I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

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lunes, 14 de julio de 2008

ENCERRADO CON LOS FARAONES (IMPRISIONED UIT THE PHARAOHS) 1924 (2a Parte)

II

Muy poco a poco fui recobrando los sentidos tras aquel horrible vuelo a través de los espacios estigios. El proceso fue infinitamente doloroso, y estuvo coloreado por fan­tásticos sueños en los que mi situación, atado y amorda­zado, encontró singular materialización. Fue muy clara la naturaleza exacta de los sueños mientras los experimen­taba, pero casi inmediatamente después se me emborro­naron en la memoria, y no tardaron en quedar reducidos a una mera impresión brumosa debido a los terribles acontecimientos —reales o imaginarios— que siguieron. Soñé que me tenía atrapado una garra enorme y espan­tosa; una garra amarilla, peluda, dotada de cinco uñas, que había surgido de la tierra para estrujarme y sepul­tarme. Y al detenerme a reflexionar qué significaba aque­lla zarpa, me pareció que era Egipto. Miré hacia atrás, en sueños, hacia los acontecimientos de las semanas anterio­res, y vi que había sido atraído y atrapado poco a poco, de manera sutil e insidiosa, por el espíritu infernal de la antigua hechicería del Nilo, espíritu que ya existía en Egipto antes de que el hombre apareciese, y que seguirá existiendo después de que haya desaparecido.

Vi el horror y la malsana antigüedad de Egipto, la es­pantosa alianza que siempre ha tenido con las tumbas y los templos de los muertos. Vi procesiones fantasmales de sacerdotes con cabeza de toro, de halcón, de gato y de ibis; procesiones de fantasmas que marchaban intermi­nablemente por laberintos subterráneos y avenidas de ti­tánicos propileos, junto los cuales el hombre es una mosca, y ofrecían incalificables sacrificios a dioses indes­criptibles. Unos colosos de piedra marchaban en la noche interminable conduciendo manadas de sonrientes esfinges antropomorfas hacia márgenes de inmensos y estancados ríos de pez. Y detrás de todo vila inefable malevolencia de la necromancia primordial, negra y amorfa, manotean­do ávida en la oscuridad para alcanzarme y devorar al espíritu que se había atrevido a burlarse de ella al desa­fiarla.

En mi cerebro dormido tomé forma un melodrama de siniestro odio y persecución, y vi el alma negra de Egipto eligiéndome y llamándome con susurros inaudibles; me llamaba y me atraía, conduciéndome con el esplendor y el atractivo de una apariencia sarracena, pero sin dejar de arrastrarme hacia las catacumbas enloquecedoramente an­tiguas, hacia el horror de su corazón faraónico, muerto y abismal.

Luego los rostros del sueño adoptaron semejanzas humanas, y vi a mi guía Abdul Reis con ropajes reales, y la sonrisa de la Esfinge en su semblante. Y supe que este rostro era el rostro de Kefrén el Grande, el que erigió la segunda pirámide y mandó esculpir en la cara de la Esfinge las facciones de su rostro, y construyó el titánico templo-entrada del que dicen los arqueólogos que tiene una minada de corredores excavados en la enigmática arena y en la roca muda. ‘Y observé la mano larga, flaca, rígida de Kefrén; una mano larga, flaca y rígida como la que había visto en la estatua de diorita conservada en el museo de El Cairo —la estatua encontrada en el terrible templo-entrada—., y me asombró no haber gritado cuan­do la vi en Abdul Reis... ¡Aquella mano! Era espanto­samente fría, y me estaba estrujando; era el frío y la angostura del sarcófago..., el frío y la angostura del Egip­to inmemorial..., del Egipto tenebroso de la necrópolis..., esa zarpa amarilla..., y se murmuran cosas terribles de Kefrén... Pero aquí empecé a despertar; o, al menos, a entrar en un estado de sueño menos profundo que el anterior. Recordé la pelea en lo alto de la pirámide, los traicio­neros beduinos y su ataque, mi espantoso descenso, al extremo de una cuerda, por interminables profundidades de la roca, y mi enloquecedor balanceo en un vacío impreg­nado de aromática putrefacción. Me di cuenta ahora de que me encontraba tendido en un suelo de roca, y que las ligaduras aún mordían en mí con fuerza inflexible. Hacía mucho frío, y me parecía notar una débil corriente de aire fétido. Me dolían profundamente las heridas y contusiones que me habían producido las melladas pare­des del pozo; el dolor aumentaba hasta unos extremos lacerantes a causa de alguna calidad pungente del aire débil que notaba, y el mero acto de darme la vuelta bastó para que todo el cuerpo me latiera con indecible agonía.

Al volverme, sentí un tirón desde arriba, y supuse que la cuerda con la que me habían bajado llegaba aún a la superficie. No sabía si la sujetaban los árabes o no; tam­poco sabía a qué profundidad me encontraba. Lo que sí notaba era que la oscuridad a mi alrededor era total, o casi total, ya que no penetraba a través del vendaje de mis ojos la más nítida claridad de la luna; pero no me fiaba de mis sentidos lo suficiente como para aceptar como prueba de extrema profundidad la sensación de inmensa duración que había caracterizado mi descenso.

Dado que estaba en un espacio considerablemente am­plio, al que había llegado desde la superficie a través de una abertura de la roca, supuse vagamente que mi prisión debía de ser la capilla-entrada del viejo Kefrén — el tem­plo de la Esfinge—; quizá algún corredor interior que los guías no me habían enseñado durante la visita matinal, del que podría escapar fácilmente si lograba descubrir la dirección de la puerta enrejada. Supondría un vagabun­deo laberíntico, pero no resultaría peor que Otros de los que había logrado evadirme.

La primera medida sería librarme de las ataduras, la mordaza y la venda de los ojos, cosa nada difícil para mí, ya que expertos más ingeniosos que los árabes habían tra­tado de inmovilizarme con toda clase de grillos durante mi larga y variada carrera de escapista, sin haber logrado jamás hacer fracasar mis métodos.

Luego se me ocurrió que quizá los árabes acudirían a esperarme a la entrada para atacarme tan pronto como notasen la menor señal de que me había desatado, como sin duda ocurriría en cuanto se produjese cualquier agita­ción de la cuerda, que probablemente sostenían aún. Esto suponiendo, como es natural, que el lugar donde me ha­llaba encerrado fuese efectivamente el templo de la Es­finge construido por Kefrén. La abertura de arriba, estu­viera donde estuviese, no podía encontrarse muy lejos de alguna entrada ordinaria, y de acceso fácil, próxima a la Esfinge, aun cuando se encontrara a una profundidad ver­daderamente considerable respecto de la superficie, ya que la zona total conocida por. los visitantes no era enorme, ni mucho menos. Yo no había notado tal abertura en mi peregrinación diurna, pero sabía que estas cosas pasan desapercibidas con facilidad en medio de las arenas cambiantes.

Pensando en todas estas cosas mientras yacía retorcido y atado en el suelo de roca, casi me olvidé de los horro­res del descenso abismal y el cavernoso balanceo que finalmente me habían sumido en la inconsciencia. Mi idea en aquel momento era sólo burlar a los árabes, así que decidí desatarme cuanto antes, evitando dar tirones de cuerda para no delatar mis efectivos o problemáticos in­tentos de liberarme.

Sin embargo, esto fue irás fácil de decidir que de lle­var a la práctica. Unos cuantos tanteos previos me revelaron que era muy poco lo que podría hacer, si no me movía bastante; y no me sorprendí cuando, tras un for­cejeo especialmente enérgico, empecé a notar que la cuer­da empezaba a caer a mi alrededor y encima de mí. Evi­dentemente, los beduinos habían notado mis movimien­tos, y habían soltado el extremo de la cuerda; sin duda habían echado a correr hacia la entrada del templo para esperarme con intenciones homicidas.

La perspectiva no era halagüieña..., pero peores situaciones había arrostrado sin pestañear, en otras ocasiones, y no lo haría ahora. Por lo pronto, debía librarme de las ligaduras y, luego, confiar en mi ingenio para escapar del templo sin daño. Es curioso cuán absolutamente había llegado a creerme en el viejo templo de Kefrén, pró­ximo a la Esfinge, a escasa distancia de la superficie.

Tal creencia se me vino abajo, y rae volvieron todos los originales terrores de encontrarme en profundidades preternaturales de misterio demoníaco a causa de una circunstancia que iba aumentando en horror y en significación, aun cuando había trazado mi plan filosóficamente. He dicho que la cuerda, al caer, se amontonaba sobre mí y a mi alrededor. Ahora notaba que el montón seguía creciendo como ninguna cuerda de longitud normal podía abultar. Aumentó también su ímpetu, y se convirtió en una avalancha de cáñamo que crecía prodigiosamente, me­dio sepultándome bajo sus vueltas cada vez más nume­rosas. No tardé en quedar completamente enterrado, respirando con dificultad conforme las circunvoluciones me sumergían y ahogaban.

