I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EN BUSCA DE LA CIUDAD DEL SOL PONIENTE 1926, 8a Parte

Terrible es el recuerdo que en él dejó aquella bajada tenebrosa. Las horas transcurrían una tras otra, mientras Carter giraba y giraba en la interminable espiral de peldaños y escaleras. Tan gastados y estrechos eran los peldaños, y tan resbaladizos por el légamo interior de la tierra, que el viajero no sabía si de un momento a otro perdería pie y se precipitaría en aparatosa caída hasta el fondo del pozo. Tampoco sabía en qué momento le saldrían al paso cayendo sobre él, sin aviso previo, las descarnadas alimañas de la noche, si, efectivamente, había alguna acechando en aquel pasadizo primordial. En torno suyo reinaba un olor sofocante que emanaba de las regiones inferiores, y en sus propios pulmones notaba que el aire de aquellas profundidades no estaba hecho para el género humano. Al cabo de un tiempo sintió una gran torpeza y somnolencia, pero siguió avanzando movido más por un impulso mecánico que por un deseo razonado. Ni siquiera se percató de cambio alguno cuando, de pronto, algo le cogió desde atrás, levantándole del suelo. Llevaba un rato volando a través de aquella atmósfera viciada, cuando las gomosas alimañas de la noche le advirtieron sus malévolos pellizcos que venían a cumplir con su deber.

Despabilado de modo tan violento, vio al fin que se hallaba entre las zarpas viscosas y frías de aquellos seres sin rostro. Afortunadamente, recordó la contraseña de los gules y la pronunció en voz alta como pudo, en medio del viento y los torbellinos de aquel vuelo vertiginoso. Y aunque se dice que las alimañas descarnadas carecen por completo de entendimiento, el efecto fue instantáneo: los pellizcos cesaron inmediatamente y las criaturas de la noche se apresuraron a colocar a su presa en posición más cómoda. Alentado por esta nueva actitud, Carter se decidió a dar algunas explicaciones, hablándoles de la captura y tormento de tres gules a manos de las bestias lunares y de la necesidad de reunir un grupo para ir a rescatarlos. Las descarnadas alimañas, aunque no podían articular palabra, parecieron comprender lo que se les decía y aceleraron su vuelo. De pronto, la espesa negrura se disolvió en el crepúsculo gris de las entrañas de la tierra, y ante ellos apareció una de esas llanuras estériles donde tanto les gusta a los gules sentarse a roer. Las lápidas que por allí había dispersas y los fragmentos de huesos ponían de manifiesto la naturaleza de los pobladores de aquel paraje. Carter lanzó un grito de urgente llamada, y unas veinte madrigueras vomitaron en pocos momentos a todos sus moradores de aspecto perruno. Entonces las descarnadas alimañas de la noche descendieron y depositaron al pasajero en el suelo; después se apartaron un poco y formaron un apretado semicírculo, mientras los gules saludaban al recién llegado.

Carter comunicó rápida y detalladamente su mensaje a la grotesca compañía, y cuatro de los gules partieron inmediatamente a través de las distintas madrigueras para propagar la noticia y reunir un ejército que rescatara a sus hermanos. Después de una larga espera apareció un gul de cierta categoría que hizo una seña significativa a las alimañas descarnadas, y dos de las cuales alzaron el vuelo y se perdieron en la oscuridad. Luego el número de descarnadas alimañas congregadas allí fue aumentando progresivamente, hasta que por último el fangoso suelo de la llanura se vio cubierto por un verdadero enjambre. Entre tanto, nuevos gules emergían de las madrigueras que, chillando con excitación, se iban incorporando a una tosca línea de batalla, no lejos de la muchedumbre de las nocturnas alimañas. Al poco rato apareció aquel orgulloso e influyente gul que un día fuera el artista Richard Pickman de Boston, y Carter le relató minuciosamente lo sucedido. El Pickman de otro tiempo, complacido de saludar nuevamente a su antiguo amigo, se mostró luego muy impresionado; y sostuvo una conferencia con los demás jefes, apartados de la creciente multitud.

