I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EL HORROR DE RED HOOK (THE HORROR AT RED HOOK) 1/2 DE AGOSTO DE 1925 1a Parte

Hay sacramentos tanto del mal como del bien en torno nuestro; y vivimos y nos mo­vemos, a mi juicio, en un mundo desconocido, en un lugar donde hay cavernas y som­bras y moradores del crepúsculo. Es posible que el hombre pueda a veces retroceder en el sendero de la evolución, .y creo que hay un saber terrible que no ha muerto todavía.

Arthur Machen

No hace muchas semanas, en la esquina de una calle del pueblo de Pascoag, Rhode Island, un peatón alto, de constitución fuerte y aspecto saludable, dio mucho que hablar a causa de su singular comportamiento. Al parecer, habla bajado por la carretera de Chepachet, y al llegar a la parte más densa había torcido a la izquierda, por la calle principal, donde varios bloques de modestos esta­blecimientos dan cierta impresión de núcleo urbano. Al llegar allí, y sin causa aparente, manifestó su singular comportamiento: miró un segundo de forma extraña hacia el más alto de los edificios, y luego, profiriendo alaridos aterrados e histéricos, inició una frenética carrera que concluyó cuando tropezó y cayó en el cruce siguiente. Unas manos solicitas le recogieron y le sacudieron el polvo, descubriéndose entonces que estaba consciente, físicamen­te ileso, y claramente repuesto de su repentino ataque de nervios. Murmuró unas avergonzadas explicaciones so­bre cierta tensión que había soportado, se encaminó con la cabeza gacha hacia la carretera de Chepachet y empren­dió el regreso sin volver la vista atrás ni una sola vez. Encontraron extraño que le sucediera a un hombre tan corpulento, robusto y de aspecto tan normal un percance semejante; extrañeza que no disminuyó al oir los comen­tarios de uno de los mirones, que le habla reconocido como el huésped de un conocido lechero de las afueras de Chepachet.

Resultó ser un detective de la policía de Nueva York llamado Thomas F. Malone, el cual se encontraba disfru­tando de un largo permiso, para someterse a tratamiento médico, tras un trabajo excepcionalmente arduo en un espantoso caso local de dramáticas consecuencias. Varios edificios de ladrillo se habían derrumbado durante una re­dada en la que él había participado, y hubo algo en la mortandad general, entre detenidos y compañeros suyos, que le habla horrorizado de manera especial. A causa de ello, habla adquirido un horror agudo y anómalo a todo edificio que se pareciese siquiera remotamente a los que se hablan derrumbado, de manera que al final los psiquiatras le prohibieron contemplar cualquier edificio de ese tipo durante algún tiempo. Un médico de la policía que tenía familia en Chepachet sugirió que dicha aldea, formada por casas coloniales de madera, podía ser un lugar ideal para su convalecencia psíquica, y allí se habla retirado el paciente, prometiendo no aventurarse a andar por calles con fachadas de ladrillo de las grandes poblaciones hasta que le aconsejase debidamente el especialista de Woonsocket, con quien le habían puesto en contacto... Este paseo hasta Pascoag con idea de comprar revistas había sido un error, y el paciente había pagado su desobe­diencia con un susto, algunas contusiones y una humi­llación.

Esto era cuanto sabían los chismosos de Chepachet y de Pascoag; y eso era, también, lo que los doctos espe­cialistas creían. Pero al principio Malone había contado a los especialistas mucho más; aunque dejó de contarles nada al ver la absoluta incredulidad que reflejaban sus semblantes. A partir de entonces guardó silencio, y no protestó en absoluto cuando todos coincidieron en afirmar que había sido el derrumbamiento de los ruinosos edificios de ladrillo del sector de Red Hook, de Brooklyn, y la muerte consiguiente de muchos esforzados oficiales, lo que había ocasionado su desequilibrio nervioso. Había trabajado demasiado, dijeron, en la limpieza de aquellos nidos de desorden y de violencia; algunos detalles fueron horrorosos a todas luces, y la inesperada tragedia había supuesto la gota que colmaba el vaso. Esta era una expli­cación simple que todo el mundo podía entender; y como Malone no era un simple, comprendió que era preferible dejarlo así. Hablar a unas gentes sin imaginación de un horror que escapaba a toda concepción humana —de un horror que se cobijaba en casas y en edificios y en Ciudades invadidas por el cáncer y la lepra de una maldad venida de otros mundos— habría sido invitarles a que le encerrasen en una celda acolchada, en vez de permitirle un descanso temporal; y Malone era un hombre con sentido común, a pesar de su misticismo. Tenía la aguda visión del celta para las cosas preternaturales y ocultas, y el ojo vivo del lógico para lo que en apariencia era convincente, amalgama que le había llevado muy lejos en los cuarenta y dos años de su vida y le había. colocado en extraños lugares para un hombre que se había formado en la Universidad de Dublín y había nacido en una villa georgiana próxima a Phoenix Park.

