I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

viernes, 11 de julio de 2008

LA POESÍA Y LOS DIOSES 1920

Una tarde húmeda y oscura de abril, poco después de terminar la Gran Guerra, Marcia se encontraba sola, su­mida en extraños pensamientos, y sus deseos y anhelos inauditos se elevaban del amplio salón del siglo XX a las profundidades del aire, y hacia el este, hacia los olivares de la lejana Arcadia que ella sólo había visto en sueños. Había entrado en la habitación abstraída, había apagado las luminosas arañas y se había recostado en el blando sofá, junto a una lámpara solitaria que derramaba sobre la mesa de lectura un resplandor verdoso tan sedante como la luna cuando emerge entre el follaje de algún an­tiguo santuario. Vestida sencillamente, con un largo y negro traje de noche, parecía un producto típico de la civilización mo­derna; sin embargo, esa noche sentía el abismo inmenso que separaba su alma del prosaísmo de su alrededor. ¿Se debía a la extraña casa en que vivía, esa morada fría donde las relaciones eran siempre tensas y sus habitantes eran poco menos que unos desconocidos? ¿Era eso, o se debía a algún desplazamiento en el tiempo y en el espa­cio, más grande y menos explicable, por el cual había na­cido ella demasiado tarde, demasiado pronto, o demasiado lejos de las regiones de su espíritu, para armonizar jamás con las cosas feas de la realidad contemporánea? Para disipar ese estado de ánimo que la estaba hundiendo en una depresión cada vez mayor, cogió una revista de la mesa y buscó un poco de saludable poesía. La poesía siempre aliviaba su mente desasosegada más que ninguna otra cosa, aunque se daba cuenta de que la perjudicaba en muchos aspectos la moderna influencia. Había partes aun en los versos más sublimes sobre las que flotaba un vapor frío de estéril fealdad y limitación, como el polvo en el cristal de una ventana a través del cual se contem­pla una magnífica puesta de sol.

Hojeaba indiferente las páginas de la revista como el que busca un esquivo tesoro, cuando tropezó de pronto con algo que le disipó la languidez. Un observador habría podido leer sus pensamientos y decir que había descu­bierto una imagen o un sueño capaz de acercarle a su meta inalcanzable más que ninguna de las imágenes o sueños contemplados hasta entonces. Era sólo un trozo de verso libre, ese lastimoso compromiso del poeta que supera la prosa pero no llega a la divina melodía de los números; sin embargo, contenía toda la música natural del bardo que vive y que siente, y que trata de encontrar a tientas, extáticamente, la belleza desvelada. Desprovisto de regu­laridad, tenía, sin embargo, la armonía de las palabras haladas y espontáneas, armonía que faltaba en el verso formalista y convencional que ella conocía. Al leerlo, su entorno se fue volviendo gradualmente difuso, y no tardó en sentirse rodeada de brumas de ensueños tan sólo, bru­mas purpúreas salpicadas de estrellas que iban más allá del tiempo, hasta donde sólo los dioses y los soñadores pueden llegar:

¡Luna sobre el Japón,

Luna blanca de mariposas!

Donde sueñan los Budas de párpados pesados

Al son de la llamada del cuco...

Las blancas alas de las mariposas lunares

Aletean inseguras por las calles

Silenciando con rubor la mecha inútil de las linternas en manos de las muchachas.

Luna sobre los trópicos, Capullo blanco y curvo

Que abre lento sus pétalos al calor de los cielos...

El aire está lleno de perfumes,

De lánguidos, cálidos sones...

Una flauta eleva su música de insecto a la noche

Bajo el curvo pétalo-luna de los cielos.

Luna sobre la China, Luna cansada sobre el río del firmamento, Agitación luminosa entre los sauces, como un centelleo de pececillos

plateados

Que se deslizan por oscuros bajíos;

Las tejas de las tumbas y los templos podridos cabrilean como los rizos del agua;

El cielo se motea de nubes como escamas de dragón.

