I love Lovecraft

Ha pasado poco tiempo desde que me encontré a Lovecraft en la red -tan solo siete años- desde entonces, gracias a Ernest empecé a leerlo y tiempo después -cuando ya no podía dejar de leer- empecé a recopilar sus relatos; tuve algunos problemas porque algunos de ellos están perdidos y otros simplemente no se encuentran con tanta facilidad en la red.

Algunos participantes del foro de Ciberanika me enviaron desde España libros de Lovecraft -Gracias por eso- y tiempo después empecé a buscar en el fondo de las tiendas y librerías de mi ciudad y encontré uno que otro, algunos con relatos repetidos y pastas maltratadas. Las mini Ferias del Libro también han ayudado mucho en mi búsqueda y los viajes que he tenido oportunidad de hacer.

Actualmente tengo un pequeño ''altar'' a Cthulhu, el personaje más reconocido y popular de Lovecraft, así como un tatuaje del mismo en mi tobillo.



A algunos les pareció exagerado, tonto y a otros simplemente no les gustó, pero Lovecraft me inspiró para mis historias y me invitó a un mundo maravilloso con paisajes inimaginables y seres fascinantes. Su redacción y su creatividad me maravillan desde que leí 'La Sombra Sobre Innsmouth' hace años, rescató una parte de mi personalidad que pendía de un hilo y que a punto estuve de perder.



Ahora quiero compartir los relatos con ustedes, sin ánimo de lucrar o ganar algo, solamente de guardar -porque mi pc puede fenecer en cualquier momento- y de invitarlos a entrar en Innsmouth o Dunwich, a soñar en la casa de la bruja o a llamar al gran Cthulhu que yace dormido en la profundidad del mar.

Bienvenidos.

Eyra Garibay Wong

Buscas algún relato en especial?

martes, 4 de enero de 2011

LA SOMBRA DEL DESVÁN 1964, COLABORACIÓN DE AUGUST DERLET. + (PARTE 2)


III
Lo sucedido en aquella segunda noche que pasaba en la casa removió mis recuerdos y volví a sentir de nuevo la lúgubre melancolía que durante mi infancia había ema­nado del lugar, pero especialmente de la terrible pre­sencia de mi tío abuelo Uriah y del cerrado desván donde nadie se atrevía a entrar pese a la frecuencia con que lo hacía el dueño de la casa. Debe ser normal que al fin decidiera recoger el desafío que para mí suponía la exis­tencia de ese desván.

La lluvia del día anterior había dado paso a un sol in­tenso que- se derramaba, desde las ventanas apropiadas, por toda la casa, dándole un aire gallardo y gentil que nada tenía de siniestro. Era uno de esos días en que todo lo sombrío y ominoso parece lejano. No vacilé en encender una lámpara que dispersara las tinieblas del desván —que no tenía ventanas— y me lancé hacia las alturas de la casa provisto de todas las llaves que me habla facilitado Mr. Saltonstall.

No hizo falta ninguna. La puerta estaba abierta.

Y el desván vacío, pensé al entrar. Pero no lo estaba del todo. En el centro de aquel tabuco abuhardillado había una sola silla y, encima de ella, varias prendas vul­gares y otra que no lo era tanto: diversas ropas de mu­jer y una máscara de goma de ésas que se ajustan a las facciones de quienes la llevan puesta. Avancé hasta la silla, asombrado, y dejé la lámpara en el suelo pata me­jor examinar lo que había encima.

Lo que había era lo que había visto en el primer vis­tazo: un vestido corriente de algodón estampado con un dibujo anticuadísimo de cuadritos en distintos tonos de gris, un delantal, un par de guantes de goma de los que se pegan a la piel, medias elásticas, zapatillas de andar por casa y la rnáscara. Esta última, luego de examinada, resultó ser bastante común, a excepción de que iba pro­vista de cabellos. Los vestidos bien podrían haber perte­necido a la mujer de la limpieza de mi tío abuelo Uriah. Habría sido muy propio de él no permitirle cambiarse de ropa bino en el desván. Pero esta hipótesis no sonaba muy convincente, desde luego, teniendo en cuenta sobre todo el cuidado que siempre había tenido en que nadie más que él entrara en aquella buhardilla.

La careta era más difícil de explicar. No estaba seca y agrietada, como lo habría estado de llevar varios años sin usar. Al contrario, estaba suave y flexible, lo que resultaba aún más intrigante. Además, igual que el resto de la casa, el desván estaba impecablemente limpio.

