I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

jueves, 24 de julio de 2008

EL QUE ACECHA EN EL UMBRAL (Colaboración August Derleth) 9a Parte

El Dr. Harper, que se había retirado de tareas más ac­tivas, tenía un despacho para él solo en la segunda planta del edificio que alojaba a la Biblioteca del Miska­tonic y allí estaba a disposición de bibliófilos, estudiosos y expertos en historia de Massachussetts, tema éste en el que era autoridad. Era un caballero sumamente distin­guido, de bien cuidada barba canosa y mirada despierta que no traicionaban sus setenta y pico años de edad. A pesar de no haber hablado conmigo sino en dos ocasio­nes, y la última hacia casi un año, me reconoció tras un solo instante de vacilación y pareció alegrarse de yerme. A continuación se puso a explicarme que estaba leyendo un libro que le habían recomendado y que lo encontraba un tanto difuso, pero fascinante.

— En él se oyen ecos de Thoreau — dijo sonriendo cordialmente. Y me enseñó el libro en cuestión. Era Winesburg Ohio, de Sherwood Anderson—. ¿Pero qué le trae a usted por Arkham, Mr. Bates? — añadió, recli­nándose en su sillón.

Contesté que estaba pasando unos días en casa de mi primo Ambrose Dewart, pero, como vi que este nombre no le decía nada, añadí que mi primo había heredado la finca de Billington, lo cual estaba relacionado con el hecho de que me hubiera tomado la libertad de acudir a la biblioteca para consultar con él.

—Billington es un apellido muy antiguo en esta parte de Massachussetts — dijo el Dr. Harper un tanto seca­mente.

Repuse que de eso ya me había enterado, pero que hasta la fecha nadie parecía dispuesto a dar más expli­caciones al respecto, y mucho me temía que no fuera un apellido de los más apreciados precisamente.

— Creo que es un apellido blasonado — dijo— . En alguno de estos archivos debo tener su escudo de armas.

Ya sabia que el apellido tenía escudo de armas, desde luego. Pero ¿qué podía contarme el Dr. Harper sobre Richard Billington o, si no, de Alijah Billington?

El anciano caballero sonrió entornando los ojos.

—En algunos libros se hacen referencias a Richard -dijo-, pero me temo que no resultan muy halagüe­ñas; y en cuanto a Alijah, todo lo que se sabe de él figura en las crónicas periodísticas de su época.

Sus palabras me supieron a poco y mi expresión debió reflejarlo.

— Pero todo esto ya lo sabe usted — se excusó.

Admití que conocía lo que se había publicado sobre ambos personajes, pero añadí que me había impresionado la analogía existente entre los hechos que se contaban de Richard Billington y los que se referían a Alijah. Parecía que ambos se habían mezclado en prácticas que, si no abiertamente ilegales, al menos resultaban muy sospechosas.

El Dr. Harper se puso serio. Durante algunos momen­tos permaneció silencioso, como si dudase entre hablar o no. Pero por fin empezó a hacerlo, si bien sopesando cuidadosamente sus palabras. En efecto, él conocía desde hacía muchos años las leyendas relativas a los Billington y al Bosque de Billington; en realidad constituían una parte esencial del folklore de Massachussetts y casi pa­recían como un puente tendido hasta el presente desde los días de la caza de brujas, si bien, desde el punto de vista rigurosamente cronológico, algunas de las historias que se contaban de ellos eran anteriores a los juicios de brujería celebrados en la región. Al parecer las leyendas se basaban en hechos reales, aunque era imposible deter­minar qué grado de verdad contenían. Lo que podía de­cirse es que tales leyendas — terribles y grotescas, desde luego— se habían originado hacía muchísimos años y que al principio mucha gente creía en ellas, aunque después hablan ido cayendo poco a poco en el olvido. Desde luego era verdad que Richard Billington había sido consi­derado en sus días como brujo o hechicero y que Alijah Billington se había ganado a pulso la fama de realizar de noche acciones siniestras en sus bosques. Es impo­sible evitar que sobre estas bases se vayan construyendo historias más o menos fantásticas; en el caso de los Billington, tales historias hicieron pronto su aparición y, al correr de boca en boca, se fueron enriqueciendo cada vez con más detalles y episodios hasta convertirse en re­latos grotescos e increíbles. En tales circunstancias, el núcleo original de verdad que en ellas hubiera resultaba ahora imposible de localizar.

