I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

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martes, 4 de enero de 2011

LA LAMPARA DE ALHAZRED, COLABORACIÓN DE AUGUST DERLETH. (PARTE 1)


Siete años habían transcurrido desde la desaparición de su abuelo Whipple cuando Ward Phillips recibió la lámpara. Esta, así como la casa de la calle Angell, donde vivía Ward, habían pertenecido a su abuelo. Phillips había estado habitando en la casa desde la desaparición de su abuelo, pero la lámpara había quedado en manos del abogado hasta pasados los siete años que deberían transcurrir hasta darle definitivamente por muerto. Había sido deseo de su abuelo que la lámpara estuviese bien guardada durante esos años, en manos del ahogado, por si acaeciese algo imprevisto, la muerte o cualquier otro accidente. El caso era que Phillips dispusiese del tiempo necesario para familiarizarse con la imponente biblioteca de Whipple, en la que le esperaba una gran cantidad de sabiduría. El viejo Whipple había decidido que, cuando Phillips hubiese acabado de leer los enormes volúmenes que llenaban las estanterías, habría alcanzado un grado de madurez suficiente para poder heredar el «tesoro más valioso» de su abuelo, según declaración del propio Whipple.

Phillips tenía entonces treinta años y una salud delicada, lo cual era normal, pues desde niño, siempre había sido un poco enfermizo. Había nacido en el seno de una familia medianamente rica, pero los ahorros de su abuelo volaron en unas inversiones desacertadas, de modo que a Phillips lo único que le quedaba era la casa de la calle Angell y lo que ésta encerraba. Phillips trabajaba como redactor en unas revistas de escándalo, y luego, para redondear las pocas ganancias que le producía el oficio, se dedicaba a revisar y corregir los innumerables y poco prometedores manuscritos de prosa o de poesía que otros escritores, más inexpertos que él, le enviaban con la esperanza de llegar a ver su obra publicada, una vez que la pluma de Phillips hubiese obrado un milagro. La vida sedentaria que llevaba no había mejorado su resistencia a la enfermedad; era alto, delgado, llevaba gafas, tenía frecuentes catarros y, una vez, para gran vergüenza suya, enfermó del sarampión.

Cuando los días eran cálidos, le gustaba mucho pasear por los campos donde había jugado de pequeño. En esas ocasiones, solía llevar sus papeles debajo del brazo y trabajar al aire libre, sentado en la encantadora y frondosa ribera del río que, durante su infancia, había sido su escondite predilecto. Esta orilla del río Seekonk no había cambiado en todos esos años, y Phillips, que vivía mucho del pasado, creía que una forma de desafiar el tiempo era permanecer cerca de los lugares que no cambiaban. En una carta a un corresponsal, había descrito esta forma de sentir suya: «Entre esos caminos del bosque que tan bien conozco, el salto entre el presente y los años 1899 ó 1900 desaparece totalmente, de modo que muchas veces me sorprende, al encontrarme nuevamente en la ciudad, constatar que ésta ha perdido su apariencia de fin de siècle». Además de la ribera del Seekonk, otro de los lugares que elegía para sus paseos era la colina de Nentaconhaunt. Le gustaba poder contemplar, desde allí, su ciudad natal a la puesta del sol, y esperar el plácido panorama de la población al recogerse en su vida nocturna, con los campanarios y los tejados de estilo holandés que, progresivamente, iban oscureciéndose sobre el fondo anaranjado y carmín del atardecer. Le emocionaba el brillo esmeralda o perlado en que se fundía el horizonte, y finalmente las luces centelleantes que transformaban la vasta y desigual ciudad en una tierra mágica que ejercía para Phillips una mayor atracción que durante el día.

Hacía mucho tiempo que Phillips había renunciado a alumbrarse con luz eléctrica, pues ésta resultaba excesivamente cara para sus modestos ingresos. Pero como sus largas excursiones diurnas le obligaban a trabajar hasta muy avanzada la noche, la famosa lámpara de su abuelo Whipple, por muy extraña y vieja que fuera, le iba a ser de una gran utilidad. La carta que acompañaba el último regalo del viejo, cuya relación con su nieto había sido muy profunda desde la muerte de los padres del niño, le explicaba que la lámpara provenía de una tumba de Arabia, en los comienzos de la historia. Decía que había pertenecido a un árabe medio loco, llamado Abdul Alhazred. Era obra de la fabulosa tribu de Ad, una de las cuatro misteriosas y poco conocidas de Arabia -Ad estaba en el sur, Thamood en el norte, y el centro de la península estaba ocupado por Tasm y Jadis-. Había sido hallada hace mucho tiempo en una ciudad oculta llamada Irem. Edificada por Shedad, el último de los déspotas de Ad, era la Ciudad de las Columnas, conocida por algunos como la Ciudad Sin Nombre. Decían que se encontraba cerca de Hadramant; según otros, debía estar enterrada bajo las antiquísimas y siempre movedizas arenas de Arabia. De todas maneras, salvo los favoritos del profeta que habían logrado encontrarla, nunca nadie había conseguido verla. Para terminar su larga carta, el viejo Whipple había escrito: «Puede proporcionar tanto placer encendida como apagada. Igualmente puede traer dolor. Es la fuente del éxtasis o del terror.»