Finalmente, después de pasar atenta revista a las filas, todos los jefes allí reunidos comenzaron a dar órdenes a la muchedumbre de gules y alimañas descarnadas que se habían congregado. En seguida partió un nutrido destacamento de cornudos voladores, y el resto se dividió en parejas, que se arrodillaron con las patas delanteras extendidas, en espera de que los gules se fueran acercando de uno en uno. Cuando cada gul llegaba a las dos descarnadas alimañas que le habían asignado, éstas le tomaban entre las dos y desaparecían veloces en la oscuridad; hasta que por último desapareció toda la multitud, excepto Carter, Pickman y los demás jefes, y unas pocas parejas de descarnadas alimañas. Pickman explicó que las descarnadas alimañas de la noche constituyen la vanguardia y, a la vez, los corceles de guerra de los gules, y que el ejército iba a salir por Sarkomand para enfrentarse a las bestias lunares. Luego, Carter y los horribles jefes se dirigieron a las alimañas portadoras, siendo izados por sus zarpas pegajosas y húmedas. Un momento más tarde giraban todos en el viento y las tinieblas, subiendo, y subiendo, y subiendo interminablemente, hasta llegar a la entrada de los leones alados y las ruinas espectrales de la arcaica Sarkomand.

Cuando al fin Carter se encontró bajo la luz enfermiza del cielo nocturno de Sarkomand, fue para contemplar la gran plaza central bullendo de gules y alimañas descarnadas dispuestos a luchar. El día no tardaría en despuntar, pero era tan numeroso el ejército, que no habría necesidad de sorprender al enemigo. El resplandor verdoso de la hoguera junto al muelle todavía temblaba débilmente, pero la ausencia de gritos daba a entender que la tortura de los prisioneros había concluido de momento. Susurrando instrucciones en voz muy baja a sus monturas y a la bandada de alimañas descarnadas que iban sin jinete, los gules se alzaron en enormes columnas aleteantes y sobrevolaron las ruinas desérticas en dirección al maldito resplandor. Carter iba ahora junto a Pickman, en la primera fila de gules, y vio cómo se acercaban al nauseabundo campamento donde las bestias lunares descansaban completamente confiadas. Los tres prisioneros yacían atados en el suelo, inmóviles junto a la hoguera, mientras sus apresores de cuerpo de sapo habían caído vencidos por el sueño desordenadamente. Los esclavos casi humanos también estaban dormidos, descuidando su deber de centinelas, que en estas regiones debió de parecerles meramente rutinario.

Por fin, los gules y sus halados portadores se lanzaron súbitamente en picado y, antes de que se oyese el menor ruido, cada una de aquellas blasfemias con aspecto de sapo fue atrapada por un grupo de alimañas descarnadas. Las bestias lunares carecían, naturalmente, de voz; pero ni siquiera los esclavos tuvieron tiempo de gritar antes de que las gomosas extremidades de las descarnadas alimañas los redujeran al silencio. Fueron horribles las contorsiones de aquellas anormalidades gelatinosas, mientras las sarcásticas alimañas descarnadas las atenazaban; pero nada podían hacer frente a la fuerza de aquellos miembros negros y prensiles. Cuando una de las bestias lunares se agitaba con demasiada violencia, una alimaña descarnada le echaba encima sus extremidades tentaculares, lo cual parecía producir en la víctima un dolor tal, que enseguida dejaba de forcejear. Carter había esperado ver una gran matanza, pero no tardó en comprobar que los gules tenían planes más arteros. Dieron órdenes tajantes a las bestias descarnadas, y éstas se limitaron a sujetar a sus prisioneros, que fueron transportados en silencio al Gran Abismo para ser distribuidas equitativamente entre los dholes, los gugos, los lívidos y demás moradores de las tinieblas, cuyas formas de alimentación suelen ser bastante dolorosas para sus víctimas. Mientras tanto, los tres gules habían sido liberados y consolados por los vencedores, quienes revisaban, además, los alrededores por si quedaba alguna bestia lunar, y abordaban la galera negra y pestilente, amarada de costado al muelle, para asegurarse de que no se les había escapado ningún enemigo. Indudablemente, los habían capturado a todos, puesto que no pudieron distinguir el menor signo de vida en parte alguna. Carter, deseoso de conservar un medio de transporte para llegar a las demás regiones del País de los Sueños, pidió que no hundieran la galera; petición que fue concedida de buena gana en agradecimiento por haberles comunicado la apurada situación de los tres prisioneros. En el barco encontró objetos y ornamentos muy extraños, algunos de los cuales arrojó Carter al mar.

