I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

jueves, 24 de julio de 2008

EL QUE ACECHA EN EL UMBRAL (Colaboración August Derleth) 4a Parte

Al cabo de un rato, Dewart volvió a descender las escaleras, se ocupó de apartar a un lado la enorme piedra que había dejado caer y salió de la torre por el arco vacío que no oponía obstáculo de ningún tipo al viento y a la intemperie, circunstancia ésta que hacía que la obturación de la abertura del techo resultase más sorprendente aun.

No se detuvo a cavilar, sin embargo, sobre este particular, pues la luz disminuía a medida que el sol se iba hundiendo por detrás del cinturón de árboles. Mientras se comía el último emparedado que le quedaba, emprendió el camino de regreso, volvió a contornear la linde del pantano y subió la cuesta que conducía a la casa, cuyos cuatro grandes pilares delanteros, empotrados en el muro frontal, destacaban por su blancura en la creciente oscuridad del crepúsculo. Se sentía vigorizado y satisfecho, como siempre que progresaba en algún trabajo que había emprendido. Aunque durante aquel día había descubierto en realidad pocas cosas concretas y unívocas, se había enterado de preocupaciones, leyendas y modos de pensar típicos de esa región, y también había aprendido muchas cosas de su antepasado, el providente Alijah, que tanto revuelo armara en Arkham en su tiempo para dejar luego tras de sí un misterio insondable que pocos hablan logrado igualar después. En realidad había recopilado una gran cantidad de datos, pero no sabía a ciencia cierta si correspondían todos al mismo conjunto o si, por el contrario, representaban facetas de conjuntos distintos.

Al llegar a casa estaba fatigado. Resistió la tentación de volver a sumergirse en los libros de su tatarabuelo, para dar descanso a sus ojos, y en cambio se puso a planear metódicamente sus próximas investigaciones como si aquellos centenares de libros antiguos no estuvieran al alcance de su mano. Cómodamente instalado en el despacho, con un buen fuego ardiendo en la chimenea, Dewart repasó mentalmente todos los aspectos de la investigación que estaba llevando a cabo para determinar qué camino le convenía seguir a fin de obtener los resultados más rápidos y provechosos. Varias veces se acordó del desaparecido criado Quamis y de pronto se dio cuenta de que también existía cierto paralelismo entre su nombre y el del mago citado en el antiguo documento, Misquamacus. La palabra Quamis o Quamus —pues el niño la había escrito de las dos maneras— contenía, en su segunda forma ortográfica mencionada, dos de las cuatro sílabas del nombre del hechicero indio y, aunque era cierto que muchos nombres indios se parecían entre sí, también era probable que la onomástica correspondiente a las distintas familias, o clanes, mantuviera una semejanza razonablemente consistente.

Estas ideas le sugirieron la posibilidad de que todavía vivieran en las colinas o en las zonas más retiradas de la comarca de Dunwich algunos parientes o descendientes de Quamis. El que hubiera sido repudiado por su pueblo hacía más de cien años no preocupaba a Dewart, pues quizá precisamente por eso era recordado más vivamente que otros personajes de más relumbrón en los que el romanticismo se habría confabulado con el tiempo para velar o difuminar los rasgos de su personalidad. Si el tiempo lo permitía, bien podría al día siguiente, orientar en este sentido sus indagaciones. Y, tras tomar esta decisión, Dewart se fue a la cama. Durmió bien, aunque en dos ocasiones se removió inquieto en el lecho y se despertó con la sensación de que las mismas paredes vigilaban su sueño.

