I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

jueves, 24 de julio de 2008

EL QUE ACECHA EN EL UMBRAL (Colaboración August Derleth) 8a Parte

Aquello no era puramente imaginario; era una cosa tangible, pues sentí el frescor del aire que entraba por la ventana como en contraste físico con aquella sensación. Un aura de malignidad, terror y repugnancia flotaba en la habitación, como una nube; la sentía rezumar de las paredes como una niebla invisible. Me alejé de la ventana y salí al vestíbulo; allí era igual. Bajé las escaleras a tientas y me encontré lo mismo: toda la casa emitía como una vibración maligna y densa que, sin duda, era lo que había afectado a mi primo. Tuve que hacer un gran esfuerzo para arrojar de mí toda la opresión y desesperanza que sentía, para rechazar el terror que emanaba de las paredes y amenazaba con infiltrarse en mí; tuve que luchar contra algo invisible que tenía el doble de fuerza que cualquier contrincante físico. Al volver a mi habitación me di cuenta de que me daba miedo dormirme, pues en sueños podía ser víctima de aquella insidiosa penetración que pugnaba por infectar todo cuanto encontraba a su alcance, como ya había invadido todo este antiguo caserón y a su nuevo habitante, mi primo Ambrose.

Permanecí, pues, en un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, dormitando, relajado, pero alerta. Al cabo, tal vez, de una hora, la sensación de malignidad vibrante, peligro pavoroso y repugnancia casi física se desvaneció tan súbitamente como se había presentado. Pero para entonces me encontraba cómodo y descansado y no hice ningún intento de dormirme más profundamente. Me levanté al alba, me vestí y bajé a la planta baja. Ambrose no se había levantado todavía, lo cual me proporcionó la oportunidad de examinar algunos de los papeles que había en el gabinete.

Los había de varias clases, aunque ninguno era de índole privada ni tampoco había cartas personales de Ambrose. Varios de ellos parecían copias de noticias periodísticas referentes a diversos hechos curiosos y en especial a ciertos asuntos relacionados con Alijah Billington.

También había un manuscrito, lleno de anotaciones añadidas, donde se relataba algo que había sucedido, cuando América era joven, a un protagonista allí identificado como «Richard Bellingham o Bollinhan», pero que, según las notas de mi primo, no era otro que «R. Billington». Asimismo vi varios recortes recientes de prensa relativos a dos desapariciones que habían ocurrido en la zona de Dunwich y de las cuales yo me había enterado someramente por los periódicos de Boston antes de venir a Arkhan. Apenas tuve tiempo de echar una ojeada a esta extraordinaria documentación, pues en seguida oí que mi primo se había levantado. Dejé los papeles y me quedé aguardándole allí.

Tenía mis razones para esperarle en aquella habitación pues deseaba observar su reacción ante la vidriera. En efecto, como suponía, volvió a lanzarle una mirada fugaz e Involuntaria cuando entró en el gabinete. Sin embargo, no fui capaz de distinguir si aquella mañana Ambrose era el hombre que me había ido a recoger a la estación de Arkham o aquel otro, mucho más parecido a mi primo, que había charlado conmigo por la noche en mi habitación.

— Veo que ya estás levantado, Stephen. En seguida preparo café y tostadas. Por algún sitio tiene que haber un periódico reciente. Me lo mandan por correo desde Arkham, pero ya sabes cómo funcionan estas cosas en el campo. Yo a la ciudad no voy mucho y tampoco es cosa de pagar a un chico para que me lo traiga en bicicleta. Y eso suponiendo que... — se cortó en seco.

—¿Suponiendo qué? — pregunté directamente.

— Suponiendo que quisiera venir hasta aquí. Lo digo por la fama que tienen estos bosques y la casa.

— ¡Ah, sí!

— ¿Sabes algo de ello?

— Algo he oído.

Se quedó mirándome durante un momento y me di cuenta de que debía estar otra vez perdido en un dilema. Parecía como si tuviera muchas ganas de contarme algo, pero, por otra parte, no se atreviera. Por fin dio media vuelta y salió del gabinete.