Y ahora, al repasar las cosas que habla visto y sentido y comprendido, Malone se alegró de no haber confiado a nadie algo que era capaz de convertir a un intrépido luchador en un neurótico tembloroso, las viejas barriadas de ladrillo y las oleadas de rostros cetrinos y huidizos en algo pesadillesco y prodigiosamente siniestro. No sería ésta la primera vez que sus sentimientos se quedaran sin interpretación, pues ¿acaso no era su mismo acto de su­mergirse en el abismo políglota del hampa neoyorquina un fenómeno que escapaba a toda explicación razonable? ¿Qué podía contarles a las gentes prosaicas sobre las an­tiguas brujerías y las grotescas maravillas discernibles para unos ojos sensibles en este caldero inmundo donde las más diversas heces de épocas malsanas mezclaban su pon­zoña y perpetuaban sus obscenos terrores? El había visto la llama verde e infernal de secreto prodigio en esa con­fusión estridente y evasiva de avidez exterior y de interna blasfemia, y había sonreído con desprecio cuando los neo­yorquinos que le conocían se burlaban de sus experimen­tos en su labor policial. Se habían mostrado muy graciosos y cínicos, y se habían reído de su búsqueda fantástica de misterios incognoscibles, asegurándole que en estos tiempos no habla en Nueva York más que bajeza y vul­garidad. Uno de ellos le había apostado bastante dinero a que —pese a las numerosas cosas emocionantes que había publicado en la Dublin Review— no era capaz de escribir siquiera un relato verdaderamente interesante so­bre la vida de los bajos fondos de Nueva York; y ahora, al reflexionar sobre ello, se daba cuenta de la ironía cós­mica que había justificado las palabras proféticas al refutar secretamente su frívolo significado. El horror, como vio al fin, no podía ser objeto de relato; pues como el libro que cita la autoridad alemana de Poe, «es lasst sich nicht lesen», "no consiente en ser leído".

II

Para Malone, la existencia producía siempre una sensación latente misterio. De joven había percibido la oculta belleza, el éxtasis de las cosas, y había sido poeta, pero la pobreza y el sufrimiento y el exilio le habían hecho volver la mirada en direcciones más tenebrosas, y se había estremecido ante la maldad del mundo que le rodeaba. La vida diaria se había vuelto para él una fantasmagoría de sombras macabras; brillante y descocada unas veces, ocultando la corrupción con el mejor estilo de Beardsley, y, otras, sugiriendo terrores tras las formas y los objetos más corrientes, como las obras sutiles y menos llamativas de Gustavo Doré. A menudo consideraba misericordioso que la mayoría de las personas inteligentes se mofaran de los misterios más recónditos, pues, argüía, si las mentes superiores entraran alguna vez en comunicación plena con los secretos guardados por antiguos cultos inferiores, no tardarían las anormalidades no sólo en destruir el mun­do, sino en amenazar la misma integridad del universo. Estas reflexiones eran morbosas, evidentemente, pero su agudo sentido de la lógica y su profundo humor las equi­libraban de manera saludable. Malone se conformaba con que sus ideas se quedaran en visiones semivislumbradas y prohibidas para poder jugar con ellas con ligereza. La historia llegó sólo cuando el deber le colocó ante una revelación infernal demasiado repentina e intensa para poder soslayarla.

