I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

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martes, 4 de enero de 2011

LA HOYA DE LAS BRUJAS, COLABORACIÓN DE AUGUST DERLETH. (PARTE 3) +


El día siguiente fue interminable, no sólo por la inminencia del momento crítico, sino porque me resultaba extremadamente difícil mantener la mente en blanco ante la mirada inquisitiva de Andrew Potter. Además, sentía más que nunca el aura de malignidad latente, como una amenaza tangible, que emanaba de la región salvaje, oculta en una hoya, entre sombrías colinas. Pero aunque lentas, pasaron las horas y, justo antes de terminar, rogué a Andrew Potter que esperara a que los demás se hubieran ido. Y nuevamente accedió con ese aire condescendiente, casi insolente, que me hizo dudar si valía la pena «salvarle» como tenía decidido en lo más hondo de mí mismo. Pero no abandoné mis propósitos. Había ocultado la piedra en mi coche y, una vez que todos se hubieron marchado, le dije que saliera conmigo. En ese momento, sentí que me estaba comportando de un modo ridículo y absurdo. ¡Yo, un maestro graduado, a punto de llevar a cabo una especie de exorcismo de brujo africano! Y por unos instantes, durante los breves segundos que tardé en recorrer la distancia de la escuela al automóvil, flaqueé y estuve a punto de invitarle simplemente a llevarle a su casa.

Pero no. Llegué al coche seguido de Andrew. Me senté al volante, cogí una piedra y la deslicé en mi bolsillo; cogí otra, me volví como un rayo y la apreté contra la frente de Andrew. Yo no sabía lo que iba a suceder; pero desde luego, nunca habría imaginado lo que realmente sucedió. Al contacto con la piedra, asomó a los ojos de Andrew Potter una expresión de extremado horror; inmediatamente siguió una expresión de angustia punzante, y un grito de espanto brotó de sus labios. Extendió los brazos, sus libros se desparramaron, giró en redondo, se estremeció, echando espumarajos por la boca, y habría caído de no haberle cogido yo para depositarlo en el suelo. Entonces me di cuenta del frío y furioso viento que se arremolinaba en derredor nuestro y se alejaba doblando la yerba y las flores, azotando el linde del bosque y deshojando los árboles que encontraba en su camino. Aterrorizado, coloqué a Andrew Potter en el coche, le puse la piedra sobre el pecho y, pisando el acelerador a fondo, enfilé hacia Arkham, situada a más de doce kilómetros de distancia. El profesor Keane me estaba esperando. Mi llegada no le sorprendió en absoluto. También había previsto que le llevaría a Andrew Potter, ya que había preparado una cama para él. Entre los dos lo acomodamos allí; después, Keane le administró un calmante. Entonces se dirigió a mí:

-Bien, ahora no hay tiempo que perder. Irán a buscarle. Seguramente irá la muchacha primero. Debemos volver a la escuela inmediatamente.

Pero entonces comprendí todo el horrible significado de lo que le había sucedido a Andrew, y me eché a temblar de tal manera que Keane tuvo que sacarme a la calle casi a rastras. Aun ahora, al escribir estas palabras, después de transcurrido tanto tiempo desde los terribles acontecimientos de aquella noche, siento de nuevo el horror que se apoderó de mí al enfrentarme por vez primera con lo desconocido, consciente de mi pequeñez e impotencia frente a la inmensidad cósmica. En ese momento comprendí que lo que había leído en aquel libro prohibido de la biblioteca universitaria no era un fárrago de supersticiones, sino la clave de unos misterios insospechados para la ciencia, y mucho, muchísimo más antiguos que el género humano. No me atreví a imaginar lo que el viejo Hechicero Potter había hecho bajar del firmamento.

A duras penas oía las palabras del profesor Keane, que me instaba a reprimir toda reacción emocional y a enfocar los hechos de un modo más científico y objetivo. Al fin y al cabo había logrado lo que me proponía. Andrew Potter estaba salvado. Pero para asegurar el triunfo había que librarle de los otros, que indudablemente le buscarían y acabarían por encontrarlo. Yo pensaba solamente en el horror que aguardaba a estos cuatro seres desdichados, cuando llegaron de Michigan para tomar posesión de la solitaria granja de la Hoya de las Brujas.

Iba ciego al volante, camino de la escuela. Una vez allí, a petición del profesor Keane, encendí las luces y dejé la puerta abierta a la noche cálida. Me senté detrás de mi mesa, y él se ocultó fuera del edificio, en espera de que llegaran. Tenía que esforzarme por mantener mi mente en blanco y resistir la prueba que me aguardaba. La muchacha surgió del filo de la oscuridad...