A media mañana, después de haber contestado varias cartas que llevaban algunos días esperando respuesta, salió de la casa con rumbo a Dunwich. El cielo estaba encapotado y soplaba un fino viento del Este que presagiaba lluvia. Como consecuencia de este cambio de tiempo, las colinas boscosas con sus cimas coronadas de piedra, que tan características eran de la comarca de Dunwich, aparecían sombrías y ominosas. Pocos viajeros atravesaban aquella región, pues quedaba un tanto apartada de las grandes rutas y, además, porque a los que la conocían les sugería decadencia y ruina, porque sabían que sus caminos se estrechaban a veces hasta convertirse en sendas cenagosas ahogadas por hierbajos y zarzas que crecían pujantes entre las cercas de piedra que la encajonaban. No llevaba Dewart mucho camino recorrido cuando, de pronto, fue agudamente consciente de la singularidad de aquella región, tan radicalmente distinta incluso de la que rodea la antigua ciudad de Arkham, la de los tejados puntiagudos. Pues, en contraste con las suaves colinas que bordean el Aylesbury Pike, próximo a Arkham, las montañas de Dunwich estaban quebradas por barrancos y gargantas extrañamente profundos, sobre los cuales saltaban puentes desvencijados que parecían centenarios. Las propias montañas estaban peregrinamente coronadas de piedras que, pese a la enmarañada maleza que crecía entre ellas, sugerían la intervención de la mano humana hacía decenios o siglos. Vistas ahora contra las nubes tormentosas, las montañas parecían contemplar con rostro maligno, como torvos reyes coronados de piedra, al viajero solitario que recorría en coche sus estrechos caminos cenagosos y cruzaba sus puentes destartalados.

Dewart observó, con un curioso cosquilleo en el cuero cabelludo, que hasta el follaje parecía allí anormalmente crecido, y aunque interpretó este dato en el sentido de que la naturaleza reclamaba la tierra tan ostensiblemente abandonada por sus propietarios, no por ello dejaba de resultar sorprendente que las enredaderas fueran tan largas, que los matorrales crecieran tan vertiginosos. Le recordaban a ciertas remotas laderas de su país natal. El Miskatonic atravesaba la comarca corno una serpiente y, aunque Dewart se había ido alejando de él, de pronto se vio ante sus aguas sombrías, doblemente oscuras en esta región, y contempló un extraño panorama de prados con rocas y marismas lujuriantes donde todavía sonaba la flauta del sapo gigante, a pesar de la estación del año.

Llevaba conduciendo tal vez una hora por aquel terreno tan absolutamente ajeno al que suele considerarse típico del este de los Estados Unidos, cuando llegó a ese racimo de casas que era Dunwich, al que ningún cartel anunciador identificaba y cuyas casas en su mayoría estaban abandonadas y en distintos grados de ruina. En la iglesia de roto campanario se hallaba instalado, según le pareció a Dewart tras un rápido vistazo, el único establecimiento comercial del poblado, y en vista de ello condujo el coche en su dirección y lo dejó estacionado junto a la acera. Había dos viejos andrajosos apoyados contra la pared y, no sin dejar de notar que ambos presentaban ciertos rasgos biológicos de degeneración mental y física, Dewart les dirigió la palabra.

—¿Alguno de ustedes sabe si quedan indios por esta región?

Uno de los viejos se despegó del edificio y se acercó tambaleante al coche. Tenía los ojos estrechados y hundidos profundamente en una piel que parecía cuero. Dewart observó que sus manos parecían garras y, suponiendo que el individuo se acercaba para contestar a su pregunta, se inclinó un tanto impaciente de modo que su rostro quedó claramente visible en la ventanilla del coche.

Recibió, pues, una desagradable sorpresa cuando su supuesto informador retrocedió de un salto que casi dio con sus huesos en el suelo.

— ¡Luther! —llamó con voz temblorosa al otro, todavía más viejo, que había quedado atrás—... ¡Luther, ven acá! — Y, cuando el otro consiguió asomarse por encima de su hombro, señaló a Dewart y dijo: ¿No te acuerdas de aquel retrato que nos enseñó un día Mrs. Giles?

—Luego prosiguió, excitado: — Es él, ¡seguro que es él reencarnado! ¿A que es igual que el retrato? ¡Ha llegado el tiempo, Luther, ha llegado el tiempo que decían! Cuando él vuelva, el otro volverá también.

El segundo viejo le dio un tirón de la chaqueta.

— Espera un momento, Seth, no tengas prisa. Pregúntale por el signo.

¡El signo! —exclamó Seth—. ¿Tiene usted el signo, forastero?

Dewart, que en toda su vida no había encontrado personajes semejantes, sintió una súbita sensación de repugnancia. Tuvo que realizar un esfuerzo consciente para no dejar traslucir su disgusto, pero no pudo evitar cierta rigidez en el tono de voz.