Sin tocar la ropa, volví a tomar la lámpara y la man­tuve alzada. Entonces vi la sombra que se extendía, más allá de la mía, por la pared y el techo abuhardillado. Era una superficie monstruosa, deforme, ennegrecida, como si una inmensa llamarada hubiera grabado esa ima­gen en las tablas del desván. La estuve contemplando durante un rato antes de darme cuenta de que, aun gro­tescamente contrahecha, guardaba cierta semejanza con una figura humana. La cabeza, sin embargo — pues la cosa poseía una especie de excrecencia informe en el sitio de la cabeza— , no se parecía a nada y resultaba horrible.

Me acerqué para verla en detalle, pero al aproximarme sus contornos se difuminaron. Sin embargo, tenía toda la superficie de haber sido como cauterizada en la ma­dera por un chorro de fuego abrasador. Retrocedí de nuevo hasta la silla y un poco más. La sombra parecía haberse producido como consecuencia de una llamarada que hubiese brotado a nivel del suelo. Tenía una angula­ción extraña e inexplicable. Me di la vuelta entonces y traté de localizar el punto de donde pudiera haber sur­gido lo que había provocado aquella alteración en  el te­cho y la pared.

Al darme la vuelta, la lámpara iluminó el lado opues­to del desván y puso de manifiesto, en el punto donde yo buscaba, la existencia de una abertura entre el techo y el suelo, pues en ese lado del desván no había pared. El agujero no era mayor que el que necesitaría un ratón, y al momento supuse que, en efecto, no era más que una ratonera. No habría retenido mi atención durante más de un segundo de no haber sido por lo que había pintado, con tiza u óleo de color rojo vivo, a su alrededor: una secuencia de curiosas líneas anguladas que me parecieron completamente distintas de cualquier diseño geométrico conocido y que estaban dispuestas de tal modo que el agujero del ratón quedaba en el centro de las mismas. Inmediatamente pensé en el gran interés que siempre había manifestado mi tío abuelo por la magia. Pero no: éstos no eran los habituales pentágonos, tetraedros y círcu­los de la brujería, sino más bien todo lo contrario.

Acerqué la lámpara a las líneas y las examiné. De cerca sólo eran rayas, sin más. Pero vistas desde el centro del desván, componían una especie de diseño desconocido que sugería otras dimensiones, según se me ocurrió pen­sar. Era imposible determinar cuánto tiempo llevaban allí, pero no parecía haber sido trazadas recientemente, es decir, durante los tres últimos decenios. También era posible que tuvieran un siglo.

Mientras reflexionaba sobre el significado de la extra­ña sombra y del diseño pintado enfrente de ella, empe­cé a adquirir conciencia de que en el desván se había ido produciendo como una especie de tensión. Era algo verdaderamente indescriptible, pero lo que yo sentía — qué raro hace ponerlo en palabras— es como si el desván estuviera conteniendo la respiración.

Empecé a inquietarme cada vez más, como si no fuera el desván, sino yo el que estaba siendo examinado. La llama de la mecha osciló y empezó a echar humo y la habitación entera pareció oscurecerse. Durante un momen­to fue como si la tierra, de pronto, se hubiera puesto a girar al revés, o algo así, y yo hubiera quedado sus­pendido durante un instante en el espacio exterior, antes de precipitarme en una órbita propia. Pero esta impre­sión fue fugaz. La tierra reanudó la regularidad de su giro, ila habitación se iluminó, la llama de la lámpara se serenó.

Salí del desván a toda prisa, casi indignamente, per­seguido por todas las habladurías de mi infancia, súbi­tamente escapadas ahora del almacén de la memoria. Me sequé las gotitas de sudor que se me habían formado en las sienes, apagué la lámpara de un soplido e inicié, considerablemente agitado, el descenso de la escarpada escalera. Para cuando llegué a la planta baja había recuperado mi compostura. Pero ya no me resultó tan fácil dar de lado las aprensiones de mi novia con respecto a la casa en que había acordado pasar el verano.

Me enorgullezco de ser un hombre metódico. En sus momentos frívolos, Rhoda me llama «pedante», pero sólo refiriéndose, naturalmente, a mi interés por libros, escritores y cuanto en general se relaciona con la litera­tura. Da igual. El caso es que la verdad, dígase como se diga, no es por ello menos verdad. Una vez recobrado de la breve, aunque terrorífica experiencia sufrida en el des­ván, que además había venido a agregarse a los sucesos de la noche anterior, decidí llegar hasta el fondo del asunto y descubrir alguna explicación verosímil para lo ocurrido en ambas ocasiones. ¿Acaso me habla hallado las dos veces en estado alucinatorio? ¿O no?