No me interesaba el periódico reciente — que resultó ser de hacía dos días— ni, de momento, los restantes documentos y papeles que había en la habitación. Lo que me interesaba era la vidriera. Por alguna razón que yo ignoraba, esta vidriera a mi primo le producía miedo y placer; o, mejor dicho, según yo veía las cosas, una parte de él la temía y otra parecía gozar de ella. No era en absoluto ilógico suponer que la parte de mi primo Ambrose que temía a la ventana coincidía con la que se había manifestado en mi cuarto aquella misma noche, y la otra con la que le había impulsado a levantarse en sueños inmediatamente antes. Examiné la ventana desde diversos ángulos. El dibujo de la vidriera consistía en círculos concéntricos y líneas radiales que delimitaban zonas de diversos colores, todos ellos en tonos pastel, excepto el círculo central, que parecía de cristal corriente. Era una vidriera bellísima, única. Yo jamás había visto ni sabía que existiera nada parecido en ninguna catedral europea o americana, no sólo por el diseño, sino por el colorido. A diferencia de las vidrieras de Europa o América, en ésta los colores parecían fundirse entre sí con una singular armonía, de tal manera que, a pesar de estar compuesta por cristales de colores diferentes — varios azules distintos, amarillo, verde y violeta—, el conjunto parecía variar gradualmente desde tonos muy claros, en el círculo más periférico, hasta muy oscuros, casi negros, en la zona que rodeaba al «ojo» central de cristal incoloro. En realidad parecía como si el color hubiera sido progresiva­mente aclarado desde el centro hacia la periferia o progre­sivamente oscurecido en sentido inverso, y los distintos tonos cromáticos estaban tan bien combinados que, al mirarlos atentamente, producían la invariable sensación de que los círculos giraban mientras el color fluía y re­fluía como un oleaje concéntrico.

Pero esto no era, desde luego, lo que había perturbado a mi primo. Ambrose no habría tardado más que yo en darse cuenta de que se trataba de un simple efecto óp­tico. Para que los círculos comenzaran su aparente movi­miento de rotación bastaba con mirarlos durante algún tiempo. Quien concibió y realizó aquella vidriera había puesto de manifiesto imaginación e ingenio, así como una notable destreza técnica. Yo me di cuenta en seguida de estas cosas, pero seguí contemplando embelesado la fantástica vidriera. Al cabo de unos momentos, sin em­bargo, empecé a observar con inquietud otra cosa que no se dejaba explicar tan fácilmente. En determinadas oca­siones parecía como si de pronto se formara una escena o un retrato fugaces en la vidriera. Esta visión no se super­ponía al dibujo de la misma, sino que parecía emanar de ella.

Al instante me di cuenta de que esto no podía de­berse a ningún juego de luces, pues la vidriera daba al Oeste y a estas horas de la mañana quedaba completa­mente en sombra. Me subí encima de la estantería y, aso­mándome por el circulo central de cristal incoloro, com­prdbé que tampoco había en el exterior ningún objeto que reflejara el sol hacia la ventana. Fijé la mirada inten­samente en ella para ver si la incomprensible imagen se volvía más nítida, pero nada sucedió. No conseguí dis­tinguir formas reconocibles, pero no cabía duda de que en la ventana había algo que merecía la pena investigar más a fondo cuando las circunstancias fueran favorables, es decir, a una hora en que la luz del sol o de la luna permitiera descubrir cualquier detalle escondido en el cristal.

Mi primo me llamó desde la cocina para decirme que el desayuno estaba preparado y me alejé de la ventana sabiendo que disponía de tiempo suficiente para llevar a cabo una completa investigación sobre la misma. No tenía intención de regresar a Boston mientras no hubiera des­cubierto lo que obsesionaba a Ambrose hasta tal punto que, aun estando yo allí, le era imposible confiármelo.

-Ya veo que has estado desenterrando viejas historias de Alijah Billington dije sin ambages cuando nos sen­tamos a la mesa;

Afirmó con la cabeza.

— Ya conoces mi afición a las antigüedades y mis in­vestigaciones genealógicas. ¿Puedes contribuir en algo?

— ¿Sobre las cuestiones que te interesan?

-Sí.

Moví negativamente la cabeza.

-Me temo que no. Es posible que esos documentos me sugieran algo. ¿Te importa que les eche una ojeada?

Vaciló. Era evidente que sí le importaba, pero también que no quería oponerse a que viera algo que ya había visto, aunque no sabía si yo había leído mucho o poco.

