I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

martes, 4 de enero de 2011

HERMANDAD NEGRA, COLABORACIÓN DE AUGUST DERLETH (PARTE 1) +


Probablemente las circunstancias que rodearon la misteriosa destrucción por el fuego de una abandonada casa situada en una colina, a orillas del Seekonk, en un distrito poco habitado entre los puentes de Washington y Red, no llegarán a conocerse nunca. La policía fue acosada por el número habitual de maniáticos que se ofrecían para facilitar informes sobre el asunto. Nadie más insistente que Arthur Phillips, el descendiente de una vieja familia del East Side, residente desde hacía mucho en la calle Angell. Era un joven algo extraño y a la vez formal; preparó un relato de los acontecimientos que, según él, condujeron al incendio. Aunque la policía habló con todas las personas mencionadas en el relato del señor Phillips, no obtuvo ninguna confirmación. Solamente sirvió de apoyo a la alegación del señor Phillips la declaración de una bibliotecaria del Ateneo, en el sentido de que, efectivamente, el señor Phillips se había reunido allí con la señorita Rose Dexter. A continuación se reproduce su relato.


I
Por la noche, las calles de cualquiera de las ciudades de la Costa Este proporcionan al paseante nocturno visiones de lo extraño y lo terrible, de lo macabro y de lo insólito: al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y grietas, de las buhardillas y callejones de la ciudad aquellos seres humanos que, por razones tenebrosas y remotas, se guarecen durante el día en sus grises nichos. Ellos son los deformes, los solitarios, los enfermos, los ancianos, los perseguidos, y esas almas perdidas que están siempre buscándose a sí mismas bajo el manto de la noche, que les es más beneficioso de lo que jamás puede serlo para ellos la fría luz del día. Son los heridos por la vida, los mutilados, hombres y mujeres que nunca se han recuperado de los traumas de la niñez, o que han buscado experiencias no permitidas al hombre. En cualquier lugar en que la sociedad humana se ha concentrado por un período de tiempo considerable, allí están ellos, aunque sólo se les ve surgir en las horas de oscuridad, como mariposas nocturnas que se mueven en los alrededores de sus guaridas por breves horas antes de huir de nuevo cuando surge la luz del sol.

Como había sido un niño solitario al que dejaban hacer lo que le daba la gana, debido a mi persistente falta de salud, desarrollé muy pronto el hábito de deambular por las noches, al principio sólo en la calle Angell y la vecindad donde viví durante mi niñez, y luego, poco a poco, en un círculo más amplio de mi nativa Providence. Durante el día, si lo permitía mi salud, paseaba por el río Seekonk desde la ciudad hasta el campo abierto, o cuando me encontraba fuerte, jugaba con unos compañeros escrupulosamente elegidos en una «casa-club» edificada en una zona boscosa no muy lejos de la ciudad. También me gustaba leer, y pasaba largas horas en la copiosa biblioteca de mi abuelo. Leía sin discriminación, y por lo tanto asimilaba una gran variedad de conocimientos, desde las filosofías griegas hasta la historia de la monarquía inglesa, de los secretos de la antigua alquimia a los experimentos de Niels Bohr, de la ciencia de los papiros egipcios a los estudios regionales de Thomas Hardy. Mi abuelo era muy católico en sus gustos en materia de libros: desdeñaba la especialización, y de todo lo que compraba sólo conservaba lo que, según él, era bueno; esto representaba, en el conjunto de sus lecturas, una variedad inaudita y a menudo desconcertante.

