I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EN BUSCA DE LA CIUDAD DEL SOL PONIENTE 1926, 9a Parte

Mientras Carter hablaba, los gules todos escuchaban con gran interés, y a medida que pasaba el tiempo, el cielo se iba oscureciendo con las nubes de alimañas descarnadas que los mensajeros habían ido a buscar. Las haladas criaturas se posaron en semicírculo alrededor del ejército de gules, y aguardaron respetuosamente mientras sus perrunos cabecillas estudiaban la petición del viajero terrestre. El gul que un día fuera Pickman habló gravemente con sus compañeros, y al final ofreció a Carter mucho más de lo que él esperaba. Ya que Carter había ayudado a los gules en su lucha contra las bestias lunares, ellos le ayudarían en su atrevido viaje a las regiones de donde nadie ha regresado jamás; y no le transportarían sólo unas cuantas alimañas descarnadas, sino todo el ejército allí congregado: los gules veteranos de guerra y las alimañas descarnadas recién llegadas de refresco. Sólo quedaría en los muelles de Sarkomand una pequeña guarnición para custodiar la negra galera y el botín capturado en la roca desgarrada. Emprenderían el vuelo en el momento que dijera Carter, y una vez llegados a Kadath, le escoltaría un numeroso séquito de gules mientras él exponía su petición a los dioses de la tierra, en su palacio de ónice.

Conmovido por una gratitud y satisfacción indescriptibles, Carter trazó los planes de este viaje audaz con los jefes de los gules. Decidieron que el ejército volaría muy alto por encima de la espantosa meseta de Leng, de su innominado monasterio y de sus perversos poblados de piedra. Se detendrían sólo en las inmensas cumbres grises para exigir información a los atemorizados shantaks, cuyas madrigueras convierten los picos más altos en verdaderas colmenas. Después, de acuerdo con la información obtenida de estos moradores de la altura, eligirían la ruta final y se acercarían a la desconocida Kadath a través del desierto de las montañas esculpidas, al norte de Inquanok, o bien se remontarían a regiones más septentrionales de la propia meseta de Leng. Perrunos unos y desalmadas otras, a los gules y a las alimañas descarnadas no les asusta lo que puedan descubrir en esos desiertos jamás hollados, ni tampoco experimentan pavor alguno ante la idea de la egregia y solitaria Kadath con su misterioso castillo de ónice.

Hacia mediodía, los gules y las descarnadas alimañas se dispusieron a emprender el vuelo; cada gul escogió la pareja de portadores que más le convenía. Carter fue colocado a la cabeza de la columna, junto a Pickman; y delante de todos, a modo de vanguardia, se constituyó una doble fila de descarnadas alimañas de la noche. A una voz de Pickman, el horrible ejército se alzó como una nube de pesadilla por encima de las rotas columnas y las esfinges ruinosas de la primordial Sarkomand, y se fue elevando más y más, hasta rebasar incluso la gran vertiente de basalto que se erguía tras la ciudad. Ante ellos fueron apareciendo los alrededores de la fría, estéril altiplanicie de Leng. Y aún más, se remontó la oscura hueste voladora, hasta que esta misma altiplanicie comenzó a empequeñecerse por debajo de ellos; y cuando tomaron rumbo hacia el norte y sobrevolaron la espantosa meseta que el viento barría, Carter vio de nuevo, con un escalofrío de horror, el círculo de toscos monolitos y el chato edificio sin ventanas que, como él sabía muy bien, cobijaba a aquella blasfemia enmascarada de seda, de cuyas garras había escapado tan milagrosamente. Esta vez no descendieron cuando el ejército cruzó como una bandada de murciélagos por encima del desolado paisaje, iluminado por el débil resplandor de las hogueras, ni se pararon a observar las morbosas contorsiones de los astados seres casi humanos que allí danzan y tañen sus instrumentos sin descanso. Una de las veces vieron un shantak que volaba bajo, planeando sobre la llanura; pero cuando éste los descubrió; soltó un chillido estremecedor y se alejó alocadamente hacia el norte, preso de un pánico indescriptible.