En medio de las brumas del sueño, la lectora gritó a las rítmicas estrellas su gozo ante la llegada de una nueva era de la canción, el renacimiento de Pan. Entornando los ojos, repitió palabras cuyas melodías estaban ocultas como cristales en el lecho de un arroyo antes del amanecer, pero que centellean resplandecientes al nacimiento del día.

¡Luna sobre el Japón,

Luna blanca de mariposas!

Luna sobre los trópicos,

Capullo blanco y curvo

Que abre lento sus pétalos al calor de los cielos.

El aire está lleno de perfumes,

De lánguidos, cálidos sones...

Luna sobre la China,

Luna cansada sobre el río del firmamento...

De las brumas surgió resplandeciente y divina la figu­ra de un joven con el yelmo halado y las sandalias haladas, portando el caduceo, y dotado de una belleza sin paran­gón en la tierra. Movió tres veces, ante el rostro de la soñadora, el cetro que Apolo le diera a cambio de la concha de nueve cuerdas de la melodía, y colocó sobre su frente una corona de mirto y de rosas. Luego, con ado­ración, dijo Hermes:

—¡Oh, ninfa, más bella que las hermanas de dorados cabellos de Ciene y que las atlántidas celestes, amada por Afrodita y bendecida por Pallas, tú has descubierto el se­creto de los dioses que encierran la belleza y las cancio­nes! ¡Oh, profetisa, más amable que la Sibila de Cumas cuando Apolo la conoció, tú has hablado certeramente de la nueva era, pues incluso ahora, en Maenalus, Pan suspira y se despereza en su sueño, deseoso de despertar y ver en torno suyo a los faunos coronados de rosas y a los sátiros antiguos. En tu anhelo, has adivinado lo que ningún mortal, salvo unos pocos rechazados por el mundo, recuerda: que los dioses no han muerto jamás, sino que duermen tan sólo y sueñan sueños de dioses en los jar­dines hespéridos poblados de lotos, más allá del dorado crepúsculo. Se acerca el momento de su despertar, mo­mento en que perecerán el frío y la fealdad, y en que se sentará Zeus de nuevo en el Olimpo. Ya el mar de Pafos tiembla y alza una espuma que sólo los cielos han visto anteriormente; y por la noche, en Helicón, los pastores oyen extraños murmullos y notas semiolvidadas. Los bos­ques y los campos se vuelven trémulos al anochecer con un centelleo de blancas formas saltarinas, y el inmemo­rial océano ofrece curiosas visiones bajo tenues lunas. Los dioses son pacientes, y han dormido mucho tiempo; pero ni hombres ni gigantes podrán desafiar eternamente a los dioses. Los titanes se retuercen en el Tártaro, y bajo las llamas del Etna rugen los hijos de Urano y de Gea. Ya está cerca el día en que el hombre ha de responder por haberlos negado durante siglos; pero durmiendo, los dioses se han vuelto amables y no quieren arrojarle al abismo destinado a los que se atreven a negarlos. En vez de eso, su venganza aplastará las tinieblas, la falacia y la fealdad que han trastornado la mente del hombre; y bajo el dominio del barbado Saturno, los mortales, dedicán­dole sacrificios, se recrearán en la belleza y en el gozo. Esta noche conocerás el favor de los dioses, y contem­plarás en el Parnaso aquellos sueños que los dioses en­vían a la tierra, a lo largo de los siglos, para hacer saber que no han muerto. Pues los poetas son los sueños de los dioses; y en todas las épocas ha habido alguien que cantara sin saberlo el mensaje y la promesa de los jardines de lotos que hay más allá del crepúsculo.