Mis sentidos vacilaron otra vez, y traté inútilmente de desembarazarme de aquella tortura mayor de cuanto pue­de soportar el ser humano; no era sólo la sensación de que se me escapaban la vida y el aliento poco a poco, sino lo que aquella prodigiosa longitud de cuerda suponía y la conciencia de los desconocidos e incalculables abismos subterráneos que debían estar rodeándome en ese mo­mento. Mi interminable descenso y balanceo por aquel ámbito espectral habían sido reales entonces, y ahora debía de encontrarme tendido e imposibilitado en una región desconocida de cavernas próximas al corazón del planeta. La confirmación de semejante horror me resultó insopor­table, y por segunda vez me sumí en una misericordiosa inconsciencia.

Al decir inconsciencia no me refiero a que me vi libre de sueños. Al contrario, mi separación del mundo consciente estuvo marcada por visiones de indecible atroci­dad. ¡Dios!... ¡Ojalá no hubiera leído tanta egiptología antes de ir a ese país, fuente de toda tenebrosidad y terror! Este segundo desvanecimiento permitió que irrumpiese en mi mente dormida la escalofriante comprensión del país y de sus arcaicos secretos; y por alguna detestable casualidad, mis sueños giraron en torno a antiguas con­cepciones sobre los muertos y la pervivencia de sus cuer­pos y sus almas más allá de esas tumbas misteriosas que eran más casas que sepulturas Recordé —en formas oníricas que me alegro de haber olvidado— el singular y complicado trazado de los sepulcros de Egipto, así como las doctrinas extrañísimas y terribles que determinaban dicha construcción.

En lo único que pensaban esas gentes era en la muerte y en los muertos. Imaginaban una resurrección literal del cuerpo que les impulsaba a momificarlo con extremo cuidado, y a conservar los órganos vitales en vasos canopes que depositaban junto al cadáver; pero además de creer en el cuerpo, creían en otros dos elementos: en el alma, que después de pesada y aprobada por Osiris moraba en la tierra de los bienaventurados, y en el oscuro y porten­toso ka, o principio vital, que vagaba por los mundos superior e inferior de manera horrible, pidiendo de cuando en cuando que se le permitiese retornar al cuerpo preservado, consumiendo las ofrendas de alimento hechas por los sacerdotes y los piadosos familiares en la capilla mortuoria, y —según murmuraban los hombres— toman­do a veces posesión de su cuerpo o de su réplica en ma­dera, siempre enterrada junto a él, para salir, malévolo, a ejecutar ciertas misiones especialmente repugnantes.

Durante miles de años, estos cuerpos descansaban es­pléndidamente encerrados, con la vidriosa mirada vuelta hacia arriba cuando no eran visitados por el ka, en espera del día en que Osiris les restituyese el ka y el alma, e hiciese salir a las rígidas legiones de muertos de las sepul­tadas casas del sueño. Sería un glorioso renacimiento; pero no todas las almas recibirían la aprobación, ni todas las tumbas permanecerían invioladas; de manera que cabía esperar errores grotescos y diabólicas anormalidades. Aún hoy los árabes murmuran sobre impías reuniones y cultos insanos en olvidados abismos inferiores que sólo los ala­dos kas invisibles y las momias sin alma pueden visitar y regresar después indemnes.

Quizá las leyendas más aterradoras son aquellas que hacen referencia a ciertos productos perversos del cleri­calismo decadente: las momias compuestas, resultantes de la unión artificial de troncos y miembros humanos con cabezas de animales, a imitación de los dioses antiguos. En todas las etapas de la historia se momificaron animales sagrados, para que los toros, gatos, ibis, cocodrilos y de­más animales sagrados pudieran retornar un día a una gloria mayor. Pero sólo en la decadencia llegaron a mez­clar lo humano y lo animal en un mismo cuerpo momi­ficado.., sólo en la decadencia; cuando ya no supieron distinguir cuáles eran los derechos del ka y las prerroga­tivas del alma.

No se dice qué ocurrió con esas momias compuestas —al menos públicamente—, y es cierto que ningún egip­tólogo ha encontrado jamás ninguna. Los rumores de los árabes son extravagantes y nada de fiar. Han llegado in­cluso a decir que el viejo Kefrén — el de la Esfinge, la segunda pirámide y el templo-entrada— vive en las pro­fundidades del subsuelo, desposado con la horrible reina Nitocris, y que ejerce su dominio sobre las momias que no son ni de hombre ni de bestia.

Con todo esto —con Kefrén y su consorte, y con los extraños ejércitos de muertos híbridos--- fue con lo que soñé; y por esa razón me alegro de que se hayan desva­necido de mi memoria las formas exactas de los seres soñados. La visión más horrible se relacionaba con una cuestión que me había formulado a mí mismo despreocu­padamente el día anterior, mientras contemplaba el gran enigma esculpido del desierto, preguntándome con qué ignoradas profundidades podía estar secretamente comu­nicado el templo que tenía cerca. Esta pregunta, entonces inocente y peregrina, adoptó en mis sueños un significado de frenética e histérica locura... ¿Qué inmensa y repugnante anormalidad se intentó representar originalmente al esculpir la imagen de la Esfinge?

Mi segundo despertar — si es que desperté— constitu­ye un recuerdo absolutamente atroz que ninguna experiencia de mi vida — salvo una cosa que me ocurrió después— ha podido igualar; y eso teniendo en cuenta que mi vida ha sido más azarosa que la de la mayoría de los hombres. Téngase en cuenta que había perdido el conocimiento bajo la cascada de cuerda que me cayó encima, cuya inmensa longitud indicaba que la profundidad en la que me en­contraba era impresionante. Ahora bien, al recobrarme noté que el peso entero había desaparecido; y al darme la vuelta me di cuenta de que, aunque seguía atado, amor­dazado y con la venda en los ojos, alguien había retirado completamente el asfixiante alud de cáñamo que me había sepultado. El significado ele esta situación, naturalmente, se me reveló de manera gradual; pero, aun así, creo que me habría sumido en la inconsciencia otra vez de no en­contrarme en esos momentos en un estado de agotamiento emocional tan grande que me tenía sin cuidado cual­quier nuevo horror. Estaba solo... ¿con qué?

Antes de que pudiera torturarme con ninguna nueva reflexión, ni hacer ningún nuevo esfuerzo por librarme de mis 1igaduras, otra circunstancia se puso de manifiesto. Unos dolores que previamente no había experimentado me laceraban ahora los brazos y las piernas, y me sentía cubierto de abundante sangre seca; mucha más de la que mis anteriores cortes y rozaduras podían haberme hecho derramar. Notaba el pecho traspasado por un centenar de heridas, como si un ibis gigantesco y maligno me lo hubiese picoteado. Evidentemente, el ser que me había quitado la cuerda era hostil, y había empezado a infligir­me terribles heridas hasta que, sin duda, algo le hizo de­sistir. Sin embargo, mi reacción en aquel momento fue la opuesta a la que cabía esperar. En vez de hundirme en un abismo de desesperación, sentí renacer en mí nue­vos ánimos y deseos de actuar; porque ahora percibía que las fuerzas malignas eran seres físicos a los que un hombre sin miedo podría hacer frente en un plano de igualdad.

Movido por la fuerza de este pensamiento, tiré otra vez de mis ligaduras, y recurrí a todo el arte de una vida profesional para liberarme, como había hecho frecuente­mente en medio del resplandor de los focos y el aplauso de las multitudes. Los detalles familiares de mi procedi­miento para escapar empezaron a absorberme; y ahora que la larga cuerda había desaparecido, casi llegué a creer que los indecibles horrores no eran al fin y al cabo sino alucinaciones, y que no existía ningún foso terrible, ningún abismo insondable, ninguna cuerda interminable. ¿No estaría, después de todo, en el templo-entrada de Kefrén, junto a la Esfinge, y no habrían entrado los árabes en se­creto para torturarme una vez que me tuvieron allí a su merced? En cualquier caso, debía escapar. ¡En cuanto estuviera de pie, desatado, sin la mordaza, y con los ojos abiertos a cualquier resplandor de luz procedente de cual­quier punto, podría disfrutar verdaderamente del comba­te contra los malvados y traicioneros enemigos!

No sé cuánto tardé en arrancarme todas mis ataduras. Debió de ser mucho más que en mis actuaciones en pú­blico, porque estaba herido, agotado debilitado por las experiencias que había soportado. Cuando finalmente que­dé libre, respirando a grandes bocanadas un aire frío, hú­medo perversamente aromático, tanto más horrible cuanto que me entraba ahora sin el filtro de las vendas de la boca y de los ojos, me sentí demasiado entumecido y cansado para ponerme en seguida en acción. Permanecí tumbado, tratando de estirar mi cuerpo tanto tiempo do­blado y herido, y esforzando la vista a fin de captar alguna luz que me orientase sobre mi situación.