Los gules y las descarnadas alimañas de la noche formaron luego grupos separados, y los primeros pidieron a sus compañeros rescatados que contaran todo lo que les había sucedido. Al parecer, los tres habían seguido las indicaciones de Carter, y se dirigieron al bosque encantado de Dylath-Leen, siguiendo el curso del Nir y del Skai. Robaron ropas humanas en una granja y trataron de adoptar lo mejor posible la forma de andar de los hombres. En las tabernas de Dylath-Leen, sus maneras grotescas y sus rostros perrunos habían suscitado muchos comentarios, pero ellos siguieron preguntando por el camino de Sarkomand, hasta que, por último, un anciano viajero pudo orientarles. Entonces se enteraron de que sólo había un barco que podía llevarles: el que hacía la ruta de Lelag-Leng, de modo que se dispusieron a aguardar pacientemente la llegada de ese buque.

Pero los malvados espías se habían enterado de todo, y poco después entraba en puerto una galera negra; y los mercaderes de rubíes de boca inmensa invitaron a los gules a beber en una taberna. Sacaron vino de una de sus siniestras botellas toscamente talladas en un único rubí; y después los gules no supieron más, sino que estaban prisioneros en la negra galera, como le había ocurrido a Carter. En esta ocasión, sin embargo, los invisibles remeros no pusieron proa a la luna, sino a la antigua Sarkomand, con la idea de llevar a los cautivos ante la presencia del gran sacerdote indescriptible. Tocaron la desgarrada roca del mar del norte que los marineros de Inquanok evitan siempre, y los gules vieron allí por vez primera a los rojos dueños del barco, poniéndose enfermos -a pesar de su propia insensibilidad- ante tal exceso de maligna deformidad y nauseabunda fetidez. Allí presenciaron también las ignominiosas diversiones de la guarnición de bestias lunares, descubriendo que tales diversiones eran las que daban lugar a esos aullidos nocturnos que tanto miedo provocaban en los hombres. Después atracaron en la ruinosa Sarkomand y comenzaron las torturas que habían terminado con el providencial rescate.

Pasaron a discutir nuevos planes, y los tres rescatados se mostraron partidarios de hacer una incursión en la roca desgarrada para exterminar a toda la guarnición de sapos lunares que allí había. Las descarnadas alimañas se opusieron a ello, sin embargo, ya que la perspectiva de volar sobre el agua no les agradaba en absoluto. La mayoría de los gules aprobaron la idea, pero no sabían cómo llevarla a cabo sin la ayuda de las alimañas descarnadas de la noche. Entonces Carter, viendo que no sabían navegar en la galera atracada, se ofreció a enseñarles a manejar las grandes filas de remos, a lo cual accedieron los gules de buena gana. Había amanecido el día gris y, bajo aquel cielo plomizo del norte, subió a bordo de la pestilente galera un destacamento de gules, cada uno de los cuales ocupó su puesto en la bancada de remeros. Carter observó en ellos cierta aptitud para aprender. Antes de que anocheciera habían dado tres vueltas de prueba alrededor del puerto. Hasta tres días después, sin embargo, no se consideraron en condiciones para intentar la expedición de conquista. Al tercer día, los remeros ocuparon sus puestos, las descarnadas alimañas se apiñaron en el castillo de proa, y la expedición se hizo finalmente a la mar. Pickman y otros jefes se reunieron en cubierta y discutieron los planes de abordaje y ataque.

Aquella misma noche oyeron ya los aullidos procedentes de la roca. Y tales eran sus acentos, que toda la tripulación de la galera se estremeció visiblemente; pero los que más temblaban eran los tres gules rescatados, pues sabían muy bien lo que significaban aquellos alaridos. Decidieron no intentar el ataque por la noche, así que mantuvieron el barco al pairo bajo la fosforescencia de las nubes, a la espera de que rompieran las grises claridades del día. Cuando la luz se hizo algo más clara y enmudecieron los alaridos, los remeros reanudaron su boga y la galera se fue acercando a la roca desgarrada, cuyas cimas graníticas se hincaban fantásticamente en el cielo apagado. Los costados de la roca eran muy escarpados; pero en numerosos salientes podían verse las combadas paredes de unas extrañas viviendas sin ventanas, así como los antepechos que protegían los altos caminos roqueros. Jamás se había acercado tanto a aquel lugar un barco tripulado por algún ser humano; al menos, ninguno se había acercado tanto y había vuelto a navegar después. Pero Carter y los gules no tenían miedo, y estaban firmemente decididos a seguir adelante. Dieron un rodeo hacia la cara oriental de la roca, en busca de los muelles que, según el trío de gules rescatados, se hallaban al sur, en el interior de un puerto natural formado por dos abruptos morros acantilados.