Sin embargo, admitió que todo hacía pensar que ambos ­Billington se habían dedicado a «algo» misterioso. Vistas ahora desde una perspectiva de más de un siglo, las prácticas a que se entregaron los Billington podían conside­rarse, o no, relacionadas con la brujería, pero también podían relacionarse con ciertos otros ritos que, según no­ticias que llegaban hasta él — Harper— de cuando en cuando, todavía se practicaban en zonas boscosas y atra­sadas, como las de Dunwich e Innsmounth, por ejemplo. Estos últimos ritos se remontaban, por su misma índole, a una raza antigua y ajena, pues tenían muy poco en común con los ceremoniales conocidos, exceptuando al­gunos ritos druídicos en los que era habitual rendir culto a seres invisibles que moraban en árboles u otros lugares de la naturaleza salvaje.

¿Acaso quería dar a entender que los Billington ha­bían adorado a dríadas u otras figuras mitológicas aná­logas?

No, no eran dríadas precisamente en lo que pensaba. En algunos puntos remotos del planeta hablan sobrevi­vido ciertas religiones o Cultos extraños y terribles que eran mucho más antiguos que cualesquiera otros conoci­dos por el hombre. Pero, en comparación eran tan mino­ritarios que los investigadores científicos no solían ocu­parse de ellos. Como consecuencia, eran estudiosos de menor talla quienes se encargaban de recoger todo el ma­terial posible sobre religiones y creencias de los pueblos más primitivos de la tierra.

¿En su opinión, pues, mis antepasados habían practi­cado alguna clase de religión extraña y primitiva?

En cierto modo, sí. Añadió que evidentemente — como yo no podía ignorar, pues había leído los documentos pertinentes—existían grandes probabilidades de que en los ritos religiosos practicados por Richard y Alijah Bil­lington figurasen sacrificios humanos, aunque tampoco estaba demostrado. Sin embargo, tanto Richard como Alijah desaparecieron: Richard no se sabe adónde fue; Alijah a Inglaterra, donde falleció. Todas las leyendas y cuentos de viejas sobre la presunta supervivencia de Richard eran puras sandeces, según afirmó. Tales cuentos se inventaban con demasiada facilidad y los crédulos se encargaban de propalarlos. La estricta realidad es que Richard y Alijah únicamente sobrevivían, como todo el mundo, en su descendencia, es decir, en Ambrose Dewart y en mí. Todo lo demás era obra de imaginaciones exal­tadas que pretendían impresionar al lector mediante na­rraciones sensacionalistas de incidentes triviales. El Dr. Harper concedió, sin embargo, que existía otro tipo de supervivencia, conocida con el nombre de residuo psíquico, que consiste en la permanencia del mal en los lugares donde ha florecido.

¿O del bien? —pregunté.

— Hablemos, mejor, de «fuerzas» — replicó, sonriendo de nuevo—. Es muy posible que en la Casa Billington permanezca alguna fuerza o energía de cierto tipo. Vamos, Mr. Bates, hasta es posible que usted la haya sentido.

— Así es.

Quedó sorprendido, y no agradablemente por cierto. Pareció que iba a decir algo, pero a cambio ensayó de nuevo una breve sonrisa.

—En tal caso no necesito decirle nada a usted.

—Al contrario, siga usted y dígame por lo menos qué explicación le da. Yo en aquel viejo caserón he sentido la presencia del mal como una llama devoradora y no sé cómo explicármelo.

—Eso querría decir que allí se ha cometido algún mal, tal vez ese mismo mal que dio origen en principio a las

leyendas de Richard y Alijah Billington. ¿Cómo era ese mal que usted sintió, Mr. Bates?

