I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

lunes, 14 de julio de 2008

EL CASO DE CHARLES DEXTER WARD (THE CASE OF CHARLES DEXTER WARD) ENERO 1/ MARZO DE 1927, 9a Parte

El doctor Willett recibió la carta alrededor de las diez y media de la mañana, e inmediatamente se las arregló para quedar libre a primera hora de la tarde. Quería llegar a casa de los Ward alrededor de las cuatro, y durante toda la mañana estuvo sumido en especulaciones tan descabelladas que la mayor parte de sus tareas las realizó maquinalmente. La carta de Charles Ward parecía a primera vista producto de la mente de un maníaco, pero Willett conocía al joven demasiado bien para rechazarla como mera fantasía. Estaba completamente convencido de que algo muy sutil, antiguo y horrible se cernía sobre ellos, y la referencia al doctor Allen casi parecía razonable en vista de los rumores que corrían por Pawtuxet acerca del extraño colega de Charles Ward. Willett no le había visto nunca, pero sí había oído hablar de su aspecto y porte, y se preguntaba qué clase de ojos se ocultarían tras aquellas comentadísimas gafas ahumadas.

A las cuatro en punto, el doctor Willett se presentó en la residencia de los Ward, pero descubrió con gran disgusto que Charles no había permanecido fiel a su decisión de quedarse en casa. Los detectives sí estaban allí y, por ellos supo que el joven había perdido al parecer parte de su desánimo anterior. Uno de ellos le dijo que había pasado la mañana hablando por teléfono, discutiendo, protestando airadamente, y contestando a una voz desconocida frases como «Estoy muy fatigado y tengo que descansar una temporada», «No puedo recibir a nadie durante algún tiempo, tendrá usted que disculparme», «Le ruego que aplace toda decisión definitiva hasta que podamos llegar a un compromiso», «Lo siento mucho, pero tengo que tomarme unas vacaciones y no puedo ocuparme de nada, ya hablaré con usted más adelante.» Luego, como si hubiera estado meditando y la reflexión le hubiera infundido valentía, había logrado salir de la casa tan sigilosamente que nadie se había dado cuenta del hecho ni había reparado en su ausencia hasta su regreso, ocurrido alrededor de la una de la tarde. Entró a esa hora en la casa sin decir una palabra, subió al tercer piso y allí evidentemente volvieron a reproducirse sus temores, porque se le ovó gritar aterrorizado al poco de entrar en su biblioteca. Sin embargo, cuando el mayordomo subió a investigar la causa de aquel alarido, Charles se asomó a la puerta con aire decidido y con un gesto despidió al sirviente, que quedó profundamente impresionado. Poco después volvió a salir de la casa. Willett preguntó si había dejado algún recado, pero la respuesta fue negativa. El mayordomo parecía muy afectado por algo que había visto en los modales y el aspecto de Charles, y preguntó al doctor solícitamente si había alguna esperanza de curación para aquellos nervios desequilibrados.

Durante casi dos horas, Willett esperó inútilmente en la biblioteca de Ward contemplando las estanterías polvorientas con los espacios vacíos que ocuparan los libros que el joven se había llevado y mirando con una mueca sombría el panel donde un año antes estuviera el retrato de Joseph Curwen.

Poco a poco las sombras fueron cerrando filas en torno suyo preludiando la oscuridad de la noche. Al fin llegó el señor Ward, quien se mostró furioso y sorprendido ante la ausencia de su hijo después de todas las molestias que se había tomado para velar por su seguridad. Ignoraba que Charles hubiera concertado una cita con el doctor y prometió avisar a Willett en cuanto el joven regresara. Al despedirse de él le hizo participe de la preocupación que sentía por el estado del joven y le suplicó que hiciera lo posible por devolver su mente a la normalidad.

Willett se alegró de huir de aquella biblioteca sobre la que se cernía algo maléfico y horrible, como si el cuadro desaparecido hubiera dejado tras él una herencia de perversidad. Nunca le había gustado aquel retrato e incluso ahora que éste había desaparecido, y a pesar de lo bien templados que tenia los nervios, experimentaba la urgente necesidad de salir al aire libre lo antes posible.


