I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

martes, 4 de enero de 2011

HERMANDAD NEGRA, COLABORACIÓN DE AUGUST DERLETH. (PARTE 4) +


III
Aun así, no estaba bien preparado para la visita del señor Allan y sus hermanos en la noche del lunes siguiente. Llegaron a la diez y cuarto; mi madre acababa de subir a acostarse. Esperaba, como máximo, a tres personas. Eran siete. Y tan parecidos como los guisantes en una vaina, tanto que no era capaz de distinguir entre ellos al señor Allan con quien había paseado dos veces por las nocturnas calles de Providence, aunque deduje que era el que hablaba del grupo

Se encaminaron al salón, y el señor Allan inmediatamente se dispuso a colocar las sillas en semicírculo. Le ayudaban sus hermanos, mientras él murmuraba algo acerca de la «naturaleza del experimento». A decir verdad, yo estaba aún demasiado sorprendido e inquieto con la apariencia de los siete hombres idénticos, tan pasmosamente semejantes a Edgar Allan Poe, como para darme verdadera cuenta de lo que se decía. Pude observar también, a la luz de mi lámpara de gas Welsbach, que los siete eran de una complexión pálida, cerúlea, no hasta el punto de dudar que fuesen de carne y hueso como yo, pero sí para pensar que a todos les aquejaba algún tipo de enfermedad, anemia quizá, o que algún mal hereditario había dejado sus rostros carentes de color. Sus ojos eran muy negros y parecían mirar fijamente, aunque sin ver. Pero no se trataba de un defecto de percepción; era como si viesen gracias a un extrasentido invisible para mí. La sensación que experimenté no era predominantemente de miedo, sino de abrumadora curiosidad mezclada con una cada vez mayor intuición de algo extremadamente desconocido no sólo para mi experiencia, sino para mi propia existencia.

Pocas cosas reseñables habían sucedido hasta el momento entre nosotros. Pero en cuanto el semicírculo se completó, y mis visitantes se sentaron, el que llevaba la voz cantante me señaló una silla situada dentro del semicírculo y de cara a los hombres sentados.

-¿Quiere tomar asiento aquí, señor Phillips? -preguntó.

Hice lo que me indicaba y me encontré con que me había convertido en el centro de todas las miradas. Más que el objeto, el foco de sus miradas: los siete hombres no parecían mirarme a mí, sino mirar a través de mí.

-Nuestra intención, señor Phillips -dijo el que llevaba la voz cantante, a quien tomé por el caballero con quien me había encontrado en la calle Benefit- es producir en usted ciertas impresiones de vida extraterrestre. Todo lo que tiene que hacer es relajarse y ser receptivo.
-Estoy listo -dije.

Creí que iban a pedirme que amortiguase la intensidad de la luz, cuestión que forma parte integrante de este tipo de sesiones, pero no lo hicieron. Esperaron un rato en silencio, un silencio sólo roto por el tic-tac del reloj del hall y el alejado murmullo de la ciudad, y entonces comenzaron algo que sólo puedo describir como un cántico, un tarareo bajo, no desagradable, casi arrullador, que aumentaba en volumen y era interrumpido por sonidos que imaginé palabras aunque no podía distinguir ninguna. La canción que cantaban, y la forma en que cantaban, eran indescriptibles, extrañas; en clave menor, los intervalos de los tonos no se parecían a ningún sistema de música terrestre que pudiera serme familiar, aunque me parecía más oriental que occidental.

Tuve poco tiempo para percatarme de la música, pues pronto me sobrecogió una sensación de profundo malestar. Las caras de los siete hombres se tomaron difusas y se fundieron en un rostro borroso. Tuve la intolerable sensación de que me barría el paso de miles de años de tiempo. Llegué a la conclusión de que algún tipo de hipnosis era responsable de mi estado, pero me daba igual; la experiencia a la que me estaba sometiendo era totalmente nueva y no desagradable, aunque había en ella una nota discordante, como de algún mal acechando detrás de las relajantes sensaciones que se acumulaban y me arrastraban. Gradualmente, la lámpara, las paredes y los hombres que tenía delante se emborronaron y desvanecieron. Me daba cuenta de que todavía estaba en mi casa de la calle Angell, pero al mismo tiempo presentía que de alguna forma había sido trasladado a otros lugares, y empezó a manifestarse un sentimiento de alarma ante el desconocimiento de lo que me rodeaba, así como de repulsión y alienación. Era como si temiese la pérdida del conocimiento en un lugar extraño, sin medios para volver a la tierra, pues lo que presenciaba era una escena extraterrestre, de unas proporciones de grandeza y magnificencia incomprensibles para mí.

