I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

martes, 4 de enero de 2011

LA SOMBRA DEL DESVÁN 1964, COLABORACIÓN DE AUGUST DERLET. + (PARTE 1)


+(CXD)+ LA SOMBRA DEL DESVÁN

H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH


I
Mi tío abuelo Uriah. Garrison no era hombre a quien conviniera contrariar. Moreno, de cejas enmarañadas y revuelto cabello negro, cuando yo era niño su cara me aterrorizaba en sueños. Sólo tuve trato con él durante mi infancia. Mi padre se peleó con él y murió en cir­cunstancias extrañas, asfixiado en la cama, a unas cien millas de Arkham, que es donde vivía mi tío abuelo. Mi tía Sofía le maldijo, y también murió al poco tiempo, como si algo invisible la hubiera empujado por unas escaleras. ¿Cuántos casos más habrá habido como éstos? ¿Quién sabe? Nadie se atrevía a hablar, sino en voz baja y temerósa, de los poderes tenebrosos que obedecían a Uriah Garrison.

Tampoco podría nadie determinar qué proporción de cotilleo supersticioso, infundado y malévolo había en lo que se contaba de él. No le volvimos a ver desde que mu­rió mi padre, pues mi madre odiaba a su tío y le siguió odiando hasta la muerte, lo que demuestra que jamás se llegó a olvidar de él. Tampoco yo me olvidé ni de él ni de su casa, que tenía un tejado picudo y estaba en Ayles­bury Street, en una zona de las afueras de Arkham que se extiende al sur del río Miskatonic, no lejos de la Co­lina del Ahorcado, coronada por un frondoso cementerio. Por cierto que el Arroyo del Ahorcado cruzaba las tierras de la finca, que también estaban cubiertas de espeso ar­bolado, como el cementerio de la colina. Nunca olvidaré la sombría mansión donde vivía él solo — si exceptuamos a alguien que iba por la noche a arreglarle la casa—, ni sus estancias de techos altísimos, ni el desván solitario y oscuro que todos rehuían incluso de día y donde estaba terminantemente prohibido entrar con una linter­na u otra luz cualquiera—, ni sus ventanas emplomadas que miraban a un panorama de árboles y matorrales, ni las puertas de montante semicircular. Era el tipo de casa que nunca deja de ejercer un sombrío hechizo sobre las mentes juveniles e impresionables. A mí me provocaba siniestras fantasías y a veces sueños terroríficos de los que despertaba violentamente para correr a refugiarme junto a mi madre. Una noche inolvidable me equivoqué de camino y me topé con el extraño rostro inexpresivo y lejano de la mujer que venia a cuidar la casa. Nos mira­mos durante un instante, como a través de insondables abismos espaciales, y yo salí huyendo, espoleado por un terror nuevo que se superponía a los que ya me había provocado la pesadilla.

De mayor nunca se me ocurrió volver por allí. No ha­bía quedado amor entre nosotros, ni más relación que las breves felicitaciones que yo le mandaba por su cum­pleaños o en Navidad, a las cuales jamás respondió, lo que me parecía perfecto.

Por, eso me sorprendió tanto que al morir me legara la finca y una pequeña subvención con tal de que yo habitara la casa durante los meses del verano siguiente a su fallecimiento. Sin duda había tenido en cuenta que mis obligaciones docentes me impedían ocuparla durante el resto del año.

No era pedir demasiado. Yo no tenía intención de con­servar la finca. Por entonces, Arkham había empezado ya a extenderse por la zona de Aylesbury Pike y la ciudad, que antes quedaba tan lejos de la casa de mi tío abuelo, ahora amenazaba con rodearía en breve, por lo que sin duda la finca no sería difícil de vender. Arkham no tenía ningún atractivo especial para mi, aunque me fascinaban sus leyendas, sus apiñados tejados puntiagudos y su or­namentación arquitectónica del siglo XVIII. Esta fascina­ción, sin embargo, no era verdaderamente profunda y no me atraía la idea de fijar mi residencia definitiva en Arkham. Pero para vender la casa de Uriah Garrison tenía primero que habitarla, según lo dispuesto en su testamento.

