I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD (THE CASE OF CHARLES DEXTER WARD) ENERO 1/ MARZO DE 1927, 11a Parte

UNA PESADILLA Y UN CATACLISMO

1

Muy poco tiempo después de ocurrir los hechos mencionados, sobrevino la espantosa experiencia que dejó una huella indeleble en el alma de Marinus Bicknell Willett y que añadió una década a la edad que aparentaba aquel hombre cuya juventud había quedado ya muy atrás. Willett había conferenciado largamente con Ward y ambos habían llegado a un acuerdo sobre diversos puntos que sin duda los alienistas juzgarían ridículos. Admitieron que existía en el mundo una asociación terrible, cuya conexión directa con una nigromancia más antigua incluso que la brujería de Salem no podía ponerse en duda. Que por lo menos dos hombres -y otro en el cual ni se atrevían a pensar- estaban en absoluta posesión de mentes o personas que existían ya en 1690 ó incluso antes, era algo asimismo indiscutiblemente demostrado, a pesar de todas las leyes naturales conocidas. Lo que aquellas espantosas criaturas -además de Charles Ward- estaban haciendo o se proponían hacer quedaba bastante claro a juzgar por sus cartas y por todos los datos, relativos al pasado y al presente, que se conocían sobre el caso. Estaban saqueando tumbas de todas las épocas, incluidas las de los hombres más sabios y eminentes de la historia, con la esperanza de extraer de sus cenizas vestigios de la conciencia y erudición que un día les animara e informara.

Un espantoso comercio tenía lugar entre aquellos seres de pesadilla que adquirían huesos ilustres con el frío cálculo del estudiante que compra un libro de texto y que creían que aquel polvo centenario había de proporcionarles un poder y una sabiduría muy superiores a las que el mundo había visto nunca concretadas en un hombre o en un grupo. Habían descubierto medios sacrílegos para mantener vivos sus cerebros, bien en sus mismos cadáveres o en cadáveres distintos, y era evidente que habían descubierto el método de reavivar y absorber la conciencia de los muertos. Por lo visto había algo de cierto en lo que escribió aquel mítico Borellus acerca de la preparación, incluso a base de restos muy antiguos, de ciertas «Sales Esenciales» capaces de reavivar la sombra de seres muertos hacía mucho tiempo. Existía una fórmula para evocar la sombra en cuestión y otra para hacerla desaparecer de nuevo, y ambas las habían perfeccionado de tal modo que ahora podían enseñar a otros a recitarlas con éxito. Pero, al parecer, era menester andarse con cuidado en las evocaciones, pues las lápidas estaban en muchos casos cambiadas.

Willett y el señor Ward se estremecían al pasar de conclusión en conclusión. Había métodos también, al parecer, para atraer presencias y voces de lugares desconocidos lo mismo que de las tumbas, proceso sobre el que había que ejercer también mucha cautela. Joseph Curwen había evocado sin duda muchas cosas prohibidas, y en cuanto a Charles... ¿qué podían pensar de él? ¿Qué fuerzas procedentes de la época de Curwen o de «más allá de las esferas» le habían alcanzado para trastornar su mente? Estaba claro que había sido impulsado a hallar ciertas instrucciones que luego había utilizado. Había hablado con cierto hombre en Praga y permanecido largo tiempo con él en las montañas de Transilvania. Y, finalmente, debía haber encontrado la tumba de Joseph Curwen. Aquel artículo del periódico y los ruidos que su madre había oído durante la noche, eran demasiado significativos para pasarlos por alto. Charles había invocado la presencia de alguien, y ese alguien había atendido a su llamada. Aquella poderosa voz que resonó en la casa el Viernes Santo y aquellos tonos distintos que se oyeron en el cerrado laboratorio del desván... ¿no constituían acaso una espantosa prefiguración del temido doctor Allen y su susurro espectral? Sí, aquello era justamente lo que el señor Ward había intuido con vago horror en la conversación que había mantenido con aquel hombre -si era tal- por teléfono.