Gradualmente, me fueron volviendo la fuerza y la flexibilidad; sin embargo, mis ojos no distinguían nada. Al ponerme de pie, tambaleante, escruté en todas direccio­nes, pero no percibí más que una negrura de ébano tan grande como si aún siguiera con los ojos vendados. Me toqué las piernas, cubiertas con una costra de sangre bajo mis pantalones hechos jirones, y comprobé que podía ca­minar, aunque no sabía qué dirección tomar. Desde lue­go, no debía ir al azar, y correr el riesgo de alejarme de la entrada que buscaba; así que permanecí inmóvil con objeto de percibir la dirección de la corriente de aire frío, fétido y cargado de olor a natrón, que en ningún momento había dejado de notar. Aceptando el punto de su pro­cedencia como la entrada al abismo, traté de seguir esa pista y caminar directamente hacia allí.

Solía llevar encima una caja de cerillas, e incluso una pequeña linterna eléctrica; pero, naturalmente, habían va­ciado los bolsillos de mi destrozada ropa de todos los ar­tículos pesados. A medida que avanzaba cautamente en la negrura, la corriente se hacía más fuerte y desagradable hasta que por último llegué a considerarla ni más ni me­nos que una detestable corriente de vapor que brotaba de alguna abertura, como el humo del genio encerrado en la botella del pescador del cuento oriental. Oriente..., Egip­to..., ¡en verdad, esta tenebrosa cuna de la civilización era siempre fuente de horrores y maravillas indecibles!

Cuanto más pensaba en la naturaleza de este viento de caverna, más grande era mi inquietud; porque si bien, a pesar de su olor, había ido en busca de su origen con­siderándolo al menos como una clave indirecta para salir al mundo exterior, ahora comprendí claramente que esta hedionda emanación no podía tener mezcla ni relación al­guna con el aire puro del desierto de Libia, sino que debía de ser esencialmente una exhalación vomitada por los siniestros abismos inferiores, ¡y que estaba avanzando en la dirección contraria!

Tras un momento de reflexión, decidí no desandar mis pasos. Si me apartaba de la corriente de aire, no tendría puntos de referencia de ningún género, ya que el suelo relativamente plano de la roca carecía de configuraciones discernibles. En cambio, si seguía la extraña corriente lle­garía sin duda a algún tipo de abertura, a partir de la cual quizá podía dar un rodeo, siguiendo las paredes, hasta el lado opuesto de este recinto ciclópeo imposible de explo­rar de otro modo. Sabía que podía fracasar. Me daba cuenta de que no estaba en ningún lugar del templo-en­trada de Kefrén conocido de los turistas; tenía la impre­sión de que dicho recinto era desconocido incluso por los arqueólogos, y que lo habían descubierto casualmente los curiosos y malévolos árabes que me habían encerrado. De ser así, ¿habría alguna abertura de salida que diera a las partes conocidas o al exterior?

¿Qué pruebas tenía yo, de todos modos, de que eso era el templo-entrada? Por un instante me volvieron a la mente todas mis insensatas especulaciones, y pensé en aquella vívida mezcla de impresiones: el descenso, la sus­pensión en el espacio, la cuerda, las heridas y los sueños que eran auténticamente tales. ¿Había llegado el final de mi vida? ¿Sería efectivamente misericordioso, si era éste el final? No lograba encontrar respuesta a ninguna de mis preguntas, y seguí planteándome más y más, hasta que el Destino me sumió por tercera vez en la incons­ciencia.

En esta ocasión no tuve ningún sueño, ya que lo im­previsto del incidente me produjo tal impresión que me privó de todo pensamiento consciente o subconsciente. Di un paso en falso al llegar a un peldaño inesperado, en un punto en que la repugnante corriente de aire se volvía lo bastante fuerte como para ofrecer una verdadera resis­tencia física, y caí de cabeza por un tramo de enormes escalones de piedra, hacia un abismo de irremediable horror.

El que volviera a respirar de nuevo lo considero un tributo a la vitalidad inherente al organismo humano que goza de salud. A menudo pienso en aquella noche y en­cuentro una nota de auténtico humor en aquellas repeti­das pérdidas del conocimiento; pérdidas del conocimiento cuya sucesión no me recordó entonces Otra cosa que los toscos melodramas cinematográficos de la época. Naturalmente, es posible que no llegara a perder la conciencia en ningún momento, y que todos los detalles de aquella pesadilla subterránea fueran meramente sueños de un lar­go coma, que había empezado con el impacto de mi des­censo al abismo, y que terminó con el bálsamo saludable del aire exterior y el sol naciente que me encontraron tendido en las arenas de Gizeh, ante el sardónico y arre­bolado rostro de la gran Esfinge.

Prefiero creer en esta última explicación cuanto me sea posible; de ahí que me alegrara cuando la policía me dijo que habían encontrado abierta la barrera que hay a la en­trada del templo de Kefrén, y que, efectivamente, había una grieta considerable hasta la superficie, en un rincón de la parte que aún permanecía enterrada. Y también me alegré cuando los médicos declararon que mis heridas eran las que cabía esperar tras haber sido atado, amordazado y descolgado; respondían a mis forcejeos por liberarme mi caída desde cierta altura — quizá en una depresión de la galería interior del templo—, mi trayecto a rastras hasta la barrera exterior, mi salida y demás incidentes por el estilo..., diagnóstico que resultaba muy tranquilizador Y, sin embargo, sé que debe de haber algo más de lo que aparece a simple vista. Tengo demasiado vívido en la me mona ese tremendo descenso para desecharlo, y es extraño que nadie haya logrado encontrar al hombre que responde a la descripción de mí guía Abdul Reis el Drogman el guía de la voz sepulcral, que se asemejaba al rey Kefrén y sonreía como él.

He hecho esta digresión respecto del relato, quizá en una vana esperanza de soslayar el incidente final; ese incidente que, de todos, fue con más seguridad una alu­cinación. Pero he prometido contarlo, y no voy a faltar a mi promesa Cuando me recobré — o creí recobrarme—, después de caer por aquella escalera de piedra, me sentí tan solo y tan a oscuras como antes. El viento, que antes me había parecido nauseabundo, era ahora de una fetidez demoníaca; no obstante, me había familiarizado lo bas­tante con él como para soportarlo estoicamente. Atur­dido, empecé a alejarme a rastras del lugar de donde sur­gía el viento corrompido, y con manos sangrantes palpé los bloques colosales de un enorme pavimento. Una de las veces mi cabeza tropezó contra un objeto duro, y al tocarlo descubrí que se trataba de la basa de una colum­na: una columna de proporciones increíblemente inmen­sas, cuya superficie estaba cubierta de jeroglíficos gigan­tescos cincelados, muy perceptibles al tacto.

Seguí arrastrándome, tropezando con más columnas ti­tánicas, separadas entre sí a intervalos incomprensibles, cuando de repente me llamó la atención algo que debió de impresionar mi subconsciente antes de que mi oído consciente lo captara.

De algún abismo inferior de las entrañas de la tierra brotaba cierto rumor acompasado y definido, como jamás había oído yo hasta entonces. Casi de manera intuitiva me di cuenta de que eran acordes muy antiguos y claramente ceremoniosos, y mis lecturas sobre egiptología me hicieron asociarlos con la flauta, el sambuke, el sistro y el tímpano. En sus sones y zumbidos, repiqueteos y per­cusiones noté una calidad sobrecogedora que superaba to­dos los terrores conocidos de la tierra, una calidad singu­larmente disociada del miedo personal, y que adquirió la forma de una eispecie de piedad objetiva hacia nuestro planeta por cobijar en sus profundidades los horrores que yacían tras estas egipánicas cacofonías. Aumentó el rumor de volumen y comprendí que se acercaba. Luego — y oja­lá los dioses de todos los panteones me impidan volver a escuchar nada semejante— empecé a oír débilmente, a lo lejos, las pisadas milenarias de unos seres que avan­zaban.

Era sobrecogedor que pisadas tan desiguales marcha­ran a un ritmo tan perfecto. Había, sin duda, un adies­tramiento de miles de años impíos tras aquella marcha de secretas monstruosidades de la tierra.. Avanzaban con paso quedo, sonoro, solemne, llano, ruidoso, pesado, arras­trado... al son de las detestables discordancias de aquellos instrumentos burlescos. Entonces —¡ojalá me borre Dios del pensamiento el recuerdo de esas leyendas árabes! —, las momias sin alma..., el punto de reunión de los kas errabundos... las hordas de muertos faraónicos condena­dos durante cuarenta siglos..., las momias compuestas, guiadas a través de las inmensas oquedades de ónice por el rey Kefrén y su reina necrófaga Nitocris..

Las pisadas se acercaban. ¡Que el cielo me libre del rumor de aquellos pies y zarpas y pezuñas y patas y ga­rras, cuando comenzaron a hacerse discernibles! En una ilimitada extensión de tenebroso pavimento parpadeó un destello de luz en medio del viento maloliente, y me oculté detrás del enorme cilindro de una columna ciclópea a fin de escapar por un momento al horror que se acer­caba despacio, con millones de pies, recorriendo gigan­tescas estancias hipóstilas de inhumano pavor y fóbica antigüedad. Aumentaron los parpadeos, y crecieron las pisadas y el ritmo disonante alcanzando proporciones pa­vorosas. Al temblor de la luz anaranjada surgió débilmente una escena tan aterradora que abrí la boca dominado por un asombro que me hizo olvidar el miedo y la re­pugnancia que sentía. Basas de columnas cuyos fustes lle­gaban hasta más allá de donde alcanzaba la vista..., basas junto a las cuales la Torre Eiffel parecería insignificante..., jeroglíficos tallados por manos inimaginables en cavernas donde la luz del día sólo era una leyenda remota...