Al oscurecer, llegaron a los agrestes picos grises que forman la barrera de Inquanok y revolotearon en torno a esas cuevas que se abren junto a las cimas a las que tanto temen los shantaks. Ante los gritos insistentes de los jefes de los gules, brotó de cada madriguera una riada de negras alimañas astadas que luego se comunicaron con los gules y con sus monturas por medio de gestos repugnantes. Tras una breve deliberación, se llegó a la conclusión de que lo mejor sería dirigirse a la inmensidad fría por el norte de Inquanok, ya que el acceso por la meseta de Leng estaba plagado de trampas invisibles bastante desagradables aun para las descarnadas alimañas de la noche. Había, además, ciertos edificios semiesféricos construidos sobre unas lomas extrañas, sobre los cuales se concentran influencias del abismo que la tradición popular relaciona con los Dioses Otros y el caos reptante Nyarlathotep.

Las roqueras alimañas de la noche no sabían nada de Kadath, salvo que podía tratarse de cierta ciudad maravillosa e imponente que había más al norte, custodiada por shantaks y montañas esculpidas. Aludieron a ciertas anormalidades desproporcionadas que existían por aquellas regiones jamás holladas, y recordaron vagas alusiones sobre un reino donde la noche impera eternamente; pero no pudieron aportar ningún dato concreto. Así que Carter y sus compañeros les dieron las gracias y, cruzando los más elevados picos de Granito que se alzan en los cielos de Inquanok, descendieron después bajo las fosforescentes nubes de la noche para contemplar de lejos esas terribles gárgolas que habían sido montañas, hasta que una mano gigantesca y terrible esculpiera en ella la imagen del terror.

Sentadas sobre sus patas traseras, formaban un semicírculo infernal. Sus bases se hundían en la arena del desierto y sus mitras traspasaban las nubes luminosas. Eran siniestras sus formas de lobos bicéfalos y sus rostros airados, así como sus manos derechas levantadas en gesto amenazador. Hoscas y malignas, vigilaban los confines del mundo de los hombres y custodiaban las fronteras del frío mundo del norte en donde no existen los seres humanos. De sus entrañas espantosas surgieron los perversos shantaks, grandes como elefantes, pero huyeron lanzando chillidos enloquecedores cuando vislumbraron la vanguardia de alimañas descarnadas en el cielo brumoso. El halado ejército voló por encima de aquellas gárgolas grandes como montañas, y sobre leguas y leguas de tenebroso desierto donde jamás se había acotado un solo palmo de tierra. Las nubes se fueron haciendo cada vez menos luminosas, hasta que finalmente Carter se vio envuelto en tinieblas. No por ello vacilaron un momento sus portadores, criados en las más negras cavernas de la tierra y carentes de ojos, que se valían de toda la superficie de sus cuerpos resbaladizos y viscosos para orientarse. Y volaron más y más, y cruzaron vientos de extraños olores y ruidos de inquietante procedencia, siempre rodeados de la más espesa oscuridad, y recorrieron tan prodigiosas distancias que Carter se preguntó si no habrían dejado atrás el país de los Sueños terrestres.

De pronto, las nubes comenzaron a perder consistencia y aparecieron por arriba estrellas espectrales. Por abajo, todo seguía siendo oscuridad, pero los pálidos destellos del firmamento parecían palpitar con un significado que jamás tuvieron en otro lugar. No es que los rasgos trazados por las constelaciones fuesen diferentes, sino que aquellas mismas formas conocidas parecían revelar una significación que antes ocultaban. Todo convergía hacia el norte; cada curva, cada asterismo del tachonado firmamento formaba parte de un vasto trazado cuya función era orientar la mirada, y después, al observador entero, hacia un objetivo terrible y secreto situado más allá de la helada inmensidad que se extendía infinitamente ante ellos. Carter miró hacia el este, donde la gran barrera de picachos amurallaba las fronteras del país de Inquanok, y vio recortada en el firmamento su silueta mellada que ahora parecía más desgarrada aún con tremendas hendiduras y cumbres fantásticamente extravagantes. Carter estudió con atención los contornos y las curvas de aquel grotesco perfil, y sintió que éste, como las estrellas, le instaba a apresurarse hacia el norte.

Volaban a una velocidad prodigiosa, de suerte que Carter tenía que esforzarse sobremanera para captar algún detalle, cuando de pronto descubrió, justo por encima de la línea de picos y recortado contra las estrellas, un bulto oscuro que se desplazaba con una trayectoria paralela a la que llevaba su propia expedición. Los gules lo habían visto igualmente, y Carter los oyó murmurar entre ellos. Por un momento le pareció que se trataba de un shantak gigantesco, de un ejemplar de proporciones infinitamente mayores a las de su propia especie. Pero no tardó en comprobar que la forma que cruzaba por encima de las montañas no era ningún pájaro hipocéfalo. Su perfil recortado contra las estrellas, aun confuso, recordaba más bien a una inmensa cabeza mitrada, o a un par de cabezas unidas y enormes. Su rápido vuelo por el firmamento no parecía debido al impulso de unas alas. Carter no podía decir de qué lado de las montañas avanzaba, pero no tardó en darse cuenta, cada vez que la altitud de la cordillera descendía, de que la forma que había visto en un principio se prolongaba hacia abajo en un cuerpo que tapaba todas las estrellas.

