I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EN BUSCA DE LA CIUDAD DEL SOL PONIENTE 1926, 4a Parte

Por último, allá abajo, en las profundidades aquellas, divisó unas alineaciones casi imperceptibles de montañas, y supuso que serían los fabulosos Picos de Throk. Se elevan éstos, pavorosos y siniestros, en la mágica oscuridad de las profundidades eternas. Son más altos de lo que el hombre es capaz de calcular, y defienden los valles donde moran los dholes en sucias madrigueras. Pero Carter prefería mirar los picos aquellos que a sus apresores, que eran unas criaturas negras, toscas y espantosas, de piel suave y grasienta como la de las ballenas, con unos cuernos desagradables, curvados hacia adentro, y sigilosas alas de murciélago. Poseían horribles patas prensiles y estaban armados de una cola que hacían restallar de manera tan inquietante como innecesaria. Y lo peor de todo era que no hablaban ni reían jamás. ni tampoco podían esbozar una sonrisa siquiera, ya que carecían totalmente de rostro, por lo que allí donde debían tener la cara sólo había una superficie lisa y vacía. Todo cuanto podían hacer era agarrar, volar y pellizcar, pues tal es la naturaleza de esas bestias nocturnas.

Al descender la bandada, los Picos de Throk comenzaron a descollar contra el cielo, grises y lúgubres, y Carter observó claramente que en aquel granito austero e imponente, sumido en eterno crepúsculo, no podía existir forma alguna de vida. Cuando descendieron aún más, se apagaron los fuegos letales del aire, y el mundo se sumergió en la negrura primordial del vacío, salvo por arriba, donde los agudos picos se alzaban como espectros. Pronto se perdieron las cimas en las brumas de las alturas; y en las tinieblas Carter sólo percibió tremendas corrientes de vientos húmedos y helados, procedentes de las grutas inferiores. Luego, por fin, las descarnadas alimañas se posaron en un suelo sembrado de cosas invisibles que parecían montones de huesos, y dejaron solo a Carter en aquel valle tenebroso. Traerle aquí había sido la misión de las descarnadas alimañas de la noche que guardan el Ngranek; una vez cumplida, alzaron el vuelo silenciosamente. Cuando Carter trató de seguir su vuelo con la mirada, se dio cuenta de que no le era posible, ya que tardaron muy poco en desaparecer tras los Picos de Throk. Nada había en torno suyo, sino tinieblas, y horror, y huesos, y silencio.

Ahora sabía Carter con toda certeza que se encontraba en el valle de Pnoth, donde se arrastran y excavan madrigueras los enormes dholes; pero no sabía qué podría pasarle allí, porque nadie ha visto jamás un dhole ni aun imaginado su apariencia. A los dholes se les reconoce únicamente por un rumor confuso, por los crujidos que producen al arrastrarse entre montañas de huesos, y por el tacto viscoso de su piel cuando le rozan a uno al pasar. No pueden ser vistos porque salen únicamente en la oscuridad. Como Carter no tenía ganas de encontrarse con ningún dhole, estaba muy atento a cualquier ruido que sonara por la enorme masa de huesos que había a su alrededor. Aun en este espantoso lugar tenía un plan y un objetivo que cumplir, ya que tenía ciertas referencias de Pnoth por un individuo con quien había conversado largamente tiempo atrás. En suma, parecía cabalmente que era aquél el lugar donde todos los gules del mundo vigil arrojan los despojos de sus festines. Si tenía suerte, podría llegar a un farallón imponente, más alto que los Picos de Throk, que marca el límite de sus dominios. Las carretadas de huesos le indicarían hacia dónde tenía que buscar, y una vez descubierto el farallón, podría pedirle a un gul que le echara una escala de cuerda; pues, por extraño que parezca, Carter tenía ciertos vínculos con estas terribles criaturas.