A continuación cogió Hermes en brazos a la d6ncella dormida y cruzó los cielos. Soplaron de la torre de Aiolas suaves brisas que les elevaron por encima de mares cá­lidos y fragantes, hasta que de pronto llegaron a donde Zeus presidía un consejo sobre el Parnaso bicéfalo, su trono de oro, flanqueado por Apolo y las Musas a su derecha, y Dionisos coronado con hojas de parra y las bacantes ruborizadas de placer a su izquierda. Jamás ha­bía visto Marcia tanto esplendor, ni despierta ni dormida; sin embargo, no le hacía daño tanta luz, como se lo habría hecho la del elevado Olimpo; pues en esta corte menor, el padre de los dioses había atemperado su gloria a fin de que pudiese ser contemplado por ojos mortales. Ante la entrada de la cueva coricia, cubierta de laureles, había sentados en fila seis nobles figuras de aspecto mortal, pero con semblante de dioses. La soñadora les reconoció por las imágenes que había visto de ellas, y supo que no eran otros que el divino Maeónidas, el infernal Dante, el in­mortal Shakespeare, el Milton explorador del caos, el cós­mico Goethe, y Keats, amado de las Musas. Tales eran los mensajeros a quienes los dioses habían enviado a anun­ciar a los hombres que Pan no había dejado de existir, sino que dormía tan sólo; porque es mediante la poesía como hablan los dioses a los hombres. Entonces, exclamó Zeus, tonante:

—¡Oh, hija (porque al ser de mi estirpe interminable, eres efectivamente hija mía), contempla en estos tronos de honor a los augustos mensajeros que los dioses envia­ron para que dejasen en las palabras y los escritos de los hombres algún vestigio de belleza divina. Los hombres han dado justamente laureles duraderos a otros bardos; pero a éstos los ha coronado Apolo, y yo les he otorgado un lugar aparte, como mortales que hablaron el lenguaje de los dioses. Mucho tiempo hemos soñado en los jardi­nes de lotos que hay más allá de Occidente, y hemos ha­blado sólo a través de nuestros sueños; pero se acerca el tiempo en que nuestras voces abandonen su mutismo. Será el momento del despertar y del cambio. Una vez más ha descendido Faetón con su carro, abrasando los campos y secando los arroyos. En la Galia, lloran solas las ninfas con los cabellos alborotados junto a las fuentes que han dejado de manar, y languidecen junto a los ríos que se han vuelto rojos con la sangre de los mortales. Ha salido Ares con su séquito, dominado por la locura divina, y han regresado Deimos y Fobos saciados de placer antina­tural. Tello medita con pesar, y la cara de los hombres es como el rostro de las Erinnias cuando Astraea huyó a los cielos y las olas, a una orden nuestra, envolvieron la tierra toda, salvo esta cumbre elevada. En medio de este caos, dispuesto a anunciar su advenimiento, aunque a ocul­tar su llegada, avanza ahora el último de nuestros mensa­jeros nacidos cuyos sueños contienen todas las imágenes que soñaron los que le precedieron. Es a él a quien hemos elegido para que una en un todo glorioso la belleza que el mundo ha conocido, y escriba palabras en las que re­suene toda la sabiduría y el encanto del pasado. Él será quien proclame nuestro retorno y quien cante nuestros días venideros, cuando los Faunos y las Dríadas llenen de belleza sus acostumbradas florestas. Nuestra elección ha sido guiada por los que ahora se sientan ante la gruta coricia en tronos de marfil, y en cuyas canciones oirás notas sublimes por las que dentro de unos años recono­cerás al más grande mensajero, llegado el momento. Es­cucha sus voces cuando ahora te canten una a una. Oirás cada una de sus notas otra vez, en la poesía que está por venir, la cual traerá paz y gozo a tu alma, aunque habrás de buscarla durante años de desolación. Escucha con atención, pues cada acorde que brote y se desvanezca vol­verá a surgir para ti cuando regreses a la tierra, como Alfeo — hundiendo sus aguas en el alma de Elade— apa­rece como cristal de Aretusa en la remota Sicilia.

A continuación se levantó Homero, el más antiguo de los bardos, tomó su lira y cantó un himno a Afrodita. Marcia no conocía una sola palabra de griego; sin embar­go, no llegó el mensaje en vano a sus oídos> pues el ritmo oculto contenía aquello que habla a los mortales y a los dioses, y no necesita de intérprete.

Y lo mismo ocurrió con las canciones de Dante y de Goethe, cuyas palabras desconocidas surcaron el éter con melodías sencillas de leer y de adorar. Y por último se entonaron acentos que la joven recordaba. Era el cisne de Avon, en otro tiempo dios entre los hombres, y ahora entre los dioses:

Escribe, escribe, que del curso sangriento de la guerra,

Queridísimo señor, tu querido hijo pueda huir;

Bendito sea en casa, en paz, mientras yo, lejos de él

Con celoso fervor su nombre santifico.