Apenas conseguí explicárselo, pues al intentar descri­bir mi experiencia observé que me era imposible transmi­tirle todo el horror que yo había sentido. Sin embargo,

el Dr. Harper escuchó con gravedad y no me interrumpió. Cuando terminé mi breve relación, permaneció pensativo durante unos momentos.

-¿Y cómo reacciona Mr. Dewart? — preguntó por fin.

—Eso es sobre todo lo que me ha traído aquí y pasé a referirle someramente los síntomas de doble perso­nalidad que creía haber advertido en mi primo. Omití todos los detalles que pude para no hacer esperar a Am­brose…

El Dr. Harper me escuchó con la mayor atención y, cuando terminé de hablar, permaneció de nuevo en silencio durante unos momentos. Por fin aventuró su opi­nión de que evidentemente la casa y el bosque ejercían un «efecto nocivo» sobre mi primo. Tal vez fuera opor­tuno alejarle durante algún tiempo de la casa — por ejemplo, durante el invierno— para ver cómo evolucio­naba mi primo al apartarle de su influencia. En tal caso, ¿adónde podría ir?

Me apresuré a contestar que podía venir a Boston, a mi casa, pero confesé que habría deseado tener ocasión de estudiar algunos de los libros antiguos que había en la biblioteca de la casa de mi primo: los famosos libros de Billington. Pero también podía llevármelos conmigo, si Ambrose me autorizaba. Sin embargo, no estaba nada seguro de que éste aceptara pasar el invierno en Boston, a menos que le cogiera en un momento excepcionalmente propicio. Así se lo dije al Dr. Harper, quien inmedia­tamente insistió en la apremiante necesidad de convencer a Ambrose de que, por su propio bien, debía cambiar temporalmente de residencia, sobre todo teniendo en cuenta los recientes sucesos de Dunwich, que no presa­giaban nada bueno para aquella comarca y sus habitantes.

Me despedí del Dr. Harper y salí a la calle, donde, bajo un sol otoñal, esperé la llegada de Ambrose. Vino un poco después de la hora convenida y nada más verle me dí cuenta de que estaba malhumorado e irritable, No pronunció ni una sola palabra hasta que no estuvimos bastante alejados de la ciudad, limitándose entonces a preguntarme brevemente si había visto al Dr. Harper. Le dije que sí, pero no volvió a preguntarme nada más. De todas maneras, yo tampoco le habría referido en de­talle nuestra entrevista, pues al saber que habíamos ha­blado de él se habría sentido ofendido... y acaso algo más. Así pues, recorrimos en silencio todo el camino de vuelta.

La tarde estaba ya bastante avanzada y mi primo se puso inmediatamente a preparar la cena mientras yo me atareaba en la biblioteca. No sabía por dónde empezar a escoger los libros que me llevaría a casa, junto con Am­brose, si éste lo permitía. Hojeé uno tras otro en busca de alguna de esas palabras claves que con tanta frecuen­cia se repetían en los papeles y documentos recogidos por mi primo, pues constituían una de las pocas pistas que podían conducir a la solución del problema con que nos enfrentábamos. Muchos de los libros que había en las estanterías resultaron ser crónicas, con cierto interés his­tórico y genealógico, de la región y las familias que la poblaban; pero en general parecían relaciones de hechos absolutamente ortodoxos, probablemente subvencionadas por individuos, grupos familiares u organizaciones de al­gún tipo, que no presentaban ningún interés, salvo para algún investigador genealógico, pues estaban llenas de curiosas representaciones de árboles familiares. Entre estos libros, sin embargo, había otros que, en cambio, nada tenían de ortodoxos, algunos muy deteriorados por el tiempo, otros encuadernados en cuero abrillantado por muchas décadas de uso. Unos pocos estaban escritos en idiomas que me eran completamente desconocidos, otros pocos en latín y algunos en inglés antiguo. Cuatro de ellos eran transcripciones manuscritas, aparentemente incom­pletas, pero encuadernadas. Entre estos cuatro volúmenes esperaba encontrar lo que buscaba.