Hacía algún tiempo que le habían destinado a la co­misaría de Butler Street, de Brooklyn, cuando tuvo noticia del caso de Red Hook. Red Hook es un laberinto de híbrida miseria próximo al barrio marinero frente a la Isla del Gobernador, con suicidas carreteras que ascien­den de los muelles a un terreno elevado donde los deteriorados tramos de Clinto Street y Court Street conducen al Ayuntamiento. Sus casas son en su mayoría de la­drillo, construidas durante el segundo cuarto del siglo XIX, y algunos de los callejones y travesías más oscuros tienen sabor antiguo y seductor que la literatura convencional nos inclina a calificar de "dickensiano". La población es una mescolanza y un enigma irremediables: en ella chocan entre sí componentes sirios, españoles, italianos y negros, a no mucha distancia de los cinturones escadinavo y americano. Es una babel de ruidos e inmundicia que profiere extraños gritos al contestar a las mansas olas oleaginosas que lamen los sucios espigones y a las monstruosas letanías que compone el órgano de los silbidos portuarios. Aquí imperaba hace tiempo un cuadro mucho más brillante, cuando los marineros de ojos daros pulu­laban por las calles inferiores, y unos hogares con más personalidad y gusto bordeaban la colina. Aún pueden descubrirse vestigios de su antiguo esplendor en las for­mas elegantes de los grandes edificios, las airosas iglesias, y los testimonios de un arte y un pasado originales en pequeños detalles diseminados aquí y allá: un gastado tra­mo de escaleras, una puerta deteriorada, un par de carco­midas columnas decorativas, o un trozo de lo que en otro tiempo fuera espacio verde, con la barandilla torcida y he­rrumbrosa. En general, las casas componen bloques ho­mogéneos, y, de cuando en cuando, se eleva una cúpula con múltiples ventanas para recordar los tiempos en que las familias de los capitanes y los armadores vigilaban el mar.

Un centenar de dialectos blasfemos asaltaban el cielo desde esta mescolanza de podredumbre material y espi­ritual. Hordas de merodeadores deambulaban gritando y cantando por callejones y calles; unas manos furtivas, de tarde en tarde, apagaban de pronto la luz y corrían las cortinas, y unos rostros oscuros, marcados por el pecado desaparecían de la ventana al sorprenderlos el visitante. Los policías desesperan de imponer algún orden, y tra­tan de levantar barreras a fin de proteger el mundo exte­rior del contagio. Al ruido metálico de la patrulla res­ponde una especie de silencio espectral, y los detenidos que se llevan jamás se muestran comunicativos. Los deli­tos evidentes son tan variados como los dialectos locales, y abarcan desde el contrabando de ron y la entrada clan­destina de extranjeros, pasando por los diversos grados de depravación y oscuro vicio, hasta el asesinato y la mutilación en sus formas más horrendas. El hecho de que estos delitos visibles no sean más frecuentes no es ninguna honra para el vecindario, a menos que la capacidad de ocultación sea un arte digno de honra. Entra más gente en Red Hook de la que sale —al menos, de la que sale por tierra—, y los causantes de ello son los menos lo­cuaces con toda probabilidad.