—Estoy buscando rastros de las antiguas familias indias —dijo secamente.

—Por aquí no quedan indios — dijo el llamado Luther.

Dewart aventuró una breve explicación. Ya sabía que no quedaban indios. Pero sí confiaba en encontrar alguna familia que tuviera sangre india en las venas. Utilizó las palabras más sencillas que pudo. y en ningún momento dejó de percibir con inquietud la fija mirada de Seth.

—Eh, Luther, ¿cómo se llamaba aquel tipo? — preguntó éste de pronto.

— Billington. Así se llamaba.

—¿Usted se llama Billington? —preguntó descaradamente Seth.

— Mi tatarabuelo era Alijah Billington — contestó Dewart—. Y lo de las familias que le decía...

Apenas se hubo identificado, ambos viejos cambiaron completamente de actitud.

— Usted coge el camino de Glen y se para en la primera casa que encuentre en el lado de acá de Spring Glen. Es la casa de Bishop. Esos tienen sangre india y a lo mejor algo más que usted no pregunta por ello. Y más vale que se vaya usted de aquí antes que se pongan a charlar los chotacabras y las ranas, que se puede usted perder por alguna de estas partes y oír cosas raras que vuelan y hablan por los aires. Claro que como usted lleva sangre de los Billington a lo mejor no le importa, pero yo se lo tengo que decir si usted me lo pregunta.

.¿Cuál es el camino de Spring Glen? —preguntó Dewart.

-Usted coge el segundo camino a la izquierda y sigue derecho adonde le lleve el camino. No tendrá que ir lejos. Es la primera casa que se encuentra usted al lado de acá de Spring Glen. Si Mrs. Bishop está en casa, ya le contará ella lo que usted quiera saber.

Dewart estaba deseoso de arrancar lo antes posible. Le desagradaba la ordinariez de aquellos viejos, que no sólo estaban sucios y descuidados, sino que además mostraban estigmas de consanguinidad que se hacían evidentes en sus orejas extrañamente malformadas y también en las cuencas de los ojós. Sin embargo; le tenía intrigado de dónde se habían sacado aquellos viejos el nombre de Billington.

— Usted habló antes de Alijah Billington — dijo—. ¿Qué se dice de él por aquí?

— ¡Nosotros no queríamos ofenderle, señor, no hemos dicho nada malo! —contestó apresuradamente Luther—. Usted coge el camino de la izquierda y tira hacia el Glen.

Dewart mostró cierta impaciencia.

Seth se inclinó un poco hacia él y dijo disculpándose:

—Sabe usted, a su tatarabuelo le apreciaban aquí, y Mrs. Giles tiene un retrato de él, que lo pintó uno que conocía ella, y usted tiene un algo de él, sí, señor. Ya decían que la sangre de Billington volvería al caserón del bosque.

Dewart tuvo que conf ormarse con esto. Se daba cuenta de que aquellos viejos desconfiaban de él, aunque él, por su parte, no dudara de la veracidad de los datos que le habían proporcionado. Giró, pues, sin novedad por el camino de Spring Glen, que ascendía entre las colinas bajo un cielo cada vez más invadido por la noche, y por fin llegó al manantial que daba nombre a la hoya . Allí volvió a girar, pues sabía que la casa de los Bishop se hallaba en las inmediaciones y, tras una breve búsqueda, dio con una casa baja, revestida de madera, que hacia mucho tiempo había sido pintada de blanco. Al principio le pareció de estilo neoclásico, pero al acercarse se dio cuenta de que era mucho más antigua. Esta era la casa de los Bishop, según rezaba el letrero, toscamente caligrafiado y apenas legible por el tiempo y la intemperie, que habla clavado en uno de los postes de la entrada. Subió por un sendero invadido por la maleza, entró cautelosamente en un porche bajo que amenazaba ruina y llamó a la puerta lleno de recelo, pues la casa tenía tal aire de abandono que le parecía imposible que alguien viviera allí.

Pero le contestó una voz ——una voz vieja y cascada de mujer— que le dijo que entrara y expusiera el motivo que lo traía por allí.