Al principio creí que las laboriosas transcripciones ha­bían sido realizadas por Richard o por Alijah Billington, pero al examinarlas con un poco de detalle me di cuenta de que no podía ser así, pues la pésima ortografía no podía corresponder a personas educadas como habían sido, que yo supiera, ambos Billington. Además había anotaciones efectuadas posteriormente por una mano que casi con toda certeza pertenecía a Alijah Billington. No había ninguna indicación de que alguno de aquellos tomos manuscritos hubiera pertenecido a Richard Bil­lington, pero también podrían haber sido suyos, pues eran muy viejos y, aunque no llevaban fecha, parecía muy probable que la mayoría de las transcripciones fuera anterior a Alijah Billington.

Escogí uno de estos tomos manuscritos, que no era por cierto ningún libro voluminoso ni pesado, y me senté a examinarlo atentamente. No llevaba titulo en la tapa, que era de. un cuero especialmente flexible y suave que me hacía pensar en piel humana; pero en una de las primeras páginas, inmediatamente antes de que se ini­ciara el texto sin preámbulo alguno, figuraban las pa­labras Al Azif: El Libro del Arabe. Lo hojeé rápida­mente y llegué a la conclusión de que estaba compuesto por traducciones fragmentarias de otro u otros textos, de los cuales por lo menos uno estaba en latín y otro en griego. Además tenía señales y anotaciones al margen que, aunque al principio parecían misteriosas — «Br. Mu­seum», «Bib .Nationale», «Widener», «Univ. Bs. .Aires», «San Marcos»—, pronto caí en que indicaban la proce­dencia de los originales y remitían a famosos museos, bibliotecas y universidades de Londres, París, Cambridge, Buenos Aires y Lima, respectivamente. También se ad­vertían notables cambios de caligrafía de unas páginas a otras, lo que indicaba que hablan intervenido diversas manos en la transcripción. Todo ello me hizo suponer que alguien — quizá el propio Alijah— había debido tener tales deseos de poseer las partes esenciales de este libro, que sin duda había pagado a diversas personas para que visitaran los pocos lugares donde podía consultarse obra tan rarísima y transcribieran algunas páginas que luego él ordenaría y encuadernaría con destino a su propia biblioteca personal. Era evidente, sin embargo, que el libro distaba de estar completo; y en cuanto al orden también parecía dejar bastante que desear, si bien se advertía, por las anotaciones y otras señales, que la per­sona que lo había encuadernado se había esforzado desesperadamente en encontrar coherencia en aquellas páginas sueltas que le hablan enviado desde varias partes del mundo.

Mientras repasaba sus páginas por segunda vez y con más calma, tropecé con uno de esos nombres extraños que yo relacionaba con los sucesos del bosque de Bil­lington. La página en cuestión estaba cubierta de una escritura apretada y diminuta, difícilmente legible, pero correcta. Me aproximé a la luz y leí lo siguiente:

«No ha de creerse que el hombre es el más antiguo o el último de los Amos de la Tierra, ni tampoco que la vida y la substancia marchan solas. Los Primordiales fueron, los Primordiales son y los Primordiales serán. Mas no son en los espacios que conocemos, sino entre ellos, y caminan con la calma eterna de los orígenes, ajenos a toda dimensión, invisibles para nosotros. Yog­-Sothoth conoce la puerta, pues Yog-Sothoth es la puerta. Yog-Sothoth es la llave de la puerta y el guardián. El pasado, el presente y el futuro, lo que ha sido, lo que es, lo que será, todo es uno en Yog-Sothoth. El sabe por dónde entraron los Primordiales en el tiempo y por dónde volverán a entrar cuando llegue el día en que se cumpla el Ciclo. El sabe por qué nadie Los ve cuando caminan. El hombre puede saber de Su proximidad por el olor que de Ellos emana, que es extraño al olfato y parece como de una criatura de grande antigüedad; mas de Su semblante nadie sabe, excepto de los rasgos de aquellos que han Engendrado entre los hombres, que son espantosos de ver, y tres veces más espantosos son Los que los engendraron; mas de esta Estirpe los hay de varias clases, que difieren grandemente de la verdadera imagen del hombre y de su representación más bella, pues toman algunas partes de la forma sin forma que es de Ellos. Mas Ellos caminan sin ser vistos. Caminan en lugares apartados donde se han pronunciado las Palabras y ejecutado los Ritos en Sus Tiempos señalados que los señala la sangre y difieren de los tiempos del hombre. El viento gime con Sus voces; la Tierra murmura con Su inteligencia. Ellos doblegan el bosque. Ellos elevan las olas y arruinan las ciudades, mas ni bosque ni mar ni ciu­dad saben de la mano que los abruma, Kadath la del Desierto de Hielo sabe de ellos, ¿mas quién sabe de Kadath? En el desierto helado del Sur y en las islas su­mergidas del Océano hay piedras que llevan grabado su Sello, mas ¿quién ha visto la ciudad congelada de las profundidades o la sellada torre que está ataviada con guirnaldas de algas y conchas marinas? El Gran Cthulhu es primo Suyo, mas apenas Los ve confusamente. Como seres impuros serán conocidos por la raza del hombre. Tienen la mano en la garganta del hombre desde que empezó el tiempo conocido hasta que termine el tiempo por conocer, mas nadie Los ve. Y Su morada empieza en vuestro umbral que custodiáis. Yog-Sothoth es la llave del portal donde las esferas se juntan. Hoy el hombre gobierna donde Ellos gobernaron, mas Ellos volverán a gobernar donde hoy gobierna el hombre. Tras el verano viene el invierno y tras el invierno, el verano. Aguardan, pacientes y poderosos, pues Ellos volverán a reinar aquí y cuando llegue Su advenimiento nadie les disputará el reino y todos se someterán a Ellos. Los que conocen las puertas recibirán la orden de abrirlas para Ellos y Les servirán como Ellos desean, mas los que las abran por ignorancia, esos sólo conocerán un tiempo muy breve.»

Después venía un espacio en blanco y la página si­guiente estaba escrita por otra mano y procedía de otras fuentes. Parecía mucho más antigua que el texto que acababa de leer, pues el papel estaba amarillento y la ca­ligrafía era arcaica.

«Y sucedió lo que habían anunciado los antiguos, que El fue tomado por Aquellos a Los que había Desafiado, los Cuales Le arrojaron al Ultimo Abismo del Mar y Le dieron por morada la torre, cubierta de corales y molus­cos, que se alza en las ruinas de la Ciudad Sumergida (R’lyeh) y está sellada por el Signo Ancestral. Mas El se encolerizó contra Los que así le habían encerrado y Su cólera despertó la de Ellos, que descendieron sobre El por segunda vez y Le impusieron la semblanza de la Muerte. El ha quedado soñando en la torre, bajo las aguas, y Ellos han regresado al lugar de donde venían, que algunos lo llaman Glyu-Vho y está entre las estre­llas. Desde allí miran a la Tietra cuando el tiempo en que las hojas caen hasta el tiempo en que el labrador vuelve a los campos. Y El permanecerá soñando en Su Casa de R’lyeh, hacia la cual acudieron Sus esclavos, nadando y con grandes esfuerzos, y allí aguardan su despertar, pues ellos carecen de poder para tocar el Signo Ancestral y te­men su poder, mas no ignoran que el Ciclo se ha de cumplir y El será libre una vez más para volver a abrazar la Tierra y hacer de ella Su Reino y gritar Su último desafío a los Dioses Ancestrales. Y a Sus hermanos su­cedió como a El, que Los tomaron Aquellos a Los que habían Desafiado, los Cuales Los arrojaron al destierro. Aquel Que No Puede Nombrarse fue lanzado al Espacio Exterior, más allá de las estrellas, y los Otros también fueron desterrados y la Tierra quedó libre de Ellos. Y Los Que Vinieron con apariencias de Torres de Fuego retor­naron al lugar de donde venían y nadie Los vio más. Y en toda la Tierra vino la paz y no fue interrumpida. Mas Sus esclavos se reúnen y traman en secreto para li­berar a los Primordiales, y esperan a que el propio hom­bre descubra los secretos y penetre en lugares prohibidos y abra la puerta.»