Malone encontró en este estado de cosas un vago he­dor y secretos más terribles que cuantos pecados denunciaban los ciudadanos y deploraban los sacerdotes y filántropos. Sabía, como persona en que una gran imaginación se unía a conocimientos científicos, que la gente moderna que vive al margen de la ley tiende misteriosamente a repetir las pautas instintivas más oscuras de salvajismo primitivo y cuasi simiesco en su vida diaria y en sus ob­servaciones rituales; y con un estremecimiento de antro­pólogo, habla visto a menudo desfilar procesiones, acompañadas de cánticos y blasfemias, de j6venes de ojos tur­bios y rostros picados de viruela que desfilaban durante las primeras horas de la madrugada. Constantemente se veían grupos de estos jóvenes; unas veces, mirando de soslayo en las esquinas de las calles; otras, en los portales, to­cando misteriosamente instrumentos musicales de escasa calidad; otras, sumidos en un embotamiento anonadante, enfrascados en conversaciones indecentes alrededor de una mesa de algún restaurante próximo a Borough Hall, o hablando en voz baja junto a un taxi desvencijado ante el pórtico solemne de algún caserón viejo y ruinoso con los postigos cerrados. Le fascinaban y le producían esca­lofríos, más de lo que se atrevía a confesar a sus compañeros de cuerpo, porque le parecía ver en ellos una especie de hilo monstruoso de secreta continuidad, una pauta diabólica, misteriosa y antigua que estaba más allá y por debajo de las acciones, costumbres y guaridas investigadas con concienzudo cuidado técnico por la policía. Eran sin duda, intuía él, herederos de alguna tradición espantosa y primordial, partícipes de cultos y ritos degradados y fragmentarios, más viejos que la humanidad. Lo sugería su coherencia y su precisión, y lo revelaban los indicios de un orden subyacente bajo el sórdido desorden. No en vano había leído tratados como el Witch-Cult in Western Europe de Margaret Murray y sabía que había pervivido hasta los últimos años, entre los campesinos y las gentes furtivas, un tipo horrible y clandestino de reuniones y orgías que provenía de tenebrosas religiones anteriores al mundo ario, y que aparecían en las leyendas populares como misas negras y aquelarres. No creía en absoluto que hubiesen desaparecido por completo estos vestigios infer­nales de magia asiático-turania y de cultos de la fertilidad, y se preguntaba a menudo cuánto más antiguos y negros serían algunos de ellos de lo que se contaba en realidad.

III

Fue el caso de Robert Suydam el que introdujo a Ma­lone en el cogollo del asunto de Red Hook. Suydam era un hombre solitario y culto que pertenecía a una antigua familia holandesa; cantó desde el principio con los medios justos para vivir con independencia, y habitaba la amplia pero mal conservada mansión que su abuelo había construido en Flatbush cuando dicho pueblo era poco más que un agradable conjunto de casas de estilo colonial alzadas en torno al templo de la Iglesia Reformada, cu­bierto de hiedra, con su campanario y su cementerio cer­cado con valla de hierro y poblado de lápidas con nom­bres holandeses. En su casa solitaria de Martense Street, en medio de un jardín de árboles venerables, Suydam ha­bía leído y meditado durante seis décadas, excepto un período en que embarcó, una generación antes, rumbo al viejo continente; donde permaneció durante ocho años. No podía permitirse tener criados, admitía pocas visitas en su absoluta soledad, evitaba amistades íntimas y recibía a sus escasos conocidos en una de las tres habitaciones de la planta baja que él mismo mantenía en orden, una inmensa estancia con estanterías que llegaban basta el te­cho, sólidamente atestadas de libros pesados, rotos, arcai­cos y de aspecto vagamente repugnante. El crecimiento del pueblo y su absorción final por el distrito de Brooklyn no había significado nada para Suydam, quien a su vez había ido significando menos para el pueblo. La gente ma­yor aún le señalaba por la calle, pero para la mayoría de la población más joven era tan sólo un tipo raro, cor­pulento y viejo, cuyo cabello blanco y desgreñado, barba hirsuta, traje negro reluciente y bastón con puño de oro, le valían una mirada divertida y nada más. Malone no le conoció de vista hasta que el deber le hizo intervenir en el caso, pero había oído decir que era una verdadera auto­ridad en supersticiones medievales, y una vez había querido echar una ojeada a un opúsculo suyo, ya agotado, sobre la cábala y la leyenda de Fausto, opúsculo que un amigo suyo había citado de memoria.

