Mis recuerdos se desvanecían; pronto no me quedaría ninguna memoria de mi pasado, pronto todos los vestigios de mi humanidad se esfumarían. Y mientras permanecía suspendido en el espacio y el tiempo por toda la eternidad, sentí algo difícil de explicar. Una sensación de paz, de una paz que ni la muerte podría dar; aunque esa paz era perturbado por un recuerdo, un recuerdo que yo esperaba que pronto se borrase de mi mente. No recuerdo cómo sabía esto, pero estaba más seguro de ello que de mi propia existencia. Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth, jamás se reuniría con su corte en aquel enorme palacio negro, pues aquel rayo de luz que viajaba en el espacio tenebroso llevaba consigo algo más.
En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo se estiraba, poniéndose en pie. Sus ojos eran dos trozos de carbón al rojo, y una diabólica sonrisa cruzaba su rostro; y mientras observaba los tejadillos de la ciudad a través de la pequeña ventana, sus brazos se elevaron en un gesto de triunfo.
Había atravesado las barreras creadas por los Dioses Antiguos; estaba libre, libre para caminar por la tierra una vez más, libre para manejar la mente de los hombres y esclavizar sus almas. Era aquel al que yo había dado la oportunidad de escapar, yo que, a causa de mis ansias de poder, le había procurado los medios para volver a la tierra.
Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un hombre, pues cuando me robó mis recuerdos y mi ser, también retuvo mi aspecto físico. En mi cuerpo moraba ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el Terrible.
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