Dewart abrió la puerta y al instante le asaltó un hedor casi nauseabundo. La habitación en que acababa de entrar estaba oscura, pero no sólo por la hora del día, sino porque las ventanas estaban cerradas y no había ninguna luz encendida. Gracias a que dejó entreabierta la puerta de entrada pudo distinguir la figura de una vieja acurrucada en una mecedora. Sus blancos cabellos casi resplandecían en las tinieblas de la habitación.

——Siéntese, forastero ——dijo.

—¿Es usted Mrs. Bishop? — preguntó él.

La vieja reconoció que, en efecto, ella era Mrs. Bishop. Y Dewart, un tanto apresuradamente, se lanzó a contarle su historia de que iba en busca de los descendientes de las antiguas familias indias de aquella región. Le habían dicho que quizá ella misma tuviera sangre india.

—Y le han dicho bien, señor. Por mis venas corre la sangre de los Narragansetts y, antes que ellos, la de los Wampanaugs, que eran más que indios. —Lanzó una risita—. Y usted se parece a los Billington.

—Eso me han dicho —contestó secamente—. Soy de la familia.

— ¡Un Billington que viene husmeando por aquí y buscando indios! ¿No andará usted buscando a Quamis?

-¡Quamis! — exclamó Dewart, sobresaltado. Pero inmediatamente llegó a la conclusión de que la historia de Billington y su criado Quamis debía haber llegado a oídos de Mrs, Bishop.

——¡Ay, ya veo que se asusta, forastero! Pero es inútil que busque a Quamis, porque no volvió. Ni nunca volverá. Se fue allí y ya no quiere volver aquí nunca jamás.

—¿Qué sabe usted de Alijah Billington? —preguntó bruscamente Dewart.

— ¡Vaya pregunta! Yo lo único que sé es lo que me han contado los míos. Alijah sabía más que cualquier mortal —la vieja lanzó una risita sofocada—. Sabía más que lo que debe saber un hombre. Magia y ciencias antiguas. Un sabio, eso es lo que era Alijah Billington. Buena sangre le ha tocado a usted para ciertas cosas. Pero no haga usted lo que él, y tenga cuidado: deje la piedra en su sitio, y que la puerta esté bien cerrada y sellada para que los de afuera no puedan volver.

A medida que hablaba la vieja, una extraña sensación de ansiedad se fue infiltrando insidiosamente en la conciencia de Ambrose Dewart. La empresa en que con tanto entusiasmo se había embarcado le alejaba ahora del mundo de los libros y revistas antiguos para introducirle en un universo real que cada vez le resultaba más siniestro y maligno. La vieja bruja, voluntariamente entapujada en las sombras de la habitación ——sombras que ocultaban sus facciones, pero que la permitían ver a Dewart y reconocer, como los dos viejos del pueblo, su parecido con Alijah Billington——, empezó a parecerle demoniaca. Su risita cascada era obscena y horrible, tenue como los chillidos casi inaudibles de los murciélagos. Y las palabras que pronunciaba con tanta naturalidad le parecían a Dewart, que de ordinario era hombre poco imaginativo, llenas de un significado extraño y terrible. Sin duda a él le correspondería, refutarías, pero le resultaba extraordinariamente difícil enfocar la situación de un modo prosaico y racional. Mientras escuchaba a la vieja se decía que no era de extrañar que un lugar tan perdido como aquellas montañas de Massachussetts abundara en extrañas supersticiones y creencias sobrenaturales. Y sin embargo en Mrs. Bishop advertía algo más que mera superstición, como un conocimiento oculto que le daba una secreta superioridad sobre él. La actitud de la anciana contenía un punto de desdén y Dewart se sintió incómodo sin saber por qué.

—¿Qué es lo que sospechaban de mi tatarabuelo?

——¿No lo sabe?

—¿Brujería?

—¿Pactor con el Diablo? — la vieja volvió a reír entre dientes—. No, no era eso. Era algo que nadie puede decir. Algo que salía vagando y gritando por los montes y formaba una música infernal. Pero de Alijah no se apoderó. Alijah Lo llamó y El vino; Alijah Le mandó ir y El se fue. Y se fue adonde está ahora, acechando y esperando que llegue Su hora y ha llegado el momento en este siglo que la puerta vuelva a abrirse para que El pueda salir de nuevo a merodear por los montes como antaño.

