I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EN BUSCA DE LA CIUDAD DEL SOL PONIENTE 1926, 1a Parte

Por tres veces soñó Randolph Carter la maravillosa ciudad, y por tres veces fue súbitamente arrebatado cuando se hallaba en una elevada terraza que la dominaba. Brillaba toda con los dorados fulgores del sol poniente: las murallas, los templos, las columnatas y los puentes de veteado mármol, las fuentes de tazas plateadas y prismáticos surtidores que adornaban las grandes plazas y los perfumados jardines, las amplias avenidas bordeadas de árboles delicados, de jarrones atestados de flores, y de estatuas de marfil dispuestas en filas resplandecientes. Por las laderas del norte ascendían filas y filas de rojos tejados y viejas buhardillas picudas, entre las que quedaban protegidos los pequeños callejones empedrados, invadidos por la yerba. Había una agitación divina, un clamor de trompetas celestiales y un fragor de inmortales címbalos. El misterio envolvía la ciudad como envuelven las nubes una fabulosa montaña inexplorada; y mientras Carter, con la respiración contenida, se hallaba recostado en la balaustrada de la terraza, se sintió invadido por la angustia y la nostalgia de unos recuerdos casi olvidados, por el dolor de las cosas perdidas y por la apremiante necesidad de localizar de nuevo el que algún día fuera trascendental y pavoroso lugar.

Sabía que, para él, aquel lugar debió de tener alguna vez un significado supremo; pero no podía recordar en qué época ni en qué encarnación lo había visitado, ni si había sido en sueños o en vigilia. Vislumbraba vagamente alguna fugaz reminiscencia de una primera juventud lejana y olvidada, en la que el gozo y la maravilla henchían el misterio de los días, y el anochecer y el amanecer se sucedían bajo un ritmo igualmente impaciente y profético de laúdes y canciones, abriendo las puertas ardientes de nuevas y sorprendentes maravillas. Pero cada noche en que se encontraba en esa elevada terraza de mármol, ornada de extraños jarrones y balaustres esculpidos, y contemplaba, bajo una apacible puesta de sol, la belleza sobrenatural de la ciudad, sentía el cautiverio en el que le tenían los dioses tiranos del sueño; de ningún modo podía dejar aquel elevadísimo lugar para bajar por la interminable escalinata de mármol hasta aquellas calles impregnadas de antiguos sortilegios que le fascinaban...

Cuando despertó por tercera vez sin haber descendido por aquellos peldaños, sin haber recorrido aquellas apacibles calles en el atardecer, suplicó larga y fervientemente a los ocultos dioses del sueño que meditan ceñudos sobre las nubes que envuelven la desconocida Kadath, ciudad de la inmensidad fría jamás hollada por el hombre. Pero los dioses no contestaron, ni se conmovieron, ni dieron ningún signo favorable cuando les imploró en sueños o cuando les ofreció sacrificios por medio de los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah, de luenga barba, cuyo templo subterráneo, en el cual se venera una columna de fuego, se encuentra no lejos de las puertas del mundo vigil. Parecía, al contrario, que sus súplicas habían sido escuchadas con hostilidad, ya que desde la primera invocación dejó radicalmente de contemplar la maravillosa ciudad, como si sus tres lejanas visiones le hubieran sido permitidas por casualidad o por inadvertencia, en contra de algún plan o deseo oculto de los dioses.

Finalmente, enfermo de tanto suspirar por las avenidas esplendorosas y por los callejones de la colina, ocultos entre aquellos tejados antiguos que ni en sueños ni despierto podía apartar de su espíritu, Carter decidió llegar hasta donde ningún otro ser humano había osado antes, y cruzar los tenebrosos desiertos helados donde la desconocida Kadath, cubierta de nubes y coronada de estrellas ignotas, guarda el nocturno y secreto castillo de ónice donde habitan los Grandes Dioses.