No miraría a aquellos seres que avanzaban. Lo decidí desesperadamente al oír el crujir de articulaciones y el resollar nitroso por encima de la música de los muertos y las pisadas de los muertos. Era misericordioso que no hablaran..., pero, ¡Dios mío!, sus locas antorchas empe­zaban a arrojar sombras sobre aquellas tremendas columnas. Los hipopótamos no deberían tener manos humanas, ni portar antorchas..., y los hombres no deberían tener cabeza de cocodrilo...

Traté de apartar la mirada, pero las sombras y los so­nidos y el hedor lo invadían todo. Entonces recordé algo que solía hacer yo de pequeño, cuando tenía una pesadilla y estaba semiconsciente, y empecé a repetirme: « ¡Es un sueño! ¡Es un sueño!» Pero no sirvió de nada; y sólo me quedó el recurso de cerrar los ojos y rezar..., al me­nos, es o es lo que creo que hice, ya que uno nunca está seguro durante las visiones; porque sé que fue eso y nada más. Me preguntaba si volvería al mundo de nuevo, y a veces abría los ojos furtivamente para ver si lograba distinguir algún detalle del lugar, aparte del viento car­gado de aroma y putrefacción, de las columnas intermina­bles y de las sombras que creaban horrores abominables y anormales. El resplandor chisporroteante de una multi­tud de antorchas brillaba ahora, y a menos que este lugar. infernal careciese de muros, no podía tardar en descubrir algún tipo de limite o señal. Pero tuve que cerrar los ojos otra vez, al darme cuenta de la cantidad de seres que se estaban congregando..., y discernir algo que ca­minaba solemne y decidido, sin cuerpo de cintura para arriba.

Un infernal, ululante gorgoteo o estertor de muerte rasgó entonces el ambiente — un ambiente putrefacto y ponzoñoso que hedía a nafta y a chorros de betún— bro­tando del coro concertado de la legión macabra que for­maban aquellas híbridas blasfemias. Mis ojos, perversa­mente abiertos, contemplaron por un instante una visión que ninguna criatura humana sería capaz de imaginar si­quiera sin estremecerse de pánico y perder el conocimien­to. Los seres que habían desfilado ceremoniosamente en la dirección del viento hediondo hacia donde el resplandor de las antorchas mostraba sus cabezas inclinadas, o las cabezas de quienes las tenían, se estaban postrando en actitud de adoración ante una gran abertura negra de la que brotaba la fetidez, tan alta que casi se perdía de vista y la cual, según pude ver, estaba flanqueada por dos es­calinatas gigantescas en ángulo recto cuyo coronamiento se perdía en las sombras... Una de ellas, evidentemente, era la escalinata por la que yo había caído.

Las dimensiones de la abertura estaban en total proporción con las de las columnas: una casa normal se habría perdido en su interior, y cualquier edificio público de tamaño ordinario podría haber sido desplazado a tra­vés de ella con toda holgura. Era tan grande el espacio de su vano, que sólo moviendo la vista podía abarcar sus contornos; y era inmenso, espantosamente negro, y aro­máticamente pestilente... Y delante de esa entrada digna de Polifemo, aquellos seres arrojaban cosas, ofrendas re­ligiosas o sacrificios, evidentemente, a juzgar por sus ges­tos, Kefrén estaba a la cabeza de todos ellos: el sonriente rey Kefrén, o el guía Abdul Reis, coronado con su pshent de oro, y entonando fórmulas interminables con la voz cavernosa de los muertos. A su lado estaba arrodillada la hermosa reina Nitocris, a la que vi de perfil un instante, y noté que la mitad derecha de su rostro estaba devorada por las ratas u otros seres necrófagos. Pero cerré los ojos otra vez, al ver qué era lo que arrojaban como ofrendas a la fétida abertura, o a su posible deidad par­ticular.

Se me ocurrió que, a juzgar por lo complicado de este ritual, la deidad oculta debía de ser sumamente poderosa. ¿Se trataría de Osiris o Isis, de Horus o Annubis, o acaso de algún desconocido dios de los Muertos aún más importante y supremo? Existe una leyenda que habla de la erección de terribles y colosales altares a un Ser Desco­nocido antes de que fueran adorados los dioses cono­cidos...

Y ahora, mientras me esforzaba en observar las adoraciones sepulcrales y extáticas de aquellos seres innominados, se me ocurrió de repente la idea de cómo huir. El recinto estaba oscuro, y las columnas envueltas en som­bras. Con todas las criaturas que componían aquella multitud de pesadilla inmersas en arrobada y espantosa ado­ración tenía alguna posibilidad de cruzar secretamente ha­cia una de las escalinatas y subir sin que me vieran, con­fiando en el Destino y en mi habilidad para evadirme, después, de las regiones superiores. No sabía —ni había pensado seriamente— dónde estaba, y por un momento me resultó divertido planear en serio una fuga de lo que sabía que era un sueño. ¿Me encontraba en una región oculta e insospechada del templo-entrada de Kefrén..., de ese templo que durante generaciones han llamado de ma­nera persistente el Templo de la Esfinge? No podía hacer conjeturas, pero decidí subir a la vida y a la conciencia, si lograba hacer valer mi ingenio y mis músculos.

Aplastándome boca abajo, inicié el ansioso recorrido hacia la escalinata de la izquierda, que me pareció la más cercana de las dos. No puedo describir los incidentes y sensaciones que experimenté durante esa marcha lenta y arrastrada, pero pueden adivinarse si se piensa en lo que tuve que vigilar estrechamente a la luz maligna de las antorchas agitadas por el viento, a fin de evitar que me descubriesen. Como he dicho, el pie de la escalinata estaba sumido en sombras, ya que subía recta hasta el re­llano vertiginoso, protegido por un antepecho que se al­zaba sobre la titánica abertura. Esto situaba la última etapa de mi ascensión a cierta distancia de la repugnante multitud, cuya visión me producía escalofríos, aunque la tenía lejos, a mi derecha.

Por fin, conseguí llegar a la escalinata y empecé a su­bir, manteniéndome pegado al muro — en el que observé que había decoraciones de la más espantosa naturaleza - ­y confiando en el interés extático y absorto con que las monstruosidades miraban la abertura de hálito corrom­pido y el impío alimento que habían arrojado al pavimen­to, a su umbral. La escalinata era enorme y empinada, construida con enormes bloques de pórfido, como para unos pies de gigante, y la ascensión parecía prácticamente interminable. El miedo a que me descubrieran, y el dolor que el renovado ejercicio había despertado en todas mis heridas, se combinaron para hacer de esa ascensión un recuerdo de agónica memoria. Me había propuesto, cuan­do llegara al rellano, seguir subiendo inmediatamente por cualquier escalera que ascendiese a partir de allí, sin de­tenerme a echar una última mirada a las abominaciones de carroña que manoteaban y se arrodillaban unos seten­ta u ochenta pies más abajo... Sin embargo, cuando ya casi había alcanzado el final de la escalera, se elevó una súbita repetición de aquel atronador gorgoteo o estertor de cadáveres; su cadencia de ceremonial me indicó que no había peligro alguno de que me descubrieran, así que me detuve y me asomé cautamente por encima del ante­pecho.

Las monstruosidades saludaban en este instante a alguien que había salido de la nauseabunda abertura para apoderarse del horrible alimento ofrecido. Era un ser tremendamente pesado, aun visto desde mi altura; un ser amarillento y peludo, dotado de una especie de movimiento nervioso. Era enorme, quizá como un hipopótamo de grandes proporciones, aunque con una forma muy singu­lar. Parecía no tener cuello, sino cinco cabezas peludas que emergían en fila de un tronco rudimentariamente ci­líndrico; la primera era muy pequeña, la segunda de ta­maño regular, la tercera y la cuarta eran iguales y parecían las más grandes de todas; la quinta era más pequeña, aunque no tanto como la primera.

De estas cabezas salían a la velocidad del dardo unos tentáculos curiosos y rígidos que atrapaban codiciosamente enormes cantidades del indescriptible alimento arrojado ante la abertura. De cuando en cuando, el ser aquel saltaba y retrocedía a su madriguera de muy curiosa manera. Su forma de locomoción era tan inexplicable que me que­dé observando fascinado, con el deseo de que se alejara algo más del cavernoso agujero que tenía debajo de mí.