Suydam se convirtió en un «caso» cuando sus lejanos y únicos parientes trataron de obtener un dictamen judicial sobre su salud mental. La decisión de estos parientes había parecido repentina al mundo exterior, pero en realidad la tomaron sólo tras una prolongada observación y penosas discusiones. Se basaba en ciertos cambios extraños que habían apreciado en su forma de hablar y en sus hábitos, así como en extravagantes referencias a prodigios inminentes y en sus inexplicables visitas a los vecindarios de Brooklyn de mala reputación. Con los años se había ido volviendo más descuidado en su persona, hasta con­vertirse en un auténtico pordiosero; y los avergonzados amigos le veían a veces por las estaciones del Metro, o haraganeando en los bancos de los alrededores de Bo­rough Hall, conversando con desconocidos de piel oscura y cara tenebrosa. Cuando hablaba, era para farfullar cosas sobre ciertos poderes ilimitados que casi tenía bajo su control, y repetir con furtivas miradas de inteligencia pa­labras o nombres místicos como «Sefirot», «Asmodeo» y «Samaél». El dictamen judicial declaró que estaba con­sumiendo sus rentas y malgastando su peculio en la compra de extraños volúmenes, importados de Londres y de París, y en el mantenimiento de un sótano miserable en el distrito de Red Hook, donde pasaba casi todas las noches recibiendo extrañas delegaciones de gentes extranje­ras, broncas y heterogéneas, y dirigiendo al parecer cierta clase de ritos ceremoniales tras las verdes y discretas persianas. Los detectives a quienes se asignó su vigilancia informaron haber oído desde el exterior extraños gritos y cánticos y ruidos de saltos, durante esos ritos nocturnos, y se estremecían ante su éxtasis y abandono, pese a las vulgares orgías que solían celebrarse en ese sector embru­tecido. Sin embargo, cuando llegó a conocerse la noticia, Suydam se las arregló para seguir en libertad. Ante el juez, su actitud. fue cortés y razonable, y admitió sin re­servas la rareza de conducta y extravagancia de lenguaje en que había caído a causa de su excesiva entrega al estu­dio y a la investigación. Se había consagrado, dijo, a la investigación de ciertos aspectos de las tradiciones europeas que requerían el más estrecho contacto con grupos extranjeros, y el conocimiento de sus canciones y sus danzas populares. La idea de que una ruin sociedad secre­ta le estaba devorando, como sugerían sus parientes, era evidentemente absurda; demostraba lo poco que compren­dían su obra. Tras el triunfo de sus serenas explicaciones, se le dejó en libertad, y fueron retirados los detectives contratados por los Suydam, Corlear y Van Brunt con resignado disgusto.

Fue por entonces cuando se hizo cargo del caso un grupo formado por inspectores federales y policías, Malone entre ellos. La policía había seguido con interés el caso de Suydam, y había sido llamada en muchas ocasio­nes para que ayudase a los detectives privados. Durante este trabajo se puso de manifiesto que entre los nuevos amigos de Suydam se encontraban los más negros y de­pravados criminales que pululaban por los tenebrosos ca­llejones de Red Hook, y que al menos una tercera parte de ellos eran reincidentes en casos de robo, disturbios e introducción ilegal de inmigrantes. En efecto, no sería exagerado decir que el círculo particular del viejo erudito coincidía casi cabalmente con la peor de las camari­llas organizadas que ayudaban desde tierra a pasar clan­destinamente a cierta hez incalificable de asiáticos tan sabiamente devueltos por Ellis Island. En los tugurios re­bosantes de Parker Place —rebautizada posteriormente— donde Suydam tenía el sótano, se había formado una inusitada colonia de gentes extrañas de ojos rasgados que utilizaban el alfabeto árabe, aunque era rechazada mani­fiestamente por la gran mayoría de sirios que vivían en Atlantic Avenue y sus proximidades. Todos podían ser deportados por falta de documentación, pero los mecanis­mos legales funcionaban con lentitud, y no se puede re­mover Red Hook a menos que la publicidad obligue a las autoridades a tomar tal medida.