En uno de sus sueños ligeros, descendió los setenta peldaños que conducen a la caverna de fuego y habló de su proyecto a los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah de luenga barba. Y los sacerdotes, cubiertos con sus tiaras, movieron negativamente la cabeza, augurando que sería la muerte de su alma. Le dijeron que los Grandes Dioses habían manifestado ya sus deseos y que no les agradaría sentirse agobiados por súplicas insistentes. Le recordaron también que no sólo no había llegado jamás hombre alguno a Kadath, sino que nadie podía sospechar dónde se halla, si en los países del sueño que rodean nuestro mundo o en aquellas regiones que circundan alguna insospechada estrella próxima a Fomalhaut o a Aldebarán. Si estuviera en la región de nuestros sueños, no sería imposible llegar a ella. Pero desde el principio de los tiempos, sólo tres seres completamente humanos han cruzado los abismos impíos y tenebrosos del sueño; y de los tres, dos regresaron totalmente locos. En tales viajes había incalculables peligros imprevisibles, así como una tremenda amenaza final: el ser que aúlla abominablemente más allá de los límites del cosmos ordenado, allí donde ningún sueño puede llegar. Esta última entidad maligna y amorfa del caos inferior, que blasfema y babea en el centro de toda infinidad, no es sino el ilimitado Azathoth, el sultán de los demonios, cuyo nombre jamás se atrevieron labios humanos a pronunciar en voz alta, el que roe hambriento en inconcebibles cámaras oscuras, más allá de los tiempos, entre los fúnebres redobles de unos tambores de locura y el agudo, monótono gemido de unas flautas execrables, a cuyas percusiones y silbos danzan lentos y pesados los gigantescos Dioses Finales, ciegos, mudos, tenebrosos, estúpidos; y los Dioses Otros, cuyo espíritu y emisario es Nyarlathotep, el caos reptante.

De todas estas cosas advirtieron a Carter los sacerdotes Nasht y Kaman-Thah en la caverna de fuego, pero él siguió decidido a partir en busca de la desconocida Kadath, que se alza perdida en la inmensidad fría y de sus dioses tenebrosos, para poder gozar de la visión, del recuerdo y del amparo de la maravillosa ciudad del sol poniente. Sabía que su viaje iba a ser extraño y largo, y que los Grandes Dioses se opondrían a ello; pero estando habituado a los sueños, contaba Carter con la ayuda de muchos recuerdos provechosos y estratagemas útiles. Así que, tras pedir a los sacerdotes su bendición solemne y maquinar con astucia su expedición, descendió audazmente los trescientos peldaños que conducen al Pórtico del Sueño Profundo y emprendió el camino a través del bosque encantado.

En las oquedades de ese bosque enmarañado, cuyos prodigiosos robles tantean y entrelazan sus ramas al aire, y cuyas umbrías relucen con la apagada fosforescencia de unos hongos extraños, habitan los furtivos y silenciosos zoogs. Estos seres conocen una infinidad de secretos de la región de los sueños, y algo también del mundo vigil, ya que el bosque linda con las tierras de los hombres por dos lugares, aunque sería desastroso decir cuáles. Ciertos rumores inexplicables, ciertos accidentes y desapariciones ocurren entre los hombres allí donde los zoogs tienen acceso, y por ello es una gran suerte que éstos no puedan alejarse demasiado de la región de los sueños. Sin embargo, los zoogs cruzan libremente la frontera más próxima de esta región y se deslizan, negros, menudos, invisibles, para poder contar relatos divertidos a su regreso y entretener con ellos las largas horas que pasan al amor del fuego, en el corazón de su adorado bosque. La mayoría vive en madrigueras, aunque algunos habitan en los troncos de los grandes árboles; y a pesar de que se alimentan principalmente de hongos, se dice que también les atrae la carne, tanto la física como la espiritual. Y, efectivamente, en el bosque han entrado muchos soñadores que luego no han vuelto a salir. Pero Carter no tenía miedo; era un soñador veterano que conocía el lenguaje chirriante de estos seres y había tratado muchas veces con ellos. Con la ayuda de los zoogs había descubierto la espléndida ciudad de Celephais, situada en Ooth-Nargai, más allá de los Montes Tanarios, donde reina durante la mitad del año el gran rey Kuranes, ser humano a quien él había conocido en la vida vigil bajo otro nombre. Kuranes era el único ser humano que había alcanzado los abismos estelares y regresado en su sano juicio.