¿Qué diabólica voz o conciencia, qué morbosa presencia o sombra espectral había acudido en respuesta a los ritos secretos que ejecutaba Charles Ward tras esa puerta cerrada? Aquella discusión en que se distinguieron claramente las palabras «debe permanecer rojo tres meses». ¡Santo Cielo: ¿No había sido por entonces cuando había estallado la ola de vampirismo, cuando se había profanado la tumba de Ezra Weeden, cuando se habían oído gritos terribles en Pawtuxet? ¿Qué mente había planeado la venganza y había vuelto a descubrir la sede abandonada de antiguas blasfemias? Y luego el bungalow, y el forastero barbudo, y las murmuraciones y el miedo. Ni el señor Ward ni Willett podían explicarse la locura final de Charles, pero estaban convencidos de que la mente de Joseph Curwen había regresado a la tierra y continuaba su siniestra labor. ¿Era realmente una posibilidad la posesión demoníaca? Allen indudablemente tenía que ver con todo aquel asunto y los detectives tenían que averiguar algo más acerca de aquel hombre cuya existencia amenazaba la vida del joven. Entretanto, puesto que la existencia de una vasta cripta bajo el bungalow estaba virtualmente demostrada, habían de procurar encontrarla, y con tal fin Willett y el doctor Ward, conscientes de la actitud escéptica de los alienistas, decidieron llevar a cabo una exploración minuciosa y sin precedentes del bungalow, para lo cual acordaron encontrarse allí a la mañana siguiente provistos de herramientas y accesorios apropiados para la tarea que pensaban llevar a cabo.

La mañana del seis de abril amaneció clara y los dos exploradores se encontraron a las diez en punto en el lugar acordado Abrieron con la llave del señor Ward y efectuaron un registro superficial del edificio. Del desorden que reinaba en la habitación del doctor Allen, dedujeron que los detectives ya habían hecho acto de presencia allí, y el señor Ward manifestó su esperanza de que hubieran encontrado alguna pista valiosa, Desde luego, lo más interesante era la bodega, de modo que los exploradores descendieron a ella sin mas dilación, recorriendo el mismo camino que cada uno de ellos había seguido por separado en compañía de Charles.

El suelo de tierra y las paredes de piedra de la bodega tenían un aspecto tan macizo e inocente, que la idea de que allí pudiera haber una abertura resultaba casi absurda. Willett reflexionó sobre el hecho de que la bodega actual había sido excavada en la ignorancia de que por debajo de ella existieran unas catacumbas, y que, por lo tanto, el pasadizo que comunicara con ellas, si es que lo había, tenía que ser obra del joven Ward y sus compañeros.

El doctor trató de ponerse en el lugar de Charles con el fin de averiguar cuál podría haber juzgado éste el lugar más propicio para dar comienzo a las excavaciones, pero el método no aportó ninguna inspiración. Se decidió después por el sistema de eliminación y examinó detenidamente toda la superficie del subterráneo en sentido vertical y horizontal, pulgada a pulgada. Las posibilidades quedaron así reducidas a una pequeña plataforma que había delante de los lavaderos, la cual ya había tratado de levantar anteriormente. Ahora, probando en todos los sentidos y ejerciendo doble presión, acabó por descubrir que la plataforma giraba y se deslizaba horizontalmente sobre un eje situado en una esquina. Debajo de la plataforma apareció una superficie de hormigón y lo que parecía ser una boca de acceso a niveles inferiores cubierta por una trampa de hierro hacia la cual se lanzó inmediatamente el señor Ward con excitado celo. No le costó mucho alzarla, y apenas lo había hecho cuando el doctor Willett reparó en el extraño aspecto que mostraba su acompañante. Oscilaba y cabeceaba como presa de un fuerte mareo provocado, como pronto descubrió el doctor, por la corriente de aire fétido que surgía de aquel agujero, Un momento después había caído al suelo desvanecido y el doctor Willett trataba de reanimarle rociándole el rostro con agua fría. El señor Ward reaccionó débilmente, pero era indudable que el aire pestilente de la cripta le había afectado seriamente. Willett, que no deseaba correr ningún riesgo inútil, se dirigió apresuradamente a Broad Street en busca de un taxi, en el cual envió a casa a su compañero sin prestar oídos a sus débiles protestas. Luego, sacó una linterna eléctrica, se tapó la boca y la nariz con una venda de gasa esterilizada y se dispuso a bajar a las profundidades recién descubiertas. La fetidez que emanaba de aquel agujero parecía haber amainado un poco, y así pudo arrojar el haz de luz de la linterna al interior. Se trataba, vio, de un pozo cilíndrico de paredes de cemento y escalerilla de hierro que iba a terminar en un tramo de viejos escalones de piedra, los cuales debieron emerger originalmente a la superficie un poco más al sur del actual edificio.