Evidentemente había que empezar la investigación por la mujer de la limpieza.

Telefoneé inmediatamente a Mr. Saltonstall, pero se limitó a confirmarme lo que ya me había dicho. El no sabía de ninguna mujer de la limpieza. No tenía conoci­miento de que mi tío abuelo hubiera tenido ama de llaves o asistenta de cualquier tipo. Y, que él supiera, no existí a ninguna otra llave de la casa.

—Usted comprenderá, Mr. Duncan —terminó Mr. Saltonstall—, que su tío abuelo era un hombre retraído y solitario, reservado al máximo. Lo que quería que no se supiera, no se sabía. Pero si me permite una suge­rencia, ¿por qué no investiga entre los vecinos? Yo sólo he estado una o dos veces en la casa, pero ellos la han tenido durante años en observación. No hay muchas cosas que los vecinos no puedan descubrir.

Le di las gracias y colgué.

 Pero abordar a los vecinos equivalía a un ataque frontal y además la mayoría de las casas estaban bastante lejos de la de mi tío abuelo. La más próxima estaba a dos parcelas de distancia según se salía del viejo caserón a la izquierda. No había observado en ella muchos signos de vida, pero me asomé a la ventana para verla mejor y divisé en el porche a una persona tomando el sol en una mecedora.

Reflexioné durante unos minutos sobre la mejor forma de abordarla, pero no se me ocurrió nada mejor que ir directamente al grano. Conque salí de casa y bajé por el camino que conducía a la del vecino más cercano. Al cruzar la valía vi que el ocupante de la mecedora era un viejo.

—Buenos días, caballero —le saludé—... Vengo a ver si puede usted ayudarme en un asunto.
El viejo cambió de postura.
——¿Quién es usted?
Me identifiqué, lo cual despertó inmediatamente su interés.
——¿Conque Duncan, eh? Nunca le of al viejo hablar de usted. Pero tampoco hablé con él más de diez o doce veces. ¿En qué puedo servirle?
—-Querría ver cómo me puedo poner en contacto con la mujer que venía a arreglar la casa de mi tío abuelo.
Me lanzó una mirada penetrante a través de párpados súbitamente encogido.
—Joven, eso también me gustaría saberlo yo, sólo por pura curiosidad -—-dijo-—.. Nunca se la ha visto en ningún otro sitio.       
—¿La ha visto usted entrar alguna vez?
—Nunca. Sólo la he visto de noche y dentro de la casa, por las ventanas.
Y salir ¿la ha visto usted salir?
—Nunca la he visto ni entrar ni salir. Ni yo ni nadie. Tampoco la he visto nunca de día. Quizá el viejo la tenía viviendo allí, pero no le sé decir dónde.
Me quedé desconcertado. Pensé durante un momento que el viejo me ocultaba algo, pero no: su sinceridad era evidente por sí misma. No supe qué decir.
——Pero eso no es todo —añadió.—. ¿Ya ha visto us­ted la luz azul?
--No.
—¿Y ha oído usted algo que no se pueda explicar?
Titubeé.
El viejo lanzó una risita.
—Ya me parecía a mí. El viejo Garrison se traía algo entre manos. Y no me extrañaría que se lo siguiera tra­yendo.
-—-Mi tío abuelo falleció el pasado marzo ——le recordé.
—-No me lo puede demostrar —dijo——. Sí, yo vi una capa de múerto que la sacaban de la casa y la llevaban al cementerio de la Colina del Ahorcado, pero no sé más. No sé quién o qué iba dentro.

El -anciano siguió hablando en este tono, hasta que no me cupo duda de que, aunque sospechaba muchas cosas, en realidad no sabía nada. Me proporcionó, eso sí, toda clase de insinuaciones y sugerencias, pero nada tangible, y la suma de todo cuanto me dijo apenas añadía nada a lo que yo ya sabía: que mi tío abuelo no veía a nadie, que estaba metido en algún «asunto diabólico» y que mejor estaba muerto que vivo, si es que realmente lo estaba. También había llegado a la conclusión de que algo marchaba mal en casa de mi tío abuelo. Admitió que, si le dejaban soío, él de por sí no molestaba a los vecinos. Y absolutamente solo le habían dejado desde que la vieja Mrs. Barton fuera un dia a su casa para re­convenirle por tener a una mujer escondida y al día si­guiente la encontraran muerta en la cama, de un ataque cardiaco: «de terrór, según dijeron».