Y entonces salió... Salió, y ante aquella visión, di me­dia vuelta y huí hacia la negrura de la parte superior de la escalinata que ascendía a mi espalda; huí atropellada­mente hacia arriba por increíbles peldaños y escalas y ram­pas, por donde ninguna visión humana ni lógica podían guiarme, y que debo relegar al mundo de los sueños por falta de confirmación Debió de ser un sueño; de lo con­trario, el amanecer jamás me habría sorprendido respi­rando en las arenas de Gizeh, ante el rostro sardónico y arrebolado de la gran Esfinge.

¡La gran Esfinge! ¡Dios!… ¡Aquella pregunta peregri­na que me había hecho yo la mañana anterior bendecida por el sol: ¿ qué inmensa y repugnante anormalidad re­presentó la Esfinge originalmente esculpida? Maldita sea la visión, sea sueño o no, que me reveló ese supremo horror, ese desconocido dios de los Muertos que se lame su hocico colosal en el abismo insospechado, y se alimenta de los espantosos pedazos que le ofrendan unas inmundas absurdidades que no debieran existir. El monstruo de cinco cabezas que emergió..., aquel monstruo de cinco cabezas, del tamaño de un hipopótamo..., el monstruo de cinco cabezas... y aquel otro del que no era más que la zarpa delantera...

Pero he sobrevivido, y sé que sólo ha sido un sueño.

***

Este relato lo escribió H. P. Lovecraft por encargo dc Harry Houdini (1874-1926), cuyo verdadero nombre era Erich Weiss, de Appleton, Wisconsin, y tomó su nombre artístico del gran ilu­sionista francés Jean Eugene Robert-Houdin (1805-1871). Durante mucho años fue escapista sin par y famoso por sus denuncias de los fraudes espiritistas. Este relato, escrito por H. P. Love­craft, apareció por primera vez en Weird Tales en mayo de 1924, y fue reeditado posteriormente en el número de julio de 1939.

ENCERRADO CON LOS FARAONES (IMPRISIONED UIT THE PHARAOHS) 1924 (1a parte)

I

El misterio atrae al misterio. Desde que mi nombre se ha difundido ampliamente unido a la ejecución de proezas inexplicables, me he tropezado con relatos y su­cedidos extraños que, dada mi profesión, la gente ha re­lacionado con mis intereses y actividades. Unos han sido triviales e irrelevantes; otros, profundamente dramáticos y absorbentes; otros han dado lugar a horribles y peli­grosas experiencias; otros, en fin, me han involucrado en extensas investigaciones científicas e históricas. He habla­do y seguiré hablando sin reparo de muchos de estos casos. Pero hay uno que no puedo contar sino con gran renuen­cia, y sólo tras repetida insistencia por parte de los edi­tores de esta revista, quienes han oído vagos rumores so­bre él por boca de varios miembros de mi familia.

El tema sobre el que he guardado silencio hasta ahora se relaciona con una visita no profesional que hice a Egip­to hace catorce años, y si lo he rehuido ha sido por di­versos motivos. En primer lugar, soy contrario a explotar determinados hechos inequívocamente reales, desconocidos para los miles de turistas que se aglomeran alrededor de las pirámides, y que las autoridades de El Cairo ocultan con mucha diligencia, al parecer, ya que no es posible que los ignoren por completo. En segundo lugar, me dis­gusta tener que rememorar un incidente en el que mi fantástica imaginación debió de desempeñar un importan­te papel. Lo que vi —o creí ver— no ocurrió, evidente­mente, sino que debe considerarse más bien efecto de mis lecturas sobre egiptología, entonces recientes, y de las lucubraciones sobre dicho tema que mi entorno propició de manera natural. Tales estímulos imaginativos, aumen­tados por la emoción de un acontecimiento real bastante terrible en sí mismo, provocó sin duda el horror culmi­nante de esa noche- malhadada, tan lejana ya.

En enero de 1910 había cumplido un compromiso pro­fesional en Inglaterra y había firmado un contrato para hacer una gira por unos teatros de Australia. Se me ha­bía concedido un amplio margen de tiempo para efectuar el viaje, y decidí aprovecharlo al máximo con el recorrido que más me interesaba; así que, acompañado de mí es­posa, atravesé el Continente en dirección sur y embarqué en Marsella, en el vapor P. & O. Malwa, rumbo a Port Said. Partiendo de allí, me proponía visitar los principa­les lugares históricos del Bajo Egipto, antes de salir de­finitivamente para Australia.

El viaje fue agradable, y estuvo animado por los múltiples y divertidos incidentes que le suceden a un ilusio­nista fuera de su trabajo. Me había propuesto ir de in­cógnito, a fin de viajar tranquilo; pero me sentí impulsado a darme a conocer a causa de un colega, cuyos deseos de asombrar a los pasajeros con trucos sencillos me inci­taron a duplicar y superar sus proezas de una forma que destruyó por completo mi anonimato. Cito este detalle por su consecuencia final —consecuencia que debí haber previsto antes de revelar mi identidad al cargamento de turistas que estaba a punto de desparramarse por todo el valle del Nilo—. Aquello significó pregonar mi identi­dad allá por donde iba privándonos a mi esposa y a mí del apacible anonimato del que habíamos pretendido go­zar. ¡En un viaje en pos de curiosidades, me vi obligado a soportar a menudo que me examinasen también como una especie de curiosidad!

Ibamos a Egipto en busca de lo pintoresco y lo místi­camente impresionante pero encontramos pocas cosas de esta naturaleza cuando el barco atracó en Port Said y descargó su pasaje en los botes. Las dunas bajas de arena, las boyas oscilantes en los bajíos y un aburrido pueble­cito europeo sin nada de interés salvo la gran estatua del gran De Lesseps, despertaron nuestra impaciencia por ver algo que valiese más la pena. Tras algunas delibera­ciones, decidimos ir a El Cairo y a las Pirámides, y luego dirigirnos a Alejandría para coger el barco con destino a Australia, visitando antes los monumentos grecorroma­nos que la antigua metrópoli pudiese ofrecer.

El viaje en tren fue bastante soportable, y duró sólo cuatro horas y media. Vimos gran parte del canal de Suez, que seguimos hasta Ismailía, y más tarde pudimos sabo­rear un poco del Antiguo Egipto, al vislumbrar el canal de agua dulce restaurado del Imperio Medio. Luego, final­mente, vimos El Cairo brillando en la creciente oscuri­dad, como una constelación parpadeante que se convirtió en resplandor cuando nos detuvimos, en la gran Gare Cen­trale.

Pero otra vez nos esperaba el desencanto, ya que todo lo que vimos era europeo, salvo las indumentarias y las multitudes. Un prosaico paso subterráneo nos condujo a una plaza rebosante de carruajes, coches de alquiler, tran­vías, y deslumbrantes luces eléctricas que brillaban en los altos edificios, en tanto que el mismo teatro en el que en vano me pidieron que actuase —y al que más tarde fui como espectador— había sido rebautizado poco antes con el nombre de «El Cosmógrafo Americano». Nos alo­jamos en el Shepheard’s Hotel, al que llegamos en un taxi que recorrió veloz las calles anchas y elegantes; y en medio del servicio perfecto de su restaurante, ascensores y lujos generalmente angloamericanos, el Oriente miste­rioso y el pasado inmemorial parecían lejanísimos.

El día siguiente, no obstante, nos sumergió deliciosa­mente en una atmósfera de Las mil y una noches, y el Bagdad de Harun-al-Rashid pareció revivir en las tortuo­sas callejas y el exótico horizonte de El Cairo. Guiados por nuestro Baedeker, nos dirigimos hacia el este, pasando por los Jardines Ezbekiyeh, recorrimos el Mouski en bus­ca del barrio nativo, y no tardamos en caer en manos de un cicerone vociferante que —pese a los incidentes que ocurrieron después— era ciertamente, maestro en su oficio.

No me di cuenta hasta después de que debía haber so­licitado en el hotel un guía autorizado. Ese hombre, un tipo afeitado, de voz extrañamente cavernosa y relativa­mente limpio, con aspecto de faraón, y que decía llamarse «Abdul Reis el Drogman», parecía tener gran autoridad sobre los de su clase; sin embargo, más tarde, la policía manifestó no conocerle, afirmando que reis es meramente un título que se emplea para designar a cualquier persona con autoridad, mientras que «Drogman» no es, eviden­temente, sino una torpe modificación de dragoman, pala­bra que significa guía de grupos turísticos.

Abdul nos condujo por entre maravillas hasta entonces sólo vislumbradas en lecturas y sueños. La vieja ciudad de El Cairo es en si misma un libro de cuentos y un ensueño: laberintos de estrechos callejones impregnados de aromáticos secretos; balcones de arabescos y miradores que casi se tocan por encima de las calles empedradas; torbellinos de tráfico oriental en medio de gritos extra­ños, restallar de látigos, traqueteos de carros, tintineos de monedas y rebuznos de asnos; un calidoscopio de ro­pas, velos, turbantes y faces multicolores; aguadores y derviches, perros y gatos, adivinos y barberos; y, por en­cima de todo, el gimoteo de los mendigos agazapados en los rincones y el sonoro cántico de los muecines desde sus minaretes delicadamente recortados sobre el cielo de un azul intenso e inalterable.