Mientras recorría, pues, los angostos corredores fosforescentes que quedan entre los troncos gigantescos de ese bosque iba Carter emitiendo ciertos sonidos chirriantes, a la manera de los zoogs, y callando de cuando en cuando en espera de respuesta. Recordaba que había un poblado de zoogs en el centro del bosque, en una zona en que abundaban grandes rocas musgosas y donde, según se contaba, habían vivido anteriormente seres aún más terribles, ya olvidados afortunadamente, después de tanto tiempo. Así que se dirigió hacia ese lugar. Reconocía el camino por los hongos grotescos; que cada vez parecían más voluminosos y mejor alimentados, a medida que se iba aproximando al terrible círculo de piedras en cuyo centro habían danzado y habían celebrado sus sacrificios los innominados seres anteriores. Finalmente, el enorme resplandor de aquellos hongos hinchados reveló una siniestra inmensidad verdosa y gris que ascendía hasta la bóveda espesa de la selva. Estaba muy cerca del anillo de piedras, y por ello supo Carter que el poblado de los zoogs debía hallarse a poca distancia. Renovó sus llamadas en el lenguaje chirriante y esperó pacientemente; por fin vio recompensados sus esfuerzos al darse cuenta de que le vigilaba una multitud de ojos. Eran los zoogs, cuyos ojos espectrales destacan en la oscuridad mucho antes de que puedan distinguirse sus siluetas oscuras, desmedradas y escurridizas.

Salieron en enjambre de sus madrigueras y de los árboles huecos, y eran tan numerosos que invadieron todo el espacio iluminado. Los más fieros le rozaron desagradablemente, y uno de ellos llegó a darle un repulsivo mordisco en una oreja; pero estos seres desordenados e irrespetuosos fueron contenidos muy pronto por los más viejos y sensatos. El Consejo de los Sabios, al reconocer al visitante, le ofreció una calabaza llena de savia fermentada de cierto árbol encantado que era distinto a todos los demás, y que había nacido de una semilla procedente de la luna. Y después de beber Carter ceremoniosamente, se inició un extraño coloquio. Por desgracia, los zoogs no sabían dónde se encontraba el pico de Kadath, ni podían decirle si la inmensidad fría se hallaba en nuestro país de los sueños o en otro. Se decía que los Grandes Dioses aparecen indistintamente en cualquier parte, y sólo uno de los zoogs pudo informarle de que era más frecuente verlos en los picos de las altas montañas que en los valles, ya que en tales picos ejecutan sus danzas conmemorativas cuando la luna brillaba sobre ellos y las nubes los aíslan de las tierras bajas.

Entonces un zoog que era muy viejo recordó algo que los demás ignoraban y dijo que en Ulthar, al otro lado del río Skai, todavía existía un último ejemplar de los Manuscritos Pnakóticos, copiado por hombres del mundo vigil en algún reino boreal ya olvidado, y trasladado a la región de los sueños cuando los caníbales velludos llamados gnophkehs conquistaron Olathoe, la tierra de los infinitos templos, y mataron a todos los héroes del país de Lomar, Esos manuscritos -dijo- eran inconcebiblemente antiguos y hablaban mucho de los dioses; y, además, en Ulthar había quienes habían visto las huellas de los dioses; incluso vivía un sacerdote que había escalado una gran montaña para verlos danzar bajo la luz de la luna. Afortunadamente había fracasado en su intento, pero un acompañante suyo que los consiguió ver había perecido horriblemente.

Randolph Carter agradeció esta información a los zoogs, que emitieron amistosos chirridos y le dieron otra calabaza de vino lunar para que se la llevara consigo, y emprendió el camino a través del bosque fosforescente, en dirección a la linde opuesta, donde las tumultuosas aguas del Skai se precipitan por las pendientes de Lerion, de Hatheg, de Nir y de Ulthar, y se sosiegan después en la llanura. Tras él, fugitivos y disimulados, reptaban varios zoogs curiosos que deseaban saber lo que le sucedería para poder contarlo más tarde a los suyos. Los robles inmensos se fueron haciendo más corpulentos y espesos a medida que se alejaba del poblado, por lo que le llamó la atención un lugar donde se veían mucho más ralos, desmedrados y moribundos, como ahogados entre una profusa cantidad de hongos deformes, hojarasca podrida y troncos de sus hermanos muertos. Aquí se tuvo que desviar bastante, porque en ese lugar había incrustada en el suelo una enorme losa de piedra. Y dicen quienes se habían atrevido a acercarse a ella, que tiene una argolla de hierro de un metro de diámetro. Recordando el arcaico círculo de rocas musgosas, y la razón por la cual fue erigido posiblemente, los zoogs no se detuvieron junto a la losa de gigantesca argolla. Sabían que no todo lo olvidado ha desaparecido necesariamente y no sería agradable ver levantarse aquella losa lentamente.