Willett admite francamente que, durante unos momentos, el recuerdo de lo que había oído acerca de Curwen le impidió descender a aquel maldito agujero. No pudo evitar pensar por unos segundos en lo que Luke Fenner había escrito sobre aquella monstruosa noche postrera. Luego, el sentido del deber se impuso a su miedo, y bajó llevando una gran maleta en la que pensaba guardar los papeles que pudiera encontrar. Lentamente, como correspondía a un hombre de su edad, bajó las escalerillas de hierro y llegó a los resbaladizos peldaños del fondo. La linterna le reveló que la mampostería era muy antigua, y sobre las paredes rezumantes de humedad vio el insalubre musgo acumulado durante siglos. Los peldaños profundizaban en las entrañas de la tierra, no en espiral, sino en tres bruscos giros, y entre tales angosturas que apenas había espacio en aquel pasadizo para dos hombres. Llevaba contados unos treinta escalones, cuando llegó a sus oídos un leve sonido. A partir de ese momento, ya no pudo contar más.

Era un sonido impío, uno de esos insidiosos ultrajes de la naturaleza que no tienen razón de ser. Calificarlo de lamento opaco, de gemido de un condenado, o de aullido desesperanzado en que se aunaban la angustia y el dolor de una carne sin mente, no habría bastado para describir su calidad esencial de repugnante ni para explicar el espanto que despertaba en el espíritu. ¿Era aquello lo que Ward se había detenido a escuchar el día que se lo llevaron del bungalow? Era el sonido más impresionante que Willett había oído en su vida. Procedía de algún lugar indeterminado y siguió oyéndolo mientras llegaba al pie de la escalera y proyectaba la luz de su linterna sobre las paredes de un pasadizo cubierto de cúpulas ciclópeas y taladrado por numerosos arcos negros. El vestíbulo en el cual se hallaba ahora tenía unos catorce pies de altura y unos diez o doce de anchura. El pavimento era de losas toscamente talladas y las paredes y el techo de mampostería revocada. Era imposible calcular su longitud, pues se prolongaba hacia delante hundiéndose en la oscuridad. Algunos de los arcos tenían una puerta de tipo colonial mientras que otros carecían de ella.

Sobreponiéndose al miedo que despertaban en él la fetidez y los extraños gemidos, Willett comenzó a explorar aquellos arcos uno por uno, hallando tras ellos sendas estancias de regulares dimensiones y bóveda de piedra, estancias aparentemente dedicadas a los más extraños usos. La mayoría de ellas tenían chimeneas cuyo diseño habría podido ser objeto de un interesante estudio de ingeniería. Willett no había visto nunca instrumentos, o atisbos de instrumentos, como los que allí surgían a cada paso entre el polvo y las telarañas acumulados durante siglo y medio, en muchos casos evidentemente destrozados por los antiguos asaltantes de la granja. La mayoría de las estancias no parecían haber sido holladas por pies modernos y debían corresponder a las fases más primitivas de los experimentos de Joseph Curwen. Finalmente, llegó a una habitación más moderna, o al menos de reciente ocupación. Había en ella estufas de petróleo, estanterías de libros, mesas, sillas, armarios y un escritorio en el cual se amontonaban revistas y libros, tanto viejos como nuevos. Había en varios lugares candelabros y lámparas de aceite, y Willett, tras encontrar una caja de fósforos, encendió las que estaban preparadas para su uso.