3

A la mañana siguiente, el señor Ward envió al doctor Willett una nota en que le comunicaba que su hijo no había regresado. Decía en ella asimismo que el doctor Allen le había telefoneado para decirle que Charles permanecería durante algún tiempo en Pawtuxet donde nadie debía molestarle ya que, por tener que ausentarse el propio Allen durante un periodo de tiempo indefinido, quedaba él solo a cargo de la investigación en curso, y que Charles le enviaba sus mejores deseos y lamentaba cualquier molestia que pudiera producir aquel repentino cambio de planes. La voz del doctor Allen había despertado en el señor Ward un recuerdo vago y elusivo que no pudo identificar exactamente y que le produjo sin embargo una evidente inquietud.

Desconcertado por aquellas noticias contradictorias, el doctor Willett no supo qué hacer. No podía negarse que en la carta de Charles había una ansiedad frenética, pero ¿cómo interpretar la actitud de un joven que tan pronto violaba sus propias decisiones? En su carta aseguraba que sus investigaciones eran una amenaza y un sacrilegio, que ellas y su colega debían ser eliminados a cualquier precio, y que él no volvería a pisar nunca el bungalow de Pawtuxet, pero según las últimas noticias se había olvidado de todo y había regresado al centro del misterio. El sentido común le aconsejaba dejar en paz al joven con sus caprichos, pero un instinto más profundo le impedía olvidar la impresión que dejara en él aquella angustiada carta. Willett la leyó otra vez y, a pesar de su lenguaje algo altisonante y de la carencia de datos concretos, no pudo juzgarla ni absurda ni demente. El terror de Charles era demasiado intenso, demasiado real, y unido a lo que el doctor sabía ya del caso, evocaba monstruosidades tales de allende del tiempo y el espacio, que ninguna justificación cínica bastaba para explicarlas. Lo cierto es que existían horrores sin nombre en aquel bungalow y, aún a riesgo de que su intervención resultara inútil, tenia que estar preparado para pasar a la acción en cualquier momento.

Durante más de una semana, el doctor Willett reflexionó sobre el dilema que tenía planteado, sintiéndose cada vez más inclinado a visitar a Charles en el bungalow de Pawtuxet. Nadie se había aventurado nunca a invadir aquel refugio e incluso su padre conocía la casa solamente por las descripciones que el propio Charles le había hecho. Pero en este caso el doctor Willett consideró necesario tener una entrevista directa con su paciente. El señor Ward había estado recibiendo de su hijo durante esos días noticias muy vagas en breves notas mecanografiadas, semejantes a las que recibía su mujer en su retiro de Atlantic City y, en vista de ello, el doctor se decidió a actuar. A pesar de la curiosa sensación que despertaban en él las antiguas leyendas relativas a Joseph Curwen y las más recientes revelaciones y advertencias de Charles Ward, se dirigió osadamente al bungalow, que se levantaba sobre un risco muy cerca del río. Aunque nunca había entrado en la casa, había visitado anteriormente los alrededores por pura curiosidad y, en consecuencia, sabía perfectamente qué camino tomar. Aquella tarde de finales de febrero, mientras conducía su pequeño automóvil por la Broad Street, pensó en el grupo de hombres que había seguido aquella misma ruta ciento cincuenta años antes, en una terrible expedición que había quedado sumida en el más impenetrable misterio.

El recorrido a través de los arrabales de Providence fue muy corto y pronto se extendieron ante su vista los ordenados barrios de Edgewood y la dormida aldea de Pawtuxet. Al llegar a Lockwood Street dobló a la derecha y siguió el camino vecinal hasta donde le fue posible llegar. Luego se bajó del vehículo y echó a andar en dirección al norte. Las casas estaban allí muy dispersas y el bungalow, con su garaje de hormigón, se divisaba claramente aislado sobre una pequeña elevación del terreno. Recorrió a buen paso el descuidado camino de grava, llamó a la puerta con mano firme y habló en tono decidido al mulato portugués que la entreabrió con muchas precauciones.