Estos seres acudían a una derruida iglesia de piedra, utilizada los viernes como sala de baile, la cual alzaba sus contrafuertes góticos cerca de la parte más sórdida del barrio marinero. Teóricamente era católica, pero los sacer­dotes de todo Brooklyn negaban al lugar toda categoría y autenticidad, y los policías coincidían con ellos cuando escuchaban el rumor que salía de ella por la noche. Ma­lone creía oír a veces, cuando la iglesia permanecía vacía y sin luces, las notas bajas y desafinadas de un órgano se­creto y terrible como si brotasen de las profundidades del subsuelo; en cuanto a los demás observadores, les amedrentaban los chillidos y golpes de tambor con que acompañaban los servicios religiosos. Al ser interrogado, Suydam dijo que creía que el ritual era un residuo de cristianismo nestoriano teñido de chamanismo del Tíbet. La mayoría de estas gentes, según él, era de origen mon­gólico y procedía de alguna región próxima al Kurdistán, y Malone no pudo evitar el pensar que el Kurdistán es e1 país de los yezidíes, últimos supervivientes de los ado­radores persas del diablo. Fuera como fuese, el revuelo de la investigación de Suydam confirmó que estos recién clandestinos acudían a Red Hook en número vez mayor, entraban por el país gracias a alguna ,piración no detectada por los oficiales de aduanas ni por la policía portuaria, invadían Parker Place y se extendían rápidamente por la colina, siendo acogidos con fraternidad por los variopintos residentes de la zona. Sus figuras achaparradas y sus fisonomías característicamente bizcas, combinadas de manera grotesca con ropas llamativamente ­americanas, aparecían cada vez con más frecuencia entre los maleantes y pistoleros nómadas del sector de Borough Hall; hasta que por último se juz­gó necesario efectuar un censo de todos ellos, averiguar cuáles eran sus recursos y ocupaciones y ver la forma de cercarles y entregarles a las autoridades de inmigración. Malone fue asignado para esta misión por acuerdo de las fuerzas federales y locales, y cuando empezó la criba de Red Hook, percibió que se encontraba al borde mismo de unos terrores indecibles, con la figura andrajosa y des­cuidada de Robert Suydam como principal enemigo y ad­versario.

IV

Los métodos de la policía son diversos e ingeniosos. Malone, valiéndose de discretos paseos, cuidadosas con­versaciones casuales, calculados ofrecimientos de licor y discretas entrevistas con asustados prisioneros, se enteró de bastantes detalles sueltos sobre ese movimiento que había adoptado un cariz tan amenazador. En efecto, los recién llegados eran kurdos, aunque hablaban un dialecto oscuro y desconcertante en cuanto a su exacta filología. Los que trabajaban lo hacían en su mayor parte como. cargadores de muelle, o eran buhoneros sin licencia, aun­que a menudo servían en restaurantes griegos y atendían en los kioskos de periódicos de las esquinas. La mayoría, sin embargo, carecía de un medio visible de subsistencia, y tenía que ver, evidentemente, con actividades del ham­pa, de las cuales el contrabando y el tráfico ilegal de licores eran las menos inconfesables. Casi todos habían llegado en buques de vapor y habían sido desembarcados durante noches sin luna en botes de remo que después se metían furtivamente por debajo de cierto muelle y se­guían por un canal oculto, hasta un remanso subterráneo situado debajo de cierta casa. Malone no consiguió locali­zar el muelle, ni el canal, ni la casa, ya que la memoria de sus informadores era terriblemente confusa, en tanto que su lenguaje era en parte incomprensible aun para los intérpretes más capaces; tampoco pudo obtener ningún dato coherente sobre las razones de su importación siste­mática. Se mostraron reservados respecto al lugar del que venían, y en ningún momento les pudo coger lo bastante desprevenidos como para revelar qué agentes les habían buscado y dirigido. En efecto, manifestaron algo así como un tremendo pavor cuando se les preguntó por los mo­tivos de su presencia allí. Los maleantes de otras razas se mostraron igualmente reservados, y lo más que se pudo inferir fue que un dios o gran sacerdote les había prome­tido poderes inauditos y glorias y gobiernos sobrenaturales en una tierra extraña.