La luz reveló, sin lugar a dudas, que aquella estancia era nada menos que el estudio o biblioteca de Charles Ward. Buena parte de los libros y muebles que encontró allí el doctor procedían de la mansión de Prospect Street. La sensación de familiaridad que recibió fue tan intensa que casi olvidó el hedor y los extraños sonidos, los cuales eran allí más intensos de lo que habían sido al pie de la escalera. Su primera tarea, tal como había proyectado, consistió en buscar y recoger todos los documentos que parecieran de vital importancia y de un modo especial los que Charles había descubierto detrás del retrato de Joseph Curwen en la casa de Olney Court. Mientras rebuscaba entre papeles y documentos, alcanzó a vislumbrar las proporciones de la tarea que iba a representar el clasificar y descifrar todo aquel material, pues archivo tras archivo estaban todos atestados de papeles que mostraban curiosos dibujos y caligrafías cuyo estudio exigiría meses, si no años, de trabajo. En un momento dado encontró varios paquetes de cartas con matasellos de Praga y de Rakus y que mostraban la escritura característica de Orne y de Hutchinson, todo lo cual dejó a un lado para llevárselo con él después en la maleta.

Al fin, en un secreter de caoba que en otros tiempos había adornado el hogar de los Ward, descubrió Willett los documentos de Curwen, los cuales reconoció por habérselos mostrado Charles en una ocasión muy brevemente. El joven los había conservado juntos tal y como estaban cuando los encontró, pues allí estaban todos los títulos que recordaban los obreros que habían presenciado el hallazgo, exceptuando los documentos dirigidos a Orne y a Hutchinson y la clave para descifrarlos. Willett lo metió todo en la maleta y continuó la búsqueda. Dado que lo más importante era el estado actual del joven Ward, centró su investigación en el material más nuevo y fue entonces cuando descubrió un hecho curioso: que los manuscritos más recientes de puño y letra de Charles se remontaban a dos meses antes. Había, en cambio, resmas y resmas de hojas cubiertas de símbolos y fórmulas, notas históricas y comentarios filosóficos escritos con una caligrafía absolutamente idéntica a la que mostraban los antiguos escritos de Joseph Curwen, aunque eran evidentemente modernas. Estaba claro que en fechas recientes Charles se había dedicado a imitar la caligrafía de su antepasado alcanzando en ello una maravillosa perfección. De una tercera mano, que podía haber sido la de Allen, no había el menor rastro. Si es que era el cerebro rector, debió obligar al joven a que actuara como amanuense suyo.

Entre aquel material nuevo, una fórmula mística o, mejor dicho, un par de fórmulas, aparecían con tanta frecuencia que Willett se las sabía de memoria antes de dar por terminada su búsqueda. Consistían en dos columnas paralelas, la de la izquierda encabezada por el símbolo arcaico conocido con el nombre de «Cabeza de Dragón» y utilizado en almanaques para señalar el nodo ascendente, y precedida la de la derecha por el signo correspondiente a la «Cola de Dragón» o nodo descendente. De forma casi inconsciente cayó en la cuenta el doctor de que los símbolos de la segunda columna eran los de la primera pero escritos al revés, exceptuando los monosílabos finales y el extraño nombre de Yog-Sothoth, el cual había aprendido a distinguir del resto de las fórmulas relacionadas con aquel horrible asunto. De que eran éstas exactamente las que aquí se reproducen, responde el doctor Willett, en cuya memoria despertó la primera un eco extrañamente desagradable que identificó después cuando recordó los acontecimientos del horrible Viernes Santo del año anterior.