Había conocido en Boston a un hombre -un pintor extraño que tenía su estudio secreto en un antiguo callejón que bordeaba un cementerio- el cual había hecho amistad con los gules. Este pintor le había enseñado a comprender lo más simple de la desagradable algarabía que constituye el lenguaje de esos seres. El pintor había acabado por desaparecer, y Carter estaba convencido de que ahora se lo encontraría aquí y de que, por primera vez en el país de los sueños, podría hacer uso del habitual inglés de su vida vigil, que ahora se le antojaba extraño y remoto. En cualquier caso, confiaba en persuadir a un gul para que le ayudara a salir de Pnoth. Por otra parte, siempre sería mejor toparse con un gul, puesto que al menos puede verse, que con un dhole, que es invisible.

Caminaba, pues, Carter alerta en la oscuridad, y cuando le parecía oír que algo se removía entre los huesos, echaba a correr. De pronto llegó a un declive de piedra y comprendió que debía encontrarse al pie de uno de los Picos de Throk. Después oyó una horrible algarabía que provenía de las alturas y tuvo la certeza de haber llegado al barranco de los gules. No estaba seguro de que le pudieran oír desde el fondo del valle, ya que tenía varias millas de profundidad, pero el mundo interior posee leyes muy extrañas. Al pararse a reflexionar, recibió el golpe de un proyectil óseo tan pesado que sin duda debió de tratarse de una calavera; y dándose cuenta de la proximidad del barranco fatal, emitió lo mejor que pudo el quejido lastimero que es la llamada de los gules.

El sonido se propaga despacio, así que transcurrió cierto tiempo antes de oír el grito de respuesta. Pero lo oyó al fin, y entendió que le iban a echar una escala. La espera entonces se le hizo muy tensa, ya que no hace falta decir qué criaturas podían haber despertado sus llamadas entre aquellos huesos. En efecto, no tardó en oír un vago crujido a lo lejos. A medida que se le fue acercando el crujido aquel, Carter se fue sintiendo más intranquilo, porque no quería alejarse del lugar donde le bajarían la escala. Finalmente, la tensión se le hizo casi insoportable; y estaba a punto de echar a correr, lleno de pánico, cuando oyó chocar algo contra un montón de huesos no lejos del sitio de donde procedía el ominoso crujir que avanzaba poco a poco. Era la escala, y después de buscarla a tientas durante unos momentos, consiguió sujetarla tirante entre sus manos. Pero el otro ruido no cesó, sino que siguió tras él, mientras Carter trepaba por la escala. Había subido más de cinco pies, cuando las vibraciones de abajo aumentaron considerablemente; y al llegar a diez pies del suelo, algo sacudió la escala desde abajo. A una altura de unos quince o veinte pies, sintió que le rozaba todo el costado una cosa larga y escurridiza que se hacía alternativamente cóncava y convexa, como culebreando para atraparle. A partir de entonces, Carter trepó desesperadamente para escapar del insoportable contacto de aquel nauseabundo y bien cebado dhole, cuya forma ningún hombre puede contemplar.

Trepó durante horas y horas, con los brazos doloridos y las manos cubiertas de ampollas. De nuevo aparecieron ante él los fuegos letales y las inquietantes cumbres de Throk. Finalmente, vislumbró por encima de él una cornisa que sobresalía del borde del gran despeñadero de los gules, cuya pared vertical no pudo percibir. Mucho tiempo después, vio un rostro singular que le escudriñaba encaramado en la cornisa como una gárgola acurrucada en una balaustrada de Notre Dame. A punto estuvo de perder el conocimiento por la impresión, pero un momento después se había recuperado; su desaparecido amigo Richard Pickman le había presentado una vez a un gul, y recordó su rostro canino, sus formas consumidas y su indescriptible comportamiento. Así, pues, para cuando aquella criatura espantosa le hubo sacado del inmenso vacío, izándole por encima del borde del precipicio, ya se había dominado, y no gritó al ver los despojos medio devorados que se amontonaban a un lado y los grupos de gules acurrucados que roían y le miraban con curiosidad.