Luego vino un profundo vacío en la cadena de montañas, donde los confines de la tramontana meseta de Leng se unían a la fría inmensidad por un gran desfiladero a través del cual brillaban pálidamente las estrellas. Carter prestó especial atención a este vacío, porque en él podría captar la silueta entera de aquella cosa inmensa que se desplazaba en un vuelo ondulante por encima de las cumbres. El objeto volador había avanzado algo, y todos los ojos de la expedición se quedaron fijos en la hendidura donde iba a aparecer entera la enorme silueta. Se acercó ésta poco a poco por encima de las cumbres, moderando su marcha como si se hubiera dado cuenta de que había dejado atrás al ejército de gules. Hubo otro minuto de suspenso, y luego, fugazmente, se reveló de lleno la esperada silueta. De los labios de los gules brotó un grito espantoso y enloquecedor que expresaba todo el terror cósmico. El viajero sintió en el alma un frío como no había sentido jamás. Aquella silueta colosal y bamboleante que descollaba por encima de la cordillera era sólo la cabeza -una doble cabeza mitrada- bajo la cual, con su terrible inmensidad, avanzaba a saltos por el desierto helado el cuerpo monstruoso al cual pertenecía. Grande como una montaña, el monstruo caminaba de manera furtiva y silenciosa. Su gigantesca figura era entre humana y de hiena, y al trotar, su par de cabezas tocadas con una mitra cónica se recortaba contra el cielo hasta media altura del cénit.

Carter no llegó a perder el conocimiento, ni dejó escapar ningún grito, porque era un soñador veterano. Pero miró hacia atrás y se estremeció de horror al ver que aún venían más cabezas monstruosas recortadas por encima de los picos, avanzando furtivamente detrás de la primera. Y justo detrás de ellos, descubrió que tres de las figuras talladas en la montaña, cuyos perfiles se dibujaban sobre las estrellas del sur, caminaban sigilosa y pesadamente, dando a sus mitras una oscilación de varios miles de pies al bambolear sus cabezas. Las montañas esculpidas, pues, no habían permanecido en el semicírculo del norte de Inquanok, inmóviles en su hierática postura, con sus manos derechas tendidas hacia arriba. Tenían una misión que cumplir y no la habían descuidado. Pero era horrible que no hablaran jamás, que jamás hicieran el menor ruido al caminar.

Entre tanto, el gul que fue Pickman dio una orden a las descarnadas alimañas de la noche, y el ejército entero se elevó aún más en los aires. La columna ascendió velozmente hacia las estrellas, hasta que desaparecieron de su vista todas aquellas sombras recortadas contra el cielo, tanto la inmóvil cordillera de granito gris como las mitradas montañas caminantes. Todo estaba oscuro abajo, mientras la voladora legión avanzaba hacia el norte entre vientos furiosos y risas invisibles que surgían del éter. Y ni un shantak ni otra clase de entidad menos deseable alzó el vuelo de las malignas inmensidades para perseguirles. Cuanto más avanzaban, más veloz se hacía el vuelo, hasta que su vertiginosa velocidad superó la de una bala de rifle, aproximándose a la de un planeta en su órbita. Carter se preguntaba cómo era posible que a esa velocidad tuvieran aún la tierra debajo de ellos, pero recordó que en el País de los Sueños, las dimensiones poseían extrañas propiedades. Estaba convencido de que se encontraban en una región de noche eterna, y se figuró que las constelaciones de la bóveda celeste habían acentuado sutilmente su orientación al norte, juntándose todas allá arriba como para arrojar al ejército volador al vacío del polo boreal, de la misma manera que se comprimen los pliegues de un saco para arrojar a su fondo hasta la última mota de su contenido.