— ¡Oh! Puedes mirarlos si te apetece — dijo descui­dadamente—. Yo no saco mucho en limpio de esos pa­peles — tomó unos sorbos de café sin dejar de mirarme, pensativo— . A decir verdad, Stephen, estoy completa­mente liado en este asunto y no acabo de encontrarle ni pies ni cabeza. Y, sin embargo, tengo la viva sensación de que, sin saberlo, están ocurriendo aquí cosas terribles y extrañas que podrían evitarse si supiera cómo.

— ¿Qué cosas?

—-No sé.

—Me hablas en adivinanzas, Ambrose.

— ¡Si! — casi gritó— Todo es una adivinanza. Es una maraña de adivinanzas de las que no encuentro ni el principio ni el final. Yo creía que empezaron con Alijah, pero ahora pienso que no. Y tampoco sé cómo van a terminar.

— ¿Por eso me dijiste que viniera? — yo estaba encan­tado de hallarme de nuevo con aquel mi primo que me había hablado por la noche en mi habitación.

Movió afirmativamente la cabeza.

— Entonces más vale que me lo cuentes todo.

Se olvidó del desayuno y empezó a hablar como un torrente. Me contó todo lo que había sucedido desde su llegada, aunque sin mencionarme sus sospechas, ya que, según dijo, quería ceñirse exclusivamente a los hechos. Resumió o describió el contenido de los documentos que había descubierto: el diario de Laban, las noticias de prensa relativas a los problemas que hacia más de un siglo había tenido Alijah con los habitantes de Arkham, los escritos del Rev. Ward Phillips y todo lo demás. Pero me dijo que, para informarme perfectamente del asunto, tenía que leer por mí mismo toda la documentación. Efec­tivamente, como acababa de decir, era una especie de adivinanza; pero yo también opinaba, como él, que se había topado con elementos aislados de un gigantesco rompecabezas en el que encajaban todas las piezas aun­que al principio pudieran parecer desconectadas entre sí. Y, a cada nuevo detalle que me comunicaba, más cuenta me daba yo de lo terriblemente sugestiva que resultaba la trampa en que mi primo Ambrose parecía haber caído.

Intenté tranquilizarle y le convencí de que terminara de desayunar. También le dije que si seguía dedicando todas sus horas de vigilia y de sueño al tema en cuestión, éste iba a convertirse en una obsesión irrefrenable.

Inmediatamente después del desayuno me puse a la tarea de leer concienzudamente todo lo que había encon­trado o anotado Ambrose y en el mismo orden en que él lo había ido descubriendo. Tardé bastante más de una hora en leer los diversos documentos y papeles que Am­brose había seleccionado para mí y otro tanto en asimilar lo que había leído. Desde luego era «una maraña de adivinanzas», como había dicho Ambrose, pero se podían sacar algunas conclusiones generales del conjunto de he­chos, aparentemente dispersos, referidos en los textos y anotaciones consultados.

El primer hecho que resaltaba inevitablemente del conjunto era que Alijah Billington (¿y Richard Billington antes que él? ¿O acaso sería más correcto decir Richard Billington y Alijah después que él?) se había metido en un asunto misterioso sobre cuya naturaleza era imposible pronunciarse con los datos disponibles. Existían proba­bilidades de que dicho asunto fuera esencialmente ma­ligno, pero aun así había que descontar las exageraciones de testigos rústicos y supersticiosos, las calumnias, las murmuraciones y las habladurías que, al pasar de boca en boca, convierten en leyenda el hecho más trivial. Los comadreos del vulgo y las leyendas locales indicaban que, si Alijah Billington era mal mirado y temido, ello se debía en gran parte a que no habla proporcionado ninguna explicación satisfactoria a los «ruidos» que se oían en sus bosques por la noche. Por otra parte, el Rev. Ward Phillips, el crítico John Druven y el tercer componente del trío que había ido a visitar a Alijah Billington, es decir, Deliverance Westripp, no eran toscos pueblerinos. Dos por lo menos de estos caballeros creían firmemente que el asunto en que se hallaba mezclado Alijah Billington era de índole maléfica.