Las oblicuas referencias de la vieja parecían aludir a alguna especie de demonio familiar. Dewart poseía ciertas nociones superficiales de brujería y demonología, pero lo que ella daba a entender le sonaba incluso ajeno a lo que de estos temas conocía él.

-Mrs. Bishop, ¿ha oído usted hablar de Misquamacus?

—Fue un gran sabio de los Wampanaug. Le oí a mi abuelo hablar de él.

Por lo menos el asunto Misquamacus no salía por ahora del ámbito de la leyenda.

— Y este sabio, Mrs. Bishop...

— Oh, no me lo pregunte usted. El sabía. En su tiempo también estaba Billington y usted lo sabe perfectamente. No hace falta que se lo diga yo. Pero ya soy vieja y no me queda mucho tiempo de vida en esta tierra y no me da miedo decirlo. Lo que usted busca lo encontrará en los libros.

—¿Qué libros?

—Los libros que traen lo que leía su tatarabuelo de usted, ahí viene todo. Si los lee bien, le dirán cómo Aquél contestaba desde la montaña y cómo salía del aire, que parecía llegado de las estrellas. Pero usted no haga lo que él. Si lo hace, ¡que El Que No Se Puede Nombrar se apiade de usted! El Otro está esperando ahí, ahora mismo está esperando ahí, como si fuera ayer mismo cuando Le mandaron ahí. Para ésos no existe el tiempo. Ni el espacio tampoco. Yo soy una pobre mujer, una vieja, y ya no me queda mucho en esta tierra, pero le digo a usted que ahora mismo que está usted ahí sentado, veo las sombras de ésos aleteando y revoloteando a su alrededor. Están esperando, sólo esperando. ¡No se le ocurra ir a llamarlos a las montañas!

Dewart la había escuchado con creciente desasosiego y se le había producido el fenómeno conocido como «carne de gallina». La vieja en si, el escenario, el sonido de su voz, todo era fantástico. Pese a saberse encerrado entre las paredes de aquella vieja casa, Dewart tenía la opresiva y ominosa sensación de que le estaban invadiendo las sombras y el ceñudo misterio de los montes coronados de piedra que la rodeaban. Sentía furtivamente la pavorosa convicción de que había alguien justo detrás de él, asomándose por encima de su hombro, como si los dos viejos de Dunwich le hubieran seguido hasta allí, acompañados por una hueste innumerable y silenciosa, y estuvieran escuchando lo que decía. De repente la habitación pareció llena de presencias vivas y en el mismo instante en que Dewart caía hasta ese punto prisionero de sus propias fantasías, la voz de la vieja se apagó transformándose en una horrible carcajada.

Dewart se puso en pie bruscamente.

Algún chispazo de lo que había sentido debió transmitirse a la vieja bruja, pues cortó su risa en seco y dijo con voz servil y plañidera:

— No me haga daño, Maestro. Soy una vieja que no me queda mucho de vida.

Esta misma prueba de que le temían llenó a Dewart de una sensación, aún más intensa que antes, de poder y alarma a la vez. No estaba acostumbrado al servilismo y en la actitud de la vieja percibía algo repugnante y terrorífico, algo completamente ajeno a él y a su naturaleza, y como además sabía que no respondía a un conocimiento de sus cualidades personales de él, sino a creencias místicas relacionadas con el viejo Alijah, la citada actitud le resultaba doblemente repelente.

—¿Dónde puedo encontrar a Mrs. Giles? — preguntó secamente.

-Al otro lado de Dunwich. Vive sola con su hijo, que según dicen es anormal.