Y’AI’NG’NGAH

YOG-SOTHOTH

H’EE - L’GEB

F’AI THRODOG

UAAAH

OGTHROD AI’F

GEB’L -EE’H

YOG-SOTHOTH

‘NGAH’NG AI’Y

ZHRO



Con tanta frecuencia se repetían las fórmulas que sin darse cuenta el doctor comenzó a recitarlas en voz baja. Al fin creyó haber encontrado todos los documentos que por el momento necesitaba y decidió no examinar ninguno más hasta que pudiera traer a todos los escépticos alienistas en masa y llevar a cabo con ellos una investigación más amplia y sistemática. Tenía que encontrar aún el laboratorio oculto, de modo que, dejando su maleta en la estancia iluminada, volvió a internarse en el oscuro pasadizo en cuyas bóvedas seguían resonando sin cesar aquellos apagados y espantosos lamentos.

Las estancias contiguas estaban abandonadas o llenas de cajones rotos y ataúdes de plomo de aspecto ominoso, pero no pudo por menos de impresionarle la magnitud de la tarea que allí había llevado a cabo Curwen. Pensó en los esclavos y marineros que habían desaparecido, en las tumbas profanadas en todas partes del mundo, y en lo que debió ser aquella expedición final contra la granja, y decidió que era mejor no recordar más aquello. De pronto se encontró ante una gran escalera de piedra que, según dedujo, debía conducir a uno de los edificios contiguos a la granja, tal vez a aquel famoso edificio de piedra dotado de estrechas troneras en vez de ventanas. La fetidez y los extraños lamentos aumentaron de intensidad. Willett comprobó que había llegado a un amplio espacio abierto, tan grande que la luz de su linterna no bastaba para iluminarlo, y mientras avanzaba tropezó con unas recias columnas que sostenían los arcos del techo.

Poco después llegó a un círculo de columnas agrupadas como los monolitos de Stonehenge, con un gran altar colocado en el centro sobre una base de tres peldaños. Las figuras talladas en aquel altar eran tan curiosas que Willett se acercó a estudiarlas con su linterna, pero cuando vio lo que eran, retrocedió estremeciéndose y no quiso detenerse a investigar las manchas oscuras que salpicaban la superficie superior y caían por los lados a guisa de regueros. Siguió adelante y encontró la pared opuesta perforada por unos cuantos arcos y horadada por una miríada de pequeñas celdas con verjas de hierro, en el interior de las cuales colgaban de los muros cadenas de hierro rematadas por argollas de diversos tamaños. Aquellas celdas estaban vacías, y, sin embargo, la horrible fetidez y los lúgubres lamentos continuaban asediando al doctor con más insistencia que nunca.

2

No pudo Willett apartar su atención por más tiempo de aquel espantoso hedor y de aquellos pavorosos sonidos que llegaban a aquel gran vestíbulo de columnas más claros y horribles que a cualquier otro lugar del subterráneo, y que parecían proceder de regiones aún más profundas. Antes de inspeccionar uno por uno todos los arcos en busca de una escalera que pudiera conducir hasta ellas, el doctor recorrió con el haz de luz de su linterna el enlosado suelo. A intervalos regulares, había losas taladradas por pequeños agujeros distribuidos caprichosamente, mientras que en un rincón halló una escalera de mano de la cual parecía desprenderse gran parte de aquel olor nauseabundo que lo llenaba todo. Mientras avanzaba lentamente, Willett creyó observar que los sonidos y la fetidez eran mucho más intensos encima de las losas perforadas, como si estas últimas fueran burdas trampillas que condujeran a una región del horror hundida en las entrañas de la tierra. Se arrodilló junto a una de ellas y trato de levantarla. Apenas había comenzado a intentarlo cuando los lamentos subieron de tono, y sólo sobreponiéndose a sus temblores logró el doctor Willett perseverar en su intento. Un hedor insoportable se filtraba a través de aquellos agujeros, y la cabeza comenzó a darle vueltas cuando al fin, tras apartar la losa, proyectó la luz de su linterna hacia la oscura oquedad que había quedado al descubierto.