Aquellos promontorios eran verdaderas prolongaciones de la isla, y se adentraban en el mar tan próximos uno de otro, que entre ellos sólo cabía la eslora de un barco. Al parecer, no había nadie vigilando en el exterior, de modo que la galera enfiló osadamente hacia aquel escarpado canal y entró en las aguas pútridas y estancadas del puerto. Aquí, sin embargo, todo era bullicio y actividad: había varios barcos fondeados a lo largo de un repugnante muelle de piedra, y decenas de esclavos casi humanos y bestias lunares pululaban por los embarcaderos transportando banastas y cajones o conduciendo innominados y fabulosos horrores aparejados a pesados carruajes. Por encima de los muelles había un poblado de piedra tallado en un acantilado vertical, y de él arrancaba un camino sinuoso que ascendía en espiral hasta perderse de vista entre los salientes de la roca. Nadie podía decir qué secreto guardaría en su interior el prodigioso pico de granito que coronaba la isla, pero las cosas que se veían en el exterior distaban mucho de ser alentadoras.

Al ver la galera que entraba, la multitud que había en los muelles dio muestras de gran ansiedad. Los que tenían ojos se quedaron mirando intensamente con la mirada fija, y los que no los tenían agitaron sus sonrosados tentáculos con expectación. Por supuesto, nadie se había percatado de que la negra embarcación había cambiado de manos, porque los gules se parecen mucho a los cornudos esclavos casi humanos, y las alimañas descarnadas estaban todas ocultas bajo cubierta. Para entonces, los jefes habían trazado ya su plan, que consistía en soltar las alimañas descarnadas tan pronto como arrimaran el costado al muelle, y zarpar al instante, confiando enteramente el asunto a los instintos de aquellas criaturas casi desprovistas de entendimiento. Una vez desembarcados, lo primero que harían aquellos astados seres voladores sería atrapar cualquier cosa viviente que encontraran; después no pensarían absolutamente en nada, sino que, llevados por su instinto de retorno, olvidarían su temor al agua y regresarían velozmente al Abismo con sus presas nauseabundas, a las que darían un destino conveniente allá en las tinieblas, de donde poca cosa sale con vida.

El gul que fuera Pickman bajó a la bodega y dio unas breves instrucciones a las descarnadas alimañas de la noche, en tanto que el barco casi tocaba ya los ominosos y malolientes muelles. De pronto, una nueva agitación se manifestó a lo largo del puerto. Carter se dio cuenta de que el movimiento de la galera comenzaba a suscitar sospechas. Era evidente que el timonel no dirigía la embarcación hacia el muelle adecuado, y probablemente los mirones habían notado ya la diferencia entre los horribles gules y los esclavos casi humanos cuyos puestos ocupaban. Seguramente dieron una alarma silenciosa, porque casi enseguida empezó a acudir una horda mefítica de bestias lunares procedentes de las casas sin ventanas o del camino serpenteante de la derecha. Una lluvia de extrañas jabalinas cayó sobre la galera cuando su proa tocó el muelle, matando a dos gules e hiriendo ligeramente a otro; pero en ese momento se abrieron todas las escotillas de par en par, y exhalaron una nube negra de aleteantes alimañas descarnadas que se lanzaron sobre el poblado como un enjambre de gigantescos murciélagos astados.

Las gelatinosas bestias lunares se habían armado de grandes pértigas y trataban de alejar el barco invasor, pero cuando las descarnadas alimañas de la noche cayeron sobre ellas, no pensaron más en eso. Fue un espectáculo sobrecogedor ver cómo se divertían aquellos seres gomosos y sin rostro, y era tremendamente impresionante contemplar cómo la espesa nube que formaban se desparramaba por el pueblo y sobre la sinuosa carretera que se perdía en las alturas. A veces, un grupo de estos negros seres voladores dejaba caer por error a su voluminoso prisionero lunar desde una altura enorme, y la forma con que reventaba al chocar contra el suelo era de lo más desagradable para la vista y el olfato. Cuando la última alimaña descarnada hubo abandonado el barco, los jefes dieron orden de alejarse, y los remeros iniciaron una boga silenciosa, saliendo del puerto entre los grises cabos, mientras en el pueblo continuaba el caos de la batalla.