Se encontraba ahora en una llanura débilmente iluminada cuya principal característica era la existencia de grandes peñascos y de numerosas madrigueras. En general, los gules se mostraron respetuosos, aun cuando uno de ellos intentara pellizcarle y los demás le miraran apreciativamente evaluando su delgadez. Mediante pacientes gruñidos y quejidos, hizo algunas preguntas acerca de su desaparecido amigo, y supo por ellos que se había convertido en un gul de cierta importancia, y que habitaba en los abismos más próximos al mundo vigil. Un gul viejo y de color verdoso se ofreció a llevarle a la residencia actual de Pickman; así que, pese a su repugnancia natural, siguió a aquella criatura por una madriguera espaciosa y se arrastró tras ella durante horas y horas en una negrura de moho corrompido. Al fin salieron a una llanura oscura, sembrada de incongruentes reliquias de la tierra -viejas lápidas, urnas rotas y grotescos fragmentos de monumentos funerarios- por lo que Carter presintió con cierta emoción que probablemente se hallaban más cerca que nunca del mundo vigil, desde que bajara los setecientos peldaños que conducen de la caverna de fuego a las Puertas del Sueño Profundo.

Allí, encima de una lápida de 1768 robada del Cementerio de Granary de Boston, estaba sentado el gul que antaño fuera el pintor Richard Upton Pickman. Mostraba desnudo su cuerpo gomoso, y había adquirido de tal modo la fisionomía de los gules que sus rasgos humanos eran ya apenas perceptibles. Pero todavía recordaba un poco de inglés y pudo conversar con Carter por medio de gruñidos y monosílabos, aunque recurriendo a cada momento a la algarabía de los gules. Cuando supo que Carter deseaba llegar al bosque encantado, para ir de allí a Celephais, ciudad de Ooth-Nargai situada más allá de los Montes de Tanaria, se mostró escéptico; porque estos gules del mundo vigil no actúan en los cementerios del Alto país de los sueños (los ceden a los vampiros de pies rojos que habitan en las ciudades muertas), y además se interponen muchos peligros entre los riscos donde viven y el bosque encantado, uno de los cuales es el terrible reino de los gugos.

En tiempos pasados, los gugos, velludos y gigantescos, habían construido en aquel bosque unos círculos de piedra donde celebraron extraños sacrificios a los Dioses Otros y a Nyarlathotep, el caos reptante, hasta que una noche, una de estas abominaciones llegó a oídos de los dioses de la tierra, quienes los desterraron a las cavernas inferiores. Sólo una gran losa de piedra con una argolla de hierro comunica el abismo de los gules terrestres con el bosque encantado, y los gugos tienen miedo de abrirla a causa de una maldición. Era muy poco probable que un soñador mortal pudiera cruzar el reino subterráneo de los gugos y salir por aquella losa, ya que los soñadores mortales constituían en un principio su alimento predilecto, existiendo todavía entre los gugos leyendas que hablan de la exquisita carne de tales soñadores, a pesar de que su confinamiento ha reducido su dieta a los lívidos, seres repulsivos que mueren al contacto con la luz y que viven en las cuevas de Zin, donde brincan con sus largas patas como canguros.

Así que el gul que había sido Pickman aconsejó a Carter que abandonara el abismo en Sarkomand, ciudad desierta del valle que se abre bajo la meseta de Leng, cuyas negras escaleras salitrosas, custodiadas por leones alados, conducen desde la tierra de los sueños a las simas inferiores; o que regresara al mundo vigil a través de un cementerio y empezara la búsqueda de nuevo a partir de los setenta peldaños del Sueño Ligero, de las Puertas del Sueño Profundo y del bosque encantado. Sin embargo, el explorador no siguió este itinerario porque no sabía el camino de Leng a Ooth-Nargai; y además, tenía pocas ganas de despertar, no fuera a olvidar todo lo que había aprendido en este sueño. Sería desastroso para su empresa olvidar los rostros augustos y celestiales de aquellos marineros del norte que traficaban con el ónice en Celephais, los cuales, siendo hijos de dioses, le señalarían el camino hacia la inmensidad fría y, por consiguiente, hacia Kadath donde moran los Grandes Dioses.