¿Pero qué pruebas había contra Alijah para justificar este punto de vista? Por lo menos en lo que a los tres caballeros citados se refería, eran completamente circuns­tanciales y podían resumirse en muy pocas palabras: En los bosques que rodeaban la casa de Billington se oían «ruidos» inexplicables que parecían «gritos» o «chillidos» de «algún animal». El principal crítico de Billington, John Druven, había desaparecido en circunstancias muy parecidas a las de otras desapariciones ocurridas en los alrededores y lo mismo podía decirse de la reaparición de su cuerpo, Jamás se dio una explicación satisfactoria de las semanas o los meses transcurridos entre desaparición y reaparición. Druven había dejado una nota donde su­gería que Alijah había echado algo en la comida con que había obsequiado a los tres hombres que habían ido a visitarle, con objeto no sólo de alterarles los recuerdos, sino también de hacer regresar a Druven o, al menos, de incapacitarle para desobedecer sus llamadas encaminadas a que regresara a la casa del bosque. Todo ello, por su­puesto, sugería que el trío en cuestión habla visto algo. Pero no eran pruebas, por lo menos de las que se admiten como tales en los tribunales de justicia.

Esto era todo lo que se había dicho contra Alijah Billington en aquellos tiempos. Ahora bien, correlacio­nando hechos, sugerencias e insinuaciones pasados y pre­sentes, resultaba una imagen de Alijah Billington que no concordaba precisamente con sus ardientes protestas de inocencia ni con la altivez — e incluso la insolencia— con que rebatió las acusaciones de Druven y otros. Sin embargo, aun careciendo de cualquier indicio claro sobre las actividades de Alijah, las implicaciones contenidas en los meros hechos resultaban alarmantes si no aterradoras. Todos estos datos, correlacionados sin tener en cuenta el período de tiempo transcurrido entre el primer hecho recogido y el más reciente, producían un desasosiego di­fícil de eliminar y una creciente marea de incertidumbre y dudas, pues las sugerencias subyacentes eran realmente espeluznantes.

El primero de los hechos a que me refiero son las propias palabras de Alijah Billington cuando arremetió por escrito contra John Druven por la crítica que éste había hecho del libro Prodigios Taumatúrgicos Ocurridos en el Canaán de Nueva Inglaterra, del Rey. Ward Phil­lips. Decían así: <<.... hay cosas en la existencia que es mejor dejar en paz y mantenerlas alejadas de las habla­durías del vulgo.» Es de suponer que Alijah Billington sabia perfectamente de qué hablaba, como no dejó de señalar el propio reverendo. De ser así, las observacio­nes ocasionales anotadas en el diario de Laban adquirían una significación adicional. De este diario era posible deducir que realmente había sucedido algo en los bos­ques con ayuda de Alijah Billington. No era concebible que se tratara, como había pensado mi primo Ambrose, de contrabando; pues habría sido increíblemente estú­pido acompañar el contrabando de «ruidos» análogos a los descritos en la prensa de Arkham y en el diario del muchacho. No, era algo mucho más misterioso, y existía un paralelo espantosamente sugerente entre una de las anotaciones de Laban y algo que había presenciado con mis propios ojos durante las últimas veinticuatro horas. El muchacho había escrito que se encontró a su compa­ñero indio, Quamis, de rodillas y diciendo «en voz alta palabras de su idioma, que yo no lo entiendo (...), pero decía una cosa que sonaba como Narlato o Narlotep». En el transcurso de la noche anterior me había desper­tado la voz de mi primo que gritaba en sueños « ¡ Iä! Nyarlathotep». De que esta y aquellas palabras eran la misma no cabía ninguna duda.

La actitud del indio sugería alguna forma de adoración oculto, pero había que admitir que los aborígenes tenían tendencia a adorar cualquier cosa que no les resultara inmediatamente comprensible; esto puede aplicarse por igual al indio americano que al negro africano, que en lugares muy distintos han llegado, por ejemplo, a ado­rar un fonógrafo porque escapaba por completo a su comprensión.

El diario de Laban me sugirió además otras posibili­dades. Me pareció que las páginas arrancadas del mismo correspondían aproximadamente a los días en que el trío investigador se había presentado en casa de Alijah Bil­lington. En tal caso, ¿había visto y anotado el muchacho algo que podía ayudar a descubrir qué es lo que había sucedido en realidad? ¿Y a continuación su padre lo había leído y habla arrancado las páginas? Sin embargo, ‘lo más verosímil es que Alijah hubiera destruido el librito en­tero. Si realmente se entregaba a prácticas nefandas en los bosques, lo que había escrito su hijo era enorme­mente peligroso para él. Sin embargo, después de las páginas arrancadas habían quedado registrados varios episodios de igual o mayor importancia. Quizá Alijah se había limitado a arrancar las páginas que le inquietaban, por considerar que lo que su hijo habla escrito anterior­mente carecía de toda posibilidad de ser aceptado como prueba, y le había devuelto el diario, conminándole proba­blemente a que no volviera a escribir sobre tales asuntos. Esta me pareció la forma más verosímil de explicar el hecho de que el libro hubiera sobrevivido para llegar a manos de mi primo Ambrose, ya que, en tal caso, los pasajes más reveladores del mismo no habrían sido es­critos sino después de que Alijah hubiera arrancado las páginas que le preocupaban.