Vastas panorámicas del espacio se arremolinaban ante mí en una dimensión desconocida, y en el centro veía una colección de cubos gigantes, esparcidos en una ensenada de agitada radiación violeta. Entre ellos se movían otras figuras enormes, cambiantes, unos conos rugosos cuya talla alcanzaba los diez pies de altura y que reposaban sobre su base compuesta de un material semielástico, con escamas y bultos. De sus ápices salían cuatro miembros flexibles, cilíndricos, cada uno por lo menos de un pie de ancho, y de una sustancia similar, aunque más parecida a la carne, a la de los conos. Estos eran los supuestos cuerpos de los miembros que los coronaban. Según pude observar, tenían la capacidad de contraerse y dilatarse algunas veces hasta alcanzar una medida de largo similar a la altura del cono al que estaban adheridos. Dos de estos miembros tenían unas enormes garras en el extremo, mientras que un tercero llevaba una cresta de cuatro apéndices rojos con forma de trompeta, y el cuarto acababa en un globo amarillo de dos pies de diámetro, en medio del cual había tres enormes ojos, de un ópalo oscuro, que, dada su posición en el miembro elástico, podían volverse en cualquier dirección. Fue una escena que me causó gran fascinación, pero al mismo tiempo me inspiraba una repelencia atroz, dada la absoluta extrañeza y el aura de temibles descubrimientos que se desprendía de ella. Con mayor claridad y distinción, pude ver las figuras moverse: parecían atender a los grandes cubos; logré ver que sus extrañas cabezas estaban coronadas por cuatro grandes tallos grises con apéndices similares a unas flores y que, en su parte inferior, ostentaban ocho tentáculos sinuosos y elásticos, del color verde alga, constantemente agitados en un movimiento de serpentina. Esos tentáculos se dilataban y se contraían, se alargaban y se acortaban; azotaban de un lado a otro como si tuviesen una vida independiente de aquella que animaba a los conos, que parecían más perezosos. La escena estaba bañada en un descolorido resplandor rojo, como el de un sol moribundo que, habiendo perdido a su planeta, hubiese ocupado ahora el lugar de la radiación violeta de la ensenada.

Me causó un indescriptible impacto; era como si se me hubiese permitido mirar a otro mundo, un mundo increíblemente mayor que el nuestro, diferente al nuestro por distintos valores antipódicos y formas de vida, y lejos del nuestro en el tiempo y el espacio; y mientras miraba a este vasto mundo, me di cuenta -como si este conocimiento estuviera introduciéndose en mí por algún sistema psíquico- que contemplaba una raza destinada a morir, una raza que tenía que escapar de su planeta o morir. Espontáneamente, intuí la amenaza de un mal, y con un rápido y violento esfuerzo, me deshice del hechizo del cántico que me tenía apresado, exterioricé la excitación del miedo que me poseía, irrumpí en un grito de protesta y me levanté mientras la silla en que estaba sentado se caía hacia atrás estrepitosamente

De inmediato la escena que discurría ante mis ojos se desvaneció y la habitación volvió a enfocarse. Enfrente de mí estaban sentados mis visitantes, los siete caballeros parecidos a Poe, impasibles y silenciosos. los sonidos que habían emitido, el tararear y las extrañas palabras y ruidos tonales, habían cesado. Me calmé y mi pulso se hizo más pausado.

-Lo que ha visto, señor Phillips, era una escena de otra estrella lejana -dijo el señor Allan-, muy alejada en el espacio. De hecho, pertenece a otro universo. ¿Le ha convencido?
-¡Basta ya! -grité.

No podía decir si mis visitantes se divertían o me despreciaban; no tenían expresión alguna, incluido su portavoz, que se limitó a inclinar la cabeza levemente y decir:

-Nos vamos, entonces, con su permiso.