Era evidente que no había modo de conseguir más información sobre mi tío abuelo. A diferencia del tema de mi tesis doctoral, a éste no hacían  referencia las bibliotecas, salvo la suya propia, a la que me trasladé al momento para encontrarme allí con un bloque casi macizo de libros antiguos y modernos sobre magia, bru­jería y supersticiones afines: por ejemplo, el Malleus Ma­leficarurn y tomos viejísimos de autores como Olaus Mag­nus, Eunapius, De Rochas y otros. Aquellos títulos no tenían significado para mí: De natura daemonum, de Anania; Quaestio de lamiis, de De Vignate; Fuga Sata­nae de Stampa... Jamás había oído hablar de ellos.

No cabía duda de que mi tío abuelo se había leído sus libros, porque los tenía llenos de señales, anotacio­nes y llamadas. No eran difíciles de leer, a pesar de su arcaica impresión, pero todos trataban de temas pareci­dos. Los que interesaban a mi tío abuelo no se limitaban a las prácticas habituales en la magia y la demonología, sino que denotaban una persistente fascinación por los succubi y por la retención de - la «esencia» de una exis­tencia a otra, sin olvidar la reencarnación, los demonios familiares, las venganzas mediante brujería, los encanta­mientos y demás. -

Yo no tenía intención de estudiarme los libros. Pero me molesté en seguir el hilo de algunas de sus referen­cias bibliográficas sobre la «esencia» y de pronto me encontré saltando de un libro a otro en pos de una ar­gumentación que se iniciaba en la definición de la «esen­cia», «alma» o «fuerza vital» .—según la llamaban en los distintos libros—-, seguía luego por capítulos sobre transmigración y posesión y conducía por fin al modo de ocupar un cuerpo nuevo tras vaciarlo de su. fuerza vital interior y sustituírla por la esencia de uno: la clásica teoría a que se puede aferrar un anciano que está al bor­de de la muerte.

Todavía estaba enfrascado en los libros cuando llamó Rhoda desde Boston.

¡Boston! — exclamé, sorprendido-—-. No te has ido_ muy lejos.
—-No —contestó—. Es que me puse a pensar en tu tío abuelo y me paré aquí, en la Biblioteca Widener, para echar una ojeada a algunos libros raros.
—-¿De brujería? —pregunté al azar.
— Sí. Adam, creo que debes irte de esa casa.
 -¿Y tirar a la basura una bonita herencia? Ni lo pienses.
— Por favor, no seas testarudo. He estado haciendo algunas averiguaciones. Ya sé que eres un cabezota, pero créeme —dijo con gran seriedad-----, tu tío no pensaba en nada bueno cuando dejó esa disposición en el testa­mento. Quiere que estés ahí por alguna razón. ¿Te en­cuentras bien, Adam?
——--Perfectamente.
——¿Ha ocurrido algo?
Le conté en detalle lo que había ocurrido.  
Me escuchó en silencio. Cuando terminé, repitió:
—Creo que debes marcharte, -Adam.
Me di cuenta de que estaba empezando a irritar su posesividad, el derecho que se atribuía a decirme lo que yo debía hacer o no, su convicción de saber mejor que yo lo que me convenía.
—- Me voy a quedar, Rhoda —contesté
—No te das cuenta, Adam. Esa sombra del desván. Por el agujero entró una cosa monstruosa y dejó esa sombra quemada ahí —-dijo.
Me temo que solté una carcajada.   -
——Siempre he sostenido que las mujeres no son ani­males racionales.
—Adam, esto no es cosa de mujeres u hombres. Es­toy asustada.
—-Vuelve —dije— Yo te protegeré.
Resignada, colgó el teléfono.

IV
Aquella noche resultó memorable por algo que, de momento, decidí considerar pura alucinación. Todo empezó, literalmente, con un paso en la escalera. Yo me había acostado hacía poco y agucé el oído por si lo volvía a oír. Luego me bajé de la cama, caminé a ciegas hasta la puerta y la abrí lo suficiente para mirar al exterior.

La mujer de la limpieza acababa de pasar por delante de mi puerta y se dirigía al piso de abajo. Retrocedí inmediatamente hacia el interior de mi cuarto, busqué a tientas mi bata, que estaba todavía en la maleta porque hasta entonces no había tenido ocasión de ponérmela, y salí de la habitación dispuesto a enfrentarme a la mujer durante su trabajo.