Volví la página con interés y me encontré con que la siguiente era algo más pequeña y de papel cebolla. Parecía haber sido escrita apresuradamente, tal vez bajo la mirada de algún vigilante, pues el copista había hecho muchas abreviaturas que, junto a la mala caligrafía, difi­cultaban mucho su lectura. Este tercer fragmento parecía seguir más de cerca al segundo que éste al primero que había leído.

«Sobre los Prs., escrito está q. esperan smpre en la Puerta, & la P. está en todo tiempo y en t0 lugar, pues Ellos no saben de tp° ni lgr., mas están en t0 tpo y en t° lugar, aunque parezcan no estar, y entre Ellos los hay q. pdn. tomar Formas y Rasgos diversos & cualquier Forma y cualq. Rostro q. deseen & las Puertas están en cualq. sitio pa Ellos, mas la ia es la q. yo hice abrir: Irem, Ciudad de los Pilares, ciudad bajo el desierto, mas dondeqa q. el hombre disponga las Piedras y pronuncie 3 veces las Palabras Prohibidas, allí se abrirá 1 Prta. y Los Q. Vn. por la Prta. son: Dhols & el Abom. Mi-Go & los Tcho-Tcho & los Profundos & Gugs & Bestias Descarnadas de la Noche & Shoggoths & los Voormis & los Shantaks q. custodian Kadath en el Des0 de Hie­lo & la Mes. de Leng. Todos son Hijos de los Ds. Ances­trales, mas la Gran Raza de Yith & los Prs. no se pusie­ron de acuerdo ni ambos con los Ds. Ancest. & se sepa­raron todos, dejando a los Prs. el dominio de la Tierra mientras que la Gr. Raza regresó de Yith y tomó Su morada en la Tierra, mas en un tp° que desconocen los que hoy caminan sobre ella, & allí esperan Ellos a q. vuelvan los Vientos & Voces q. antes los trajeron & El Q. Camina en los Vientos sobre la Ta & en los espacios q. hay entre las Estrellas.»

En este punto se producía una laguna de ciertas pro­porciones, como si hubieran borrado cuidadosamente lo que había escrito, aunque no sé qué método utilizarían para borrarlo, pues el papel no revelaba ninguna señal. El fragmento terminaba con un párrafo algo más breve que el anterior.

«Entonces retornarán Ellos y en este Día del Gran Retorno será liberado Cthulhu de bajo el mar & El Q. No Pde. Nombrarse vendrá de Su Ciudad, q. es Carcosa, junto al Lago de Hali y vendrá Shub-Niggurath & mul­tiplicará Su espanto y Nyarlathotep llevará la Palabra a todos los Prs. & a Sus esclavos y Cthugha dejará caer Su Mano sobre quienqa q. se oponga a El & Destruirá, y el idiota ciego, Azathoth el maligno, se alzará del cen­tro del Mundo donde es Caos & Destrucción, donde El ha blasfemado contra el Centro de Todas las Cosas q. es decir el Infinito, y Yog-Sothoth, q. es Todo-en-Uno & 1-en-T°, vendrá con Sus esferas & Ithaqua volverá a caminar & y de las negras cavernas de la Tierra vendrá Tsatthoggua & juntos tomarán posesión de la Ta. y de cuantos seres vivos la pueblan & se prepararán pa com­batir con los Ds. Ancestr., cuando el Sr. del Gran Abis­mo sepa de Su retorno y Se apreste con Sus Hermanos a dispersar el Mal.»