Y silenciosamente, uno tras otro, desfilaron por la puerta que daba a la calle Angell.

Aquella experiencia me había dejado una impresión sumamente desagradable. No poseía pruebas de haber visto algo de otro planeta, pero podía atestiguar que había sido preso de una extraordinaria alucinación, indudablemente por influencia hipnótica.

¿Pero cuál era su razón de ser? Lo pensé mientras ordenaba el salón. No me era posible aducir ninguna razón sólida para demostrar lo que había presenciado. Era incapaz de negar que mis visitantes habían mostrado poseer facultades extraordinarias. Pero ¿con qué fin? Tenía que admitir que me confundía tanto la aparición de nada menos que siete hombres idénticos, como la experiencia alucinante que acababa de vivir. Quintillizos, era posible, sí, ¿pero alguien había oído hablar de siete gemelos? Tampoco eran usuales los nacimientos múltiples de niños idénticos. Y sin embargo había siete hombres poco más o menos de la misma edad e idénticos en apariencia, de cuya existencia no cabía la más mínima explicación.

Tampoco tenía ningún significado palpable la escena que había presenciado durante la demostración. De alguna forma había comprendido que los grandes cubos eran seres vivos y sensibles para quienes la radiación violeta era como la vida: me di cuenta de que las criaturas de los conos les servían en alguna forma, pero nada había descubierto que lo demostrase. La visión entera carecía de sentido: era una de esas escenas que podía haber sido creada por una imaginación altamente organizada, y telepáticamente dirigida a un sujeto que se prestase a ello, como, por ejemplo, yo mismo. Era ridículo demostrar así la existencia de vida extraterrestre; lo único que demostraba era que yo había sido víctima de una alucinación inducida. Pero, una vez más, se trataba de un círculo vicioso. Como alucinación, no tenía razón de ser. Y sin embargo, esa noche no conseguí evitar una insistente inquietud que me atenazó durante largo tiempo, hasta que pude dormir.


IV
Lo raro es que mi malestar fue en aumento a medida que transcurría la mañana siguiente. Pese a estar acostumbrado a las curiosidades humanas, a los frecuentes e increíbles personajes y las extrañas cosas que encontraba en mis paseos nocturnos por Providence, las circunstancias que rodeaban al señor Allan y sus hermanos, todos tan parecidos a Poe, eran tan extraordinarias que no podía quitármelos de la mente.

Instintivamente, dejé mi trabajo esa tarde y me dirigí a la casa del callejón a orillas del Seekonk, dispuesto a enfrentarme con mi acompañante nocturno. Pero la casa, cuando llegué a ella, tenía aspecto de estar totalmente desierta; cortinas raídas colgaban por el antepecho de las ventanas y, en torno, todo era cenizas de abandono.

Sin embargo, llamé a la puerta y esperé. No hubo respuesta. Llamé otra vez. No parecía haber nadie dentro de la casa. Arrastrado por la curiosidad, intenté abrir la puerta. Y se abrió nada más tocarla. Dudé aún, y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista; por lo menos dos de las casas de la vecindad estaban desocupadas. Y si me estaban vigilando, yo no lo notaba. Abrí la puerta y entré en la casa. Permanecí de pie durante un momento con mi espalda contra la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad crepuscular que llenaba las habitaciones. Entonces anduve cautelosamente a través del pequeño vestíbulo hacia la habitación contigua, una salita llena de muebles tapizados por lo menos veinte años antes. Ni rastro de seres humanos, aunque existían indicios de que no hacía mucho alguien había andado por allí y había dejado huellas en el polvo visible del suelo sin alfombras. Crucé la habitación y entre en un pequeño comedor. Lo crucé también, y me encontré en una cocina. Al igual que el resto de las habitaciones tenía pocas trazas de haber sido utilizada, pues no había nada de comida, y la mesa parecía que no se había usado en años. Pero aquí también había un gran número de huellas que demostraban que la casa estaba habitada. Y la escalera demostraba asimismo un uso intenso.