Después de muchas súplicas, el gul consintió en guiar a su huésped hasta el interior de las murallas que circundan el reino de los gugos. Había una posibilidad de que Carter consiguiera cruzar sigilosamente aquel reino crepuscular, erizado de rocas dispuestas en círculo. A la hora en que estos seres gigantescos roncan saciados en sus habitáculos no le sería imposible llegar a la torre central, coronada por el signo de Koth, de donde arranca la escalera que conduce a la losa de piedra del bosque encantado. Pickman accedió incluso a prestarle tres gules para que le ayudaran a levantar con una palanca la losa de piedra; pues los gugos se muestran algo asustadizos ante los gules, huyendo a menudo de sus cementerios colosales cuando les ven celebrar allí algún festín.

También aconsejó a Carter que se disfrazara de gul: que se afeitara la barba que se había dejado crecer (los gules no tienen), que se revolcara desnudo en el moho verdoso para adquirir el adecuado aspecto de cadáver medio corrompido, y llevara su ropa hecha un lío como si fuera una presa arrebatada de la tumba. Llegarían a la ciudad de los gugos a través de las madrigueras correspondientes y saldrían a un cementerio situado no lejos de la Torre de Koth. Debían evitar, sin embargo, una gran caverna que había junto al cementerio, ya que ésta era la boca de las criptas de Zin, donde los vindicativos lívidos acechan a los habitantes del abismo superior que vienen a cazarlos para devorarlos. Los lívidos intentan salir cuando los gugos duermen, y atacan a los gules con tanta gana como a los gugos, porque no saben distinguirlos. Son muy primitivos y se comen unos a otros. Los gugos tienen apostado un centinela en un angosto recodo de la cripta de Zin, pero con frecuencia se queda amodorrado, y algunas veces es sorprendido por alguna facción de lívidos. Aunque los lívidos no pueden vivir bajo una luz verdadera, pueden, sin embargo, soportar durante algunas horas la penumbra crepuscular de los abismos.

Así, Carter reptó por las interminables madrigueras acompañado de tres serviciales gules, portadores de una lápida sepulcral que pertenecía a un tal Coronel Nepemiah Derby, fallecido en 1719 que habían sacado del cementerio municipal de Charter Street, de Salem. Cuando salieron otra vez a la luz crepuscular, se encontraron en un bosque de enormes monolitos, cubiertos de líquenes, los cuales alcanzaban tal altura que casi no se podía divisar su extremo superior. Eran lápidas del cementerio de los gugos. A la derecha de la abertura por donde habían salido a rastras, y entre los colosales sepulcros, se veía un grandioso panorama de ciclópeas torres cilíndricas que se elevaban a una altura inconcebible en la atmósfera gris de las entrañas de la tierra. Era la gran ciudad de los gugos, cuyas puertas tienen treinta pies de altura. Los gules vienen aquí a menudo porque el cadáver enterrado de un gugo puede alimentar a toda la comunidad durante casi un año. Aunque la empresa tenga sus peligros, es preferible echar mano de los gugos a tener que afanarse en las tumbas de los hombres para obtener mezquinos resultados. Carter comprendía ahora la presencia de aquellos huesos gigantescos que había advertido en el valle de Pnoth.

Frente a ellos, y nada más salir del cementerio, se elevaba una escarpa completamente vertical en cuya base se abría una caverna inmensa.

Los gules dijeron a Carter que debían evitarla a toda costa, ya que era la entrada a los impíos subterráneos de Zin, donde los gugos cazan a los lívidos en la oscuridad. Y en efecto, aquella advertencia se vio muy pronto justificada, porque en el momento en que un gul comenzaba a arrastrarse hacia las torres para ver si habían calculado bien la hora de descanso de los gugos, en la oscuridad de la caverna fulguró un par de ojos rojizos y amarillentos, y luego otro, lo que indicaba que los gugos tenían un centinela menos y que los lívidos poseen realmente una gran agudeza olfativa. Así que el gul regresó a la madriguera e hizo señas a sus compañeros para que guardaran silencio. Era mejor no interrumpir a los lívidos; había una posibilidad de que se retiraran pronto, ya que sin duda estarían cansados después de haber luchado con el gugo centinela de los negros subterráneos. Al poco rato saltó a la luz gris del crepúsculo un ser del tamaño de un caballo pequeño, y Carter se sintió enfermo al ver el aspecto de aquella bestia obscena y malsana, cuyo rostro resultaba bastante humano, pese a la ausencia de nariz, de frente y de otros detalles importantes.