Apenas había puesto los pies en el porche cuando volvió a oír a su espalda aquel horrible rechinamiento que era la risa de Mrs. Bishop. A pesar del horror que le inspiraba, permaneció allí escuchando durante un momento. Las carcajadas se fueron apagando y a cambio le llegó un murmullo de palabras susurradas; pero, para mayor desconcierto de Dewart, esas palabras no pertenecían a la lengua inglesa, sino a una especie de idioma fonético que resultaba infinitamente sobrecogedor en aquel valle invadido de plantas enormes y putrescentes, entre sombrías montañas. Escuchó como si se hubiera quedado sin fuerzas, pero con gran curiosidad, procurando fijar en su memoria los sonidos que murmuraba la vieja. Eran una combinación de medias palabras gruñidas en tono nasal y bruscas oclusiones de la glotis. Intentó improvisar una transcripción gráfica en el dorso de un sobre que llevaba en el bolsillo, pero cuando terminó e intentó leer lo escrito, se encontró con una jerga sin sentido que no podía interpretar. «N’gai, .ngha’ghaa, shoggog, yhah, Nyarla-to, Nyarla-totep, Yog-Sotot, n-yah, n-yah. »Los sonidos continuaron durante algún tiempo antes de que se hiciera el silencio, pero no parecían más que repeticiones y variaciones de las inflexiones iniciales. Dewart contempló la transcripción que acababa de hacer, absolutamente desconcertado; la mujer, no había más que verla, era medio analfabeta, supersticiosa y crédula; y, sin embargo, aquellos extraños fonemas sugerían un idioma extranjero que desde luego, por lo que sabía de sus años universitarios, no se parecía a ningún idioma indio.

Reflexionó amargamente que, lejos de obtener datos que contribuyeran a perfilar con más precisión la imagen de su antepasado, cada vez se veía más sumido en un creciente remolino de misterios, pues la incoherente conversación de la vieja Mrs. Bishop apuntaba hacia nuevos enigmas ignorados hasta entonces, hacia enigmas nebulosamente relacionados con Alijah Billington, o al menos con el apellido Billington, como si éste fuera un poderoso catalizador que desencadenaba una ducha de recuerdos en los que, sin embargo, faltaba una pieza central, un esquema global, que diera significado a su conjunto.

Dobló cuidadosamente el sobre para proteger lo que había escrito en él y volvió a guardárselo en el bolsillo.

Ahora que ningún sonido competía con el lamento del viento en los árboles, caminó de nuevo hasta el coche y arrancó. Recorrió en sentido inverso el camino que le había llevado hasta allí y atravesó el pueblo, espiado desde quicios y ventanas por miradas furtivas y cautas, por figuras sombrías que no decían nada. Paró donde suponía que debía hallarse la casa de Mrs. Giles. Había tres edificios que podían considerarse «al otro lado de Dunwich», según le había orientado Mrs. Bishop.

Ensayó en la casa de en medio y, como no recibió respuesta, se trasladó a la última de las tres, que estaba al final de un largo paseo equivalente a unas tres manzanas de casas de Arkham. Su presencia, sin embargo, no pasó inadvertida. Antes de llegar a la casa vio salir, de entre los arbustos que flanqueaban el camino, una figura humana grande y corcovada que corrió hacia la puerta lanzando gritos vehementes.

— ¡Ma! ¡Ma! ¡Que viene!

La puerta se abrió y le devoró. Y Dewart se lanzó resueltamente tras él, si bien reflexionando sobre los signos de decadencia y degeneración cada vez más evidentes en esta aldea perdida. La casa no tenía porche; su fachada principal era una pared desnuda y lívida con una puerta en el centro; parecía menos acogedora que un granero y de ella emanaba una atmósfera de aridez y desolación que resultaba casi disuasoria. A pesar de todo, llamó con los nudillos.

Se abrió la puerta y había una mujer.

—¿Mrs. Giles? -dijo quitándose el sombrero.

La mujer palideció. El se empezó a sentir incómodo, pero pudo más su curiosidad.

— No quiero asustarla —prosiguió— Desgraciadamente ya he notado que mi persona parece asustar a la gente de por aquí. A Mrs. Bishop también, pero tuvo la amabilidad de decirme que me parecía a alguien, a mi tatarabuelo para ser sincero. Me dijo que viniera a ver un retrato suyo que tiene usted.

Mrs. Giles dio un paso atrás. El color le había vuelto parcialmente a su rostro largo y estrecho. Una súbita ráfaga de aire hizo revolotear su delantal durante un instante y en ese tiempo Dewart identificó, con el rabillo del ojo, que la mano de ella allí escondida se aferraba a una figurilla análoga a los amuletos utilizados en la Selva Negra alemana o en algunas zonas de Hungría y los Balcanes: un talismán protector.