Sin embargo, el más inquietante de los datos cuya co­rrelación había despertado mi ansiedad, consistía en unas frases, que cito textualmente, del curioso documento titu­lado De las malignas brujerías llevadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma Humana: «Dícese que cierto Richard Billington, habiendo sido instruido en parte por Malos Libros y en parte por un antiguo Mago de los Indios Salvajes (...), constituyó en los bosques un vasto Redondel de Piedras en cuyo interior decía Ora­ciones al Diablo y lo llamaba Espacio de Dagón y can­taba ciertos Ritos de Magia que son abominados por las Sagradas Escrituras. (...) Mas al poco tiempo mostró en privado signos de gran Temor por alguna Cosa, que él mismo la había invocado de Noche y había bajado de las Alturas en horas de Oscuridad. En aquel año se come­tieron siete muertes violentas en los bosques próximos a las Piedras de Richard Billington... » Este pasaje contenía terribles sugerencias por dos razones evidentes. Richard Billington había vivido hacía casi dos siglos. Pero, a pesar del tiempo, existía paralelismo entre hechos ocurridos entonces y en la época de Alijah Billington, y también entre lo que ocurrió cuando Alijah Billington y el mo­mento actual. En tiempos de Alijah también había habido un «círculo de Piedras» y se habían cometido crímenes misteriosos. En la actualidad quedaban restos evidentes de un círculo de piedras y parecía haberse iniciado una nueva serie de asesinatos. No me parecía que, ni aun teniendo en cuenta casualidades y toda clase de circuns­tancias favorables, tales paralelismos pudieran considerar­se meras coincidencias.

Pero negar la coincidencia ¿para qué?

Ahí estaban las instrucciones que había dejado Alijah Billington, conjurando a Ambrose Dewart y a cualquier otro heredero a no «invocar las montañas». Como para­lelo anterior podía mencionarse aquella «Cosa que él mismo la había invocado de Noche» y luego tanto había aterrorizado a Richard Billington. Si no había que tener en cuenta las casualidades, ¿qué hacíamos con ésta? Y ésta además era mucho más improbable que una simple coincidencia. Pero existía una clave. Por muy incompren­sibles que resultaran las instrucciones de Alijah, éste había señalado con toda claridad con el «significado» de aquel conjunto de reglas «podrá encontrarse en los libros que quedan en la casa llamada Casa Billington, situada en el bosque también llamado de Billington». En una palabra: aquí, entre estas paredes, probablemente en este mismo gabinete de estudio.

El problema exigía un gran esfuerzo de mi credulidad. Aceptando que Alijah Billington se había dedicado a tareas misteriosas que ocultaba a todo el mundo, excepto al indio Quamis, también era posible conceder que había conseguido eliminar de alguna manera a John Druven. Sus tareas, pues, debían ser ilegales; además, la misma forma en que había muerto Druven era como para levantar muchas conjeturas, y no sólo sobre Alijah, sino sobre los métodos que había utilizado para dar a Druven una muerte análoga a las que se habían producido en la comarca de Dunwich. Una vez aceptada la premisa fun­damental de que Alijah se las había arreglado para eli­minar a Druven, el razonamiento progresaba con toda lógica hacia la conclusión de que también había tenido que ver en las otras muertes. La estructura era la misma.

Pero sí seguíamos por este camino nos veíamos obli­gados a admitir y suponer más cosas, a hacer concesiones cada vez mayores, lo que podía conducir a una situación de total desconcierto a menos que tiráramos por la borda todo cuanto hasta entonces habíamos creído y empezá­ramos de nuevo. Si Richard Billington habla invocado realmente a una «Cosa» que luego, en efecto, bajó del cielo nocturno, ¿qué era esa cosa? La ciencia no conocía semejantes «Cosas», a menos que se aceptara, como hipó­tesis, que hace dos siglos existía todavía algún pariente más o menos lejano del ahora extinguido pterodáctilo. Pero esta explicación resultaba aún menos convincente que la otra; la ciencia había dejado definitivamente zan­jada la cuestión del pterodáctilo; la ciencia no poseía dato alguno sobre ninguna otra «Cosa» voladora. Cierto es, en realidad, que nadie había escrito que la «Cosa» volara. Pero entonces, ¿cómo había bajado del cielo si no volaba?