Tenía que ver a Charles Ward inmediatamente dijo, para un asunto de vital importancia. No aceptaría ninguna excusa y una negativa a su petición serviría únicamente para impulsarle a presentar un informe completo de la situación al señor Ward. El mulato dudó y se apoyó en la puerta para impedirle el paso, pero el doctor se limitó a elevar la voz y a repetir su demanda. Fue entonces cuando de la oscuridad del interior surgió un ronco susurro que inexplicablemente heló la sangre en las venas al visitante.

-Déjale entrar, Tony -dijo la voz . Si hemos de hablar, tan bueno es este momento como cualquier otro.

Pero por inquietante que resultara aquel susurro, peor fue lo que siguió. La madera del suelo crujió y el hombre que acababa de hablar se hizo visible. El dueño de aquella voz extraña y resonante no era otro que Charles Dexter Ward.

La minuciosidad con que el doctor Willett grabó en su memoria la conversación de aquella tarde, se debe a la importancia que él atribuye a este período en particular, pues en su opinión se había efectuado un cambio vital en la mente del joven Ward que, según él, hablaba ahora a través de un cerebro muy distinto de aquél que había visto desarrollarse a lo largo de veintiséis años. La controversia con el doctor Lyman le había obligado a ser muy especifico y fijaba el comienzo de la enfermedad mental de Charles precisamente en la época en que sus padres habían comenzado a recibir aquellas notas mecanografiadas. Lo cierto es que éstas no correspondían al estilo habitual del joven, ni siquiera al de aquella desesperada misiva que escribiera al doctor Willett. Respondían a un estilo raro y arcaico, como si el desquiciamiento mental del autor hubiera dado rienda suelta a una serie de tendencias e impresiones adquiridas inconscientemente durante el período juvenil de afición a las antigüedades. Se evidenciaba en ellas un fuerte deseo de modernidad, pero el espíritu, y a veces hasta el lenguaje, pertenecen indiscutiblemente al pasado, ese pasado que se hizo también evidente en la actitud y los gestos de Ward cuando recibió al doctor en aquel sombrío bungalow. Se inclinó, señaló un asiento a Willett y empezó a hablar bruscamente en aquel extraño susurro en que, al parecer, se sintió obligado a explicar.

-Me está afectando mucho a los pulmones -comenzó-, este relente del río. Tendrá que disculpar usted mi ronquera. Supongo que le ha enviado mi señor padre con el fin de que averigüe qué me ocurre, y espero que no le dirá nada que pueda alarmarle.

Willett estudió aquel tono enronquecido con sumo interés, pero aún prestó mayor atención al rostro de su interlocutor. Experimentaba la sensación de que en aquella escena había algo de anormal y recordó lo que la familia de Charles le había contado acerca de la impresión que había recibido una noche el mayordomo de la casa. Hubiera preferido que reinara un poco más de luz en la sala, pero no pidió que se descorrieran las cortinas. Se limitó a preguntar a su interlocutor qué le había impulsado a enviarle aquella angustiada carta hacia poco más de una semana.

-Precisamente iba a hablarle de eso -replicó Ward-. Como usted bien sabe tengo los nervios muy alterados y hago y digo cosas que no se me deben tener en cuenta. Más de una vez le he confiado que me hallo enfrascado en investigaciones de gran trascendencia y la importancia de tales menesteres ha llegado a trastornarme en más de una ocasión. Cualquier hombre se hubiera asustado de lo que he descubierto, pero yo pienso seguir adelante y pronto lograré lo que me proponía. Fui un necio al volver a mi casa y someterme a la vigilancia de esos guardianes. He llegado muy lejos y tengo que seguir adelante. Mi lugar está aquí. Sé que no disfruto de buena reputación entre mis vecinos y, por una debilidad, casi llegué a creer lo que dicen de mí. En lo que hago, mientras lo haga bien, no hay nada de perverso. Tenga usted la bondad de esperar seis meses y le mostraré algo que recompensará sobradamente su paciencia.