Después de sufrir la misma suerte de su hermano, y haber sido depositada junto al escritorio, con la estrella de piedra sobre el pecho, apareció el padre en el umbral de la puerta. Ahora estaba todo a oscuras. Llevaba una escopeta. No tuvo necesidad de preguntar lo que pasaba: lo sabía. Se plantó allí delante, mudo, señalando a su hija y la piedra que tenía sobre el pecho, y levantó la escopeta. Su gesto era elocuente: si no le quitaba la piedra, dispararía. Evidentemente, ésta era la contingencia que había previsto el profesor, porque se abalanzó sobre Potter por detrás, y lo tocó con la piedra. Después, durante dos horas, esperamos en vano la llegada de la señora Potter.

-No vendrá -dijo por fin el profesor Keane-. Es en ella donde se hospeda esa entidad... Hubiera jurado que era en su marido. Muy bien... no tenemos otra alternativa: hay que ir a la Hoya del las Brujas. Estos dos pueden quedarse aquí.

Volábamos a todo gas en medio de la oscuridad, sin preocuparnos por el ruido, ya que el profesor decía que «la cosa» que habitaba en la Hoya de las Brujas «sabía» que nos acercábamos, pero que no podía hacernos nada porque íbamos protegidos por el talismán. Atravesamos la densa espesura y tomamos el camino estrecho. Cuando desembocamos en el cercado de los Potter, la maleza pareció extender sus tallos hacia nosotros, a la luz de los faros. La casa estaba a oscuras, aparte el pálido resplandor de la lámpara que iluminaba una habitación. El profesor Keane saltó del coche con su bolsa llena de estrellas de piedra, y se puso a sellar la casa. Colocó una piedra en cada una de las dos puertas, y una en cada ventana. Por una de ellas, vimos a la señora Potter sentada ante la mesa de la cocina, impasible, vigilante, enterada, sin disimulos ya, muy distinta de la mujer que había visto no hacía mucho en esta misma casa. Ahora parecía una enorme bestia acorralada. Al terminar su operación, mi compañero volvió a la parte delantera de la casa y, apilando unos montones de broza contra la puerta sin atender a mis protestas, pegó fuego al edificio. Luego volvió a la ventana para vigilar a la mujer, y me explicó que sólo el fuego podía destruir esa fuerza elemental, pero que esperaba salvar todavía a la señora Potter.

-Quizá sería mejor que no mirara, señor Williams.

No le hice caso. Ojalá se lo hubiera hecho... ¡y me habría evitado las pesadillas que perturban mi descanso hasta el día de hoy! Me asomé a la ventana por detrás de él y presencié lo que sucedía en el interior. El humo del fuego estaba empezando a penetrar en la casa. La señora Potter -o la monstruosa entidad que animaba su cuerpo obeso- dio un salto, corrió atemorizada a la puerta trasera, retrocedió a la ventana, se retiró, y volvió al centro de la habitación, entre la mesa y la chimenea aún apagada. Allí cayó al suelo, jadeando y retorciéndose.

La habitación se fue llenando poco a poco de un humo que empañaba la amarillenta luz de la lámpara, impidiendo ver con claridad. Pero no ocultó por completo la escena de aquella terrible lucha que se desarrollaba en el suelo. La señora Potter se debatía como en las convulsiones de la agonía y, lentamente, comenzó a tomar consistencia una forma brumosa, transparente, apenas visible en el aire cargado de humo. Era una masa amorfa, increíble, palpitante y temblona como gelatina, cubierta de tentáculos. Aún a través del cristal de la ventana, sentí su inteligencia inexorable, su frialdad incluso física. Aquella cosa se elevaba como una nube del cuerpo ya inmóvil de la señora Potter; luego se inclinó hacia la chimenea, y se escurrió por allí como un vapor!
- ¡La chimenea! -gritó el profesor Keane, y cayó al suelo.

En la noche apacible, saliendo de la chimenea, comenzaba a desparramarse una negrura, como un humo, que no tardó en concentrarse nuevamente. Y de pronto, la inmensa sombra negra salió disparada hacia arriba, hacia las estrellas, en dirección a las Hyadas, de donde el viejo Hechicero Potter la había llamado para que habitara en él. Así abandonó el lugar en donde aguardara la llegada de los otros Potter, para proporcionarse un nuevo cuerpo en que alojarse sobre la faz de la tierra. Nos las arreglamos para sacar a la señora Potter fuera de la casa. Se encontraba muy débil, pero viva. No hace falta detallar el resto de los acontecimientos de esa noche. Baste saber que el profesor esperó a que el fuego hubiera consumido la casa, y recogió luego su colección de piedras estrelladas. La familia Potter, una vez liberada de aquella maldición de la Hoya de las Brujas, decidió partir y no volver jamás por aquel valle espectral. En cuanto a Andrew, antes de despertar, habló en sueños de «los grandes vientos que azotan y despedazan» y de «un lugar junto al Lago de Hali, donde viven venturosos para siempre». Nunca he tenido valor para preguntarme qué era lo que el viejo Hechicero Potter había llamado de las estrellas, pero sé que implica unos secretos que es preferible no desentrañar y de cuya existencia jamás me habría enterado, de no haberme tocado el Distrito Escolar Número Siete y de no haber tenido entre mis alumnos al extraño muchacho que era Andrew Potter.

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