Si esperaba encontrar un tramo de peldaños que descendieran hacia una sima de abominación, Willett quedó decepcionado, ya que lo único que pudo ver fue la pared de ladrillos de un pozo cilíndrico de una yarda y media, aproximadamente, de diámetro y desprovisto de todo medio de descenso. Mientras la luz buscaba en el fondo de aquel pozo, los lamentos se transformaron en horribles aullidos. Willett tembló, incapaz por un momento de enfrentarse con el espanto que podía acechar en aquel abismo, pero inmediatamente reaccionó, y sacando fuerzas de flaqueza reunió el valor necesario para asomarse al pozo e introducir la linterna en el interior, hasta donde le alcanzaba el brazo, para ver lo que había en el fondo. Durante unos segundos no pudo distinguir más que la viscosa pared de ladrillo cubierta de musgo que se hundía indefinidamente en aquella miasma semitangible de lobreguez, hedor y angustiado frenesí. Luego vio que algo saltaba torpe y furiosamente en el fondo del angosto foso de unos veinte o veinticinco pies de profundidad. La linterna tembló en su mano, pero miró de nuevo para ver qué clase de ser viviente podía morar en la oscuridad de aquel pozo artificial, una criatura viva abandonada allí por el joven Ward cuando los médicos se lo llevaron al hospital y, evidentemente, una de las muchas aprisionadas en los numerosos fosos excavados en la amplia caverna abovedada. Fueran lo que fuesen, no podían tenderse en tan reducido espacio. Aquellas espantosas semanas desde que su dueño les abandonara, debían haberlas pasado agazapados, saltando, gimiendo y esperando.

Pero Marinus Bicknell Willett lamentó toda su vida haber mirado de nuevo, porque a pesar de su larga experiencia como cirujano y de su veteranía en las salas de disección, desde entonces no ha vuelto a ser el mismo. Resulta difícil explicar cómo la visión de un objeto tangible y de dimensiones mensurables pudo cambiar a un hombre hasta tal punto. Lo único que podemos decir es que en torno a ciertos perfiles y entidades flota un poder de simbolismo y sugestión que actúa sobre las perspectivas de un pensador sensible y susurra terribles alusiones a oscuras relaciones cósmicas y a realidades indescriptibles que existen más allá de la ilusión protectora que supone la visión normal. Y fue uno de aquellos perfiles o entidades lo que vio Willett al mirar por segunda vez, y por unos instantes perdió la razón tanto como cualquiera de los pacientes del hospital del doctor Waite. Su mano, desprovista de pronto de fuerza muscular y coordinación nerviosa, dejó caer la linterna, pero sus oídos no llegaron a percibir el espantoso sonido de un masticar de muelas que delataba el destino que ésta había encontrado en el fondo del pozo. Gritó y gritó, y el pánico transformó su tono habitual en una voz de falsete que ni sus amigos más íntimos habrían reconocido. Al ver que no podía ponerse en pie, rodó desesperadamente sobre el húmedo pavimento al que se abrían docenas de pozos tartáreos que arrojaban a la superficie, en respuesta a sus gritos demenciales, exhaustos lamentos y horribles aullidos. Se desolló las manos sobre las ásperas losas y se golpeó la cabeza contra las numerosas columnas, pero siguió avanzando. Lentamente fue recobrando el dominio de sí mismo. Estaba empapado en sudor, sumido en un abismo de negrura y de horror, sin nada con que iluminarse y atormentado por una imagen que ya nunca podría desterrar de su memoria. Bajo sus pies, docenas de aquellos seres continuaban vivos y ahora uno de los fosos estaba abierto. Sabía que lo que había visto no podía trepar por aquellos muros resbaladizos, pero se estremecía ante la posibilidad de que existiera alguna escalerilla que le hubiera ocultado la oscuridad.

No sabría decir qué era aquel ser. Se asemejaba a las figuras talladas en el diabólico altar, pero estaba vivo. La Naturaleza no había podido darle aquella forma, pues se trataba, sin duda, de una criatura inacabada. Las deficiencias eran del tipo más sorprendente y las anormalidades de proporción hacían imposible toda descripción. Willett sólo se atreve a decir que debía representar a las identidades que Ward había invocado a partir de sales imperfectas y que mantenía para fines serviles o ritualistas. De no haber tenido un significado concreto, su imagen no habría aparecido tallada en aquel altar maldito. Cierto que no era aquello lo peor que se representaba en el ara, pero tampoco Willett había abierto el resto de los fosos. En aquel momento, la primera idea que le vino a la cabeza fue un párrafo de uno de los documentos relativos a Curwen y que había digerido hacía ya tiempo, una frase de aquella portentosa carta escrita por Simon o Jedediah Orne, confiscada por los ciudadanos de Providence, y dirigida al desaparecido brujo. Decían aquellas líneas: «Ciertamente fue muy grande el espanto que provocara en él la forma que evocara a partir de aquello de lo que pudo conseguir sólo una parte.»