Entonces observó aterrado que las alas de las alimañas descarnadas habían dejado de moverse. Las astadas criaturas sin rostro habían plegado sus apéndices membranosos y permanecían totalmente pasivas en el caos huracanado que giraba y reía mientras las arrastraba. Una fuerza extraterrestre había atrapado al ejército, y los gules y las descarnadas alimañas de la noche se hallaban a merced de un remolino irresistible que los sorbía hacia el norte, de donde jamás ha regresado mortal alguno. Finalmente vislumbraron una pálida luz solitaria en la raya del horizonte, la cual se fue elevando a medida que ellos se acercaban, y bajo ella vieron extenderse una masa negra que tapaba las estrellas. Carter entendió que debía de ser algún faro situado sobre una montaña, ya que sólo una montaña podía ser tan enorme como para verse desde tan prodigiosa altura.

La luz se fue elevando más y más, así como la negrura que parecía sostenerla, hasta que la mitad del firmamento septentrional quedó oscurecido por aquella masa cónica y rugosa. Aun cuando el ejército viajaba a una altura inconcebible, aquel faro pálido y siniestro se alzaba por encima de él, descollando monstruosamente sobre todas las cumbres y demás accidentes de la tierra, hasta alcanzar el éter inconsistente donde oscilan la luna misteriosa y los locos planetas. Aquella montaña que se alzaba frente a ellos no era ninguna de las conocidas por el hombre. Las altas nubes de allá abajo no formaban sino una orla en torno a sus estribaciones, y el aire irrespirable de las más altas capas de la atmósfera no era sino una franja para los flancos. Aquel puente entre la tierra y el cielo ascendía espectral y altivo, tenebroso en la noche eterna, y estaba coronado por una diadema de desconocidas estrellas cuyo espantoso y significativo trazado se iba haciendo cada vez más evidente. Los gules chillaron aterrados al descubrirlo, y Carter se estremeció ante la posibilidad de que todo el veloz ejército se estrellara contra el ónice impertérrito de aquella muralla ciclópea.

Y la luz siguió elevándose más y más, hasta confundirse con las esferas más altas del cénit, y parpadeó hacia ellos como en un gesto de espeluznante sarcasmo. Por debajo de la luz pálida, solitaria, inasequible, el norte ya no era más que una espesa negrura, una espantosa tiniebla petrificada que se alzaba desde infinitas profundidades a alturas ilimitadas. Carter examinó la luz más atentamente, y distinguió por fin las formas y las líneas de la masa negra que se recortaba sobre las estrellas del cielo. Eran unas torres que descollaban en lo alto de aquel monte gigantesco, unas horribles torres rematadas por cúpulas distribuidas en incalculables filas y agrupaciones, más fantásticas de lo que el hombre se crea capaz de imaginar. Murallas y terrazas maravillosas y amenazantes, pero negras y diminutas en la lejanía, se recortaban contra la estrellada diadema que resplandecía maligna en el borde superior de aquella monstruosa visión. Coronando aquel conjunto inconmensurable de montañas había, pues, un castillo que rebasaba toda humana fantasía, y en él brillaba una luz diabólica. Entonces fue cuando Randolph Carter comprendió que el viaje tocaba a su fin; porque lo que tenía ante sí era el objeto de todas sus prohibidas andanzas y audaces visiones: la fabulosa, la increíble mansión de los Grandes Dioses, erigida en lo más elevado de la Ignorada Kadath.

En el mismo momento en que se daba cuenta de esto, notó Carter un cambio en la trayectoria de su expedición, inexorablemente sorbida por el viento. Se estaban elevando bruscamente, y era evidente que el destino de esta loca travesía era el castillo de ónice donde brillaba la pálida luz. Tan cerca estaban de la gran montaña tenebrosa, que sus laderas desfilaban vertiginosamente junto a ellos mientras ascendían; y con la oscuridad no podían distinguir en ellas ninguno de sus detalles. Más y más crecían las inmensas torres negras de aquel castillo tenebroso, y Carter sintió que eran blasfemas por su misma inmensidad. Sus sillares podían muy bien haber sido tallados por los abominables canteros de aquel horrible abismo abierto en la roca del monte que viera en Inquanok, porque sus dimensiones eran tales que junto a ellos un hombre parecía encontrarse al pie de una de las más grandes fortalezas de la tierra. La diadema de desconocidas estrellas fulguraba con un resplandor lívido y enfermizo por encima de las torres infinitas de altísimas cúpulas, y esparcía una penumbra fantasmal alrededor de las sombrías murallas de bruñido ónice. Ahora se veía que la pálida luz que habían vislumbrado de lejos no era sino una ventana iluminada en la más alta de las torres; y mientras el desamparado ejército se aproximaba a la cúspide de la montaña, a Carter le pareció distinguir unas sombras inquietantes que se desplazaban lentamente por su interior. Tenía la ventana unos arcos muy singulares, y su trazado resultaba absolutamente desconocido en la Tierra.