En junio de 1928, pese a las protestas de mi madre y a sus sombrías insinuaciones de que Uriah Garrison había sido un hombre especialmente malvado y aborre­cido, me trasladé a la casa de Aylesbury Street. No me resultó muy difícil instalarme, pues la habían conserva­do perfectamente amueblada tras la muerte de mi tío abuelo, acaecida en marzo del mismo año, y era evidente que alguien se había encargado de mantenerla limpia y en condiciones de habitabilidad, según comprobé nada más llegar, procedente de Brattleboro. Sin duda la mu­jer que atendía a mi tío abuelo había recibido órdenes de seguir prestando sus servicios en la casa, por lo me­nos hasta que yo me instalara en ella.

Pero el abogado de mi tío abuelo —un sujeto anticuado que iba todavía de alto cuello duro y solemne traje negro— ignoraba que se hubiera tomado medida alguna en tal sentido, según me dijo cuando fui a visitarle para averiguar las cláusulas del testamento.

— No he estado nunca en la casa, Mr. Duncan —di­jo- . Si su tío abuelo dejó dispuesto que la mantuvie­ran limpia, debe existir otra llave. Como usted sabe, yo le he entregado la única que tenía. Que yo sepa, no existe otra.

En cuanto a lo que disponía el testamento de mi tío abuelo, era escueto y sencillo. Yo sólo tenía que habitar la casa durante los meses de junio, julio y agosto, o du­rante noventa días, a partir de mi llegada, en caso de que mis obligaciones docentes me impidieran ocuparla desde el primero de junio. No se me imponía ninguna otra condición, ni siquiera prohibición alguna relativa al desván, como yo había supuesto.

—Al principio es posible que los vecinos le parezcan poco amistosos —replicó Mr. Saltonstall—.. Su tío abue­lo era hombre de costumbres raras y les hizo muchos desaires. Supongo que le molestaba que se fuera insta­lando tanta gente en los alrededores de su propiedad, y a los vecinos, por su parte, también les debía molestar la altivez e insolidaridad de su tío abuelo, del cual co­mentaban que prefería la compañía de los muertos a la de los vivos, a juzgar por sus frecuentes paseos por el cementerio de la Colina del Ahorcado.
Al preguntarle qué aspecto había tenido el anciano durante sus últimos años, Mr. Saltonstall repuso:
—Era un viejo robusto y vigoroso, realmente duro. Pero, como tantas veces sucede, en cuanto empezó a decaer se desmoronó rápidamente: al cabo de una se­mana estaba muerto’. De vejez, según el médico.
—¿Y su estado mental? —pregunté.

Mr. Saltonstall sonrió gélidamente.

—Bueno, Mr. Duncan, usted ya sabrá que el estado mental de su tío abuelo fue siempre un poco raro. Te­nía ideas muy extrañas que resultan verdaderamente ar­caicas. Me refiero, por ejemplo, a sus investigaciones so­bre la brujería. Se gastó mucho dinero en estudiar los procesos de Salem. Pero encontrará usted su biblioteca intacta, y está llena de libros sobre el tema. Aparte su interés obsesivo en esta única cuestión, era un hombre fríamente racional. Esto le describe bien. Insociable y altivo.

Así, pues, el tío abuelo Uriah Garrison no había cam­biado en los años transcurridos desde mi niñez, ahora que me acercaba a la treintena. Y la casa tampoco había cambiado. Todavía conservaba aquella atmósfera de es­pera vigilante, como una persona acurrucada para pro­tegerse del frío mientras espera la llegada de la diligen­cia. No valdría una metáfora más moderna, pues la casa tenía doscientos años y, aunque estaba muy bien cuidada, no le hablan instalado luz eléctrica y su fontanería era viejísima. Exceptuando su contenido y algunos arte­sonados, la casa en sí carecía de valor. Pero en cambio el terreno valía mucho, debido, como he dicho, al cre­cimiento de Arkham por aquellas partes.