Pero fue en la parte posterior de la casa donde descubrí lo que mayor desasosiego me produjo. Esta parte del edificio consistía en una gran habitación, aunque era evidente que antiguamente habían sido tres, pues en las paredes quedaban sin enfoscar los agujeros de los tabiques que las habían separado. Vi esto con el rabillo del ojo, pues lo que había en el centro de la habitación atraía poderosamente mi atención. Una luz violeta bañaba la habitación, un suave resplandor que emanaba de una especie de largo bloque introducido en un cristal, rodeado, junto a un segundo bloque, similar y apagado, de maquinaria de una clase que nunca había visto antes, excepto en mis sueños.

Entré cautelosamente en la habitación, alerta por si alguien interrumpía mi intromisión. Nadie ni nada se movió. Me acerqué más a la caja de cristal encendida de violeta. Había algo dentro de ella, aunque al principio no me percaté de esto, pues me fijé en que estaba sobre una reproducción de tamaño natural de Edgar Allan Poe, iluminada, como todo lo demás, por la misma luz violeta. No podía determinar su origen, excepto que estaba envuelta en una sustancia parecida al cristal que formaba el envase. Pero cuando finalmente me di cuenta de qué era lo que había encima de la reproducción de Poe, casi grité de miedo, pues era una miniatura, una exacta reproducción de uno de esos conos rugosos que sólo había visto ayer por la noche en la alucinación a la que había sido inducido en mi casa de la calle Angell. ¡Y el sinuoso movimiento de los tentáculos de su cabeza -o lo que yo creía que era su cabeza- evidenciaba indiscutiblemente que estaba vivo!

Me retiré rápidamente con una ojeada al otro envase para asegurarme de que estaba vacío y sin ocupar, aunque conectado por muchos tubos metálicos al otro que estaba paralelo a él; me fui rápidamente haciendo el menor ruido posible, pues estaba convencido que los hermanos de la noche dormían arriba y en mi confusión por esta inexplicable revelación que situaba mi alucinación de la noche anterior en otras coordenadas, no quería encontrarme con nadie. Me fui de la casa sigilosamente, aunque me pareció ver la sombra de una de esas caras tan parecidas a la de Poe en una de las ventanas superiores. Corrí a lo largo de las calles que unían el Seekonk con el río Providence, corrí durante muchas manzanas antes de ponerme a caminar más despacio, pues empezaba a llamar la atención en mi loca carrera.

Mientras caminaba, intentaba poner en orden mis caóticos pensamientos. No podía dar ninguna explicación a lo que había visto, pero sabía intuitivamente que me había topado con un peligro amenazante demasiado oscuro y repelente, y quizá demasiado vasto para poder comprenderlo. Busqué un significado pero no pude hallar ninguno; nunca había tenido una preparación muy científica, aparte de la química y la astronomía, de modo que no estaba preparado para comprender el empleo de máquinas tan grandes como las que había visto en esa casa alrededor de ese bloque encendido de violeta donde estaba el cono rugoso en cálida y animadora radiación portadora de vida. De hecho no era capaz de asimilar siquiera la misma maquinaria, pues sólo existía una remota similitud con algo que podía haber visto antes, como la dínamo de una central eléctrica. Estaban todas las máquinas conectadas de algún modo a los dos bloques, y a los envases de cristal -si el material era cristal-, uno ocupado, el otro vacío y oscuro, también unidos entre sí por unos tubos.

Pero había visto suficiente para convencerme de que el oscuro clan fraternal que caminaba por las calles de Providence durante la noche con vestimenta y aspecto de Edgar Allan Poe paseaba por motivos diferentes a los míos; los suyos no eran simple curiosidad acerca de los personajes nocturnos, de los colegas paseantes de la noche. Quizá la oscuridad era su estado más natural, al igual que la luz del sol era la de la mayoría de las personas; pero sus motivos eran siniestros, no podía dudarlo. Sin embargo, no lograba imaginarme lo que iba a suceder después.

Por fin dirigí mis pasos hacia la biblioteca, con la vaga esperanza de tropezarme con algo que me diese una clave para llegar a comprender lo que había visto. Pero nada. Por mucho que busqué no encontré clave alguna, ningún indicio, aunque leí atentamente toda referencia concebible -incluso las de la estancia de Poe en Providence- a mi alcance sobre los estantes, y dejé la biblioteca tarde, tan desconcertado como cuando había llegado.