Fui bajando la escalera en silencio y a oscuras, aunque las tinieblas no eran totales, ya que por las ventanas penetraba del exterior cierta iridiscencia lunar. Apenas habla llegado a la mitad cuando volví a sentir aquella curiosa sensación, que ya había tenido antes, de ser vigilado.

Me di la vuelta.

Allí, detrás y por encima de mí, como en un pozo de resplandeciente tiniebla, flotaba la apariencia espectral del tío abuelo Uriah Garrison, más tenue que el aire. Durante un instante vi el rostro pesado y barbudo —ligeramente distorsionado por la claridad engañosa de la luna—, los ojos febriles, las greñas despeinadas, los altos pómulos y la piel tirante de las mejillas inconfundible. Pero al mo­mento se desvaneció, como un globo pinchado por un alfiler, y se convirtió en una especie de culebrilla tenue o voluta espiral de alguna sustancia oscura que flotaba y se retorcía en el aire, escaleras abajo, hacia donde yo me encontraba. Por fin desapareció como un jirón de humo.

Permanecí helado de horror hasta que la razón volvió a recuperar el control de la mente. Me dije que acababa de sufrir una alucinación, lo cual no era de extrañar habida cuenta de que me había pasado el día dándole vueltas a mi tío abuelo y a sus extrañas aficiones. En realidad debería haber pensado que, en tal caso, lo nor­mal habría sido verlo en sueños y no despierto. Pero en aquel momento estaba incluso dispuesto a poner en duda que me hallaba despierto. Tuve que pensar qué hacía yo allí en la escalera y recordé a la mujer de la limpieza.

Sentí el impulso de refugiarme en mi cuarto y meterme en la cama, pero lo reprimí y seguí adelante.

En la cocina había luz. A juzgar por el resplandor, debía ser un quinqué puesto al mínimo. Avancé en si­lencio hasta la puerta y me quedé inmóvil en un punto desde donde podía ver el interior.

Allí estaba la mujer, limpiando, como siempre. Ahora era el momento de abordarla directamente y rogarle que explicara su presencia.

Pero algo me lo impidió. En aquella mujer había algo que me repelía. Se agitó el fondo de mi memoria y re­cordé a aquella otra mujer que había visto allí en mis años infantiles. Poco a poco, pero con certeza, me fui dando cuenta de que las dos eran la misma. Su faz impasible e inexpresiva no había cambiado en más de vein­te años, sus movimientos seguían siendo mecánicos ¡y hasta parecía que llevaba el mismo vestido!

¡Además, sabía intuitivamente que su cuerpo era el que había sentido junto a ml la noche antes!

Cada vez me disgustaba más le idea de abordarla. Pero me obligué a entrar en la habitación, crucé el umbral de la puerta y me detuve, a punto de pedirle explicaciones.

Las palabras no llegaron a salir de mis labios. La mu­jer se volvió. Durante unos instantes nuestras miradas se cruzaron y en sus ojos vi sendos pozos de fuego ar­diente que no eran ojos, sino mucho más: epítome de la pasión y la avidez, cumbre de malignidad, encarnación de lo desconocido. Por lo demás, esta nueva confronta­ción no difirió de la acaecida en años pasados: la mujer no se movió, su rostro — salvo los ojos—— permaneció completamente desprovisto de expresión. Bajé la mirada,  incapaz de soportar la suya por más tiempo y retrocedí hacia las tinieblas del pasillo.

Y corrí escaleras arriba a mi habitación, donde perma­necí tembloroso, con la espalda apoyada en la puerta y la mente completamente confusa. Me daba cuenta de que aquel ser era algo más que una mujer, pero no sabía qué: una criatura fantasmal al servicio de mi tío abuelo, obligada a retornar noche tras noche para ejecutar esos ritos. De donde venía era un misterio.

Mientras yo seguía en la misma posición, volví a oírla. Sus pasos comenzaban a subir la escalera. Durante unos instantes creí que venía a mi habitación — como la noche anterior— y me sentí helado de terror. Pero pasó de largo y subió por la escalera que conducía al desván.

A medida que se apagaba el ruido de sus pasos me fue volviendo el valor y me atreví a abrir la puerta y mirar.

Todo estaba a oscuras. Pero no: en lo alto de la esca­lera, por debajo de la puerta del desván, se filtraba un resplandor azul.

Cuando empecé a subir las escaleras, observé que el res­plandor azul disminuía en intensidad.

Cada vez más envalentonado, abrí enérgicamente la puerta.