Carter se volvió al oír tras de sí los asustados chirridos de algunos zoogs atemorizados. Sabía ya que le seguían, y por ello no se alarmó; uno se acostumbra pronto a las rarezas de esas criaturas fisgonas. Al salir del bosque se vio inmerso en una luz crepuscular cuyo creciente resplandor anunciaba que estaba amaneciendo. Por encima de las fértiles llanuras que descendían hasta el Skai, y por todas partes, se extendían las cercas y los campos arados y las techumbres de paja de aquel país apacible. Se detuvo una vez en una granja a pedir un trago de agua, y los perros ladraron espantados por los invisibles zoogs que reptaban tras él por la yerba. En otra casa, donde las gentes andaban atareadas, preguntó si sabían algo de los dioses y si danzaban con frecuencia en la cima de Lerión; pero el granjero y su mujer se limitaron a hacer el Signo Arquetípico y a indicar sin palabras el camino que conducía a Nir y a Ulthar.

A mediodía caminaba ya por una calle principal de Nir, donde había estado anteriormente. Era esta ciudad el lugar más alejado que él había visitado tiempo atrás en aquella dirección. Poco después llegaba al gran puente de piedra que cruza el Skai, en cuyo tramo central los constructores habían sellado su obra con el sacrificio de un ser humano hacía mil trescientos años. Una vez al otro lado, la frecuente presencia de gatos (que erizaban sus lomos al paso de los zoogs) anunció la proximidad de Ulthar; pues en Ulthar, según una antigua y muy importante ley, nadie puede matar un solo gato. Muy agradables eran los alrededores del Ulthar, con sus casitas de techumbre de paja y sus granjas de limpios cercados; y aún más agradable era el propio pueblecito, con sus viejos tejados puntiagudos y sus pintorescas fachadas, con sus innumerables chimeneas y sus estrechos callejones empinados, cuyo viejo empedrado de guijarros podía admirarse allí donde los gatos dejaban espacio suficiente. Una vez que notaron los gatos la presencia de los zoogs y se apartaron, Carter se dirigió directamente al modesto Templo de los Grandes Dioses, donde, según se decía, estaban los sacerdotes y los viejos archivos; y ya en el interior de la venerable torre circular cubierta de hiedra -que corona la colina más alta de Ulthar- buscó al patriarca Atal, el que había subido al prohibido pico de Hathea-Kla, en el desierto de piedra, y había regresado vivo.

Atal, sentado en su trono de marfil cubierto de dosel, en el santuario ornado de guirnaldas que ocupa la parte más elevada del templo, contaba más de trescientos años de edad, aunque conservaba todavía su agudeza de espíritu y toda su memoria. Por él supo Carter muchas cosas acerca de los dioses; sobre todo, que no son éstos sino dioses de la Tierra, los cuales ejercen un débil poder sobre el mundo de nuestros sueños, y no tienen ningún otro señorío ni habitan en ningún otro lugar. Podían atender la súplica de un hombre si estaban de buen humor, pero no se debía intentar subir hasta su fortaleza, que se alzaba en lo más alto de Kadath, ciudad de la inmensidad fría. Era una suerte que ningún hombre conociera la localización exacta de las torres de Kadath, porque cualquier expedición a ellas podría haber traído consecuencias muy graves. Barzai el Sabio, compañero de Atal, había sido arrebatado aullando de terror por las fuerzas del cielo, sólo por haber osado escalar el conocido pico de Hatheg-Kla. En lo que respecta a la desconocida Kadath, si alguien llegara a encontrarla, la cosa sería mucho peor; pues aunque a veces los dioses de la Tierra puedan ser dominados por algún sabio mortal, están protegidos por los Dioses Otros del Exterior, de los que es más prudente no hablar. Dos veces por lo menos, en la historia del mundo, los Dioses Otros habían dejado su huella impresa en el primordial granito de la Tierra: la primera, en tiempos antediluvianos, según podía deducirse de ciertos grabados de aquellos fragmentarios Manuscritos Pnakóticos, cuyo texto es demasiado antiguo para poderse interpretar; y otra en Hatheg-Kla, cuando Barzai el Sabio quiso presenciar la danza de los dioses de la tierra a la luz de la luna. Así pues -dijo Atal-, era mucho mejor dejar tranquilos a todos los dioses y limitarse a dirigirles plegarias discretas.