El gul Pickman concedió a las descarnadas alimañas varias horas para que sus rudimentarios entendimientos desecharan todo temor a volar sobre el agua y mantuvo la galera a una milla de la costa desgarrada, curando las heridas de los gules alcanzados por las jabalinas. Cayó la noche, y el crepúsculo gris dio paso a la enfermiza fosforescencia de las nubes bajas; y durante todo este tiempo los jefes no apartaron la vista de los elevados picos de aquel peñón maldito, por si veían volar a las descarnadas alimañas de la noche. Hacia el amanecer se vio revolotear tímidamente una mancha oscura por encima del pico más alto, y poco después la mancha se había convertido en un verdadero enjambre. Justo antes de romper el día, el enjambre pareció extenderse, y un cuarto de hora más tarde se disipó en la lejanía, en dirección nordeste. Una o dos veces pareció caer algo desde la confusa bandada al mar, pero Carter no lo lamentó, porque sabía por propias observaciones que las bestias lunares no saben nadar. Finalmente, cuando los gules comprendieron que todas las descarnadas alimañas se habían marchado hacia Sarkomand y el Gran Abismo con su cargamento predestinado, la galera puso proa nuevamente hacia el puerto, pasó entre los cabos grisáceos, y toda la horrible tripulación bajó a tierra y deambuló curioseando por la roca desnuda, por sus torres y viviendas, y por sus fortificaciones cortadas en la piedra viva.

Horribles fueron los secretos que descubrieron en aquellas criptas malignas y ciegas, ya que los restos de sus interrumpidas diversiones eran abundantes y se hallaban en distintos grados de consumación. Carter apartó varias entidades que en cierto modo estaban vivas aún, y huyó presurosamente de otras sobre las que no estaba muy seguro de lo que se trataban. Las pestilentes viviendas estaban provistas en su mayoría de taburetes y bancos tallados en madera de árbol lunar, y sus paredes estaban decoradas con unos dibujos insensatos e indescriptibles. Había innumerables armas, herramientas y adornos por todas partes, y también algunos ídolos de gran tamaño, tallados en sólido rubí, que representaban a unos seres extraños jamás vistos en la tierra. Pese a su valor material, no invitaban a apropiárselos ni a seguir mirándolos por más tiempo, y Carter se tomó el trabajo de destrozar cinco de ellos y reducirlos a añicos. En cambio recogió las lanzas y jabalinas esparcidas, que, con la aprobación de Pickman, distribuyó entre los gules. Tales armas eran nuevas para estos seres corredores y perrunos, pero la relativa sencillez de su uso les facilitó su manejo después de unas breves indicaciones.

En las partes más elevadas de la roca había más templos que viviendas, y en muchas cámaras excavadas en la piedra encontraron ciertos altares esculpidos de aspecto terrible, sobre los cuales había cuencos de dudosas manchas y santuarios destinados a adorar a unos seres aún más monstruosos que los dioses inexorables que reinan sobre Kadath. Del fondo de un gran templo arrancaba un pasadizo bajo y oscuro, por donde se introdujo Carter con una antorcha en la mano, que iba a desembocar en un inmenso recinto abovedado cuyos muros estaban adornados con unos relieves demoníacos. En el centro de este recinto descubrió la abertura de un pozo profundo y hediondo como el que viera en el horrible monasterio de Leng, en el salón donde mora solitario el gran sacerdote indescriptible. En la oscuridad lejana, al otro lado del pozo nauseabundo, le pareció vislumbrar un extraño postigo de bronce; pero, sin saber por qué, experimentó un indecible terror ante la idea de abrirlo o aun acercarse a él, por lo que se apresuró a volver junto a sus poco agraciados compañeros que andaban vagando con una tranquilidad y despreocupación que a él le era imposible compartir. Los gules también habían descubierto las inacabadas diversiones de las bestias lunares y las habían aprovechado a su manera. Habían encontrado también un tonel del poderoso vino lunar y se lo llevaban rodando hacia los muelles para cargarlo y emplearlo en sus negocios diplomáticos; pero el trío de gules rescatados, recordando el efecto que les había producido ese brebaje en Dylath-Leen, aconsejaron a sus compañeros que no lo probaran. En uno de los sótanos que había junto al agua descubrieron un gran almacén de rubíes de las minas lunares, unos pulidos y otros sin trabajar; pero cuando los gules comprobaron que no servían para comer, perdieron todo interés por ellos. Carter no quiso llevarse ninguno porque sabía demasiadas cosas de las criaturas que los habían extraído y labrado.