El mobiliario era de cerezo, caoba y -nogal negro, y sospeché que si lo viera Rhoda —mi novia— querría conservarlo para cuando tuviéramos casa propia. Yo pensaba que con el dinero que nos procurara la venta de la finca y el mobiliario podríamos construirnos una casa para nosotros y mantenerla con mi sueldo de auxiliar del departamento de inglés y el suyo de profesora de Filo­logía y Arqueología.

Tres meses no era demasiado tiempo para vivir sin luz eléctrica y también podría soportar su deficiente fon­tanería durante esas semanas, pero en el acto decidí que no estaba dispuesto a prescindir del teléfono. Así que cogí el coche y me acerqué a Arkham para encargar que me lo instalaran sin demora. Ya que estaba en el centro de la ciudad, me detuve en la oficina de telégrafos de Church Street y envié sendos telegramas a mi madre y a Rhoda, comunicándoles mi llegada e invitando a Rhoda a que viniera cuando quisiera para inspeccionar mi recién adquirida propiedad. También aproveché para hacer una buena comida en uno de los restaurantes y comprar unas pocas provisiones necesarias para mis desayunos, a pesar de que no me apetecía nada tener que encender el viejo fogón de la cocina. Por fin regresé fortalecido contra el hambre para el resto del día.

Me había llevado conmigo varios libros y documentos que me hacían falta para la tesis doctoral en que estaba trabajando, y sabía que la biblioteca de la Universidad del Miskatonic, que quedaba a menos de una milla de mi casa, me ofrecería toda ayuda adicional que pudiera ne­cesitar. Thomas Hardy y el condado de Wessex no cons­tituía un tema tan abstruso como para tener que recu­rrir a la Widener o a otra de las grandes bibliotecas uni­versitarias. Así, pues, me dediqué a mi tesis hasta el anochecer de mi primer día de estancia en el viejo case­rón de Uriah Garrison. A esa hora, fatigado, me acosté en la habitación que había sido de mi tío abuelo, en el segundo piso de la casa, en vez de hacerlo en el cuarto de los huéspedes, que estaba en la planta baja.


II
A última hora del día siguiente  me sorprendió una visita de Rhoda. Llegó sin avisar, al volante de su Roals­ter. Rhoda Prentiss era un nombre demasiado cursi para una joven tan airosa, tan llena de vitalidad y energía. No oí llegar el coche y sólo supe de su presencia cuando abrió la puerta delantera de la casa y me llamó:

-¡Adam! ¿Estás en casa?

De un salto salí del despacho donde, estaba trabajan­do — a la luz, de una lámpara, pues el. día era oscuro y tormentoso— - y allí me la vi, con el largo cabello rubio goteando lluvia, los labios entreabiertos y los limpios ojos azules tornando nota, con viva curiosidad, de todo lo’ que se hallaba a su alcance.

Pero cuando la tuve entre mis brazos, un leve estre­mecimiento recorrió su cuerpo..

—¿ Cómo vas ~a soportar tres meses en esta casa?—exclamo.’’
——Está hecha aposta para tesis doctorales — respon­dí—.. Aquí no hay nada que me perturbe.
— Pues a mí me perturbaría toda la casa, Adam ——re­plicó con una seriedad insólita—. ¿No notas en ella algo maligno?
—lo maligno que había ya se ha muerto: mi tío abue­lo. Pero te confieso que cuando vivía la casa entera tra­sudaba malignidad.
—Y la trasuda.
—Eso si  crees en residuos psíquicos.
Parecía como si Rhoda fuera a añadir algo, pero yo cambié de conversación.
—Llegas justo a tiempo de que nos vayamos a Arkham a cenar. Al pie de French Hill hay un restaurante fran­cés antiguo muy interesante.

No contestó nada, pero mantuvo un ligero ceno du­rante un rato, como si se hubiera quedado con algo den­tro. Sin embargo, durante el transcurso de la cena volvió a recuperar su humór habitual; habló de su trabajo, de nuestros planes, de nosotros dos; y pasamos más de dos horas en el restaurante. Luego regresamos a casa. Era natural que se quedara a pasar la noche en el cuarto de los huéspedes, que además estaba debajo del mío y podía avisarme, dando golpes en el techo, sí necesitaba algo o si —como dije yo— «te perturba el residuo psíquico».