Y sonaron acentos aún más familiares cuando Milton, recobrada la vista, declamó con inmortal armonía:

Que tu lámpara, a la medianoche,

Se vea en alguna torre solitaria,

De donde pueda yo vigilar la Osa

Con el triplemente grande Hermes, o haz

Que al espíritu de Platón desvele

Qué mundos, qué vastas regiones contiene

La mente inmortal, que ha olvidado

Su mansi6n en este refugio de carne.

***

Que alguna vez la tragedia espléndida

Con cetro y bajo pallo desfile,

Presentando a Tebas, o la estirpe de Pélope,

O la historia de Troya divina.

Por último se alzó la voz joven de Keats, el más pró­ximo de los mensajeros al pueblo hermoso de los faunos:

Dulces son las melodías escuchadas; pero aún son más

Las no escuchadas; por tanto, dulces flautas, seguid...

* * *

Cuando, vieja, esta generación termine,

Seguirás tú, en medio de un dolor

Ajeno al nuestro, amigo del hombre, a quien dijiste

«La belleza es la verdad; la verdad, belleza»; eso es

Cuanto sabes en la tierra; cuanto necesitas saber.

Al terminar el cantor se oyó un sonido traído por el viento que venía del Egipto lejano, donde llora de noche Aurora junto al Nilo a su Memnón asesinado. A los pies del Tonante se echó la diosa de dedos rosados; y arro­dillada, imploró: «Señor, es hora de abrir las. Compuertas de Oriente.» Y Febo, tendiendo su lira a Calíope, la Musa a la que había desposado, se dispuso a partir con destino al Palacio del Sol, erigido sobre columnas y res­plandeciente de joyas, donde se agitaban los corceles ya enganchados al dorado carro del día. De modo que Zeus descendió de su trono de la caverna, y posando una mano sobre la cabeza de Marcia, dijo:

—Hija, el amanecer se acerca; conviene que regreses antes de que despierten los mortales de tu casa. No llores por el vacío de tu vida, porque pronto desaparecerá la sombra de las falsas creencias, y otra vez los dioses an­darán entre los hombres. Busca sin descanso a nuestro mensajero, y encontrarás el consuelo y la paz. Su palabra guiará tus pasos hasta la felicidad, y en sus sueños de belleza encontrará tu espíritu aquello que anhela.

Cuando Zeus hubo terminado de hablar, el joven Her­mes cogió suavemente a la doncella y la elevó hacia las pálidas estrellas, en dirección a Occidente, sobrevolando mares invisibles.

* * *

Han pasado muchos años desde que Marcia soñó con los dioses y con el cónclave de su Parnaso. Esta noche se encuentra sentada en el mismo amplio salón, pero no está sola. Ha desaparecido el viejo espíritu de la inquie­tud, pues junto a ella hay alguien cuyo nombre resplan­dece de celebridad: es el joven poeta de los poetas, a cu­yos pies se sienta el mundo entero. Está leyendo palabras manuscritas que nadie ha oído aún, pero que cuando se escuchen traerán a los hombres las fantasías que perdieron hace siglos, cuando Pan se tendía a dormitar en Arcadia, y los grandes dioses se retiraban a descansar a los jardi­nes de lotos, más allá de las tierras de las Hespérides. En las sutiles cadencias y ocultas melodías del bardo, el es­píritu de la doncella había encontrado al fin el sosiego, pues transmitían las más divinas notas del Orfeo tracio; notas que conmovían a las mismas rocas y a los árboles de las riberas del Hebros. Calla el cantor, y espera con ansiedad un veredicto; aunque, ¿qué puede decir Marcia, sino que la melodía es «digna de los dioses»?

Y mientras ella habla, le llega otra vez la visión del Parnaso, y el sonido lejano de una voz poderosa que dice: «Su palabra guiará tus pasos hasta la felicidad, y en sus sueños de belleza encontrará tu espíritu aquello que anhela.»

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