Los bazares, techados y más tranquilos, eran igualmen­te seductores. Especias, perfumes, bolas de incienso, al­fombras y cobres: el viejo Mahmud Suleimán permanecía sentado con las piernas cruzadas en medio de sus botellas pegajosas mientras unos jóvenes charlatanes molían mos­taza en el capitel ahuecado de una antigua columna clá­sica, corintia, quizá de la vecina Heliópolis, donde Augus­to acantonó una de sus tres legiones egipcias. La anti­güedad empezaba a mezciarse con el exotismo. A conti­nuación vimos todas las mezquitas y museos, y procura­mos que nuestra orgía árabe no sucumbiera al encanto más oscuro del Egipto faraónico que nos ofrecían los te­soros inapreciables de los museos. Este debía ser nuestro clímax; así que, de momento, nos concentramos en las glorias sarracenas medievales de los califas cuyas magní­ficas tumbas-mezquitas forman deslumbrantes y prodigio­sas necrópolis en el borde del desierto árabe.

Finalmente, Abdul nos llevó por la Sharia Mohamed Ah a la antigua mezquita del sultán Hassan, y a la de Babel-Azab, flanqueada por torres, más allá de la cual el pasaje de empinadas paredes asciende hasta la poderosa ciudadela que el propio Saladino hizo construir con pie­dras de olvidadas pirámides. Atardecía ya cuando escala­mos ese peñasco, dimos una vuelta alrededor de la mo­derna mezquita de Mohamed Alí, y nos asomamos al ver­tiginoso antepecho, por encima de El Cairo místico..., místico y todo dorado, con sus cúpulas labradas, sus eté­reos minaretes y sus jardines resplandecientes.

Muy por encima de la ciudad se alzaba la gran cópula romana de un nuevo museo; y más allá —al otro lado del Nilo enigmático y amarillo, padre de dinastías milena­rias— acechaban las amenazadoras arenas del desierto de Libia, onduladas, iridiscentes, perversas, llenas de arca­nos aún más antiguos.

El rojo sol se hundía, trayendo el frío implacable de la noche egipcia; y mientras permanecía en equilibrio en el borde del mundo como un dios antiguo de Heliópohis — Ra-Harakhte, el Sol del Horizonte—, vimos recortarse contra su holocausto bermellón las negras siluetas de las pirámides de Gizeh, las tumbas paleógenas veneradas mil años antes, cuando Tut-Ankh-Amon subió al trono en la lejana Tebas. Comprendimos entonces que habíamos ter­minado con El Cairo sarraceno, y que debíamos saborear los misterios más profundos del Egipto primordial: la ne­gra Kem de Ra, Amón, Isis y Osiris.

A la mañana siguiente fuimos a visitar las pirámides; recorrimos en un coche Victoria la isla de Chizereh con sus imponentes árboles lebbakh, cruzamos el pequeño puente inglés y pasamos a la margen occidental. Seguimos por la carretera de la orilla, entre grandes hileras de ár­boles lebbakh, y pasamos el parque zoológico hasta llegar al suburbio de Gizeh, donde después han construido un nuevo puente que lleva a El Cairo. Luego, dirigiéndonos hacia el interior por el Sharia-el-Haram, cruzamos una región de canales de inmóvil superficie y míseros pobla­dos nativos, hasta que surgieron ante nosotros los objetos de nuestro viaje, hendiendo las brumas del amanecer y creando réplicas invertidas en las charcas que había junto a la carretera. En efecto, como dijo allí Napoleón a sus soldados, cuarenta siglos nos contemplaban.

La carretera ascendía ahora bruscamente, hasta que por último llegamos al lugar de transbordo entre la estación del tranvía y el Hotel Mena House. Abdul Reis, que efec­tivamente nos había sacado entradas para visitar las pirá­mides, parecía entenderse muy bien con los bulliciosos, vociferantes y mugrientos beduinos que habitaban en un sórdido poblado de barro, a cierta distancia, y se dedica­ban a asaltar fastidiosamente a los viajeros, porque supo tenerlos decorosamente a raya y nos consiguió un exce­lente par de camellos, montando él en un asno y asignando la conducción de nuestros animales a un grupo de hom­bres y chicos que nos resultaron más caros que útiles. El trayecto que debíamos recorrer era tan pequeño que casi no eran necesarios los camellos; pero no lamentamos aña­dir a nuestra experiencia esa molesta forma de navega­ción por el desierto.

Las pirámides se elevan sobre una meseta rocosa, y constituyen casi el más septentrional de los cementerios reales construidos en la vecindad de la desaparecida ciu­dad de Memfis, enclavada en la misma margen del Nilo, algo al sur de Gizeh, y que floreció entre los años 3400 y 2000 a. C. La mayor de las pirámides, que es la más próxima a la carretera, fue construida por el rey de Egip­to Keops o Khufu hacia 2800 a. C., y mide más de 450 pies de altura. Al sudoeste, y alineadas, están sucesi­vamente la segunda pirámide, construida una generación después por el rey Kefrén —la cual, aunque ligeramente más pequeña, da la impresión de ser mayor por encon­trarse en un terreno más elevado—-, y la del rey Micenno, notoriamente más pequeña, construida hacia 2700 a. C. Cerca del borde de la meseta, y al este de la segunda pirámide, con un rostro probablemente modificado para hacer de él un retrato colosal de Kefrén — su real restaurador—, se alza la monstruosa Esfinge: muda, sardónica, depositaria de un saber anterior a la humanidad y al re­cuerdo.

En varios lugares se encuentran pirámides y restos de pirámides de importancia menor, y la meseta entera está acribillada de tumbas de dignatarios de rango ligeramente inferior al de rey. Estas últimas estuvieron señaladas ori­ginariamente por mastabas o construcciones de piedra en forma de banco alrededor de los profundos fosos fune­rarios, como se descubrió en otros cementerios ménficos, y de las que constituye un ejemplo la tumba de Perneb, que se encuentra en el Museo Metropolitano de Nueva York. En Gizeh, no obstante, todas estas cosas visibles han desaparecido a causa del tiempo y del pillaje, y sólo los fosos excavados en la roca, cegados por la arena o va­ciados por los arqueólogos, siguen atestiguando su anti­gua existencia. Conectada con cada tumba había una ca­pilla en la que sacerdotes y parientes ofrecían alimentos y oraciones al ka o principio vital del difunto, que jamás se alejaba del lugar de enterramiento. Las tumbas peque­ñas tienen sus capillas en el interior de sus superestruc­tras de piedra o mastabas; pero las capillas mortuorias de las pirámides donde descansan los faraones son tem­plos separados, situados cada uno de ellos al este de la pirámide correspondiente, y comunicados mediante un pa­sillo elevado con una imponente capilla-entrada o propileo, situada en el borde de la meseta rocosa.

La capilla-entrada que conduce a la segunda pirámide, casi enterrada en la arena arrastrada por el viento, se abre subterráneamente al sudeste de la Esfinge. Una per­sistente tradición la considera el «Templo de la Esfinge», quizá con razón, si la Esfinge representa efectivamente al constructor de la segunda pirámide, Kefrén. Existen en torno a la Esfinge inquietantes historias anteriores a Ke­frén; pero fuera cual fuese su rostro anterior, el monarca le dio el suyo para que los hombres pudiesen contemplar el coloso sin temor.

Fue en el gran templo-entrada donde se encontró la estatua de Kefrén esculpida en diorita, de tamaño natu­ral, actualmente en el Museo de El Cairo; una estatua que me dejó sobrecogido cuando la contemplé. No sé si han excavado ya todo el edificio, pero en 1910 estaba ente­rrado en su mayor parte y la entrada permanecía sólida­mente cerrada durante la noche. Los alemanes estaban al cargo de las obras, que quizá fueron interrumpidas por la guerra u otros motivos. Daría lo que fuese — en vista de mi experiencia, y de ciertos rumores que corrían entre los beduinos, desmentidos o ignorados en El Cairo— - por saber qué ha sucedido con cierto pozo que hay en una galería transversal donde se encontraron estatuas del fa­raón curiosamente yuxtapuestas a estatuas de babuinos.

La carretera que recorrimos en camello esa mañana des­cribía una curva cerrada, dejando a la izquierda la cons­trucción de madera del cuartel de la policía, la oficina de correos, el almacén de comestibles y las tiendas, y se adentraba hacia el sur y el Oeste en una vuelta completa que remontaba la meseta rocosa y nos situó frente al de­sierto, a sotavento de la gran pirámide. Pasada la ciclópea construcción, dimos la vuelta por la cara este y nos asomamos a un valle de pirámides menores, más allá del cual centelleaba el Nilo eterno; al Oeste temblaba el eterno desierto. Muy cerca se recortaban las tres pirámides prin­cipales, desnuda la más grande de todo revoque exterior, mostrando sus enormes bloques de piedra, y las otras con restos perfectamente adheridos de la capa protectora, aquí y allá, que en tiempos les diera un aspecto suave y acabado.