De pronto, se oyó la voz excitada de los centinelas que habían quedado en los muelles y los inmundos carroñeros interrumpieron sus ocupaciones para mirar hacia el mar y ponerse en marcha hacia el puerto. Una nueva galera avanzaba veloz por entre los cabos grisáceos, y los seres casi humanos que iban a cubierta tardaron muy poco en darse cuenta de que la isla había sido saqueada, dando la alarma a las monstruosas entidades que remaban abajo. Por fortuna, los gules llevaban todavía las jabalinas y las lanzas que entre ellos había distribuido Carter. Y éste, apoyado por el gul que un día se llamara Pickman, ordenó formar en línea de batalla para evitar que el barco atracara. En la nueva galera se observó entonces un repentino movimiento de excitación, lo que le hizo comprender a Carter que la tripulación entera se había dado cuenta de que las cosas en el puerto no marchaban como ellos habrían esperado, y la repentina detención del barco mostraba claramente que se habían percatado del gran número de gules desembarcados. Tras un momento de duda, la galera recién llegada dio la vuelta en silencio y volvió a cruzar los cabos, pero los gules no pensaron ni por un momento que el peligro había quedado conjurado. La tenebrosa embarcación iría en busca de refuerzos, o quizá su tripulación intentaría desembarcar en algún otro punto de la isla; por ello, se envió a la cima un grupo expedicionario para ver cuál era el rumbo que tomaba el enemigo.

Muy pocos minutos después regresó precipitadamente un gul anunciando que las bestias lunares y los casi humanos estaban desembarcando por la parte de afuera de los morros, más hacia oriente, y que subían por caminos ocultos y salientes de la roca que a una cabra le resultarían casi impracticables Inmediatamente después, la galera fue vista otra vez cruzando por delante del angosto canal, pero sólo fue cuestión de un segundo. Unos momentos más tarde, un segundo mensajero llegó jadeante de arriba para decir que otro grupo estaba desembarcando en el otro morro; esta vez el número de los que desembarcaban era muy superior a los que aparentemente cabían en la galera. Y el propio barco, movido con lentitud por una diezmada fila de remos, avanzó entre los acantilados y entró en el fétido puerto como para presenciar la refriega e intervenir si fuera necesario.

Entre tanto, Carter y Pickman habían dividido a los gules en tres grupos, de los cuales dos se enfrentarían a cada una de las dos columnas invasoras y el tercero permanecería en el poblado. Los dos primeros grupos se apresuraron a trepar por las rocas, cada uno en su respectiva dirección, mientras el tercero se subdividía en dos partes, una destinada a tierra y otra al mar. La del mar, mandada por Carter, subió a bordo de la galera apresada y zarpó en busca de la otra, que a la vista de esta maniobra retrocedió por el canal y salió a mar abierto. Carter no la persiguió inmediatamente porque sabía que podían necesitarle con más urgencia en el poblado.

Mientras, los tres destacamentos de bestias lunares y casi humanos habían llegado a lo alto de los morros, y sus siluetas se perfilaban espantosas en ambos lados contra el cielo gris del atardecer. Las flautas infernales de los invasores habían comenzado a gemir, y el efecto general de aquellas procesiones híbridas y semiamorfas era tan nauseabundo como el hedor que efectivamente emanaba de aquellas blasfemias de cuerpo de sapo procedentes de la luna. Luego entraron en escena los dos grupos de gules, recortándose también en lo alto de las rocas. Empezaron a volar las jabalinas desde ambos lados; y los aullidos de los gules y los bestiales alaridos de los casi humanos se unieron progresivamente al gemido infernal de las flautas, formando una baraúnda demencial y caótica. A cada paso caían cuerpos por los estrechos precipicios de ambos acantilados, yendo a parar al mar abierto o a las aguas estancadas de la dársena, en cuyo caso eran absorbidos rápidamente hacia el fondo por ciertas entidades submarinas cuya presencia solamente delataban las prodigiosas burbujas que dejaban escapar.