En ese momento, otros tres lívidos saltaron fuera de la caverna y se unieron al primero, y un gul susurró a Carter en voz casi imperceptible que aquella ausencia de rasguños que mostraban era mala señal. Indicaba que no habían luchado con el gugo centinela, de modo que aún conservaban toda su fuerza y ferocidad, y que así permanecerían hasta que encontraran y devoraran alguna víctima. Resultaba muy desagradable ver aquellos animales inmundos y desproporcionados, que no tardaron mucho en ser una quincena, hozando por el suelo y dando saltos de canguro bajo la luz crepuscular, en esa atmósfera brumosa traspasada de titánicas torres e inmensos monolitos. Pero aún más desagradable fue oírles cuando empezaron a hablar con las toses y sonidos guturales que constituyen el lenguaje de los lívidos. Y aunque eran horripilantes, no lo eran tanto como lo que surgió en ese momento por detrás de ellos, de manera asombrosamente repentina.

Era una zarpa de unas tres cuartas de anchura, provista de formidables garras. Después apareció otra; y después, un brazo enorme de negro pelaje al que se unían ambas zarpas con dos cortos antebrazos. Luego brillaron dos ojos rosados, apareciendo a continuación la cabeza bamboleante del gugo centinela que había despertado. Tenía el tamaño de un barril aquella cabeza; y los ojos sobresalían unas dos pulgadas a cada lado, protegidos por unas protuberancias óseas cubiertas de pelo encrespado. Pero lo que le daba a esta cabeza un aspecto particularmente terrible era la boca. Aquella boca de enormes colmillos amarillos recorría la cabeza de arriba abajo, abriéndose verticalmente y no de forma corriente.

Pero antes de que el infortunado gugo acabara de salir de la gruta y enderezara sus siete metros de altura, los arteros lívidos se habían abalanzado sobre él. Carter temió por un momento que diera la alarma y despertase a los suyos, pero un gul le susurró que los gugos no tienen voz y que se comunican por medio de gestos faciales. La batalla que a continuación tuvo lugar fue inenarrable y atroz. Los venenosos lívidos acometían febrilmente por todos lados al medio incorporado gugo, mordiéndole y destrozándole con sus mandíbulas, e hiriéndole cruelmente con sus duras y afiladas pezuñas. Durante la lucha, los lívidos carraspeaban y tosían con excitación, gritando cuando la enorme boca vertical del gugo hacía presa en alguno de ellos, de suerte que el fragor del combate habría despertado ya, con toda seguridad, a todos los demás gugos de no haber sido porque el cada vez más debilitado centinela había ido retrocediendo, trasladando así la batalla cada vez más adentro de la caverna. De este modo, el tumulto desapareció pronto de la vista y se sumergió en la negrura, y sólo algún eco infernal y esporádico indicaba que la lucha proseguía.

Entonces el más avispado de los gules dio la señal de avanzar, y Carter siguió a sus tres compañeros. Salieron del laberinto de monolitos y entraron en las calles oscuras y fétidas de aquella horrenda ciudad, cuyas torres circulares de ciclópea mampostería se elevan hasta perderse de vista. Caminaron con paso vacilante y silencioso por aquel tosco pavimento rocoso, mientras oían con aprensión los apagados y abominables resoplidos que salían de las inmensas entradas, indicando que los gugos dormían la siesta. Temiendo que aquella hora de descanso estuviera a punto de terminar, los gules apretaron el paso; pero aun así, el trayecto no resultó corto, ya que son enormes las distancias en aquella ciudad de gigantes. Finalmente llegaron a una plaza, ante la cual se alzaba una torre mucho más grande que las demás. Encima de la puerta de esta torre destacaba un monstruoso bajorrelieve que representaba un símbolo aterrador aun para quien ignorara su significado. Era la torre central que ostentaba el signo de Koth, y aquellos inmensos peldaños que se vislumbraban en la oscuridad de su interior eran el arranque de la gran escalera que conducía al Alto País de los Sueños y al bosque encantado.

