullaba sonidos ininteligibles; Las anoté lo mejor que pude y más adelante las redacté correctamente para darles mayor claridad. Estas fueron, y en el mismo orden, las frases que pronunció mi primo Ambrose en sueños, interrumpidas, como he dicho, por intervalos de murmullos incomprensibles:

«Para invocar a Yogge Sothothe habrás de esperar a que el sol penetre en la quinta mansión, con Saturno en trino; luego has de trazar el pentáculo de fuego, recitando el noveno verso tres veces; y, repitiéndolo todos los años cuando la Noche del árbol de Mayo y en la de Difuntos, harás que el Ser se engendre en los Espacios Exteriores, más allá de la puerta que custodia Yogge Sothothe.»

………

«El posee todo conocimiento; él sabe por dónde vinieron los Primordiales de pasadas eternidades y él sabe por dónde vendrán una vez más.»

………

«Pasado, presente, futuro: todo es uno en él.»

………

«El acusado Billington afirmó que él ni producía ni ocasionaba ruido alguno, lo cual provocó murmullos y risas que, afortunadamente para él, sólo él oyó.»

………

« ¡Ah, ah! ¡El olor! ¡El olor! ¡Aï! ¡Aï! Nyarlathotep. »

………

«No está muerto el que reposa en la eternidad, pues cuando llegue el tiempo hasta la muerte morirá.»

………

«Reposa en su casa de R’lyeh — en su gran palacio de R’lyeh—, pero no muerto, sino dormido.»

Este extraordinario galimatías fue sucedido por un profundo silencio. La respiración de mi primo se volvió acompasada y comprendí que por fin se había sumido en un sueño tranquilo y natural.

Como puede verse, las primeras horas que pasé en la Casa Billington ya contuvieron una amplia variedad de impresiones contradictorias. Pero iban a continuar. Apenas terminé de redactar las notas que acabo de transcribir, y tras dejar mi puerta abierta y la suya sin cerrar, me fui a la cama y pronto me dormí. Pero en seguida me despertó el estruendo de un portazo y al abrir los ojos vi a Ambrose de pie junto a mi cama, con una mano extendida hacia mí como para sacudirme.

¡Ambrose! — grité— . ¿Qué sucede?

Mi primo estaba temblando literalmente y casi no podía ni hablar.

— ¿Oyes? — preguntó con voz trémula.

¿Que si oigo qué?

¡Escucha!

Obedecí.

——¿Qué oyes?

— El viento en los árboles.

Lanzó una amarga carcajada.

— -«El viento gime con Sus voces; la tierra murmura con Su inteligencia.» ¡Conque el viento! ¿Crees que sólo es el viento?

— Sólo es el viento — repetí con firmeza—. ¿Has tenido una pesadilla, Ambrose?

— ¡No, no! —contestó con la voz rota— . Esta noche, no. Estaba empezando, pero se interrumpió. Algo la interrumpió y me alegré.

Yo sabía lo que había interrumpido su pesadilla y me sentí complacido, pero no dije nada.

Se sentó en el borde de la cama y me puso la mano afectuosamente en el hombro.

—Stephen, me alegro de que estés aquí. Si en algún momento te digo algo que no concuerde con esta alegría que siento, te suplico que no me hagas caso. A veces me parece que no soy yo.

—Has trabajado demasiado.

—Quizá — levantó la cara y, al vago resplandor de la luna, noté que las facciones se le habían vuelto a poner rígidas—. No, no — dijo— ; no es el viento en los árboles, ni tampoco los vientos interestelares. Viene de más lejos aún, Stephen, del Exterior... ¿Cómo, no lo oyes?

—No oigo nada—dije con suavidad— y tal vez si pudieras dormirte tú tampoco oirías nada.

—El sueño no tiene nada que ver — contestó enigmáticamente en un susurro, como si temiera ser oído por alguien más—. Dormir es peor.

Me bajé de la cama, fui hasta la ventana y la abrí.

—Ven y escucha, pues — dije.

Vino a mi lado y se apoyó contra el marco de la ventana.

—El viento en los árboles— dije—.., nada más.

Suspiró.

—Mañana te contaré..., si puedo.

—Cuéntamelo cuando quieras. Pero ¿por qué no ahora que te sientes así?

—¿Ahora? —lanzó por encima de su hombro una mirada fugaz, llena de implicaciones—. ¿Ahora? — repitió de nuevo con voz ronca. Y a continuación— : ¿Qué hizo Alijah en la torre? ¿Cómo imploraba a las piedras? ¿Qué es lo que hizo venir de las montañas o del cielo? Yo no lo sé. ¿Y quién es el que acecha y en qué umbral?—al agotarse este singular torrente de preguntas desconcertantes, me miró inquisitivamente a los ojos en la semioscuridad y, moviendo tristemente la cabeza, añadió— No lo sabes. Nadie lo sabe. Pero aquí está pasando algo y por Dios que temo haberlo provocado yo, aunque no sé cómo ni por qué.

Con estas palabras se volvió bruscamente y, deseándome buenas noches, se retiró a su cuarto y cerró la puerta tras él.

Durante unos momentos permanecí helado de asombro ante la ventana abierta. ¿Era realmente del viento, y sólo del viento, la voz que llegaba de los bosques? ¿O había algo más? El extraño comportamiento de mi primo me había dejado confuso y agitado, casi dudando de mis propios sentidos. Y de repente, mientras permanecía sintiendo el frescor del viento en el cuerpo, fui consciente, con un a sensación creciente de opresión, abrumado por una desesperación infinita, de una presencia horriblemente impura, de una malignidad negra, y ardiente que infiltraba la casa y los bosques que la rodeaban, de algo corrompido y nauseabundo perteneciente a los más profundos abismos del alma humana.



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