Pero la ciudad nocturna superaba todo lo demás; caminar era lo que prefería a cualquier otra cosa, y salía por las noches, durante los años de mi niñez y los de mi adolescencia, en el curso de los cuales procuré -pues las enfermedades esporádicas impedían mi asistencia al colegio- bastarme a mí mismo y me volví más y más solitario. No podría decir ahora qué es lo que buscaba con tanta insistencia en la ciudad durante la noche, qué me atraía de las calles mal iluminadas, por qué merodeaba por la calle Benefit y los alrededores sombríos de la calle Poe, casi desconocidas en la extensa Providence, qué esperaba ver en las caras furtivas de otros paseantes nocturnos que se deslizaban y escabullían por las oscuras calles y pasajes de la ciudad. Quizá fuese para escapar a las más intensas realidades del día, lleno de insaciable curiosidad acerca de los secretos de la vida de la ciudad que sólo la noche podía descubrir. Cuando por fin finalicé mis estudios de secundaria, se esperaba que me dedicaría a otros menesteres. Pero no fue así. Mi salud era demasiado precaria para garantizarme la matrícula en la Universidad de Brown, adonde me habría gustado ir para continuar mis estudios. Esta restricción sirvió sólo para incrementar mis ocupaciones solitarias: dupliqué mis horas de lectura y aumentó el tiempo durante el que paseaba por las noches, con la compensación de dormir durante las horas del día. Sin embargo, me las arreglaba para llevar una existencia normal; no abandoné a mi madre viuda, ni a mis tías, con quienes vivíamos. Mis compañeros de juventud se habían alejado de mí, pero me encontré con Rose Dexter, descendiente de las primeras familias inglesas que se instalaron en Providence, de ojos negros, de proporciones singularmente atractivas y de facciones de gran belleza. a quien persuadí para que compartiese mis paseos nocturnos.

Con ella continué la exploración de la Providence nocturna, con un nuevo aliciente: el ansia de enseñar a Rose todo aquello que yo ya había descubierto en mis paseos por la ciudad. Al principio nos encontrábamos en el viejo Ateneo, y continuamos encontrándonos allí cada tarde, y desde sus portales nos introducíamos en la noche de la ciudad. Lo que para ella empezó como una ocurrencia del momento, pronto se convirtió en un hábito. Demostraba tanto deseo como yo por conocer los ocultos pasajes, y los caminos no utilizados desde hacía ya muchos años, y se sintió pronto como en su casa en medio de la ciudad nocturna, al igual que yo. Tampoco le gustaban las charlas intranscendentes, con lo que queda demostrado hasta qué punto nos complementábamos.

Durante algunos meses habíamos estado explorando Providence en esta forma, cuando una noche, en la calle Benefit, un hombre con una capa hasta la rodilla, sobre una ropa raída y arrugada, se acercó a nosotros. Le había visto antes al doblar la esquina: estaba a poca distancia de nosotros, detenido en la acera, y le observé al pasar delante de él. Me chocó, porque su cara de ojos negros y bigote, y el indomable pelo en la cabeza sin cubrir, me resultaron familiares. Además, al pasar, hizo intención de seguimos. Por fin nos alcanzó, me tocó en el hombro y habló conmigo.

-Señor -dijo-, ¿podría decirme cómo se va al cementerio donde estuvo Poe?

Se lo expliqué y después, movido por un repentino impulso, le sugerí que podíamos acompañarle adonde deseaba ir. Antes de que me diera cuenta plenamente de lo que había pasado, íbamos los tres caminando juntos. Observé en seguida con qué aire escrutador aquel individuo examinaba a mi compañera. Sin embargo, cualquier resentimiento que pudiese surgir en mí estaba descartado porque reconocía que el interés de ese extraño era inofensivo: resultaba más frío y crítico que pasional. También aproveché la ocasión para examinarle lo más atentamente posible, en los momentos fugaces en que la luz de las calles alumbraba el camino por el cual pasábamos, y me inquietaba cada vez más la certidumbre de que le conocía o le había conocido alguna vez.

Vestía totalmente de negro, excepto la camisa blanca y una ligera corbata de Windsor. Su ropa estaba muy arrugada, como si la hubiese llevado mucho tiempo Sin haberse ocupado de ella, pero a primera vista no estaba sucia. Tenía la frente amplia, casi abovedada; bajo ella miraban con cierta obsesión sus oscuros ojos y el rostro se estrechaba hasta acabar en una pequeña y tiesa barbilla. Llevaba el pelo más largo de como se estilaba entre las gentes de mi edad, y sin embargo parecía pertenecer a esa misma generación; no aparentaba ser más de cinco años mayor que yo. Pero definitivamente, su vestimenta no era la de mi generación; aunque su aspecto era nuevo, parecía cortada con un patrón de una generación anterior.