Moví la cabeza, cada vez más desconcertado, y mi pri­mo, que entraba en la habitación, sonrió un tanto forza­damente.

¿Qué, también es demasiado para ti, Stephen?

—Si me obsesiono con ello, sí. Pero, según las ins­trucciones que dejó Alijah, la clave del misterio está en los libros de este gabinete. ¿Los has mirado?

—¿Pero en qué libros, Stephen? No tenemos ni una sola pista.

—Todo lo contrario. Siento no estar de acuerdo con­tigo, pero tenemos varias pistas. Nyarlathotep o Narlatop, o como se llame. Yog-Sotot o Yogge Sothothe, también cómo se escriba. Estos nombres aparecen una y otra vez en el diario de Laban, en lo que te contó Mrs. Bishop, en las cartas de Jonathan Bishop, y precisamente en estas mismas cartas hay varias otras referencias que podemos tratar de localizar en estos viejos libros.

Me volví a concentrar en las cartas de Bishop, a las que Ambrose había añadido los datos, que descubriera en los antiguos semanarios de Arkham, relativos a la muerte de las personas sobre las cuales había escrito. También aquí existía un inquietante paralelismo, aunque preferí no mencionárselo a Ambrose, ya que parecía ago­tado y tenía muy mal aspecto, como de falta de sueño. Pero a mí no se me había escapado el hecho de que, así como los entrometidos que espiaban a Jonathan Bishop habían desaparecido y más tarde se encontraron sus cuerpos, lo mismo exactamente le había ocurrido a John Druven, que se había entrometido repetidamente en los asuntos de Alijah Billington. Además, por mucho que se pensara que tales acontecimientos eran improbables, la verdad es que las personas mencionadas por Jonathan Bishop habían desaparecido realmente, y ahí estaban los periódicos para todo el que quisiera comprobarlo.

—Aun así — dijo mi primo Ambrose cuando volví a levantar la vista—, no sabría por dónde empezar. Todos estos libros son antiguos y muchos de difícil lectura. Creo que algunos de ellos son manuscritos encuader­nados.

—No te preocupes. Tenemos tiempo de sobra. No hace falta que lo hagamos hoy.

Pareció aliviado al oír mis palabras y estaba a punto’ de reanudar la conversación cuando sonó una llamada en la puerta principal y se levantó para contestarla. Es­cuché. Oí que hacía pasar a alguien y me apresuré a esconder los papeles y documentos que había estado leyendo. Pero no introdujo a los visitantes — pues eran dos— en el gabinete de estudio y, al cabo de media hora, les acompañó hasta la puerta y regresó a la habi­tación.

—Eran dos de la policía del condado — explicó—.. Están investigando las muertes o, mejor dicho, las desapa­riciones que han ocurrido cerca de Dunwich. Es una cosa horrible, lo comprendo; y si van a encontrar a todos como al primero, será de esos asuntos que no se olvidan fácilmente.

Señalé que Dunwich se hallaba en plena decadencia.

—¿Pero qué querían de ti, Ambrose? — añadí.

—Parece que algunas personas oyeron ruidos o gritos, mejor dicho, y, como esta casa no está muy lejos del lugar donde desapareció Osborn, pensaron que a lo mejor yo también había oído algo.

—Pero, naturalmente, tú no habías oído nada.

—No, claro que no.

No parecía darse cuenta de la siniestra analogía exis­tente entre pasado y presente o, en todo caso, no lo dejaba traslucir. No consideré oportuno llamarle la aten­ción sobre el asunto y cambié de tema. Le dije que había guardado los papeles y que podíamos dar un paseo hasta la hora de comer, pues el aire fresco le sentaría bien. Aceptó inmediatamente.