La tarde llegaba a su fin. Aunque convencido de que la clave del misterio estaba en aquellas viejas páginas que me sentía incapaz de interpretar correctamente, la escasa luz del crepúsculo y la actividad de mi primo en la cocina me obligaron a abandonar la lectura. Puse el libro a un lado, muy perplejo ante estas siniestras y terri­bles alusiones a algo aparentemente primordial y completamente ajeno a todo cuanto yo sabía. Estaba conven­cido de que esta recopilación de textos fragmentarios se había iniciado a instancias de aquel Richard Billington que había sido «devorado por una Cosa que él había hecho bajar del cielo mediante Conjuros e Invocaciones» y luego había continuado bajo la dirección de Alijah. Lo que no se podía saber es para qué habían recogido todo ese material, salvo que sólo pretendieran añadir nuevas piezas a la colección familiar, de conocimientos prohibi­dos a la humanidad. Ahora bien, la posibilidad de que los Billington hubieran sido capaces de interpretar y uti­lizar correctamente aquellos textos contenía terribles im­plicaciones, sobre todo teniendo en cuenta los aconteci­mientos que se habían producido durante sus vidas.

Al levantarse y dar la vuelta para ir a la cocina, mi vista tropezó involuntariamente con la vidriera y sufrí una profunda conmoción. Los rayos rojos del sol poniente caían de tal modo sobre los vidrios emplomados que for­maban la horrible caricatura de un rostro inhumano, como de algún ser enorme y grotesco de facciones de­formes, ojos — si lo eran— hundidos en las órbitas y dos negros agujeros en lugar de nariz; la cabeza, brillante y sin pelo, terminaba por su parte inferior en una masa de tentáculos que se retorcían. Mientras contemplaba horrorizado esta aparición, volví a sentir de nuevo la presencia de una poderosa malignidad que parecía brotar de las mismas paredes y ventanas de la casa para envol­verme y destruirme, como si poseyera conciencia propia y anhelara a todo trance aniquilar cualquier forma de vida que hallara a su alcance. Al mismo tiempo me pa­reció sentir un hedor malsano, un olor a corrupción que resumía en sí todo lo nauseabundo y espantoso.

A pesar del miedo que sentía, conseguí resistir el im­pulso de cerrar los ojos y huir de la habitación. Al con­trario, seguí mirando la vidriera, convencido de que es­taba siendo víctima de una alucinación, que podía expli­carse por lo que acababa de leer. Pero entonces la horrible imagen empezó a desdibujarse y desapareció poco a poco. La ventana recuperó su apariencia normal y dejé de percibir el hedor insoportable. Pero lo que ocurrió a continuación fue, en un sentido, más terrorí­fico aún, y yo mismo lo provoqué.

No contento con haberme demostrado a mí mismo que había sido víctima de la misma ilusión óptica que anteriormente había aterrorizado a mi primo Ambrose, volví a subirme encima de la estantería que había justo debajo de la ventana y miré a través del cristal incoloro del centro, hacia la torre de piedra, con la intención de contemplarla, como antes, sobresaliendo de entre los árboles a la pálida luz del sol poniente. Pero, para mi espanto, lo que vi fue un paisaje que me era completa­mente desconocido, completamente extraño a todo lo que había visto en mi vida. Casi me caí de la estantería don­de estaba arrodillado, pero conseguí sujetarme sin dejar de mirar. El paisaje que se extendía ante mis ojos era abrup­to y descarnado y con toda seguridad no pertenecía a este planeta. El cielo que veía estaba cuajado de conste­laciones extrañas, desconocidas para mí, excepto una, muy próxima, que se parecía a las Híadas pero como si se hu­bieran acercado miles y miles de años luz. Y en aquel paisaje había movimiento. En aquellos cielos ajenos y en aquella tierra consumida se movían grandes seres amor­fos que vinieron rápidamente hacia mí con intenciones claramente maléficas, como pulpos grotescos y otros se­res de pesadilla que volaban con enormes alas negras y proyectaban hacia mí sus garras.