La sólida roca dio paso entonces a los cimientos gigantescos del monstruoso castillo, y la velocidad del grupo pareció moderarse un poco. Aparecieron las enhiestas murallas y luego surgió un vasto pórtico a través del cual fueron absorbidos los viajeros. La oscuridad reinaba en el titánico patio de armas, pero luego se sumieron en una oscuridad más espesa aún al precipitarse la columna voladora en un portal de arcos inmensos. En la tenebrosa oscuridad de aquellos laberintos de ónice se formaron torbellinos de viento húmedo y frío, y Carter no llegó a saber jamás qué gigantescas escalinatas y corredores atravesaron en aquella loca carrera que no parecía terminar nunca. El impulso terrible los arrastraba invariablemente hacia arriba, y ni un ruido, ni un roce, ni un destello fugaz rasgó el espeso velo del misterio. El ejército de gules y descarnadas alimañas de la noche era innumerable, pero aun así se perdía en los prodigiosos espacios de aquel castillo supraterrestre. Y cuando finalmente se halló en el interior de la extraña habitación de la torre cuya altísima ventana iluminada había servido de faro, Carter tardó bastante tiempo en distinguir las lejanas paredes y el techo distante que sostenían, y en comprender que no se encontraba en un espacio abierto e ilimitado.

Randolph Carter había abrigado el propósito de penetrar en la sala del trono de los Grandes Dioses con todo aplomo y dignidad, escoltado por las impresionantes filas de gules en riguroso orden de ceremonia, y de presentar su petición como un gran señor, libre y poderoso entre los soñadores. Sabía que es posible tratar con los Grandes Dioses, pues éstos no superan en poderío a los mortales, y había confiado en que los Dioses Otros y Nyarlathotep, el caos reptante, no vendrían a ayudarles en el momento decisivo, como había sucedido tantas veces cuando los hombres trataron de llegar a la morada de los dioses terrestres o a sus montañas. Y gracias a su escolta horrenda había confiado en poder desafiar incluso a los Dioses Otros, si llegaba el caso, pues los gules no tienen dueño ni señor, y las descarnadas alimañas de la noche no obedecen a Nyarlathotep, sino sólo al arcaico Nodens. Pero ahora veía que la excelsa Kadath, en el centro de la inmensidad fría, estaba cercada por oscuras maravillas e innominados centinelas, y que los Dioses Otros vigilan atentamente a los benévolos y tolerantes dioses terrestres. Pese a carecer de poderío sobre gules y alimañas descarnadas, las desalmadas y amorfas blasfemias de los espacios exteriores pueden, sin embargo, imponerse a ellos cuando llega el momento. Por consiguiente, no fue con las prerrogativas de libre y poderoso señor de soñadores como Randolph Carter llegó al salón del trono de los Grandes Dioses con su séquito de gules. Arrastrado en caótica confusión por tempestuosos torbellinos cósmicos, y acosado por los horrores invisibles de la inmensidad boreal, el ejército entero flotó cautivo e impotente en la cárdena penumbra, hasta que se derrumbó en el suelo de ónice cuando, obedeciendo a una orden muda, los vientos del terror se disiparon.

Randolph Carter no llegó ante ningún dorado dosel ni vio allí círculo alguno de augustos seres nimbados de rasgados ojos, largas orejas, fina nariz y barbilla puntiaguda, cuyo parecido con el rostro esculpido de Ngranek pudiera señalarles como Aquellos a quienes debía dirigir sus plegarias. Aparte de aquella habitación solitaria de lo alto de la torre, el castillo de ónice que dominaba Kadath estaba totalmente a oscuras, y sus moradores no estaban allí. Carter había llegado a la desconocida Kadath de la inmensidad fría, pero no había encontrado a los dioses. Sin embargo, la desmayada luz brillaba en aquella habitación de la torre de dimensiones inmensas, cuyos muros y techo casi se perdían de vista en las brumas de la distancia. Era evidente que los dioses terrestres no estaban allí, pero de algún modo se percibían ciertas presencias menos visibles: allí donde están ausentes los dioses benignos de la Tierra, los Dioses Otros no dejan de tener representación. Y ciertamente el castillo de los castillos de ónice estaba muy lejos de hallarse deshabitado. Carter no podía ni figurarse qué formas atroces revestiría el terror a continuación. Presentía que su visita era esperada, y se preguntaba cuán cerca habría venido vigilándole el caos reptante Nyarlathotep. Porque es a Nyarlathotep, horror de infinitas formas y espíritu terrible, mensajero de los Dioses Otros, a quien sirven las fungosas bestias lunares. Y Carter recordó la negra galera que había desaparecido cuando las entidades lunares con cuerpo de sapo vieron perdida la batalla en la desgarrada roca que emerge del mar.