-¿Es usted forastero en Providence? -le pregunté.
-Estoy de paso -dijo en seguida.
-¿Se interesa usted por Poe? -Asintió.
-¿Qué sabe de él? -le pregunté.
-Muy poco -dijo-. ¿Podría usted contarme algo sobre él?

No hacía falta que me lo dijese dos veces. En seguida le solté un apunte biográfico del padre de las historias de detectives y maestro de los cuentos macabros, cuyas obras yo admiraba desde hacía mucho tiempo. Cité simplemente su romance con la señora Sara Helen Whitman, pues se refería a Providence y a la visita con la señora Whitman al cementerio al que nos dirigíamos. Pude observar que escuchaba con atención extasiada, y parecía estar grabando en su mente todo cuanto le decía. Pero no podía deducir de su rostro inexpresivo si lo que le con taba le agradaba o le desagradaba, ni qué interés podría tener en ello.

Por su parte, Rose era consciente de la atracción que provocaba, pero no se sentía avergonzada, quizá porque intuía que era debida a un interés distinto del amor. Sólo en el momento de preguntarle ella cómo se llamaba me di cuenta de que ignorábamos su nombre. Nos dio el de «señor Allan». Al oírlo, Rose sonrió casi imperceptiblemente; observé su sonrisa mientras paseábamos bajo una farola de la calle. Una vez que supo nuestros nombres, nuestro acompañante no parecía interesado en nada más, y silenciosamente llegamos por fin al cementerio. Pensé que el señor Allan entraría, pero no tenía ese propósito; sólo pretendía localizarlo para poder volver de día. Era una sensata conclusión: para mí tenía atractivo a aquellas horas por haberlo pateado a menudo de noche, pero ofrecía poco encanto a un extraño, incapaz de ver nada en plena oscuridad. Nos despedimos en la entrada, y Rose y yo continuamos.

-He visto a ese hombre antes en algún sitio -le dije a Rose cuando nos habíamos alejado lo suficiente para que no pudiera oírnos-. Pero no logro recordar dónde. Quizá en la biblioteca.
-Debe de haber sido en la biblioteca -contestó Rose con aquella risa quebrada tan frecuente en ella-. En un retrato de la pared.
-¡Vamos! ¿Qué dices? -grité.
-¡Pero si estoy segura de que te diste cuenta del parecido, Arthur! -dijo-. Incluso de su nombre. Se parece a Edgar Allan Poe.

En efecto, se parecía. En cuanto Rose lo dijo me di cuenta de la gran semejanza, incluso en su ropa, y en seguida califiqué al señor Allan de inofensivo idólatra de Poe. Un hombre tan obsesionado con su ídolo que iba a su estilo, incluso con una ropa pasada de moda. ¡Otro de los extraños ejemplares de la raza humana que callejeaban de noche por la ciudad!

-Bien, es el tipo más extraño que hemos encontrado desde que empezamos nuestros paseos -dije. Su mano apretó mi brazo.
-Arthur, ¿no sentiste algo, algo extraño que emanaba de él?
-Bueno, supongo que algo «extraño» trasluce de todos nosotros, los que buscamos la oscuridad -dije-. En cierto modo, tendemos a crear nuestra propia realidad.

Pero mientras le contestaba, me daba cuenta de lo que quería decirme. Ya no había necesidad de la aclaración que buscaba ella afanosamente en las palabras de explicación que pronunció a continuación. Sí, había algo extraño en el señor Allan, y lo que había era una profunda falsedad. Se notaba, ahora lo veía claro y lo aceptaba, en un buen número de cosas triviales, pero particularmente en la falta de expresión de sus facciones. Su forma de hablar, a pesar de haber sido poco locuaz, no tenía entonación, era casi mecánica. No había sonreído, ni se había alterado la expresión de su rostro. Había hablado con una precisión que sugería un distanciamiento de la mayoría de los hombres. Incluso el interés manifiesto que mostraba por Rose era más clínico que admirativo. Al tiempo que se despertaba mi curiosidad, creció en mí una bocanada de aprensión. Preferí llevar el tema de nuestra conversación por otros derroteros y acompañé a Rose a su casa.

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Sueños del Soñador de Providence