No había señal alguna de la mujer. Pero allí al fondo, en el ángulo que formaban el techo y el suelo, la luz azul que había visto filtrándose por debajo de la puerta ¡des­aparecía como si fuera agua por el agujero del ratón! Y las líneas pintadas a su alrededor resplandecían como con luz propia que se fue apagando mientras la observaba.

Encendí una cerilla y la mantuve alzada. Las ropas que llevaba la mujer estaban, como antes, encima de la silla. Y la careta. Avancé hasta la silla y toqué la máscara. Estaba caliente. La cerilla me quemó los dedos y se apagó.

Todo quedó negro como la pez. --Pero sentí que de la ratonera emanaba un poder que me arrastraba hacia ella. Era como una pulsación consciente y maligna, de tal intensidad que, si no huía inmediatamente de allí, me obli­garía a ponerme de rodillas e intentar seguir a la luz azul. De nuevo la tierra pareció detener su giro, el tiempo dio como up bandazo y me envolvió una nube de espanto que me paralizó.

Permanecí en pie, como una estatua.

Entonces, de la ratonera empezó a emanar una espira de luz azul, como una voluta de humo luminoso flotando en la oscuridad, ramificándose, fundiéndose consigo mis­ma, amenazando con invadir todo el desván. Esta visión rompió el hechizo que me tenía petrificado. Corrí agachado hasta la puerta y me precipité escaleras abajo hacia mi habitación, mirando atrás como si temiera que una cosa horrible se me fuera a abalanzar por la espalda.

Nada vi sino negrura, nada sino oscuridad.

Entré en mi dormitorio y me dejé caer vestido en la cama. Allí permanecí tendido, en espera angustiosa de lo que pudiera suceder. Sabía que Rhoda tenía razón y que debía irme, - pero al mismo tiempo sentía una extraña re­pugnancia a dejar la casa de Aylesbury Street, y no ya por la herencia, sino por una especie de vínculo espan­toso, casi como un parentesco, que me mantenía atado a ella.

En vano esperé a que ni aun el fantasma de un sonido alterase el silencio. Nada captaron mis oídos sino los ruidos naturales de la casa y el viento —pues se había levantado viento— y, de - vez en cuando, el extraño maullido  de un búho por la parte de la Colina del Ahor­cado.

Por fin me dormí, completamente vestido como estaba. Y soñé. Soñé que la luz azul crecía y se multiplicaba como hongos e invadía el desván. Luego se deslizaba escaleras abajo y penetraba en mi habitación. De la ra­tonera situada en el vértice del ángulo que formaban el techo y el suelo del desván salieron, se hincharon y cre­cieron las figuras de la mujer de la limpieza —ya vestida y enmascarada, ya espantosa de vejez, ya joven, bella y desnuda— y de mi tío abuelo Uriah Garrison, que in­vadieron la casa, mi cuarto y, por fin, a mí. Me desperté bañado en sudor al filo del alba, que se introducía páli­damente en la habitación antes de dejar paso a los tonos rosados del cielo matutino.

 Estaba agotado. Me habría vuelto a dormir si no hu­biera sido por los fuertes golpes que sonaron en la puer­ta principal. Conseguí ponerme en pie y llegar hasta la puerta.

— ¡Adam! —gritó——. Tienes un aspecto horrible.
—Vete —contesté—. No te necesitamos.
Durante un instante quedé espantado por mis propias palabras, pero - en seguida las asumí y me di cuenta de que había dicho lo que quería decir. Estaba harto de Rhoda y de sus constantes intervenciones. Parecía como si me considerase incapaz de cuidar de mí mismo.
—Así, pues, ya es demasiado tarde ——dijo.
—Vete —repetí-----. Déjanos solos.
Me apartó a un lado y entró en la casa. Yo la seguí. Se dirigió al despacho y, una vez alh’, ordenó mis libros, mis anotaciones y lo que tenía escrito de la tesis sobre Hardy, lo recogió todo y lo puso delante de mi.
—Ya no necesitas esto, ¿verdad? —preguntó.
——Llévatelo ——dije———. Llévatelo todo.
Rhoda cogió los papeles.
—Adiós, Adam ——dijo.
——Adiós, Rhoda — contesté.

Apenas podia dar crédito a mis ojos: Rhoda se mar­chó mansa como un corderito. Y, aunque todavía seguía alterado por los acontecimientos, me di cuenta de que el rumbo que iban tomando me producía una secreta sa­tisfacción.

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Sueños del Soñador de Providence