Así pues, nos pusimos en marcha. Se había levantado un vientecillo fresco que presagiaba el invierno; caían al­gunas hojas secas de los árboles añosos y al contemplarlos me recordaron, no sin cierta inquietud, la veneración que los antiguos druidas sentían por los árboles. Pero esto fue sólo una impresión pasajera, provocada sin duda por mi preocupación con el círculo de piedras próximo a la torre cilíndrica, ya que en realidad mi propuesto paseo no era sino un medio indirecto de visitar la torre en compañía de mi primo. Yo quería que la visita pareciera más o menos casual, pero, de no haber ido con él, la habría hecho, desde luego, a solas.

Escogí deliberadamente un itinerario que daba un con­siderable rodeo, pues dejamos a un lado la zona panta­nosa que se extendía entre la torre y la casa y nos aden­tramos en el bosque para llegar a la torre desde el sur, por el lecho seco de aquel arroyo que en tiempos había desembocado en el Miskatonic. Mi primo hizo algunos comentarios sobre la antigüedad de los árboles y me hizo observar en repetidas ocasiones que no había ni un solo tronco con señales de hacha o sierra, aunque no estoy seguro de si lo decía con orgullo o extrañeza. Dije que los viejos robles tenían mucho que ver con los druidas y me lanzó una mirada escrutadora. ¿Qué sabia yo de los druidas? Repliqué que bastante poco. ¿Se me había ocu­rrido alguna vez que podía existir alguna relación básica entre muchas creencias y religiones antiguas, como la de los druidas, por ejemplo? No, no se me había ocurrido y así se lo hice saber. Por supuesto que los mitos poseían siempre una estructura fundamentalmente análoga; todos nacían del miedo o de la curiosidad por lo desconocido y siempre había creadores de mitos entre nosotros; pero había que diferenciar entre estructuras mitológicas y creencias religiosas, así como también entre supersticio­nes y leyendas, por una parte, y credos, principios éticos y moral, por otra. A estas consideraciones no respondió.

Caminamos en silencio durante algún tiempo, y de pronto ocurrió un incidente sumamente curioso. Acabá­bamos de llegar al arroyo seco.

—Ah — dijo Ambrose con una voz algo ronca, distinta de la suya habitual—. Henos por fin en el Misquamacus.

—¿En el qué? — pregunté, mirándole atónito.

El me devolvió la mirada. La tenía perdida en la le-janía, pero al instante volvió a enfocarla en mí.

—¿Q-q-qué? — tartamudeó—. ¿Q-q-qué ha pasado, Stephen?

—¿Cómo has dicho que se llamaba este arroyo?

Movió negativamente la cabeza.

—No tengo ni idea.

—Pero lo acabas de decir.

—¿Cómo? Eso es imposible. No sé ni siquiera si tiene nombre.

Parecía auténticamente sorprendido y un poco irritado. Al notarlo, no insistí; dije que quizá no había oído bien o que tal vez la imaginación empezaba a gastarme bromas. Pero yo estaba seguro de que él acababa de dar un nom­bre al arroyo que en tiempos había corrido por aquel cauce. Y, además, ese nombre sonaba demasiado parecido al de aquel «antiguo Mago» de los Wampanaug que, según se decía, había logrado domeñar y aprisionar a la «Cosa» que tanto había hecho sufrir a Richard Bil­lington.

El incidente me impresionó desagradablemente. Ya había empezado a sospechar que las dificultades en que se hallaba mi primo eran más graves que lo que él o in­cluso yo nos temíamos. La índole de esta revelación aparentemente casual hizo aumentar mis temores hasta convertirlos en certidumbre. Pero mis sospechas iban pronto a recibir una confirmación aún más impresionante.

Seguimos remontando el cauce seco del arroyo sin intercambiar más palabras y por fin salimos, de entre los matorrales, al lugar donde se alzaba la torre en una isla de arena y guijarros, rodeada de un tosco círculo de rocas. Al referirse a estas piedras, mi primo las había calificado de «druídicas», pero a la primera ojeada me di cuenta de que no lo parecían, pues en ellas no se percibía esa intencionalidad del diseño que tan evidente resulta, por ejemplo, en las ruinas de Stonehenge. Pero este círculo de piedras, rotas ahora o deterioradas por la acción de los años y algunas medio enterradas en la arena, presentaba signos inconfundibles de que era obra del hombre; también se vela en él una intención, que en este caso parecía únicamente la de circundar la torre.