Durante una media hora, esta batalla se desarrolló con increíble ferocidad, hasta que los invasores fueron completamente liquidados en el acantilado de poniente. En el morro oriental, sin embargo, donde parecía estar presente el jefe de las bestias lunares, los gules no lo estaban pasando tan bien y retrocedían lentamente buscando la protección de las laderas. Pickman envió rápidamente refuerzos a este frente con el grupo del poblado que tanto había ayudado durante la primera fase del combate. Después, cuando hubo terminado la lucha en el lado oeste, los victoriosos supervivientes corrieron en auxilio de sus atribulados compañeros, forzando al enemigo a retroceder por la estrecha cresta del morro. Los casi humanos habían caído ya todos, pero el último de los horrores batrácicos luchaba desesperadamente y se defendía con las lanzas que empuñaba con sus poderosas y repugnantes patas. Había pasado la ocasión de emplear las jabalinas, y la lucha se convirtió en un duelo cuerpo a cuerpo en el que, por la estrechez de la cresta, no podían atacar a un tiempo más que unos pocos lanceros.

A medida que aumentaba la furia y el arrojo, aumentaba también el número de los que caían al mar. Los que iban a parar a las aguas del puerto encontraban una muerte innominada en las fauces de aquellas criaturas invisibles y burbujeantes; pero los que caían al mar abierto podían nadar hasta el pie del acantilado y agarrarse en los escollos. Por su parte, la galera del enemigo recogía las bestias lunares que podía. El acantilado era prácticamente inabordable, excepto por donde los monstruos habían desembarcado, de forma que a los gules que volvían del mar les fue imposible llegar al frente de la batalla y se quedaron en los escollos. Algunos de ellos cayeron bajo las jabalinas de la galera contraria o de las bestias lunares que estaban en lo alto del promontorio, pero los demás sobrevivieron y pudieron ser rescatados. Cuando el triunfo de los gules se vio seguro, la galera de Carter salió de entre los cabos y se dirigió hacia el barco enemigo que estaba en mar abierto, deteniéndose a recoger a los gules que se habían agarrado a los escollos o nadaban aún en el océano. Varias bestias lunares que se habían refugiado en las rocas o en los arrecifes fueron rápidamente puestas fuera de combate.

Por último, cuando la galera de bestias lunares se hubo puesto a salvo alejándose de allí, y los enemigos desembarcados se hubieron concentrado en un solo punto, Carter hizo saltar una fuerza considerable al morro oriental, a espaldas del enemigo. Gracias a esta maniobra, la lucha fue efectivamente breve. Atacados en dos frentes, las fétidas entidades, ya vacilantes, fueron inmediatamente despedazadas o precipitadas al mar. Por fin, hacia el atardecer, los jefes de los gules comprobaron que el islote había quedado otra vez limpio de enemigos. La galera adversaria, entretanto, había desaparecido. Decidieron que lo más prudente sería abandonar la roca maligna, antes de que los horrores lunares consiguieran reclutar una horda numerosa y se lanzaran sobre ellos de nuevo.

De este modo, pues, llegó la noche. Pickman y Carter reunieron a todos los gules y les pasaron revista cuidadosamente, descubriendo que habían perdido más de la cuarta parte de sus efectivos en la refriega del día. Colocaron a los heridos en las literas del barco, ya que a Pickman le repugnaba la costumbre que tenían los gules de rematar y comerse a sus propios heridos, y los individuos disponibles fueron asignados a los remos o a los puestos en que pudieran ser más útiles. Bajo la fosforescencia de las nubes nocturnas, la galera se hizo a la mar, y Carter sintió el gran alivio de abandonar aquel islote de abominables misterios donde descubriera aquel recinto abovedado que tenía un pozo sin fondo y una repugnante puerta bronce, que tanto había inquietado a su imaginación. El día sorprendió al barco frente a los ruinosos muelles basálticos de Sarkomand, donde, como centinelas, aguardaban todavía algunas descarnadas alimañas de la noche. En lo alto de las columnas truncadas y de las esfinges erosionadas de aquella espantosa ciudad que había vivido y muerto antes de aparecer el hombre sobre la tierra, las descarnadas alimañas velaban como negras gárgolas y fantásticas quimeras.