— ¡No le dejes entrar, ma!

—Mi hijo no está acostumbrado a los forasteros — explicó brevemente Mrs. Giles—. Si se sienta usted un momento le traigo el retrato. Lo pintaron hace muchísimos años y a mí me viene de mi padre.

Dewart le dio las gracias y se sentó.

La mujer desapareció en las entrañas de la casa, desde donde se la oyó intentando sosegar a su hijo. Cuyo miedo, por otra parte, era una manifestación más de la actitud de Dunwich para con él. Pero acaso esta actitud se debiera a la escasez de forasteros y se aplicara por igual a cualquiera que osara irrumpir en esta olvidada comarca montañosa. Mrs. Giles volvió con el dibujo y se lo entregó.

Era tosco pero eficaz. Hasta dejó sobrecogido a Dewart, pues, teniendo en cuenta que el retrato había sido dibujado hacia un siglo por un mero aficionado, era evidente que existía una marcada semejanza entre él y su tatarabuelo. En el tosco boceto se veían los mismos rasgos, su misma mandíbula cuadrada, su misma mirada firme, su misma nariz aquilina. La de Alijah Billington, en cambio, tenía un lobanillo en el lado izquierdo, y sus cejas eran bastante más enmarañadas. Pero también era mucho más viejo que Dewart.

—Podía ser usted su hijo —dijo Mrs. Giles.

— En casa no teníamos ningún retrato de él — dijo Dewart—. Tenía curiosidad por verlo.

—Quédeselo si quiere.

El primer impulso de Dewart fue aceptar el regalo, pero se dio cuenta de que, por muy poco que significara para ella, el retrato poseía un valor documental intrínseco y él en realidad no lo necesitaba. Movió negativamente la cabeza sin dejar de contemplarlo, como para grabarse en la memoria hasta el último detalle de su tatarabuelo, y después se lo devolvió a la mujer, dándole vivamente las gracias.

Cautelosa y llena de vacilación, la mole deforme del hijo se deslizó en la habitación, quedándose junto al umbral, preparado para emprender huida instantánea al menor signo de antipatía por parte de Dewart. Este le echó una ojeada y se dio cuenta de que no era ya ningún muchacho, sino un hombre de unos treinta años: Una revuelta pelambrera enmarcaba su rostro cerril, cuyos ojos miraban a Dewart medrosos y fascinados.

Mrs. Giles aguardó tranquilamente a que él hiciera el movimiento siguiente. Era evidente que estaba deseando que se fuera, conque se puso inmediatamente en pie — movimiento que provocó la huida del hijo hacia el interior de la casa—, dio las gracias a la mujer y salió a la calle. Durante todo el tiempo que habla permanecido en la casa, la mujer no había soltado el talismán, o lo que fuera aquel objeto al que con tanta determinación se aferraba.