Comenzó entonces un ascenso interminable, completamente a oscuras. Era casi imposible subir, debido al tamaño monstruoso de los peldaños tallados por los gugos, que medían lo menos un metro de altura. Carter no pudo calcular, ni aun aproximadamente, el número de peldaños que subió, porque no tardó en sentirse tan rendido de cansancio que los elásticos e infatigables gules se vieron obligados a ayudarle. Durante el ascenso, les acechaba el constante peligro de ser descubiertos y perseguidos, porque si bien los gugos no se atreven a levantar la losa de piedra del bosque por miedo a la maldición de los Grandes Dioses, tal maldición no afecta para nada a la torre y a la escalera, de manera que los lívidos que tratan de refugiarse allí suelen ser cazados por los gugos, aunque lleguen al último tramo de la escalera. Tan fino es el oído de los gugos que, de haber estado despiertos, habrían oído perfectamente el roce de los pies desnudos y de las manos de quienes subían; y, desde luego, habría sido cuestión de poco tiempo que los gigantes -acostumbrados a las cacerías de lívidos en la cripta de Zin en completa oscuridad- dieran alcance a la débil y torpe presa que ahora ascendía por las ciclópeas escaleras. Era desesperante pensar que los silenciosos gugos no pueden ser oídos y que si llegaban a descubrirles caerían de repente sobre ellos, cogiéndoles desprevenidos en la oscuridad. En aquel extraño lugar, ni siquiera les detendría el tradicional temor que sienten hacia los gules, ya que en él gozaban de una ventaja manifiesta. Existía, además, el peligro eventual de tropezarse con los venenosos lívidos, que a veces se introducen en la torre durante la hora de sueño de los gugos. Si éstos durmiesen ahora mucho tiempo y los lívidos regresaran pronto de su combate en la caverna, el olor de Carter y sus acompañantes atraería irremisiblemente a estos seres nauseabundos y hostiles, en cuyo caso era preferible ser devorados por los gugos.

Luego, después de trepar durante una eternidad, oyeron una tos allá arriba, en la oscuridad, y la situación dio un giro inesperado y gravísimo. Evidentemente, se trataba de un lívido, o tal vez de varios, que se había debido extraviar en el interior de la torre antes de que llegaran Carter y sus guías, y estaba igualmente claro que el peligro era inminente. Tras un segundo de dudas angustiosas, el gul que iba en cabeza empujó a Carter a un rincón y dispuso a sus compañeros convenientemente, con la vieja lápida en alto para dejársela caer al enemigo en cuanto se pusiera a tiro. Los gules pueden ver en la oscuridad, así que la situación no era tan desesperada como lo habría podido ser si Carter se hubiera encontrado solo. Un momento después, un ruido de pezuñas les hizo saber que al menos una de las bestias lívidas bajaba dando saltos, y los gules que sostenían la lápida la enarbolaron para intentar un golpe desesperado. Fue entonces cuando surgieron dos ojos rojizos y amarillentos, a la vez que la jadeante respiración del lívido se hacía audible por encima del ruido de sus patas. Al saltar la sucia bestia al peldaño inmediatamente superior de donde estaban los gules, lanzaron éstos la vieja lápida con fuerza prodigiosa, de suerte que sólo se oyó un estertor agónico, antes de que la víctima cayese hecha un amasijo inmundo. Parecía no haber más bestias de aquellas allí dentro; y después de guardar silencio un momento, los gules dieron una palmada a Carter como señal de que podían proseguir la marcha. Como antes, se vieron obligados a ayudarle, y Carter se alegró de dejar aquel lugar de muerte donde el cadáver grotesco del lívido yacía invisible en la oscuridad.

Por último, los gules detuvieron a su compañero. Extendiendo los brazos hacia arriba y palpando en las tinieblas, Carter se dio cuenta de que habían llegado a la losa de piedra. Levantarla del todo era imposible; los gules se limitarían a abrir una rendija suficiente para introducir la lápida a modo de palanca y permitir así que Carter saliera por la abertura. Los gules tenían pensado bajar nuevamente por la escalera y regresar por donde habían venido, ya que en la ciudad de los gugos les resultaba muy fácil pasar inadvertidos. Además, no sabrían orientarse por los caminos de la superficie para llegar a la espectral Sarkomand, ciudad donde se hallaba la entrada al abismo, custodiada por los leones.