Carter aunque decepcionado por los desalentadores consejos de Atal y la escasa ayuda que le proporcionaron los Manuscritos Pnakóticos y los Siete Libros Crípticos de Hsan, no perdió toda la esperanza. Primero preguntó al anciano sacerdote sobre aquella maravillosa ciudad del sol poniente que veía desde una terraza bordeada de balaustradas, pensando que quizá pudiera encontrarla sin la ayuda de los dioses; pero Atal no pudo decirle nada. Probablemente -dijo Atal- ese lugar pertenecía al mundo de sus sueños personales y no al mundo onírico común, y lo más seguro es que se hallara en otro planeta. En ese caso, los dioses de la tierra no podrían guiarle ni aunque quisieran. Pero esto tampoco era seguro, ya que la interrupción de sus sueños por tres veces indicaba que había algo en él que los Grandes Dioses querían ocultarle.

Entonces Carter hizo algo reprobable: ofreció a su bondadoso anfitrión tantos tragos del vino lunar que le regalaron los zoogs, que el anciano se volvió irresponsablemente comunicativo. Liberado de su natural reserva, el pobre Atal se puso a charlar con entera libertad de cosas prohibidas, y le habló de una gran imagen que, según contaban los viajeros, está esculpida en la sólida roca del monte Ngranek, situado en la isla de Oriab, allá en el Mar Meridional; y le dio a entender que, posiblemente, fuera un retrato que los dioses de la tierra habían dejado de su propio semblante en los días que danzaban a la luz de la luna sobre la cima de aquella montaña. Y añadió hipando que los rasgos de aquella imagen son muy extraños, de manera que podían reconocerse perfectamente y constituían los signos inequívocos de la auténtica raza de los dioses.

La utilidad de toda esta información se le hizo inmediatamente patente a Carter. Se sabe que, disfrazados, los más jóvenes de los Grandes Dioses se casan a menudo con las hijas de los hombres, de modo que junto a los confines de la inmensidad fría, donde se yergue Kadath, los campesinos llevaban todos sangre divina. En consecuencia, la manera de descubrir el lugar donde se encuentra Kadath sería ir a ver el rostro de piedra de Ngranek y fijarse bien en sus rasgos. Luego de haberlos grabado cuidadosamente en la memoria, tendría que buscar esos rasgos entre los hombres vivos. Y allá donde se encontrasen los más evidentes y notorios, sería el lugar más próximo de la morada de los dioses. Y así, el frío desierto de piedra que se extienda más allá de estos poblados será sin duda aquel donde se halla Kadath.

En tales regiones puede uno enterarse de muchas cosas acerca de los Grandes Dioses, puesto que quienes lleven sangre suya bien pueden haber heredado igualmente pequeñas reminiscencias muy valiosas para un investigador. Es posible que los moradores de estas regiones ignoren su parentesco con los dioses, porque a los dioses les repugna tanto ser reconocidos por los hombres, que entre éstos no hay uno solo que haya visto los rostros de aquéllos, cosa que Carter comprobó más adelante, cuando intentó escalar el monte Kadath. Sin embargo, estos hombres de sangre divina tendrían sin duda pensamientos singularmente elevados que sus compañeros no llegarían a comprender, y sus canciones hablarían de parajes lejanos y de jardines tan distintos de cuantos son conocidos, incluso en el país de los sueños, que las gentes vulgares les tomarían por locos. Acaso sirviera esto a Carter para desvelar alguno de los viejos secretos de Kadath, o para obtener alguna alusión a la maravillosa ciudad del sol poniente que los dioses guardan en secreto. Más aún, si la ocasión se presentaba, podría utilizar como rehén a algún hijo amado de los dioses, o incluso capturar a un joven dios de los que viven disfrazados entre los hombres, casados con hermosa

s campesinas.

Pero Atal no sabía cómo podía llegar Carter al monte Ngranek, en la isla de Oriab, y le aconsejó que siguiera el curso del Skai, cantarino bajo los puentes, hasta su desembocadura en el Mar Meridional, donde jamás ha llegado ningún habitante de Ulthar, pero de donde vienen mercaderes en embarcaciones o en largas caravanas de mulas y carromatos de pesadas ruedas. Allí se alza una gran ciudad llamada Dylath-Leen, pero tiene mala reputación en Ulthar a causa de los negros trirremes que entran en su puerto cargados de rubíes, venidos de no se sabe qué litorales. Los comerciantes que vienen en esas galeras a tratar con los joyeros son humanos o casi humanos, pero jamás han sido vistos los galeotes. Y en Ulthar no se considera prudente traficar con estos mercaderes de negros barcos que vienen de costas remotas y cuyos remeros jamás salen a la luz.