A continuación bajamos hacia la Esfinge, y nos senta­mos en silencio bajo el hechizo de esos ojos terribles y ciegos. En el inmenso pecho de piedra distinguimos débil­mente el símbolo de Ra-Harakhte, por cuya imagen la Esfinge fue erróneamente considerada de una última di­nastía; y aunque la arena cubría la tableta que tiene entre sus grandes garras, recordamos lo que Tutmosis IV es­cribió en ella, y el sueño que tuvo cuando era príncipe. Fue entonces cuando la sonrisa de la Esfinge nos pareció vagamente desagradable y nos hizo pensar en las leyendas que hablaban de pasadizos subterráneos bajo la monstruo­sa criatura, los cuales descendían más y más, a profundi­dades a las que nadie se atrevía a aludir, y que se relacio­naban con misterios anteriores al Egipto dinástico excavado y en siniestra conexión con la persistencia de dioses anormales con cabeza de animal del antiguo panteón niló­tico. Entonces también me hice una pregunta peregrina cuyo espantoso significado no se reveló hasta muchas ho­ras después.

Empezaban a alcanzarnos ahora otros turistas, y seguimos andando hacia el Templo de la Esfinge hundidos en la arena, situado unas cincuenta yardas al sudeste, al que me he referido como la gran puerta de acceso a la calzada que conduce a la capilla mortuoria de la segunda pirámi­de, en la meseta. Dicha capilla se encontraba aún enterra­da en s u mayor parte en la arena y, aunque desmontamos y bajamos por un acceso moderno hasta un corredor de alabastro y un recinto de pilares, me di cuenta de que Abdul y el encargado alemán no nos habían enseñado todo lo que había que ver.

Después efectuamos el habitual recorrido alrededor de la meseta de las pirámides, examinamos la segunda pirá­mide y las curiosas ruinas de su capilla mortuoria, situada al este; la tercera pirámide, con sus satélites en miniatura, al sur, y la ruinosa capilla oriental; las tumbas de las rocas y los panales de las dinastías IV y V, y final­mente la famosa tumba de Campbell, cuyo pozo se hunde casi verticalmente unos cincuenta y tres píes hasta un sarcófago siniestro que uno de nuestros camelleros limpió de la molesta arena tras efectuar un vertiginoso descenso con una cuerda.

Entonces nos llegaron gritos procedentes de la Gran Pirámide, donde unos beduinos asediaban a un grupo de turistas, ofreciéndose como los más rápidos en efectuar el ascenso y el descenso en solitario a la cúspide. Dicen que el récord de subirla y bajarla está en siete minutos> aunque muchos vigorosos jeques e hijos de jeques nos aseguraron que eran capaces de reducirlo a cinco, con el impulso previo de una buena bakshish. No les dimos tal impulso, aunque dejamos que Abdul nos llevase hasta arri­ba, logrando así una perspectiva, de una magnificencia sin precedentes, que abarcaba no sólo El Cairo lejano y cen­telleante, con su ciudadela y su fondo de colinas color dorado violáceo, sino también todas las pirámides del área de Memfis, desde Abu Roash, al norte, hasta Dashur al sur. La pirámide escalonada de Sakkara, que marca la evolución de la baja mastaba a la verdadera pirámide destacaba clara y seductoramente en la lejanía arenosa Cerca de este monumento de transición fue donde se des cubrió la famosa tumba de Perneb; más de cuatrocientas millas al norte del valle rocoso de Tebas, donde duerme Tut-Ankh-Amon. Nuevamente me obligó a guardar silencio una sensación de auténtico pavor. La contemplación de semejante antigüedad, y los secretos que todos estos venerables monumentos parecían contener y cobijar me llenaban de un respeto y un sentimiento de inmensidad que jamás me había inspirado cosa alguna.

Cansados por nuestro ascenso, y hartos de los fastidio­sos beduinos, cuyo comportamiento parecía desafiar todas las reglas del buen gusto, prescindimos del arduo porme­nor de entrar en los angostos pasadizos interiores de las pirámides, aunque vimos a varios de los turistas mas atrevidos disponiéndose a meterse a rastras en el sofocante interior del más imponente monumento de Cheops. Cuan­do despedimos y pagamos sobradamente a nuestra escolta local y regresamos a El Cairo con Abdul Reis bajo el sol de la tarde, casi lamentamos no haber entrado también. Se murmuraban cosas fascinantes acerca de pasadizos in­feriores de la pirámide que no venían en las guías; pasa­dizos cuyas entradas habían sido condenadas apresurada­mente con bloques de piedra y ocultadas por ciertos arqueólogos poco comunicativos, quienes las habían des­cubierto y empezado a explorar.

Naturalmente, tales rumores carecían de fundamento en su mayor parte, pero era curioso observar cuán per­sistentemente se prohibía a los visitantes entrar en las pirámides por la noche, así como visitar las madrigueras más bajas y la cripta de la gran pirámide. Quizá en este último caso era el efecto psicológico lo que se temía: el efecto que puede producir en el visitante sentirse encajonado bajo un mundo gigantesco de sólida albañilería, comunicado con la vida conocida a través de ese único pasadizo que sólo le es posible recorrer a rastras, y que cualquier accidente o contratiempo podría obstruir. Todo ello nos parecía tan misterioso y seductor, que decidimos hacer otra visita a la meseta de las pirámides en la prime­ra ocasión que tuviéramos. Por lo que a mí respecta, dicha ocasión se presentó mucho antes de lo que esperaba.

Aquella noche, los miembros de nuestro grupo se en­contraban algo cansados después del agotador programa del día, así que fui solo con Abdul Reis a dar una vuelta por la pintoresca parte árabe. Aunque ya la había visitado de día, quería conocer los callejones y los bazares en el crepúsculo, cuando las ricas sombras y los destellos dora­dos aumentarían su encanto y su fantástica ilusión. Las multitudes de nativos se iban dispersando, aunque seguían siendo muy bulliciosas y numerosas cuando nos tropeza­mos con un grupo de beduinos juerguistas en el Suken­ Nahhasin o mercado de los caldereros. El que parecía ser el jefe, un joven descarado de facciones duras y fez insolentemente ladeado, se fijó en nosotros, y evidentemente reconoció, con no muchas muestras de simpatía, a mi competente pero arrogante y despectivo guía.

Quizá, pensé, le molestaba aquella reproducción de la semisonrisa de la Esfinge que yo mismo había observado a menudo con divertida irritación; o tal vez le desagra­daba la resonancia cavernosa y sepulcral de la voz de Ab­dul. En cualquier caso, el intercambio de palabras ances­tralmente ofensivas se hizo muy enérgico; y poco después Ah Ziz, como oí que el guía llamaba al desconocido cuan­do no le daba otro nombre peor, agarró violentamente a Abdul por la ropa, acción que se vio rápidamente co­rrespondida y que originó una animada pelea en la que ambos combatientes perdieron sus sacrosantos tocados, y habrían llegado a un estado aún más lamentable de no haber mediado yo separándoles a viva fuerza.

Mí intercesión, que al principio pareció inoportuna a ambas partes, logró finalmente establecer una tregua. Apla­caron su ira los dos contendientes, se ordenaron la ropa con gesto hosco y, adoptando un aire de dignidad tan profundo como repentino, formularon un curioso pacto de honor que no tardé en enterarme de que era costum­bre muy antigua en El Cairo: un acuerdo para zanjar sus diferencias mediante una pelea a puñetazos en lo alto de la gran pirámide, a la luz de la luna, cuando se hubiera marchado el último turista. Cada uno de los duelistas debía reunir un grupo de padrinos, y el lance debía em­pezar a las doce de la noche, prosiguiendo en asaltos, de la manera más civilizada posible.

Había en todo este plan muchas cosas que excitaron mi interés. La misma lucha prometía ser única y espec­tacular, en tanto que la idea del escenario, lo más alto de aquella venerable mole dominando la meseta antedi­luviana de Gizeh bajo una luna menguante, en las pri­meras horas de la madrugada, pulsaba todas las fibras de mi imaginación. Cuando le pedí a Abdul que me per­mitiese asistir, se mostró sumamente dispuesto a admi­tirme entre sus padrinos; así que dediqué el resto de la tarde a acompañarle a diversos antros de las zonas más ingobernables de la ciudad — en su mayor parte al norte del Ezbekiyeh—, hasta que reunió, uno a uno, a una se­lecta y formidable banda de sujetos sanguinarios como seguidores suyos en el combate pugilístico.

Poco después de las nueve, nuestro grupo, montado en asnos que tenían nombres reales o de reminiscencias turísticas tales como «Ramsés», «Mark Twain», «J. P. Morgan» y «Minnehaha», emprendió la marcha por el laberinto de calles orientales y occidentales, cruzó el Nilo, embarrado y poblado de mástiles, por el puente de los leones de bronce, y cruzó al trote filosóficamente por entre los lebbakhs, camino de Gizeh. Tardamos algo más de dos horas en hacer ese trayecto, y hacia el final nos cruzamos con los últimos turistas que regresaban, saludamos al úl­timo tranvía que iba de vuelta y nos quedamos a solas con la noche y el pasado y la luna espectral.