»Puedo, sí, decirle que cuento con un medio de adquirir conocimientos mucho más seguro que el que representan los libros, y dejaré que juzgue por sí mismo la importancia de lo que puedo aportar a la historia, a la filosofía y a las artes en virtud de las puertas que ante mí se han abierto. Mi antepasado había logrado traspasarlas cuando aquellos estúpidos entrometidos vinieron a asesinarle. Pero esta vez no ocurrirá nada semejante. Le ruego que olvide todo lo que le escribí y que no tema este lugar ni nada de lo que encierra. El doctor Allen es un hombre excelente y le debo una disculpa por todo lo que le dije acerca de él. Ojalá estuviera aquí, pero su presencia era indispensable en otra parte. Su celo es igual al mío en todo lo que a nuestra investigación concierne, y su ayuda me resulta inapreciable.

Ward hizo una pausa y el doctor apenas supo que decir ni qué pensar. Sintió un profundo desconcierto al oír a su interlocutor repudiar con tanta calma la carta que le había dirigido y, sin embargo, en su fuero interno, estaba convencido de que si bien las palabras que acababa de escuchar eran extrañas, ajenas a quien las pronunciaba e indudablemente producto de una mente desquiciada, la misiva en cambio era trágica por su autenticidad y la semejanza que guardaba con el Charles Ward que él conocía. Trató de desviar la conversación hacia otros derroteros recordando al joven algunos acontecimientos pasados que pudieran restablecer la atmósfera de familiaridad en que transcurrían siempre sus encuentros, pero sus intentos obtuvieron unos resultados realmente grotescos. Lo mismo les ocurrió posteriormente a todos los alienistas. Una parte importante de las imágenes mentales de Ward, principalmente las relacionadas con los tiempos modernos y su propia vida, se había borrado totalmente de su cerebro, en tanto que el conocimiento del pasado que acumulara durante su juventud había surgido de lo más profundo de su subconsciente para devorar todo lo contemporáneo y personal. La información que demostraba poseer el joven acerca del pretérito era de naturaleza anormal y francamente estremecedora y, en consecuencia, hacía lo posible por ocultarla. Pero cada vez que Willett mencionaba algún tema favorito de su época de estudiante de tiempos pasados, aclaraba el joven la cuestión con un lujo de detalles inconcebible en ningún mortal y que hacía al doctor estremecerse.

No era normal saber cómo se le había caído exactamente la peluca al inclinarse hacia delante al actor que hacía el papel de juez en la representación que ofrecieron los alumnos de la Academia de Arte Dramático del señor Douglas, situada en King Street, el 11 de febrero de 1762, jueves por cierto, ni que los actores cortaron de tal modo el texto de la obra de Steele, El Amante consciente, que el público casi se alegró cuando las autoridades, impulsadas por sus creencias baptistas, cerraron el teatro dos semanas más tarde. El hecho de que la diligencia de Thomas Sabin, que hacía la ruta de Boston, fuera «incómoda hasta la exageración», podían mencionarlo cartas de la época, pero, ¿qué erudito en su sano juicio podía afirmar que el chirrido que producía la muestra de la taberna de Epenetus Olney (la corona de colores chillones que había colgado cuando decidió dar al local el nombre de Café Real) sonaba exactamente igual a las primeras notas de esa pieza de jazz que transmitían ahora todas las radios de Pawtuxet?

Ward, sin embargo, no se dejó llevar demasiado por aquel camino. Los temas modernos y personales los rechazaba de raíz, en tanto que los referentes al pasado, aun siendo más de su agrado, parecían aburrirle. Evidentemente, lo único que deseaba era que su visitante quedara lo bastante satisfecho como para que se fuera sin intención de regresar . A este fin se ofreció a enseñarle a Willett la casa, e inmediatamente le acompañó en un recorrido de todas las habitaciones, desde la bodega hasta el desván. Willett, que examinaba todo atentamente, observó que los libros eran demasiado pocos y demasiado vulgares para haber llenado los amplios espacios vacíos de la biblioteca de la casa de Ward, y que el llamado «laboratorio» no era más que una especie de decorado. Evidentemente, había otra biblioteca y otro laboratorio en otra parte, aunque era imposible decir dónde. Esencialmente derrotado en la búsqueda de algo que no podía precisar, Willett regresó a la ciudad antes del anochecer y contó al señor Ward todo lo sucedido. Convinieron ambos en que el joven había perdido la razón, pero decidieron no tomar por el momento ninguna medida drástica. Por encima de todo, convenía que la señora Ward ignorara aquellas tristes circunstancias, aunque algo debían hacerle sospechar las extrañas notas mecanografiadas que recibía de su hijo.