Después de contar todo esto, Atal se quedó amodorrado. Carter lo depositó suavemente en su lecho de ébano y le recogió decorosamente su larga barba sobre el pecho. Al emprender el camino, observó que no le seguía ningún ruido solapado, y se preguntó por qué razón los zoogs habrían abandonado su curioso seguimiento. Entonces se dio cuenta de la complacencia con que los lustrosos gatos de Ulthar se lamían las fauces, y recordó los gruñidos, maullidos y gemidos lejanos que se habían oído en la parte baja del templo, mientras él escuchaba absorto la conversación del viejo sacerdote. Y recordó también con qué hambrienta codicia había mirado un joven zoog particularmente descarado a un gatito negro que había en la calle. Y como a él nada le gustaba tanto como los gatitos negros, se detuvo a acariciar a los enormes gatazos de Ulthar que se relamían, y no se lamentó de que los zoogs hubiera dejado de escoltarle.

Caía la tarde, así que Carter paró en una antigua posada que daba a un empinado callejón, desde donde se dominaba la parte baja del pueblo. Se asomó al balcón de su dormitorio y, al contemplar la marca de rojos tejados, los caminos empedrados y los encantadores prados que se extendían a lo lejos, pensó que todo formaba un conjunto dulce y fascinante a la luz sesgada del ocaso, y que Ulthar sería sin duda alguna el lugar más maravilloso para vivir, si no fuera por el recuerdo de aquella gran ciudad del sol poniente que le empujaba de manera incesante hacia unos peligros ignorados. Empezaba ya a anochecer; las rosadas paredes y las cúpulas se volvieron violáceas y místicas, y tras las celosías de las viejas ventanas comenzaron a encenderse lucecitas amarillas. Las campanas de la torre del templo repicaron armoniosas allá arriba, y la primera estrella surgió temblorosa por encima de la vega del Skai. Con la noche vinieron las canciones, y Carter asintió en silencio cuando los vihuelistas cantaron los tiempos antiguos desde los balcones primorosos y los patios taraceados de Ulthar. Y sin duda se habría podido apreciar la misma dulzura en los maullidos de los gatos, de no haber estado casi todos ellos pesados y silenciosos a causa de su extraño festín. Algunos de ellos se escabulleron sigilosamente hacia esos reinos ocultos que sólo conocen los gatos y que, según los lugareños, se hallan en la cara oculta de la luna, adonde trepan desde los tejados de las casas más altas. Pero un gatito negro subió a la habitación de Carter y saltó a su regazo para jugar y ronronear, y se ovilló a sus pies cuando él se tendió en el pequeño lecho cuyas almohadas estaban rellenas de yerbas fragantes y adormecedoras.

Por la mañana, Carter se unió a una caravana de mercaderes que salía hacia Dylath-Leen con lana hilada de Ulthar y coles de sus fértiles huertas. Y durante seis días cabalgó al son de los cascabeles por un camino llano que bordeaba el Skai, parando unas noches en las posadas de los pintorescos pueblecitos pesqueros, y acampando otras bajo las estrellas, al arrullo de las canciones de los barqueros que llegaban desde el apacible río. El campo era muy hermoso, con setos verdes y arboledas, y graciosas cabañas puntiagudas y molinos octogonales.

Al séptimo día vio alzarse una mancha borrosa de humo en el horizonte, y luego las altas torres negras de Dylath-Leen, construida casi en su totalidad de basalto Dylath-Leen, con sus finas torres angulares, parece desde lejos un fragmento de la Calzada de los Gigantes, y sus calles son tenebrosas e inhospitalarias. Tiene muchas tabernas marineras de lúgubre aspecto junto a sus innumerables muelles, y todas están atestadas de extrañas gentes de mar venidas de todas las partes de la tierra, y aun de fuera de ella también, según dicen. Carter preguntó a aquellos hombres de exóticos atuendos si sabían dónde se encuentra el pico Ngranek de la isla Oriab, y se encontró con que sí lo sabían. Varios barcos hacían la ruta de Baharna, que es el puerto de esa isla, y uno de ellos iría para allá al cabo de un mes. Desde Baharna, el Ngranek queda a dos días escasos de viaje a caballo. Pero son pocos los que han visto el rostro de piedra del dios, porque está situado en la vertiente de más difícil acceso al pico del Ngranek, en lo alto de unos precipicios inmensos, desde donde se domina un siniestro valle volcánico. Una vez, los dioses se irritaron con los hombres en aquel paraje, y hablaron del asunto a los Dioses Otros.