Luego, al final de la avenida, vimos las pirámides in­mensas y fantasmales, dotadas de una oscura amenaza atávica que no había notado a la luz del día. Hasta la más pequeña tenía un aspecto horrible.., porque, ¿acaso no era en ella en donde había sido enterrada viva la reina Nitocris de la VI dinastía, la astuta reina Nitocris que invitó una vez a sus enemigos a un festín, en un templo situado bajo el Nilo, y los ahogó a todos abriendo las compuertas? Recordé que los árabes murmuraban ciertas historias sobre la reina Nitocris, y evitaban acercarse a la tercera pirámide en determinadas fases de la luna. Sin duda pensaba en ella Thomas Moore cuando escribió algo sobre lo que murmuraban los barqueros de Memfis:

Ninfa subterránea que habita

Entre las gemas sin sol y las glorias ocultas:

¡Señora de la Pirámide!

Aunque aún era pronto, Alí Ziz y su grupo se nos ha­bían adelantado, ya que vimos sus asnos recostados con­tra la meseta del desierto, en Kafrel-Haram, mísero po­blado próximo a la Esfinge, hacia donde nos dirigíamos en lugar de seguir la carretera normal que iba al Mena Honre, ya que podía vernos algún adormilado policía y detenernos. Aquí, donde los mugrientos beduinos guar­daban sus camellos y sus asnos en las tumbas de los cor­tesanos de Kefrén, emprendimos la subida por las rocas y la arena hasta la gran pirámide, por cuyas caras erosio­nadas empezaban ya los árabes a trepar ansiosamente, y Abdul Reis me ofreció una ayuda que no necesitaba.

Como saben casi todos los viajeros, el vértice de esta construcción ha desaparecido por la erosión hace mucho tiempo, dejando una plataforma razonablemente llana, de unas doce yardas cuadradas. En este misterioso pináculo se formó un círculo, y pocos momentos después la sardó­nica luna del desierto contempló una lucha que, de no ser por la calidad de los gritos de los espectadores, podía haber tenido lugar en algún pequeño gimnasio americano. Mientras la observaba, comprendí que no faltaban algu­nas de nuestras instituciones menos deseables, pues a cada golpe, amago y defensa delataba «simulación» a mis ojos no del todo inexpertos. Concluyó en seguida; y a pesar de mis dudas en lo que se refiere a los métodos, sentí una especie de orgullo de propietario cuando Abdul Reis fue proclamado vencedor.

La reconciliación fue asombrosamente rápida; y en medio de las canciones de confraternización y las bebidas que siguieron, resultaba difícil recordar que había tenido lugar una pelea. Extrañamente, parecía ser yo el centro de atención, más que los propios antagonistas; y con mis ligeros conocimientos de árabe, entendí que hablaban de mis proezas profesionales y de mi facilidad para evadirme de toda clase de cadenas y encierros de una forma que indicaba no sólo un conocimiento sorprendente de quien era yo, sino una clara hostilidad y escepticismo acerca de mis hazañas escapistas. Poco a poco me fui dando cuenta de que la magia antigua de Egipto no había desaparecido por completo, y que subsistían restos de un saber extraño y secreto, así como de prácticas sacerdotales de cultos que habían pervivido subrepticiamente entre los fellaheen, hasta el extremo de juzgar molesta y ponerse en duda la proeza de un hahwi o mago desconocido. Pensé en lo mucho que se parecía mi guía de cavernosa voz, Abdul Reis, a un egipcio antiguo o faraón, o a la Esfinge sonriente..., y reflexioné.

De repente sucedió algo qué corroboró al punto lo acertadas que eran mis reflexiones, y me hizo maldecir la torpeza con que había aceptado los acontecimientos de esa noche como algo distinto de la solapada y perversa maquinación que ahora revelaban ser. Sin previo aviso, y en respuesta, evidentemente, a alguna seña disimulada de Abdul, la banda entera de beduinos se precipitó sobre mi; y sacando una gruesa cuerda, me ataron sólidamente como jamás nadie me había atado en toda mi vida, tanto en el escenario como fuera de él.

Al principio me resistí, pero pronto me di cuenta de que un hombre no puede hacer nada contra un hato de más de veinte curtidos bárbaros. Tenía las manos atadas a la espalda, las rodillas dobladas al máximo y las muñe­cas y los tobillos sólidamente unidos mediante cuerdas irrompibles. Me embutieron en la boca una mordaza so­focante, y me vendaron apretadamente los ojos. Luego, cuando los árabes me cargaron a hombros e iniciaron el zarandeante descenso de la pirámide, oí las risas de mí antiguo guía Abdul, que se burlaba y se mofaba con re­gocijo con su voz cavernosa, y me aseguraba que no tar­daría en someter mis «poderes mágicos» a una suprema prueba que borraría en un momento toda la vanidad que me habían infundido mis triunfos en América y Europa. Egipto, me recordó, es muy viejo, y está lleno de misterios recónditos y poderes antiguos, inimaginables incluso para los expertos de hoy día, cuyo ingenio había fracasado invariablemente en retenerme apresado. No sé durante cuanto tiempo ni en qué dirección me transportaron, ya que mi situación me impedía formarme una idea siquiera aproximada. Sin embargo, sé que no pudimos recorrer una gran distancia, dado que los que me llevaban no apresuraron el paso en ningún momento, y no tardamos mucho. Es esta asombrosa brevedad lo que casi me produce escalofríos, cada vez que pienso en Gi­zeh y su meseta..., por la proximidad que supone entre el recorrido que hacen a diario los turistas y lo que exis­tía entonces, y aún debe de existir.

La maligna anormalidad de que hablo no se puso de manifiesto al principio. Depositándome sobre una super­ficie que me pareció más de arena que de roca, mis se­cuestradores me pasaron una cuerda alrededor del pecho y me arrastraron unos cuantos pies, hasta una abertura dentada que había en el suelo, por la que me descolgaron a continuación sin muchos miramientos. Durante un tiem­po que me pareció una eternidad, descendí chocando con­tra las rocosas paredes irregulares de un estrecho pozo que, según supuse, sería uno de los numerosos fosos fune­rarios de la meseta, hasta unas profundidades prodigiosas y casi increíbles, que hacían imposible todo cálculo.

El horror de la experiencia era más intenso a cada se­gundo que transcurría. La idea de que un descenso a tra­vés de la sólida roca pudiera ser tan enorme sin alcanzar el centro mismo del planeta, o de que una cuerda con­feccionada por el hombre fuese tan larga como para descolgarme a esa profundidad incalculable de la tierra, era tan espantosa, que me resultaba más fácil dudar de mis sentidos trastornados que aceptarla como un hecho. Aún sigo dudando hoy, pues sé lo engañoso que se vuelve el sentido del tiempo cuando le transportan a uno o le so­meten a una tensión nerviosa. Pero estoy completamente seguro de que conservaba una conciencia lógica; de que al menos no añadí ningún fantasma de la imaginación a un cuadro bastante horrendo en su realidad, y explicable por un tipo de ilusión cerebral muy distinto de la autén­tica alucinación.

No fue todo esto la causa de mi primer amago de des­vanecimiento. La prueba espantosa era acumulativa, y el principio de los terrores posteriores fue el aumento cla­ramente perceptible del ritmo del descenso. Ahora iban lascando aquella cuerda infinitamente larga muy deprisa, y me arañaba cruelmente en las ásperas y angostas pare­des del foso mientras descendía a una velocidad de locu­ra. Tenía la ropa hecha jirones, y sentía correr la sangre por todo el cuerpo, por encima del dolor creciente y atroz.

Asimismo, mi olfato captó una amenaza apenas definida: un olor cada vez más perceptible a humedad y a rancio, extrañamente distinto de cuantos olores conocía, y que contenía un tenue componente de especias e incienso que le confería un matiz burlesco.

Luego sobrevino el cataclismo mental. Fue espantoso; más espantoso que cuanto pueda describir cualquier len­gua articulada, porque ocurrió en el alma, sin detalle al­guno que se pueda describir. Fue el éxtasis de la pesadilla y la quintaesencia de lo demoníaco. La forma súbita en que se desencadené fue apocalíptica e infernal: me iba su­mergiendo agónicamente en aquel pozo estrecho y den­tado que me torturaba, cuando, de repente, sentí que flo­taba con membranosas alas en los abismos infernales; que me balanceaba y descendía a través de incontables millas de espacio infinito y mohoso; que me elevaba vertigino­samente a inconmensurables pináculos de éter frío, y que buceaba luego, boqueando en los nadires de vacíos nau­seabundos y voraces de las regiones inferiores... ¡Doy gracias a Dios por su misericordia al sumir en el olvido esas Furias desgarradoras de la conciencia que medio des­quiciaron mis facultades y me despedazaron el espíritu como arpías! Ese respiro, aunque breve, me dio la fuerza y la cordura suficientes para soportar sublimaciones aún mayores del terror que acechaban y farfullaban en el ca­mino que todavía me quedaba por recorrer.



Sueños del Soñador de Providence