El aspecto de la lámpara de Alhazred era poco corriente. Funcionaba con aceite, y parecía ser de oro. Por su forma, se asemejaba a una marmita oblonga, con un asa curvada a un lado y una espita para la llama al otro. Su decoración consistía en unos extraños dibujos, mezclados con letras y colocados de tal manera que parecían formar unas palabras. Pero aquel lenguaje era desconocido para Phillips, que conocía varios dialectos árabes y, sin embargo, no lograba descifrar la inscripción de la lámpara. No era sánscrito. Indudablemente se trataba de un idioma más antiguo; su escritura se componía de letras y jeroglíficos, algunos de los cuales eran pictografías. Phillips dedicó una tarde entera a limpiarla por dentro, por fuera y , después de haberle sacado brillo, la llenó de aceite.

Esa misma noche, Phillips retiró las velas y la lámpara de petróleo, que le habían alumbrado durante tantas y tantas noches de trabajo, y encendió la lámpara de Alhazred. Le sorprendió un poco lo cálido de su brillo, la estabilidad de su llama, y la calidad de su luz. Pero la cantidad de trabajo que le esperaba era tal que no podía seguir entreteniéndose con la lámpara. Sin perder más tiempo, se puso a revisar una obra en verso, que empezaba de la siguiente manera:

En la brillante y temprana alborada
De un año, mucho antes de nacer yo,
Cuando la tierra era aún el caos,
Mucho antes de cubrirse de luchas...

y continuaba así, en ese mismo estilo arcaico caído completamente en desuso. Sin embargo, era un estilo que a Phillips le gustaba. Vivía tanto en el pasado que sus puntos de vista y su filosofía acerca de la influencia del pasado desbordaban toda fantasía. Su noción del tiempo y del espacio estaba, desde sus primeros recuerdos, tan inextricablemente ligada a sus más profundos pensamientos y sentimientos, que cualquier intento de describir con palabras sus estados de ánimo parecería artificial, exótico o convencional. Durante décadas enteras, los sueños de Phillips estuvieron compuestos por una extraña mezcla de inquietud aventurera unida a paisajes, perspectivas arquitectónicas y efectos de la bóveda celeste. En su mente conservaba cierta imagen de sí mismo a los tres años: se encontraba sobre un puente ferroviario. A través de los huecos de la barandilla, su vista penetraba en la parte más densa de la ciudad. Y entonces sintió la inminencia de algún prodigio, que no podía describir ni llegar a comprender en su totalidad; era la intuición de algo maravilloso, de una liberación escondida en oscuras dimensiones. Presentía que, aunque raras veces y con muchas dificultades, aquellas dimensiones podían alcanzarse mediante ciertas perspectivas visuales, tales como la de una vieja calle vista a través de leguas de campo montañoso; o la de las balaustradas de unas terrazas enfocadas desde abajo, desde el mismo pie de la interminable escalera de mármol que conduce a ellas. Es cierto que Phillips soñaba con vivir en el siglo dieciocho, o incluso antes, cuando todavía había tiempo para el arte de la conversación y cuando el hombre podía vestirse con cierta elegancia sin ser observado con extrañeza por sus vecinos. Pero por muy intenso que fuera su deseo de volver a un tiempo en que el mundo era más joven y menos apurado, la falta de imaginación y las pocas ideas que reflejaban las líneas sobre las cuales estaba trabajando, sumadas a su propio cansancio, le hicieron sentirse incapaz de seguir con su tarea. Reconoció que no podía interesarse por estas líneas tan poco inspiradas; apartó el manuscrito y se inclinó hacia atrás para descansar. ue entonces cuando observó el súbito cambio que se había operado a su alrededor.

Las familiares paredes tapizadas de libros, salvo en los huecos de las ventanas -Phillips tenía la manía de taparlas con cortinas para que ninguna luz exterior, ya fuera la del sol, la de la luna, o la de las estrellas, invadiese su santuario- estaban extrañamente cambiadas. No era sólo la claridad difundida sobre ellas por la lámpara de Arabia lo que las había modificado, sino que la misma luz proyectaba contra las paredes objetos desconocidos para Phillips. Dondequiera que iluminara la lámpara, contra las paredes, sobre los tomos de los libros alineados en sus estantes, Phillips contemplaba unas escenas que ni los fondos más misteriosos de su imaginación hubiesen podido crear. En cambio, en todas las zonas oscuras, tales como la gran mancha de sombra que el respaldo de la silla de Phillips proyectaba sobre una parte de los estantes, no veía nada, nada más que la oscuridad de las sombras y en ellas la monotonía de los libros alineados.

Phillips permaneció sentado y, maravillado, contempló las escenas que se desarrollaban ante él. Luego quiso reaccionar y pensó que era víctima de una ilusión óptica. Pero tal explicación a ese fenómeno no le satisfacía, y la rechazó. Por otra parte, tenía el curioso convencimiento de que no deseaba hallar explicación alguna, de que no la necesitaba: algo maravilloso había ocurrido, sabía que tenía que ser pasajero y no quería conocer o sentir más que la admiración por lo que sus ojos presenciaban. El mundo que veía a la luz de la lámpara era de una rareza suprema. Era un mundo al que nunca había tenido acceso, ni por la vista, ni por la lectura, ni siquiera por la vía de sus sueños.

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Sueños del Soñador de Providence