Ya no le quedaba por hacer sino abandonar la comarca de Dunwich, cosa que no le desagradaba demasiado a pesar de los escasos resultados obtenidos. Lo único que le había compensado en parte el tiempo y los esfuerzos consagrados era haber visto el retrato de su antepasado dibujado por un contemporáneo. Pero la verdad era que la excursión a la comarca de Dunwich le había producido una inexplicable sensación de inquietud, junto con una especie de repugnancia física que parecía arraigada en algo más profundo que el simple mal sabor de boca que le habían dejado la decadencia y la degradación manifiestas en la región. No podía explicárselo. En sí, la gente de Dunwich era extrañamente repelente. No podía negarlo. Constituían como una raza propia que mostraba todos los estigmas típicos de repetidas uniones consanguíneas junto con ciertas características fisiológicas diferenciales, como las orejas planas, tan pegadas al cráneo que parecían completamente adheridas a él salvo en su parte posterior, donde se despegaban como alas de murciélago, y los ojos de pez pálidos y saltones, y las bocas grandes y fláccidas que recordaban las de los batracios. Pero no era sólo la gente de Dunwich lo que le afectaba tan desagradablemente, ni tampoco la comarca en sí. Había algo más, algo inherente a la misma atmósfera de la región, algo increíblemente antiguo y maligno que sugería terribles blasfemias ancestrales y horrores nunca oídos. En aquel valle escondido, el miedo y el terror y el horror parecían entidades tangibles; la lujuria y la crueldad y la desesperación parecían formar parte inevitable de la vida en la comarca de Dunwich; la violencia y el vicio y la perversión parecían asentados en su forma de vivir; pero por encima de todo flotaba la convicción de que estaban todos locos, independientemente de edad o herencia, como si en aquel ámbito se anidara una forma de locura que resultaba tanto más terrible cuanto que daba la impresión de haber sido voluntariamente escogida. Pero ni siquiera todo esto bastaba para justificar por completo la repulsión que sentía Dewart; no podía ignorar la desagradable impresión que le había producido el evidente temor que despertaba su persona entre los habitantes de la comarca. Por mucho que intentara convencerse a sí mismo de que sin duda se trataba de un miedo normal que debían sentir hacia todos los forasteros, en el fondo sabía que no era así. Era plenamente consciente de que le tenían miedo porque se parecía a Alijah Billington. Además, recordaba perfectamente el inquietante comentario que había hecho el viejo haragán Seth a su compinche Luther, sobre que «él» había «vuelto». Y lo habla dicho con tanta seriedad que no cabía duda de que ambos creían que Alijah Billington podía volver, y volvería, al país de donde habla partido hacía más de un siglo para morir en Inglaterra de muerte natural.

Durante el viaje de regreso a casa apenas se fijó en las ceñudas tinieblas que se extendían por las hileras de montañas, ni en los valles sombríos, ni en las nubes tormentosas, ni en el resplandor de las aguas del Miskatonic cuando la luz se reflejaba en ellas por una grieta entre las nubes. Sus pensamientos estaban ocupados por miles de posibilidades y cientos de caminos por donde podía orientar sus investigaciones. Pero además era consciente de que, por debajo y más allá de sus preocupaciones inmediatas, crecía su convicción de que debía abandonar cualquier intento de descubrir por qué Alijah Billington era tan temido, y no sólo por los actuales habitantes de Dunwich, ignorantes y degenerados, sino por gentes, cultivadas o no, que habían vivido en tiempos de su tatarabuelo.

Al día siguiente, Dewart fue llamado a Boston por su primo Stephen Bates, a cuyas señas había consignado en Inglaterra el envío de sus pertenencias. Así, pues, durante dos días permaneció en dicha ciudad ocupado en organizar el traslado de sus cosas al caserón sito en las proximidades del Aylesbury Pike, más allá de Arkham. Durante el tercer día se dedicó a abrir paquetes y cajones y a distribuir sus diversas posesiones por la casa. Entre ellas se encontraba una serie de recomendaciones que le había dejado escritas su madre y que en última instancia provenían del propio Alijah Billington. Como consecuencia de sus recientes averiguaciones, Dewart se hallaba doblemente ansioso por releer este documento. Así, pues, cuando hubo instalado los objetos más voluminosos del cargamento recién recibido, se puso a buscarlo afanosamente, recordando que, cuando su madre se lo había dado, estaba guardado en un sobre de papel Manila que llevaba escrito el nombre de ella de puño y letra de su padre.

Al cabo de una hora de rebuscar entre diversos documentos y una completa colección de cartas, encontró el sobre de papel Manila e inmediatamente rompió el sello con que su madre lo había cerrado tras leerle las instrucciones que contenía unos quince días antes de su muerte, ocurrida hacía varios años. Al ver el papel, decidió que no era el documento original redactado por Alijah, sino una copia, efectuada probablemente por Laban cuando ya era viejo, por lo que todavía no contaría con un siglo de edad. Sin embargo, el documento estaba firmado con el nombre de Alijah, y Dewart estaba persuadido de que Laban no lo había modificado ni alterado en el menor detalle.

Se llevó al despacho un cazo de café humeante que se acababa de hacer y, mientras se lo iba bebiendo a sorbitos, se puso a leer las instrucciones. El documento no llevaba fecha, pero estaba escrito en letra firme y clara y resultaba fácil de leer.



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