Luego, sin desplazar esta imagen, sino más bien superponiéndose a ella, acudió a su memoria el recuerdo de los rumores que corrieron acerca de aquel ser quemado y retorcido hallado en pleno campo una semana después de la expedición contra la granja de Curwen. Charles Ward le había dicho en cierta ocasión que según el testimonio del viejo Slocum, aquella criatura no era ni completamente humana ni semejante a ningún animal conocido por los habitantes de Pawtuxet.

Aquellas palabras zumbaron en la mente del doctor mientras se arrastraba por el húmedo suelo de piedra. Trató de rechazarlas y con tal fin musitó un Padrenuestro en voz baja, oración que degeneró en un batiburrillo semejante a la poesía moderna de La tierra baldía de Eliot y acabó con la continua repetición de la doble fórmula que había encontrado en la biblioteca subterránea de Ward: «Y’ai’ng’ngah, Yog-Sothoth» hasta el «Zhro» final. Aquello pareció tranquilizarle y al cabo de unos instantes se puso en pie tambaleándose, lamentando amargamente la pérdida de la linterna y mirando desesperado a su alrededor en busca de un rayo de luz que abriera la impenetrable negrura que le rodeaba. Había decidido no pensar, pero aguzaba la vista mirando en todas direcciones, tratando de localizar algún tenue destello de la brillante iluminación que había dejado en la biblioteca. Al cabo de un rato, creyó percibir una tenue claridad infinitamente lejos, y hacia ella se arrastró de rodillas en medio de la espantosa fetidez y los horribles lamentos, tropezando a cada instante con alguna columna y temiendo caer en el abominable pozo que había dejado descubierto.

En un momento determinado, sus dedos temblorosos toparon con lo que imaginó debía ser uno de los peldaños que conducían al diabólico altar, y retrocedió con espanto. Más tarde tropezó con la losa que había levantado y su horror no fue para ser descrito. Pero lo que había en el pozo ni se movió ni emitió el menor sonido. Por lo visto la linterna no le había sentado muy bien. Cada vez que Willett tocaba una de las losas perforadas, se estremecía. Su paso por encima de ellas provocaba en ocasiones un aumento en la intensidad de los lamentos que resonaban debajo, pero por lo general no producían ningún efecto, pues se movía con el mayor sigilo.

En varias ocasiones, durante su avance, reparó en que la leve claridad hacia la cual se dirigía disminuía perceptiblemente y comprendió que las velas y lámparas que había dejado encendidas debían estar expirando una por una. La idea de encontrarse perdido en medio de la más completa oscuridad, sin un solo fósforo y en aquel mundo subterráneo de laberintos de pesadilla le impulsó a ponerse en pie y echar a correr, lo cual podía hacer impunemente ahora que había pasado ya junto al pozo abierto. Sabía que si todas las luces llegaban a apagarse, su única esperanza de supervivencia residía en la expedición que el señor Ward pudiera enviar para rescatarle al ver que transcurría el tiempo sin tener noticias suyas.

Súbitamente se encontró el doctor de nuevo en el angosto pasadizo que iba a desembocar en la amplia caverna y pudo constatar que la claridad procedía de una puerta que se encontraba a su derecha. Al cabo de unos instantes traspasaba el umbral de aquella puerta y, temblando de alivio, entraba una vez más en la biblioteca secreta del joven Ward y contemplaba el chisporroteo de la lámpara que le había guiado hasta el puerto de salvación.



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Sueños del Soñador de Providence