Quizá era inevitable que volviese a encontrarme con el señor Allan otra vez esa noche. No había forma de saber si mi visita a su casa había sido observada, a pesar de que creía haber visto a un observador en la ventana de arriba en el momento de mi huida, cuando estaba algo turbado. Pero esa sospecha mía no debía de tener fundamento alguno, pues cuando me encontré con el señor Allan más tarde, y le saludé en la calle Benefit, no había nada en su actitud o en sus palabras que dejase notar su posible conocimiento de mi intromisión. Ahora bien, yo ya conocía su habilidad para mantener su rostro impermeable a toda expresión: humor, disgusto, incluso enfado o irritación eran ajenos a sus facciones, que nunca abandonaban esa máscara introspectiva que caracterizaba a Poe.

-Espero que se haya recuperado de nuestro experimento, señor Phillips -dijo, después de intercambiar las frases de costumbre.
-Totalmente -le contesté, aunque no era cierto. Añadí algo acerca de un repentino marco, que había precipitado el final del experimento.
-Es uno de los mundos exteriores lo que vio, señor Phillips -continuó el señor Allan-. Son muchos. Cien mil por lo menos. La vida no es propiedad exclusiva de la Tierra. Tampoco la vida en forma de seres humanos. La vida toma muchas formas en otros planetas y estrellas, formas que aparecerían extrañas para los humanos, al igual que la vida humana resulta extraña a esas otras formas de vida.

Por una vez, el señor Allan se mostraba singularmente comunicativo, y yo tenía poco que decir. Estaba claro, creyese yo o no que lo que había visto era una alucinación -incluso ante el descubrimiento que había hecho en casa de mi acompañante- que él creía sin la menor reserva en lo que decía. Hablaba de muchos mundos, como si le fuesen familiares todos ellos. En un momento dado habló casi con reverencia de ciertas formas de vida, particularmente de aquellas que tenían una asombrosa capacidad de adaptación para tomar las formas de vida de otros planetas en su incesante búsqueda de las condiciones necesarias para su existencia.

-La estrella que vi -le inrerrumpí- estaba muriéndose.
-Sí -dijo simplemente.
-¿La ha visto usted?
-La he visto, señor Phillips.

Le escuché con alivio. Ya que era imposible que ningún hombre pudiese ver la vida propia del espacio exterior, lo que yo había experimentado no era más que la transmisión de una alucinación del señor Allan y sus hermanos. Comunicación telepática, ciertamente, ayudada con una especie de hipnosis que no había experimentado antes. Aun así no podía deshacerme de la inquietante sensación de peligro que rodeaba a mi acompañante nocturno, ni del malestar que se había apoderado de mí, pues aquella explicación que me había apresurado a aceptar resultaba sumamente ingenua.

En cuanto pude, presenté mis excusas al señor Allan y me marché. Me fui de prisa y directamente al Ateneo con la esperanza de encontrar a Rose Dexter, pero ya se había marchado, si es que estuvo allí. Fui al teléfono público del edificio y la llamé a su casa. Contestó Rose, y confieso que sentí al instante una sensación de alivio.

-¿Has visto al señor Allan esta noche? -le pregunté.
-Sí -replicó-. Pero sólo unos instantes. Iba camino de la biblioteca.
-Yo también le he visto.
-Me pidió que fuese a su casa alguna noche para ver un experimento -continuó.
-No vayas -le dije en seguida. Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.
-¿Por qué no? -Desafortunadamente no me di cuenta del acento de crueldad que había en su voz.
-Sería preferible que no fueras -dije con toda la firmeza que pude.
-¿No cree, señor Phillips, que soy yo quien debe decidirlo? -Me apresuré a asegurarle que yo no era quién para juzgar sus acciones; sólo le sugería que podría ser peligroso ir.
-¿Por qué?
-No puedo decírtelo por teléfono -contesté, plenamente convencido de que sonaba a tonto, y de que a la vez era cierto que no podría poner en palabras todas las terribles sospechas que habían empezado a aparecer en mi mente, pues eran tan fantásticas, tan extrañas, que nadie se las creería.
-Lo pensaré -dijo quebradamente.
-Intentaré explicártelo cuando te vea -le prometí.

Me dio las buenas noches y colgó con una intransigencia que no presagiaba nada bueno y que me dejó profundamente preocupado.

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Sueños del Soñador de Providence