Pese, sin embargo, a bromear, me había dado cuenta de que en la casa, al llegar mi novia, se había producido como un aumento del nivel de vigilancia. Era como si la casa hubiera arrojado de si toda indolencia, como si de pronto se hubiera tenido que poner alerta, como sí hus­meara algún peligro o presintiera de algún modo mi in­tención de venderla a quien la iba a derribar sin piedad. Esta sensación fue en. aumento durante toda la velada y me provocó, corno respuesta, un inexplicable, pero in­confundible sentimiento de compasión. En realidad, tam­poco tenía por qué extrañarme tanto, pues las casas van adquiriendo poco a poco una atmósfera, y una casa de más de dos siglos tiene más atmósfera que otra más moderna. Precisamente son estas casas, que tanto abundan en Arkham, las que dan a la ciudad su peculiar distin­ción; y no me refiero sólo a los tesoros arquitectónicos, sino también al ambiente de las casas, al saber acumulado y a los ecos legendarios de las vidas humanas nacidas y consumidas dentro de los limites relativamente pequeños de la ciudad.

Y desde aquel momento también empecé a darme cuen­ta de otra cosa, asimismo relacionada con la casa, pero perteneciente a un plano distinto. No es que se me hu­biera contagiado la reacción instintiva de Rhoda, sino sencillamente que su llegada aceleró los acontecimientos, el primero de los cuales sucedió aquella misma noche. Después he pensado que la aparición de Rhoda precipitó unos hechos que de todas maneras iban a haber ocurrido, pero que, en el curso normal de las circunstancias, se ha­brían producido de modo más insidioso.

Aquella noche nos acostamos tarde. Yo caí dormido al instante, pues la casa estaba alejada del tráfico de la ciudad y en ella tampoco había los crujidos o chasquidos tan frecuentes en los caserones antiguos. En el piso de abajo, Rhoda se movía inquieta por la habitación y toda­vía estaba levantada cuando yo me dejé caer en el sueño.

Era después de medianoche cuando algo me despertó. Durante unos segundos permanecí inmóvil, hasta despabilarme del todo. ¿Qué es lo que me había arrancado del sueño? ¿El sonido de una respiración que no era la mía? ¿Una presencia muy próxima? ¿Algo que había en la cama? ¿O las tres cosas a la vez?

Tanteé con la mano ¡y palpé el inconfundible pecho desnudo de una mujer! Al mismo tiempo percibí su aliento ardiente, férvido. - Pero al instante siguiente se habla ido, ya no estaba en la cama, y la sentí, más que la vi, deslizarse hacia la puerta de la habitación.

Plenamente despierto ya, me quité la sábana ligera que me cubría, pues la noche era húmeda y sofocante, y salté del lecho. Encendí la lámpara con mano un tanto trémula y me quedé ahí de pie sin saber qué hacer. Sólo llevaba puestos unos calzones cortos y lo sucedido me habla al­terado más de lo que hubiera querido reconocer.

Me avergüenza admitir que durante un instante creí que habla sido Rhoda, lo cual sólo demuestra que el in­cidente me habla provocado bastante confusión mental, pues Rhoda era incapaz de una acción semejante. De ha­ber deseado pasar la noche en mi cama, lo habría dicho como otras veces. Además, el pecho que yo habla tocado no era, el de Rhoda, que tenía unos senos firmes y bella­mente redondeados, mientras que los de la mujer que había estado tendida a mi lado eran fláccidos, viejos, de enormes pezones. A diferencia de los de Rhoda, me ha­bían producido un estremecimiento de horror.

Cogí la lámpara y salí de la habitación, dispuesto a registrar la casa. Pero al desembocar en el vestíbulo oí, como si procedieran de un punto situado fuera de la casa y muy por encima de ella, unos tenues, lejanos so­llozos de mujer. Era la voz de una mujer que estaba siendo castigada, y me llegaba como desde una distancia desolada, como un fantasma de sonido que no tardó en perderse del todo. No habría durado más de treinta se­gundos, pero a su modo había resultado tan inconfundi­ble como lo que había palpado en el lecho.

Me quedé parado un rato, agitado interiormente, y por fin me retiré a la cama, donde permanecí insomne du­rante una hora larga, atento por si pasaba algo.