El señor Ward decidió visitar en persona al joven presentándose de improviso en el bungalow. Una noche, el doctor Willett le acompañó en automóvil hasta las inmediaciones de la casa y esperó pacientemente su regreso. La sesión fue larga, y el padre volvió de ella entristecido y perplejo. La recepción de que fue objeto fue muy semejante a la que había hallado Willett, con la diferencia de que esta vez Charles tardó un tiempo considerable en aparecer desde que el visitante se hubo abierto paso hasta el vestíbulo y despedido al portugués con su imperiosa exigencia. En el comportamiento de su hijo no hubo el menor rasgo de amor filial. No había apenas luz en la estancia en que se celebró la entrevista, pero el joven se quejó de que la claridad le molestaba enormemente. No habló en voz alta en ningún momento pretextando que le dolía mucho la garganta, pero en su ronco susurro había algo tan inquietante que el señor Ward no logró sobreponerse a la impresión que le causara.

Definitivamente unidos para hacer todo lo posible por devolver al joven Charles la salud mental, Ward y el doctor Willett comenzaron a reunir datos sobre el caso. Lo primero que estudiaron fueron las habladurías que corrían por Pawtuxet, cosa que resultó bastante fácil ya que ambos tenían buenos amigos por aquellos contornos. El doctor Willett recogió la mayor parte de los rumores, ya que la gente hablaba más francamente con él que con el padre del personaje en cuestión, y de todo lo que oyó pudo colegir que la vida del sucesor de Ward era realmente extraña. Casi todos los habitantes de Pawtuxet relacionaban el bungalow con la oleada de vampirismo del año anterior, y las idas y venidas nocturnas de los camiones que a él se dirigían, eran objeto de suspicaces comentarios. Los comerciantes locales hablaban con extrañeza de los pedidos que hacía el criado mulato, y en especial de las grandes cantidades de carne y de sangre fresca que encargaba a dos carniceros de las inmediaciones. Para una casa en la que sólo vivían tres personas, aquellos pedidos resultaban completamente desproporcionados.

Luego estaba el asunto de los ruidos subterráneos. Los informes acerca de ellos fueron más difíciles de recoger, pero una vez reunidos se vio que todos coincidían en ciertos detalles básicos. Eran, sin duda alguna, de naturaleza ritual, sobre todo cuando el bungalow estaba a oscuras. Desde luego, podían proceder de la bodega, pero los rumores insistían en que había criptas más profundas y más amplias. Recordando las antiguas habladurías acerca de las catacumbas de Joseph Curwen y dando por sentado que el joven, guiándose por alguno de los documentos encontrados junto con el cuadro había elegido el bungalow por hallarse éste emplazado exactamente en el lugar donde se alzara la granja de su antepasado, buscaron afanosamente la puerta que se mencionaba en los viejos manuscritos y que, según éstos, debía hallarse muy próxima a la orilla del río. En cuanto a la opinión general sobre los habitantes del bungalow, no cabía duda de que el mulato portugués era sencillamente detestado, el barbudo doctor temido, y el joven erudito profundamente aborrecido. Durante las últimas dos semanas, Charles había cambiado mucho, decían. Había renunciado a sus intentos por mostrarse agradable y en las pocas ocasiones en que se aventuraba a salir al exterior, hablaba únicamente con un susurro ronco y extrañamente repelente.

Tales fueron los cabos y fragmentos de información que lograron reunir por aquí y por allá el señor Ward y el doctor Willett. Basándose en ellos mantuvieron serias y prolongadas conferencias en que se esforzaron ambos por ejercitar al máximo sus dotes de deducción, inducción e inventiva y trataron de relacionar todos los hechos conocidos de la vida del joven, incluida la angustiosa carta que el médico se había decidido a mostrar al fin, con la escasa documentación de que disponían acerca de Joseph Curwen. Habrían dado cualquier cosa por poder echar una ojeada a los documentos que Charles había encontrado, pues era evidente que la clave de la locura del joven radicaba en lo que éste había descubierto acerca del siniestro mago y sus actividades.



No hay comentarios:

Sueños del Soñador de Providence