Reflexionando sobre estas cosas, sentía temblar sus piernas en medio de la horda de pesadilla que le acompañaba, y de pronto, sin previo aviso, resonó en aquella cámara ilimitada y oscura el espantoso bramido de una trompeta infernal. Por tres veces sonó aquella espeluznante llamada de bronce, y cuando enmudecieron los ecos de la tercera, Randolph Carter se dio cuenta de que estaba solo. No comprendía cómo, adónde o por qué razón habían desaparecido los gules y las descarnadas alimañas de la noche. Sólo sabía que de pronto se hallaba solo y que, fueran cuales fuesen los poderes que acechaban invisibles en torno suyo, no pertenecían al amistoso País de los Sueños de la Tierra. En este momento brotó un nuevo sonido de los últimos rincones de la estancia. Era también un ritmo de trompeta, pero de naturaleza completamente diversa a los roncos clarinazos que habían aniquilado a su excelente cohorte. Era ahora una suave melodía en la que resonaban todo el encanto y la maravilla de los sueños etéreos. Exóticos paisajes de inimaginable belleza brotaban de cada acorde singular y de cada cadencia delicada. Y el aroma de los inciensos se conjugaba con aquellas notas doradas. Y un gran resplandor difundió por el espacio en círculos concéntricos de colores desconocidos en el espectro luminoso de la Tierra, y se cambiaban según el ritmo de las trompetas componiendo fantásticas y armónicas sinfonías de luz. Unas antorchas brillaron a lo lejos, y un batir de tambores se fue acercando en medio de una atmósfera de tensa expectación.

De las brumas que se disolvían y de las nubes de extraños inciensos surgieron dos columnas paralelas de esclavos negros vestidos con taparrabos de seda iridiscente. Sobre la cabeza portaban, en forma de cascos, antorchas de reluciente metal de las que emanaban los vapores de unos bálsamos misteriosos. En la mano derecha llevaban unas varillas de cristal cuyo extremo superior ostentaba la figura de una quimera, mientras en la mano izquierda empuñaban las largas trompetas de plata que hacían sonar. Llevaban todos ajorcas y brazaletes unidos a una larga cadena de oro, lo cual les obligaba a marcar un paso lento y majestuoso. Lo primero que saltaba a la vista era que se trataba de auténticos hombres negros de la zona terrestre del País de los Sueños, pero ya parecía menos evidente que aquellos ritos y aquellos atavíos fueran de la Tierra. Las columnas se detuvieron a unos diez pasos de Carter, al tiempo que sus componentes se llevaban sus trompetas a los labios. El sonido que produjeron fue místico y salvaje; pero más salvaje fue el grito que brotó inmediatamente después de las oscuras gargantas haciéndole estremecer.

Entonces, por el amplio pasillo que formaban las dos columnas, avanzó una figura alta y delgada. Tenía el rostro de un joven faraón. Iba vestida con elegantes ropajes prismáticos y coronada por una diadema dorada que parecía relucir con luz propia. Se aproximó a Carter aquella figura majestuosa, cuyo porte regio y nobles rasgos le imprimían la fascinación de un dios de las tinieblas o de un arcángel caído, en tanto que sus ojos parecían ocultar el lánguido centelleo de un humor caprichoso. Entonces habló, y en su voz melodiosa vibró la música salvaje de las corrientes de Leteo:

-«Randolph Carter -dijo la voz-. Has venido a ver a los Grandes Dioses, a quienes les está prohibido tener tratos con los hombres. Los centinelas han venido a decirlo y los Dioses Otros han gruñido mientras bailaban torpemente sus danzas estúpidas al son de las flautas, en el vacío final donde mora el sultán de los demonios cuyo nombre no se ha pronunciado jamás.

»El sabio Barzai escaló el Hatheg-Kla para ver danzar y ulular a los Grandes Dioses por encima de las nubes a la luz de la luna, y ya no regresó nunca más. Los Dioses Otros estaban allí, e hicieron lo que cabía esperar. Zenig de Aphorat trató de llegar a la desconocida Kadath de la inmensidad fría, y ahora su cráneo adorna el anillo del dedo meñique de alguien a quien no es necesario nombrar aquí.



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Sueños del Soñador de Providence