La asistencia de los recién llegados y antiguos delin­cuentes a las rigurosamente vigiladas reuniones nocturnas de Suydam era muy asidua, y la policía no tardó en ente­rarse de que el antiguo solitario había alquilado pisos adicionales para acomodar a aquellos invitados que esta­ban al tanto de sus consignas, llegando a adquirir final­mente tres edificios enteros y albergando de forma per­manente a muchos de estos misteriosos compañeros. Aho­ra pasaba poco tiempo en su casa de Flatbush, adonde iba sólo para llevarse o devolver libros; y su expresión y actitud habían alcanzado un impresionante grado de extravío. Malone fue a verle un par de veces, pero las dos fue rechazado con brusquedad. No sabía nada, dijo, de complots ni de conjuras misteriosas; no tenía idea de cómo habían entrado los kurdos ni de qué pretendían. Su ocupación era estudiar con serena tranquilidad el folk­lore de todos los inmigrantes del distrito, asunto en el que la policía no tenía por qué meterse. Malone expresó su admiración por su viejo folleto sobre la cábala y otros mitos; pero el ablandamiento del anciano fue sólo momentáneo. Consideró aquello una intrusión, y despidió a su visitante sin contemplaciones; Malone se retiró disgustado, ­y acudió a otros canales de información.

Nunca sabremos qué habría descubierto Malone si hu­biese podido trabajar con continuidad en el caso. Pero un conflicto estúpido entre las autoridades locales y las federales hizo que se suspendiesen las investigaciones durante meses, en el curso de los cuales el detective se ocupó de otras misiones. Pero en ningún momento perdió interés, ni dejó de asombrarle lo que empezaba a sucederle a Robert Suydam. Coincidiendo con una ola de secuestros y desapariciones que conmocionó a Nueva York, el descuidado erudito empezó a experimentar una meta­morfosis tan asombrosa como absurda. Un día le vieron por las proximidades de Borough Hall con el rostro afei­tado, peinado y con un traje pulcro y de buen gusto; y en adelante, cada día se observaba en él cierta oscura me­joría. Mantenía constantemente su nueva actitud remilga­da, a la que vino a sumarse un inusitado fulgor en los ojos y una vivacidad en el habla; y poco a poco empezó a perder la corpulencia que durante tanto tiempo le había deformado. Ahora era frecuente que se le atribuyese me­nos edad de la que tenía; adquirió elasticidad en su modo de andar y firmeza en el porte, en consonancia con su nueva vida, y su cabello mostró un curioso oscurecimien­to que no daba la impresión de deberse al tinte. Unos meses después empezó a vestir de manera cada vez menos conservadora, y finalmente asombró a sus nuevos amigos al restaurar y decorar de nuevo su mansión de Flatbush, que abrió en una serie de recepciones a las que invitó a cuantas amistades recordaba, dispensando una especial aco­gida a sus parientes olvidados que poco antes habían tra­tado de internarle. Unos asistieron por curiosidad y otros por obligación, pero todos se sintieron súbitamente en­cantados ante la gracia y donaire de que hacía gala el an­tiguo ermitaño. Este declaró que habla terminado casi toda la labor que se había asignado, y que puesto que acababa de heredar cierta propiedad de un amigo europeo semiolvidado, iba a pasar el resto de sus días en una se­gunda y más brillante juventud, cosa que hacían posible el desahogo económico, el cuidado y una estudiada dieta. Cada vez se le veía menos por Red Hook, y cada vez se movía más en la sociedad en la que habla nacido. La po­licía observó que los maleantes solían reunirse ahora en la vieja iglesia-sala de baile, en vez de acudir al sótano de Parker Place, aunque éste y sus recientes anexos se­guían rebosantes de vida pestilente.

Entonces se produjeron dos acontecimientos bastante inconexos, aunque de enorme interés para el caso, tal como Malone lo concebía. Uno fue el anuncio discreto, aparecido en el Eagle, de los esponsales de Robert Suy­dam con la señorita Cornelia Gerritsen de Bayside, joven de excelente posición y pariente lejana de su viejo pro­metido; el otro fue una redada efectuada por la policía en la iglesia-sala de baile, al recibir aviso de que había sido vista fugazmente, en una ventana del sótano, la cara de un niño secuestrado. Malone había participado en esa redada y, una vez dentro, había examinado el lugar con todo detenimiento. No encontraron a nadie —en realidad, el edificio estaba completamente desierto cuando llega­ron—, pero su sensibilidad celta se sintió vagamente tur­bada ante muchas de las cosas que descubrió en el inte­rior. Había tablas con pinturas sumamente desagradables, tablas que representaban rostros sagrados con expresio­nes singularmente sardónicas y mundanas, los cuales adop­taban a veces gestos libertinos que incluso una sensibili­dad profana decorosa apenas podía aprobar. Tampoco le agradó la inscripción griega muro, encima del púlpito: era una antigua fórmula mágica con la que ya se había tropezado en sus tiempos de estudiante, en Dublin, y que, traducida, decía literalmente:

¡Oh amiga y compañera de la noche, tú que te solazas en el ladrido del perro y en la sangre derramada, que vagas entre las sombras de las tumbas y ansías la sangre y traes el terror a los mortales, Gorgo, Mormo, luna de mil caras, mira con ojos favorables nuestros sacrificios!

Se estremeció al leer esto, y recordó vagamente las no­tas desafinadas y bajas de un órgano que había imaginado oír algunas noches como si salieran de debajo de la igle­sia. Y otra vez se estremeció al observar herrumbre en el borde de un cuenco metálico que había sobre el altar, y se detuvo nervioso cuando su olfato percibió un hedor espantoso y extraño procedente de algún lugar cercano. Le obsesionaba el recuerdo de los acordes de órgano, y registró el sótano con especial atención antes e marcharse. El lugar le resultaba detestable; sin embargo, ¿qué eran las pinturas e inscripciones blasfemas, aparte de me­ras groserías perpetradas por gentes ignorantes?

Por la época en que se había fijado la boda de Suydam, la epidemia de secuestros se había convertido en un es­cándalo periodístico general. La mayoría de las víctimas eran niños de las clases sociales más bajas, pero el cre­ciente número de desapariciones había suscitado un senti­miento de furia de lo más violento. Los diarios reclama­ban la intervención de la policía, y una vez más la comi­saría de Butler Street envió a sus hombres a Red Hook en busca de pistas, descubrimientos y criminales. Malone se alegró de ponerse otra vez en acción, y se enorgulleció de tomar parte en la redada llevada a cabo en una de las casas que tenía Suydam en Parker Place. No encontraron a ninguno de los niños secuestrados, a pesar de lo que se contaba sobre gritos, y a pesar de la venda roja re­cogida en el patio, pero las pinturas y las brutales ins­cripciones que manchaban las paredes desnudas de la ma­yoría de las habitaciones, y el primitivo laboratorio quí­mico del ático, convencieron al detective de que estaba sobre la pista de algo tremendo. Las pinturas eran espan­tosas: monstruos horribles de todas las formas y tama­ños, y parodias de siluetas humanas imposibles de des­cribir. Las frases estaban escritas en rojo, en caracteres árabes, griegos, latinos y hebreos. Malone no pudo leer muchas de ellas, aunque lo que consiguió descifrar resul­tó ser portentoso y cabalístico. Una frase, frecuentemente repetida en una especie de griego hebraizado del período helenístico, sugería las más terribles evocaciones del de­monio de la decadencia alejandrina:

EL.HELOYM.SOTHER.EMMANUEL.SABAOTH.

AGLA.TETRAGRAMMAT0N.AGYROS.OTHEOS.

ISCHYROS.ATHANATOS. IEHOVA. VA.ADONAI.

SADAY.H0MOVSION.MESSIAS.ESCHEREHEYE.

Por todas partes aparecían círculos y pentáculos que hablaban sin lugar a dudas de las extrañas creencias y aspiraciones de aquellos que vivían allí de manera tan sór­dida. En el sótano, sin embargo, encontró lo más extra­ño de todo: una pila de lingotes de oro, cuidadosamente cubierta con un trozo de arpillera; en sus brillantes super­ficies ostentaban los mismos horribles jeroglíficos que adornaban las paredes. Durante la redada, la policía cho­có tan sólo con la resistencia pasiva de los bizcos orien­tales que salían como enjambres de todas las puertas. Viendo que no había nada más de importancia, tuvieron que dejarlo todo como estaba. No obstante, el comisario del distrito envió una nota a Suydam ordenándole que vigilase estrechamente a sus inquilinos y protegidos, en vista del creciente clamor público.



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