Los gules montaron su campamento entre las rocas derruidas de Sarkomand y despacharon a un mensajero con la misión de traer suficientes alimañas descarnadas para transportarles por los aires. Pickman y los demás jefes se mostraron efusivamente agradecidos por la ayuda que Carter les había prestado, y éste se dio cuenta de que sus planes iban efectivamente por buen camino, puesto que ahora podría pedir ayuda a sus repugnantes aliados no sólo para salir de la región del país de los Sueños en que se hallaban, sino también para emprender su última expedición en busca de los dioses que reinan sobre la desconocida Kadath y la maravillosa ciudad del sol poniente que tan extrañamente disipaban ellos de sus sueños. Por consiguiente, habló de estas cuestiones a los jefes de los gules y les dijo lo que sabía de la fría inmensidad donde se encuentra Kadath y de sus centinelas: tanto de los monstruosos shantaks como de las montañas esculpidas en forma de figuras bicéfalas. También les habló del miedo que los pájaros shantaks sienten por las descarnadas alimañas de la noche, y de cómo estos inmensos pájaros hipocéfalos salen chillando de sus negras madrigueras excavadas en lo alto de los picos desnudos y grises que separan el país de Inquanok de la odiosa meseta de Leng. Les habló asimismo de lo que había averiguado sobre las descarnadas alimañas de la noche en los frescos del monasterio del gran sacerdote indescriptible, y de cómo eran temidas incluso por los Grandes Dioses, y cómo su señor no era el caos reptante Nyarlathotep, sino el venerable e inmemorial Nodens, señor del Gran Abismo.

Carter contó todas estas cosas en el lenguaje de los gules allí reunidos, y luego les expuso a grandes rasgos la ayuda que tenía intención de solicitarles, no pareciéndole abusiva considerando los servicios que acababa de prestar últimamente a los perrunos y cartilaginosos carroñeros. Les pidió vivamente que le facilitaran los servicios de un número suficiente de alimañas descarnadas para sobrevolar el reino de los shantaks y las montañas esculpidas, y llevarle a la inmensidad fría, más allá de los últimos puntos alcanzados por los mortales más osados. Quería volar hasta el castillo de ónice que domina desde lo alto la desconocida Kadath de la inmensidad fría, y presentarse ante los Grandes Dioses para pedirles ese acceso a la ciudad del sol poniente que Ellos le denegaban. Estaba seguro de que las descarnadas alimañas de la noche podrían llevarles hasta allí sin dificultades, sobrevolando los peligros que acechan en la llanura y aquellas horribles figuras bicéfalas esculpidas en la montaña que hacen de eternos centinelas en la penumbra gris. Gracias a las descarnadas criaturas astadas y sin rostro, no correría peligro alguno, puesto que eran temidas incluso por los Grandes Dioses. Y aun cuando surgiera cualquier dificultad inesperada por parte de los Dioses Otros, los cuales acostumbran a inmiscuirse en los asuntos de los benignos dioses de la tierra, las descarnadas alimañas no tendrían por qué preocuparse, ya que los infiernos exteriores son totalmente inocuos para unos seres voladores, mudos y silenciosos como ellos, cuyo amo y señor no es Nyarlathotep sino el poderoso arcaico Nodens. Un bando de diez o quince alimañas descarnadas sería sin duda suficiente, según Carter, para disuadir a los shantaks de cualquier intervención. Acaso fuera también conveniente llevar consigo algunos gules para dirigirlas, ya que los gules las conocen mejor que los hombres. La expedición podía dejarle a él en el interior del recinto amurallado de aquella fabulosa ciudadela de ónice, y esperar después a que regresara por la noche o les diese alguna señal. Mientras tanto, iría él a orar ante los dioses de la tierra. Si alguno de los gules se decidiera a escoltarle hasta el salón del trono de los Grandes Dioses, él se lo agradecería infinitamente, ya que la presencia de los gules podría añadir más peso e importancia a su petición. Pero Carter no quería insistir en este detalle; únicamente pedía que le transportaran primero a la desconocida Kadath, y después a la última etapa de su destino, que sería la maravillosa ciudad del sol poniente, en el caso de que los Grandes Dioses accedieran a concederle su favor, o las Puertas del Sueño Profundo, en el bosque encantado, si sus súplicas resultaban vanas.



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Sueños del Soñador de Providence