Ahora bien, yo ya había visto y examinado esta torre otras veces, pero cuando penetré entonces en el interior del circulo de rocas tuve la sensación de que era la pri­mera vez que visitaba el lugar. Esto lo achaqué en parte a la lectura de los documentos recogidos por Ambrose; pero también se debía en parte a cierto cambio ocurrido en su atmósfera. En seguida me di cuenta. Hasta en­tonces la torre me había producido la impresión de una reliquia antigua y olvidada de una época perdida en las brumas del pasado, pero ahora de repente la sentí como ajena al transcurso del tiempo. Es posible que esta sen­sación se derivara de mi conocimiento de su edad, que precisamente es lo que antes había dado origen a la im­presión de antigüedad que me producía. Pero quizá no fuera así, pues la torre de piedra, que siempre me había parecido un residuo de edades pretéritas, ahora me pa­recía envuelta en un aura de maligna intemporalidad de la que se desprendía Incluso un leve hedor a putrefacción.

Sin embargo, avancé hacia ella como si fuera la pri­mera vez, y, desde luego, no necesité mucha imagina­ción para sentir que, efectivamente, se trataba de una nueva experiencia para mí. Conocía bastante bien el as­pecto de las piedras, pero deseaba penetrar en el interior y examinar los bajorrelieves de la escalera, así como aque­lla figura o motivo ornamental tallado en la piedra, grande y más reciente, que mi primo habla desalojado del techo. Al instante me di cuenta de que el dibujo esculpido a lo largo de la escalera era una réplica, en miniatura, del de la vidriera del gabinete de estudio de casa de mi primo. En cambio, el dibujo de la piedra quitada del techo re­sultaba en cierto modo opuesto, como opuesta puede resultar una estrella en comparación con un círculo o un rombo y un pilar llameante, o algo parecido, en compa­ración con un conjunto de líneas radiales. Iba a hacer algún comentario sobre la semejanza entre el bajorrelieve y la vidriera cuando mi primo apareció en el vano de la puerta y en su voz percibí algo que me aconsejó callar.

— ¿Has encontrado algo?

En su voz no había sólo indiferencia, sino hostilidad, Adiviné instantáneamente que mi primo volvía a ser el hombre que me había recibido en la estación de Arkham y tan claramente había manifestado su deseo de verme partir en seguida para Boston. No pude evitar la pregunta que inmediatamente se formuló en mi mente: ¿en qué medida había influido la proximidad de la torre en su cambio de talante? Pero nada dije, ni de lo que pensaba ni de lo que había descubierto; me limité a comentar que la torre parecía muy antigua y los dibujos muy primi­tivos, pero «sin sentido». Aunque sus ojos me escrutaron durante unos momentos con expresión sombría, pareció quedar satisfecho y se retiró del umbral diciendo áspera­mente que ya era hora de volver a la casa, pues tenía que preparar el almuerzo.

Le seguí la corriente y emprendimos el camino de re­greso charlando animadamente sobre sus habilidades culi­narias. Le aconsejé, sin embargo, que contratara los servicios de un buen cocinero para liberarse de una obli­gación que, aunque divertida cuando se hace por gusto, acaba por convertirse en una pesadez. Al aproximarnos a la casa le propuse que, en vez de empezar a preparar el almuerzo, nos fuéramos a comer a un restaurante de Arkham.

En contra de lo que suponía, asintió complacido y a los pocos minutos nos hallábamos en el coche condu­ciendo por la carretera del Aylesbury Pike en dirección a aquella ciudad antigua y encantada, donde yo esperaba poder dar esquinazo a mi primo y echar una ojeada en la biblioteca de la Universidad del Miskatonic para com­probar con mis propios ojos, si era posible, hasta qué punto las notas que había tomado mi primo se ceñían a las noticias publicadas en la prensa de Arkham sobre las actividades de Alijah Billington.

La ocasión se me presentó antes de lo que me figu­raba, pues al terminar de comer, Ambrose se acordó de una serie de recados que tenía que hacer. Me invitó a acompañarle, pero yo decliné su invitación, diciéndole que deseaba pasar por la biblioteca para saludar al Dr. Ar­mitage Harper, a quien había tenido el gusto de conocer hacía un año con motivo de una reunión científica cele­brada en Boston. Calculando que Ambrose tardaría una hora en hacer sus recados, quedamos citados al cabo de este plazo en la entrada a la Universidad que se halla en College Street.




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Sueños del Soñador de Providence