Le fue difícil recoger esta información de los mercaderes y de los marineros de las tabernas de Dylath-Leen, porque casi todos preferían hablar de las negras galeras. Una de ellas llegaría dentro de una semana cargada de rubíes desde su ignorado puerto de origen, y las gentes de la ciudad se sentían invadidas por el pánico sólo de pensar en verlas aparecer por la bocana del puerto. Los mercaderes que venían en esa galera tenían la boca desmesurada, y sus turbantes formaban dos bultos hacia arriba desde la frente que resultaban particularmente desagradables. Su calzado era el más pequeño y raro que se hubiera visto jamás en los Seis Reinos. Pero lo peor de todo era el asunto de los nunca vistos galeotes. Aquellas tres filas de remos se movían con demasiada agilidad, con demasiada precisión y vigor para que fuese cosa normal; como tampoco era normal que un barco permaneciera en puerto durante semanas, mientras los mercaderes trataban sus negocios, y que en ese tiempo no viera nadie a su tripulación. A los taberneros de Dylath-Leen no les gustaba esto, y tampoco a los tenderos y carniceros, ya que jamás habían subido a bordo la más mínima cantidad de provisiones. Los mercaderes no compraban más que oro y robustos esclavos negros, traídos de Parg por el río. Eso era lo único que cargaban esos mercaderes de desagradables facciones y de dudosos remeros. Jamás embarcaron producto alguno de las carnicerías y las tiendas, sino sólo oro y corpulentos negros de Parg, a quienes compraban al peso. Y el olor que emanaba de aquellas galeras, olor que el viento traía hasta los muelles, era indescriptible. Unicamente podían soportarlo los parroquianos más duros de las tabernas, a base de fumar constantemente tabaco fuerte. Jamás habría tolerado Dylath-Leen la presencia de las negras galeras, de haber podido obtener tales rubíes por otro conducto; pero ninguna mina de todo el país terrestre de los sueños los producía como aquéllos.

Los cosmopolitas de Dylath-Leen hablaban ante todo de estas cosas, mientras Carter aguardaba pacientemente el barco de Baharna que le llevaría a la isla donde se alzan los picos del Ngranek, elevados y estériles. Durante ese tiempo no dejó de indagar por los lugares que frecuentaban los lejanos viajeros, en busca de cualquier relato que hiciese referencia a Kadath, la ciudad de la inmensidad fría, o la maravillosa ciudad de muros de mármol y fuentes de plata que había contemplado desde lo alto de una terraza a la hora del crepúsculo. Pero nadie pudo darle noticias al respecto, aunque en una de las ocasiones tuvo la sensación de que cierto viejo mercader de ojos oblicuos le dirigió una mirada extrañamente brillante al oírle mencionar la inmensidad fría. Tenía fama este hombre de comerciar con los habitantes de los horribles poblados de piedra que se levantan en la helada y desierta meseta de Leng, jamás visitada por gentes sensatas, y cuyas hogueras malignas se habían visto brillar por la noche en la lejanía. Incluso corría el rumor de que tenía contacto con ese gran sacerdote enigmático que cubre su rostro con una máscara de seda amarilla y vive solitario en un prehistórico monasterio de piedra. Era indudable que aquel individuo había tenido algún comercio con los seres que habitan en la inmensidad fría; pero Carter no tardó en comprobar que era inútil preguntarle.

Por aquellos días entró en puerto la galera negra; pasó el dique de basalto y el gran faro, silenciosa y extraña, envuelta en una rara pestilencia que el viento del sur arrojaba a la ciudad. El malestar invadió las tabernas que se extendían a lo largo de los muelles, y al poco tiempo, los sombríos mercaderes de boca inmensa, turbantes gibosos y pies minúsculos bajaron a tierra furtivamente en busca de las tiendas de los joyeros. Carter los observó de cerca; y cuanto más los miraba, más desagradables le parecían. Después vio cómo embarcaban por la pasarela a los fornidos negros de Parg, que subían gruñendo y sudando, y los metían en el interior de aquella galera singular; y no pudo por menos de preguntarse en qué tierra -si es que llegaban a desembarcar- estarían destinadas a servir aquellas obesas y conmovedoras criaturas.



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