Enorme fue el esfuerzo que hubieron de realizar los tres gules para levantar la losa. Carter les ayudó con todas sus fuerzas. Juzgaron que debían empujar en la parte de la losa que descansaba sobre la escalera, y allí aplicaron toda la fuerza de sus músculos innoblemente alimentados. Pocos segundos después se abrió una ligera rendija y Carter, a quien se había confiado esta misión, deslizó el canto de la vieja lápida por aquella abertura. A continuación siguió un forcejeo imponente, aunque sin resultados; como es natural, cada vez que fracasaban tenían que volver a empezar desde el principio.

De pronto, su desesperación se vio mil veces multiplicada por un ruido que oyeron al pie de la escalera. Este ruido no fue sino el choque sordo del cadáver del lívido y el golpeteo de sus pezuñas al caer rodando escaleras abajo. Pero la causa por la cual rodaba aquel cuerpo hacia abajo no resultaba nada tranquilizadora. Por tanto, conociendo las costumbres de los gugos, los gules redoblaron sus frenéticos esfuerzos, y en un plazo sorprendentemente breve consiguieron levantar la trampa de tal manera que Carter pudo introducir la lápida, dejando una abertura suficientemente holgada. Ayudaron entonces a Carter, haciéndole subir sobre sus hombros cartilaginosos y guiándole los pies cuando se agarró al borde del bendito suelo del Alto País de los Sueños. Un segundo más tarde habían salido los tres por la abertura, arrojando la lápida y cerrando la gran losa, mientras abajo se hacía audible un resuello jadeante. Debido a la maldición de los Grandes Dioses, ningún gugo osaría jamás salir por aquella trampa; por consiguiente, Carter se dejó caer confiadamente, con un suspiro de alivio y sosiego, entre los hongos grotescos del bosque encantado, mientras sus guías se acurrucaban en grupo, según es costumbre entre los gules.

Aunque era siniestro, en verdad, el bosque encantado por el que había viajado hacía ya tantísimo tiempo, ahora le parecía un paraíso y una delicia, después de haber recorrido los lúgubres abismos del mundo inferior. No había un solo ser vivo por los alrededores, ya que los zoogs sienten un gran temor por aquella entrada misteriosa, y Carter consultó inmediatamente con los gules acerca del itinerario que convenía seguir. Ellos no se atrevían ya a regresar por la torre; pero el viaje por el mundo vigil tampoco les convenció al enterarse de que, para subir a él, tenían que cruzar ante los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah, en la caverna de fuego. Así que, por último, decidieron regresar por Sarkomand, pues allí existe una entrada al abismo, aunque de momento no supieran cómo llegar hasta esa ciudad. Carter recordaba que Sarkomand está situada en el valle que se abre al pie de la meseta de Leng y recordaba igualmente que en Dylath-Leen había visto a un viejo mercader siniestro y de ojos oblicuos que tenía fama de traficar con los pueblos de Leng, por lo que aconsejó a los gules que cruzaran los campos de Nyr hasta el Skai y que siguieran después el curso del río hasta su desembocadura, ya que en ella se alza Dylath-Leen. Decidieron hacerlo así sin demora ni pérdida de tiempo, porque la creciente oscuridad auguraba una noche entera de viaje. Carter estrechó las zarpas de aquellas bestias repulsivas, les dio las gracias por la ayuda que le habían prestado y les pidió que expresaran también su agradecimiento al gul que un día fuera Pickman. A pesar de todo, no pudo evitar un suspiro de alivio cuando los vio alejarse; porque un gul siempre es un gul, y en el mejor de los casos resulta un compañero poco grato para el hombre. Después de hacerse estas reflexiones, buscó Carter un manantial en el bosque, se limpió el fango y el moho que traía de las regiones inferiores, y después se vistió con las ropas que tan cuidadosamente había traído envueltas.



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Sueños del Soñador de Providence