Sintiendo que la cabeza me daba vueltas, aparté la vista y me bajé de la librería. Pero instantáneamente, al verme de nuevo rodeado por la atmósfera habitual del gabinete de estudio, reaccioné y volví a subir a mi obser­vatorio. Allí hice acopio de valor y volví a asomar la mirada por aquel círculo central de cristal transparente. Entonces vilo que tendría que haber visto al principio: la torre, los árboles y el sol poniente. Pero, de todos mo­dos, el hombre que volvió a bajar al suelo del despacho estaba abrumado por el desconcierto. La visión del espan­toso rostro de la vidriera podía explicarse. como alucina­ción, pero ¿cómo tranquilizarme con respecto o lo que acababa de ver a través de aquel cristal? Al momento me di cuenta de que no podía contárselo a Ambrose; sin duda me creería fácilmente, pero eso mismo agravaría su estado. Si yo había visto realmente lo que estaba se­guro haber visto, entonces ¿de dónde era aquel paisaje? ¿En qué mundo, en qué rincón del universo podía existir un lugar tan espantosamente ajeno y terrible?

Permanecí unos momentos debajo de la ventana, echán­dole de vez en cuando medrosas miradas, como si temie­ra volver a contemplar su horrible metamorfosis. Pero nada sucedió. Por fin me sacó de mi ensoñación la voz de Ambrose llamándome a cenar. Le contesté que ya iba y salí del gabinete aunque no sin antes volver a lanzar una mirada temerosa hacia el cristal central de la vidriera, cada vez más oscuro a medida que caía la noche. En la cocina me esperaba mi primo ante la comida que aca­baba de preparar.

-¿Encontraste algo en los libros? — me preguntó.

El tono de su voz me hizo reflexionar antes de res­ponder. Le miré a la cara y leí una expresión, no de hostilidad, pero tampoco amistosa. Y adiviné que su pre­gunta buscaba una información que era prudente no da ríe. Así, pues, le contesté, sin mentir, que había leído un poco por allí y otro poco por allá, sin entender nada. se Pareció quedarse satisfecho, aunque en sus facciones reflejó aquel conflicto interno del cual él mismo era consciente. Durante unos momentos su expresión siguió siendo perpleja, pero no añadió nada. Yo tampoco y, por tanto, cenamos en silencio.

Ambos estábamos cansados y nos acostamos temprano.

Había decidido proponer a Ambrose que se viniera conmigo a Boston a pasar el invierno y, al ver que estaba cayendo una nevada ligera, me di cuenta de que tenía que decírselo en la primera oportunidad. Sin embargo, no podía hablarle del asunto mientras no estuviera se­guro de que no lo iba a rechazar de plano, lo que sucedería sin duda si seguía manteniendo su actitud de hos­tilidad hacia mí.

El campo estaba en silencio. Sólo se oía el rumor de la nieve sobre el cristal de la ventana y pronto me dormí. Sin embargo, a cierta hora de noche me despertó un ruido que podría haber sido un fuerte portazo. Me incor­poré para escuchar, pero nada volví a oír. Pensando que acaso mi primo se hubiera levantado de nuevo, salí de la cama en silencio y crucé el rellano hasta la puerta de su habitación. La puerta estaba abierta y entré sin hacer ruido, pero mis precauciones eran inútiles, pues efecti­vamente mi primo se había marchado. Mi primer impulso fue seguirle, pero después de reflexionar unos momentos me pareció imprudente hacerlo, ya que mis huellas que­darían en la nieve y él se daría cuenta. Por la misma razón a mí me sería fácil seguir las suyas por la mañana, ya que había dejado de nevar, y averiguar adónde había ido. Encendí una cerilla y consulté el reloj: eran las dos de la madrugada.

Estaba a punto de regresar a mi habitación cuando oí un sonido absolutamente incongruente: ¡ música! Agucé el oído y escuché una extraña melodía como de flautas, acompañada por un murmullo o zumbido que parecía un cántico entonado por una voz humana. Me dio la impre­sión de que provenía de algún punto situado al oeste de la casa y abrí la ventana de mi primo para cerciorar­me. Una vez cerciorado de que así era, en efecto, la volví a cerrar. Me sentí impulsado más que nunca a seguir a mi primo y averiguar qué hacía, tanto si estaba despierto como en estado de sonanbulismo, pero la prudencia me retuvo, pues en ese momento recordé lo que había suce­dido en tiempos pasados a otros curiosos que habían seguido a alguien en el bosque.




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