Nada ocurrió, y cuando por fin volví a dormirme, ya había empezado a preguntarme si no habría confundido algún sueño con la realidad.

Pero a la mañana siguiente, el nublado rostro de Rho­da me dijo que algo iba mal. Se habla levantado a pre­parar el desayuno y la encontré en la cocina. Se volvió hacía mí, sin saludarme, y dijo:

— ¡Anoche había una mujer en la casa!-
¡Entonces no era un sueño! ——exclamé yo.
—¿Quién era? — preguntó.
Moví la cabeza negativamente.
—Me gustaría podértelo decir.
—Me parece extraordinario que venga la mujer de la limpieza en mitad de la noche —prosiguió.
— ¿La viste?
—Si la vi, ¿por qué?
—¿Cómo era?
—Parecía joven, pero me dio la extraña sensación de que no lo era ni mucho menos. Tenía una cara inexpre­siva, inmóvil. Sólo tenía vivos los ojos.
—¿Y ella te vio a ti?
—No creo.

¡Es la mujer que venia a atender a mi tío! -~- excla­mé—. Tiene que ser ella. Al llegar me encontré la casa completamente limpia. Mira qué limpia está. Mi tío abuelo no debió decirle que no volviera y ella ha seguido viniendo. Recuerdo que de niño la vi una vez. Mi tío abuelo la hacia venir siempre de noche.

¡Qué cosa más absolutamente cretina! Uriah Gar­rison murió en marzo, hace ya tres meses, y esa mujer tendría que ser idiota para no haberse enterado a estas alturas. ¿Quién le paga?

—¿Y yo qué sé? No te puedo contestar.

Además, tal como estaban las cosas, no me atreví a contar a Rhoda mi experiencia nocturna. Sólo pude ase­gurarle, sin mentir, que no había visto a mujer alguna en aquella casa desde una noche de mis primeros años en que sorprendí cascial y fugazmente a la que hacía la limpieza. -

—Recuerdo que a mi también me dio la misma im­presión —dije— . Tenía una cara completamente inex­presiva.
— -Adam, eso pasó hace veinte años o más — -señaló Rhoda—.. No puede ser la misma mujer.
— No sé qué decirte. Sin embargo, imposible no es, supongo. Y diga lo que diga Mr. Saltonstall, tiene que tener llave de la casa. -
— Eso no tiene ningún sentido. Y tú prácticamente no has tenido tiempo de contratar a nadie desde que estás aquí.
—No he contratado a nadie.
—Lo creo. No moverías un dedo para limpiar aunque te estuvieras ahogando en polvo — se encogió de hom­bros— .Tendrás que averiguar quién es y poner punto final al asunto. No me gusta que la gente murmure, ya sabes.
Con este ánimo nos sentamos a desayunar. Yo sabia que Rhoda pretendía partir a continuación. Pero notaba que seguía preocupada. Habló muy poco mientras comía, respondiendo a mis comentarios con breves monosílabos, hasta que por fin estalló.
  ¡Pero, Adam! ¿Cómo es posible que no lo sientas?
— ¿Que no sienta qué?
— En esta casa hay algo que te busca, Adam. Yo lo noto. A quien busca la casa es a ti.

Tras mi estupefacción inicial, hice constar con toda frialdad que la casa era un objeto inanimado, que yo no sabía de ninguna otra criatura que viviera en ella sino de mí, salvo qué hubiera ratones y no me hubiera dado cuenta, y que una casa no puede querer ni dejar de que­rer nada ni a nadie.

No se quedó convencida. Al cabo de una hora, cuan­do ya estaba dispuesta para marcharse, dijo impulsivamente:

—Adam, vente conmigo. —Ahora mismo.
—Sería una locura perder una propiedad tan valiosa, a la que tú y yo podemos dar tan buen uso, sólo por un capricho - contesté.
— Es algo más que un capricho. Ten cuidado, Adam.
En este tono nos separamos. Rhoda prometió volver cuando estuviera más entrado el verano y me obligó a prometerle que le escribiría puntualmente.

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Sueños del Soñador de Providence